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¿Si no es en mi nombre, entonces en el de quién?

 

Quiero realizar una exploración socio-psicoanalítica de cómo Estados Unidos mantiene una constante política de guerra que expone a una pequeña parte de la población que cumple la función de ejército profesional a una situación de batalla “productora de atrocidades”, mientras la mayoría de los ciudadanos son protegidos de las realidades y efectos de la violencia ejercida en nuestro nombre. Plantearé aquí que la combinación de una población de espectadores y un ejército profesional le permite al gobierno llevar adelante una política exterior agresiva basada en la resolución violenta del conflicto que sirve a los intereses de la élites, al tiempo que ignora las heridas psíquicas y físicas que la guerra produce en aquellos hombres y mujeres de las clases trabajadora y media expuestos al peligro. Debido a que las representaciones ideológicas preponderantes presentan a la guerra exclusivamente como una respuesta defensiva a los ataques injustificados de un Otro agresivo, el gobierno no se hace responsable de su propia agresión, la cual provoca daños inconmensurables a poblaciones del mundo entero y tiene como correlato que los ciudadanos estadounidenses estén menos y no más seguros. La sal en la herida metafórica es que los soldados de Estados Unidos deban cargar con las cicatrices de guerra que en realidad tendrían que ser sufridas y tratadas de forma colectiva por todo el cuerpo político. Sostengo que esta trágica situación es producto de las fuerzas políticas e ideológicas que se han desarrollado a lo largo de las últimas tres décadas y que han producido una cultura de impunidad que pone en riesgo nuestra democracia y que se refleja en la relación del ejército con el resto de la sociedad.

