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Del miedo enemigo del acto

 

Casada hace unos cuantos años, Carol trae una y otra vez a sus sesiones de análisis el dilema de la separación de su marido. Dice haber llegado sin amor al casamiento pero encontrando en él una posibilidad de tomar distancia de sus padres. El padre la llamaba “mi princesita” y ella correspondía con una idealización que apenas disimulaba su endeblez. Por la madre, en cambio, siempre sintió un intenso amor-odio; esa madre, ejerciendo sobre Carol una fascinante tiranía, vivió a su través una segunda juventud. Si acompañaba a la hija a comprarse una minifalda, en algún momento salía del probador luciendo la más llamativa, concitando los elogios de las vendedoras. Si paseaban juntas era ella quien solía recibir los piropos. Tal vez Carol no tuvo debidamente en cuenta que ni bien conoció a Darío la madre lo aprobó como candidato, del mismo modo como había denostado a otros, salvo un enjuto abogado con el que no prosperó la relación.
Llegó el casamiento, llegaron los hijos y el matrimonio adquirió solidez, sobre todo merced a un fuerte cruce de poderes: Darío, exitoso administrador de empresas con intereses en la bolsa, haciéndole sentir que era el dueño del dinero, quien decidía qué compras hacer -ya fuese una casa, un automóvil o el empapelado de las paredes-, y manejando con cuentagotas el dinero del que Carol podía disponer. Ella, sabedora de que el marido admiraba su belleza y era proclive a lucirse con Carol en reuniones sociales, dosificaba con celo negativo los favores de entrepierna. Desde sus respectivos feudos, Carol y Darío vieron pasar los años sin ceder territorio.
Tal vez por efecto del análisis o incentivada por alguna extravagancia no marital, Carol comenzó a descubrirse imaginando que su vida podría cambiar y se dejó guiar por distraídas fantasías que terminaron forjando la determinación de separarse. Aquí comenzó a sentir un segundo efecto del poder de Darío. Las ocurrencias de Carol solían pasar por temas habitualmente trajinados en sesión: Que si ella condescendía con los reclamos de Darío y una noche cogían, a la mañana siguiente encontraba generosos billetes en la mesa de luz. ¿Era ella, acaso, una prostituta? Casi, pero legalizada. Y allí la pregunta crucial: ¿Y si se separaban? Entonces aparecía el miedo. Sin Darío quedaría desamparada, en una impensable indigencia. Y el augurio nefasto se agigantaba, volviéndose más terrible cuanto más acentuaba el aspecto negativo, la absurda imagen de lo inimaginable. Perdería la casa, tal vez los hijos quisieran irse con el padre si él los ponía al tanto de su infidelidad; como hábil neurótica, Carol había logrado que él se enterase olvidando algún papelito con número telefónico y nombre cifrado en el mismo cajón donde él acostumbraba dejarle dinero, o guardando otro con las palabras encendidas del amante en la cartera que llevaba la noche que pretextando una cena con amigas volvió de madrugada. En fin, pistas que aseguraban el extravío y advertían al celoso Darío que debía tomar cartas en el juego de las escondidas.
No, no podía ser, se decía Carol arrasada por el miedo, quedaría desprovista de todo amparo, quedaría en la calle. Mi oreja freudiana escuchó ese “en la calle” como que se convertiría en una “mujer de la calle”, condenada por su desvarío. Entendí ratificada la aseveración de Freud acerca de que la agorafobia femenina es una revuelta contra la tentación de ser una puta. Que una cosa era prostituirse módicamente con Darío intercambiando sexo por dinero y otra quedar expuesta a “los hombres”, esos que solían dedicarle poco inspiradas palabras cuando salía a pasear con minifalda y sin madre.
Pero de comprobar la validez de la afirmación freudiana a conseguir algún resultado interpretativo había mucha distancia. Carol permanecía, gracias a las esporádicas infidelidades, fiel a su marido, instalada en el espanto de las consecuencias de la separación. Fijada en este punto, el tiempo del almanaque siguió corriendo y llegó una de las periódicas crisis económicas que la ley del libre mercado –llamémosla así- deparó al país. Los emprendimientos de Darío se desmoronaron como castillo de naipes y del esplendor pasó a llenarse de deudas. Faltó dinero para saldar las cuotas de la hipoteca de la casa del country, se acumularon los períodos impagos del costoso colegio de los hijos, la heladera se convirtió en la patética evidencia de la penuria. Carol buscó trabajo y lo obtuvo como vendedora en la casa de ropas donde solía comprar minifaldas y se fue transformando en el sostén de la casa. Los hijos les hacían airados reclamos a Carol y Darío, sin entender que esos padres que los habían colocado en el mejor de los colegios ahora les hicieran perder su condición inscribiéndolos en institutos de poca monta.
¿Y el miedo de Carol a la separación? He aquí el tema. Absurdamente, a pesar de que las cuotas del gas, de la luz o la televisión por cable fueran pagadas por ella, siguió pensando que si se separaba, ahora de un marido insolvente, quedaría condenada al desamparo. En esto, nada se había alterado.
En un comienzo, el miedo parecía señalar una consecuencia lógica de su acto, pero el paso del tiempo desnudó otra lógica, de validez inconsciente. Faltando los elementos de la supuesta realidad en la que el miedo fundaba sus pronósticos, éste persistía tal vez con mayor énfasis. Importa advertir lo siguiente: El miedo anuncia que de atrevernos a un acto transgresivo sucederá algo nefasto. Augurando una consecuencia, el miedo coloca en el a-posteriori lo que es puro a-priori, de este modo tiende a cancelar el acto en ciernes. No es posible conocer de antemano el después del acto, porque ese acto necesariamente altera los fundamentos de lo dado previamente. El desamparo temido por Carol no era otra cosa que la falta de resguardo en la extensa negociación donde cada uno administraba sus impotentes poderes.
Si produzco este oximoron es porque esta forma de imaginar el poder sólo expresa impotencia. Habituados como estamos a deslizar el poder hacia su caricatura autoritaria, tendemos a asimilarlo a cierta disponibilidad arbitraria sobre personas o cosas. Las respectivas encerronas de Carol y de Darío son prueba de ello, como si fuese equivalente conjugar los verbos “poder” y “poseer”. Ciertas palabras, como “dueño”, lo sugieren, aunque tengan origen diverso. El “don” de alguien es menos algo concreto que una cualidad, y el “duende” –de donde proviene- un espíritu juguetón que solía habitar lugares o casas. Por un proceso de contracción, “duende de casa”, “duen... de casa”, modo superior de una influencia impalpable, llegó a ser “dueño de casa”, lento precipitado de metáforas hasta que conferimos al poder la impotencia de una forma cristalizada. Ausente de la casa de Carol y Darío cualquier atisbo juguetón que aliente al duende, cada uno creyó adueñarse a su manera del poder en la casa. El impulso de Carol a separarse es un intento de alcanzar alguna forma de libertad que destrabe el cancel de la impotencia.
La sabiduría popular dice que el miedo es mal consejero. Es así, pero no porque presagie algo falso o que no pueda ocurrir sino porque el miedo tiende con sus presagios a escamotear el acto mismo. ¿El miedo es un síntoma? Lo es en caso que logre el objetivo de suspender indefinidamente el acto en cuestión paralizando al sujeto. Otras veces, uno sabe que debe atravesar el miedo para lograr la valentía. ¿Es el