Si bien es convincente ver a los traumáticos eventos del 9/11 y a sus consecuencias políticas como las causas de nuestras políticas de guerra y de las cada vez mayores crisis que sufren los y las soldados estadounidenses, creo sin embargo que una de las principales causas de la actual y deplorable situación se encuentra en el impacto psicosocial que tuvieron la ideología y el estado neoliberales que han vulnerado la capacidad de los ciudadanos de comprometerse políticamente. El neoliberalismo emergió como el modelo económico paradigmático del libre mercado en los años 70, cuando fue impuesto en este país y en todo el mundo. Sus principios de privatización –incluyendo la del ejército–, desregulación y recortes en el gasto público crearon un clima favorable para que el capital financiero obtuviera ganancias gigantescas sin contemplar los efectos nefastos para la mayor parte de la ciudadanía, llevándonos en 2008 al borde del colapso y muy cerca de la caída del sistema en sí. Si nos preguntamos por qué es tan difícil construir un movimiento de masas progresista luego de la peor crisis económica desde la Gran Depresión, la respuesta puede estar en que el neoliberalismo no es solamente una política económica sino también un análisis social y una serie de mandatos culturales que expande los valores de mercado a todas las instituciones, a las prácticas sociales y a la psicología de los individuos. Sus principios ideológicos han sido construidos en torno al individualismo, el cual ha sido internalizado como un elemento constitutivo de la identidad de los ciudadanos que lo experimentan cotidianamente. El ciudadano o la ciudadana neoliberal tipo elabora su plan de vida basándose en su propia responsabilidad para alcanzar el éxito, sin pensar que la clase social, la educación, la tasa de desempleo y las limitadas prestaciones sociales pueden constituir limitaciones a los objetivos que se ha propuesto. El paradigma neoliberal crea lo que Lynn Layton denomina “inconsciente normativo” que se caracteriza por el desligamiento de lo individual con lo colectivo. Una asociación inconsciente equipara la confianza en uno mismo con la autosuficiencia, que es muy valorada, y el compromiso con la sumisión, que es poco valorada. Sostengo que este yo neoliberal aislado provoca consecuencias políticas serias, como ser la emergencia de una élite dirigente que para mantenerse en la jerarquía de clases requiere de un egoísmo interesado y competitivo que pueda sostener el poder, a su vez defendido por una omnipotencia maníaca que impide que se reconozca la necesidad y la empatía de otros. La convergencia de la ideología y la psicología produce una clase convencida de su derecho a actuar en nombre de sus propios intereses materiales que expande su control sobre los recursos estratégicos del mundo a través de la manipulación de políticas financieras y económicas así como también de la agresión militar. La mayoría de los ciudadanos termina por identificarse con ella y ha incluso adoptado actitudes y valores similares, pero sin lograr recompensa alguna por su aislamiento psíquico culturalmente inducido ya sea en lo que respecta a la riqueza material, estatus social, poder político o el sentido compartido de estima y bienestar. La identificación con un sentido de pertenencia comunitario se ha ido erosionando a medida que el ciudadano pasivo y despolitizado fue convirtiéndose en la característica ideal del sistema. Desgastando las luchas colectivas y el sentido de compromiso social, el neoliberalismo ha conducido las políticas estatales desde Reagan pasando por Clinton y Bush, impidiendo la emergencia de una ciudadanía independiente y crítica así como también de un disenso político progresista. La ideología individualista, políticamente desmovilizadora, y la expansión del miedo posterior al 9/11 permitieron a los neoconservadores operar una centralización del poder político sin precedentes que atacó las libertades civiles de los ciudadanos y dio lugar a una sociedad de vigilancia. Mientras emergía un movimiento de oposición para desafiar las tendencias autoritarias en esta sociedad y llevar al poder la promesa de un cambio progresista, el estilo de liderazgo y la estrategia de Obama sostuvieron trágicamente la continuidad del modelo bipartidista de la era Bush. Con cierta ironía, Drew Westen, autor del libro The Political Brain, escribió que la esencia del modo de gobernar de Obama –“Obamaprise” en inglés– es “el arte de hacer concesiones cuando no es necesario”. “El presidente tiene suerte –dice Westen– de que Martin Luther King no haya tenido su mismo modo de gobernar ‘anti-conflicto’, o el mismo Obama estaría viajando en un colectivo cualquiera y no en el Air Force One”. Lamentablemente, la sustancia de la forma de gobernar de Obama tiene como consecuencia que muchos de nosotros estemos viajando en un colectivo que desciende a toda velocidad por el precipicio de la debacle económica y de las cada vez más profundas políticas autoritarias. El incremento que está haciendo Obama del uso de los privilegios presidenciales para gobernar sin rendir cuentas ha decapitado una alternativa progresista coherente al movimiento proto-fascista que probablemente lo derrotará en un futuro cercano.

Las guerras de Afganistán y Pakistán que Obama ha elegido mantienen el principio de Bush de “invasión y ocupación preventivas” y son en realidad el último capítulo de una política exterior agresiva que data de más de un siglo, que fue racionalizada por la ideología del Destino Manifiesto y que ha reafirmado el mandato divino de Estados Unidos de expandir sus grandes valores e instituciones, incluso de forma violenta, para redimir y transformar al resto de las personas inferiores del mundo según su imagen y semejanza. Mientras tanto, la identidad colectiva estadounidense fue idealizada, y la del otro étnico o religioso, demonizada. Christopher Bollas escribió sobre lo que denomina inocencia violenta o radical, una escisión psíquica en la que la propia agresión es negada y proyectada en el otro, quien es luego percibido como una amenaza al propio victimismo inocente, justificando así su ataque. En efecto, la inocencia radical exige un ataque constante al otro deshumanizado para así poder reconfirmar una y otra vez la propia inocencia y justificar la continuación del comportamiento personal mantenido hasta entonces. Este mecanismo se difundió en el período posterior al 9/11 entre los ciudadanos estadounidenses vulnerables a un liderazgo político que intensificaba la violencia justificándose con la ideología de la inocencia radical. Así, los líderes políticos y la mayor parte de los ciudadanos se vieron atrapados en el estado esquizo-paranoide de la escisión, en el cual el propio grupo es asociado al bien mientras todo lo experimentado como malo es proyectado en un otro. Este mecanismo impidió el desarrollo de la capacidad de la posición depresiva de reconocer que uno es bueno y malo, lo cual, en el contexto del 9/11 podría haber conducido a una autocrítica sobre el papel de Estados Unidos en la creación de hostilidades frente a su comportamiento mundial. Al contrario, la omnipotencia es una defensa maníaca contra el dolor de la ansiedad depresiva que provocan los propios impulsos destructivos, y en el campo político, impide la resolución no violenta de los conflictos. Una perspectiva basada en la comprensión de la propia tendencia destructora-agresiva y en la tolerancia de la culpa da lugar a una acción reparadora antes que a la negación y la proyección de la agresión que requiere una acción agresivo-defensiva para sostener la escisión; en el contexto de la respuesta de Estados Unidos al 9/11, esa última predilección psicológica, junto con ciertos objetivos geopolíticos, supra-determinó la tendencia a proclamar la guerra. Ideológicamente, esta postura se manifiesta en los discursos de la “excepcionalidad estadounidense” que declara que solamente existen motivos positivos para la política exterior de Estados Unidos, como el deseo de compartir con otros –incluso apuntándoles con un arma– nuestras superiores instituciones de democracia y libertad. Desafortunadamente, Obama es un fiel heredero de esta tradición, que se evidencia en el discurso que pronunció al aceptar el Premio Nobel de la Paz: habló del mal en el mundo, ubicándolo afuera, en los otros –en Al Qaeda y en aquellos que han profanado al Islam y usado la religión para justificar los ataques a Estados Unidos asesinando gente inocente. Si bien condenó al extremismo islámico que mata en nombre de Dios, trazó una correspondencia entre ése y un abuso similar de la religión en Occidente, las Cruzadas, omitiendo visiblemente cualquier referencia a los motivos cristianos contemporáneos para hacer la guerra a lo largo y a lo ancho del mundo. En contraste con el Otro malvado, Obama describió a los Estados Unidos como la encarnación del bien, asegurando que sus ciudadanos y soldados han derramado su sangre durante seis décadas para garantizar la seguridad global y promover la paz, la prosperidad y la democracia. “No hemos cargado con este peso”, declaró Obama, “porque buscamos imponer nuestra voluntad. Lo hemos hecho sin un interés egoísta o superior, porque buscamos un mejor futuro para nuestros hijos y nietos, y creemos que sus vidas serán mejores si los hijos y nietos de otras personas viven en libertad y prosperidad”. Semejante discurso socava las capacidades de los ciudadanos para desarrollar un entendimiento crítico del papel nefasto que tuvieron las políticas exteriores agresivas de este país en el incremento del peligro a escala mundial y no permite la emergencia de un discurso que se oponga al del fundamentalismo cristiano de derecha que permea cada vez más profundamente nuestra cultura política y nuestras instituciones militares para promover y racionalizar la agresión estadounidense a escala internacional. En efecto, en nuestra actual crisis económica –en la que las bodas entre las corporaciones y el estado son más claras que nunca– las riquezas del 1% más rico de la población equivalen a las que detenta el 90% del resto de las familias estadounidenses, la llamada Guerra Larga permite a las élites continuar con sus esfuerzos militares para controlar los recursos estratégicos del mundo mediante el re-direccionamiento del odio de los ciudadanos desesperados que están perdiendo sus puestos de trabajo, sus casas, sus jubilaciones y la educación de sus hijos de las corporaciones criminales estadounidenses hacia un enemigo externo. Para peor, la oposición progresista a la guerra, más allá de dónde y cómo se manifiesta, es conocida casi exclusivamente por sus activistas ya que las corporaciones de telecomunicaciones la hacen desaparecer de vista.

Creo que los ciudadanos de esta sociedad padecen una evasión psicológica del duelo: la primera cosa por la cual no podemos hacer el duelo es un objeto perdido, en este caso, la democracia, incluyendo el sentido de comunidad, valores e instituciones democráticos, la posibilidad del derecho humano a una vida digna basada en el acceso al trabajo, a la educación, la vivienda, la salud, etc., la transparencia y responsabilidad de los actos de gobierno y en el orgullo por nuestro país y por nosotros. Se advierte en muchos ciudadanos la melancolía que según Freud es ocasionada por un vínculo ambivalente con un objeto perdido que es internalizado en base a la negación y a su vez identificación con sus aspectos negativos, lo que en el campo político se traduce en políticas racistas y chauvinistas. Muy a menudo los ciudadanos han respondido a la pérdida de la democracia con una variedad de defensas para protegerse de algunos sentimientos de indefensión, incluyendo la negación, identificación con líderes y políticas agresivas, la proyección de la agresión en un enemigo que puede ser atacado, y estados de ánimo absolutistas que convierten el miedo en el típico odio de los grupos anti-inmigrantes y de los movimientos religiosos fundamentalistas. Para demasiados ciudadanos, la oportunidad que ofrece la derecha política de transformar el terror en odio hacia el otro extranjero es demasiado fuerte para resistirla, y la seguridad que otorga la xenofobia los dota de un escudo psíquico que promete un sentimiento de victoria omnipotente por sobre la indefensión que provocan las múltiples amenazas del capitalismo neoliberal.

El segundo tipo de duelo que los ciudadanos evitan es el reconocimiento de nuestra agresión colectiva ejercida sobre otras naciones y que ha sido posible gracias a la identificación acrítica de los ciudadanos con el discurso de los gobernantes. La política exterior estadounidense es un campo que refleja una escisión ideológica que, tal como ha mostrado Klein, obtura la capacidad de tolerar la ambivalencia en la que uno reconoce tanto el bien como el mal, en el propio grupo como en el otro. Sin el reconocimiento de nuestra propia capacidad de ejercer la agresión se inhibe la posibilidad de experimentar la consiguiente culpa que da lugar a la reparación. Esta capacidad de la posición depresiva ha estado sistemáticamente ausente de nuestra política exterior, de sus justificaciones ideológicas y de las identificaciones de los ciudadanos. A aquellos ciudadanos que representan con sus actitudes la pasiva aquiescencia del espectador, se han sumado los cientos de miles desilusionados por las promesas no cumplidas de un carismático candidato a presidente que, una vez electo, pareció confirmar la imposibilidad de realizar un cambio político eficaz dentro del sistema. Estos varios mecanismos defensivos evitan que los ciudadanos puedan o deseen comprometerse activamente en una evaluación crítica común y en una oposición a las políticas de gobierno, incluyendo el mal uso del poder militar en nuestro nombre y el trato irresponsable para con los hombres y mujeres que pelean en sus guerras.

Esta incapacidad de hacer el duelo de las pérdidas asociadas a la democracia y nuestra falla en reconocer nuestra propia agresión en el mundo afecta el destino de nuestras fuerzas armadas, puesto que se transforman en el vehículo de la experiencia y la expresión del trauma y la culpa negadas por toda la sociedad. Este fenómeno ha sido garantizado por la profesionalización y privatización del ejército. La separación profunda entre la mayor parte de los ciudadanos de este país y los miembros de las fuerzas armadas refuerza la capacidad del gobierno de explotar a las mismas personas de las cuales depende para satisfacer sus aspiraciones militares. Los lazos tradicionales de una sociedad democrática entre la mayoría de los ciudadanos y el ejército fueron debilitados luego de la guerra de Vietnam, ya que con la eliminación de la conscripción ahora solo una pequeña minoría de nuestra sociedad está siempre expuesta a las devastadoras consecuencias de la guerra y sus secuelas. Algunos estudios demuestran que la mayoría de los miembros de las fuerzas armadas provienen de familias de las clases trabajadora y media, de la región central y sur de Estados Unidos, principalmente de las áreas rurales y de las ciudades del interior del país. Las comunidades de las clases media-alta y alta, así como también de las universidades prestigiosas del grupo “Ivy League”, se organizan para crear zonas libres de reclutamiento. Este esquema contrasta con la invasión literal de los reclutadores del ejército en las escuelas secundarias donde la mayoría de los estudiantes pertenecen a la clase trabajadora o a las comunidades de color.

El vacío eslogan “apoya nuestras tropas”, muchas veces repetido por la población civil, es especialmente problemático cuando se analizan las acciones del gobierno. Durante la “guerra contra el terror” de Bush se enviaron tropas al frente sin chaleco antibalas ni vehículos blindados que les dieran a los soldados una protección adecuada, se utilizaron las llamadas políticas de “stop-loss” que prolongan la duración de los contratos militares sin el consentimiento de los soldados afectados, se negó la asistencia médica necesaria a quienes volvían de la guerra y se evitó de muchos modos que se otorgaran las garantías para que los ex combatientes pudieran tener acceso a la educación superior tal como se les había prometido durante el reclutamiento. Además, en el ejército abundan los prejuicios y la discriminación contra las mujeres y los gays. Mientras algunos estudios muestran que el 80% de las mujeres en el ejército han sufrido situaciones de acoso sexual y el 30% han sido violadas por sus compañeros soldados, el “no preguntes, no hables” humilla y destruye las carreras de soldados gay comprometidos y valientes. Antes de Obama ya se había intentado eliminar esta última política opresiva: la integración racial en el ejército se implementó en los años 40, fue el presidente Truman quien, a pesar de que los resultados de una encuesta al personal militar mostraran que el 90% de los blancos estaba en desacuerdo con la integración, eliminó la segregación con su firma basándose en el principio de iguales derechos constitucionales para todos los ciudadanos. Obama se niega a seguir los pasos de Truman, incluso luego de que un juez federal declarara inconstitucional el “no preguntes, no hables”. Aún más, a los diversos modos de explotación de nuestro ejército profesional, el gobierno le suma un uso cada vez mayor de los ejércitos privados como el Blackwater, un tipo de fuerza militar que, al no estar obligado a rendir cuentas a la población, le da poder al gobierno para hacer la guerra incluso cuando la mayoría de los ciudadanos no está de acuerdo.

Es importante señalar, entonces, que el ejército profesional y privado, combinados, limitan el sentido de responsabilidad de los ciudadanos y la correlativa experiencia de culpa que puede motivar intervenciones reparadoras a favor de las víctimas de la propia agresión. En esta situación, el veterano que vuelve de la guerra deviene el portador de esta culpa negada y proyectada, lo que puede incrementar el deseo de los ciudadanos a mantener la brecha entre ellos y el criminal/soldado víctima. Son innumerables los testimonios de soldados y sus familias que revelan la responsabilidad individual con la que cargan muchos de sus familiares que muy a menudo deben renunciar a sus trabajos para convertirse en abogados a tiempo completo de los ex combatientes heridos, luchando con una burocracia que tiene como raison d’être sabotear el acceso a la asistencia sanitaria. Los avances tecnológicos y las mejoras en las intervenciones médicas en el campo de batalla hacen que cada vez más soldados regresen vivos, pero con heridas más graves, incluyendo severos desórdenes causados por el estrés postraumático y heridas cerebrales traumáticas. Regresan a un gobierno neoliberal que ha dejado de invertir en el sistema sanitario militar y la Veteran’s Administration ha incluso privatizado algunos aspectos del servicio de maternidad, lo que significa un cruel abandono de este sector olvidado de la población. Como respuesta a las crecientes críticas por la falta de atención a los veteranos de guerra, Obama lanzó una propuesta para reducir la responsabilidad que tiene el gobierno de cubrir las necesidades médicas de los soldados en la que sugería que aquéllos cuyos cónyuges estén cubiertos por asistencia sanitaria privada deberían utilizar esos recursos antes que los públicos para tratar los problemas de salud ocasionados por la guerra. Las organizaciones de veteranos casi no le han dado importancia a esta deplorable e irresponsable extensión de la ideología neoliberal de privatización.

He planteado que una combinación de factores –incluyendo la ideología neoliberal que es internalizada para volverse parte de la identidad de los ciudadanos, los ordenamientos de clase que se han desarrollado a lo largo de las tres décadas pasadas y la negación por parte de los gobernantes a aceptar que las políticas exteriores son agresivas– ha creado una perfecta tormenta social en la que nuestros soldados y sus familias son despiadadamente utilizados y luego desechados por el cuerpo político. Tal vez siendo portadores de las amenazas de muerte y asesinato sirvan como un contenedor de lo que Robert J. Lifton llama “ansiedad de muerte” para la población civil que así experimentan la victoria o al menos el alivio de seguir con vida. Lifton sostiene que “afirmamos nuestra propia vitalidad y nuestra inmortalidad simbólica negando a los otros su derecho a la vida e identificándolos con la marca de la muerte, designándolos víctimas”. Podemos argumentar que cuanto más se oculta de nuestra vista y nuestra conciencia a las víctimas civiles de Irak, Afganistán y Pakistán, más se convierten nuestros soldados en contenedores de la ansiedad de muerte proyectada. Son ellos quienes están sometidos por el Estado a “situaciones productoras de atrocidades” y en consecuencia se convierten en los vehículos socialmente elegidos para expresar el trauma y la culpa, y la violencia individual se repite en nombre de toda la sociedad en general, que es a su vez liberada de tener que experimentar la responsabilidad grupal.

Una estrategia que ha emergido como posible solución a esta desconexión entre los ciudadanos y las guerras que lleva adelante el gobierno en nuestro nombre, es una organización llamada “No más víctimas”. Este grupo pone en contacto a comunidades de todo el país con niños afectados por la guerra de Irak, que son llevados a Estados Unidos para recibir servicios sanitarios voluntarios y gratuitos. En un video que muestra todos los momentos y aspectos de la evacuación de los niños y su llegada y tratamiento en Estados Unidos, los niños y sus padres cuentan con sus propias palabras historias desgarradoras con la esperanza de que los ciudadanos estadounidenses sientan el daño que el militarismo de su país inflige en la sociedad civil y respondan empáticamente como seres humanos. A diferencia de los ataques militares del gobierno estadounidense que multiplican los enemigos de este país, estas familias agradecidas vuelven a Irak para contarles a sus amigos y a su comunidad sobre las buenas personas en Estados Unidos que les han brindado su amor y compasión. “No en nuestro nombre” se vuelve entonces más que un eslogan: es un activismo de reparación psicosocial que se lleva adelante, como dijera su fundador Cole Miller, “trabajando para la paz niño por niño”.

 

Nancy Caro Hollander es una psicoanalista e historiadora residente en Los Ángeles, California. Es miembro del Centro Psicoanalítico de California y presidente electa de la sección de “Psicoanálisis para la responsabilidad social” de la Asociación Norteamericana de Psicología. Es profesora de historia de la Universidad  de California. Ha publicado artículos sobre diversos temas como el capitalismo patriarcal y las mujeres en América Latina, la historia del psicoanálisis en la Argentina y la vida y obra de Marie Langer. Milita en diferentes organizaciones comunitarias de EE. UU. Entre 1969 y 1974 vivió en Buenos Aires y recorrió el resto de Latinoamérica. Escribió un libro donde relata los procesos sociales y políticos y su relación con el psicoanálisis en la Argentina y Latinoamérica durante las décadas del ‘60 y el ‘70: El amor en los tiempos del odio. Psicología de la liberación en América Latina (2000).

En el presente trabajo analiza cómo se produce y se sostiene la agresiva política de Estados Unidos desde una perspectiva psicosocial. El texto fue escrito especialmente para nuestra revista y creemos que brinda una perspectiva de cómo funciona la sociedad norteamericana en la actualidad. Y sus consecuencias para todo el mundo.

 

Nancy Caro Hollander

Psicoanalista e Historiadora

nancyhollander [at] verizon.net

 

Traducción: Delfina Cabrera

 
Articulo publicado en
Agosto / 2011

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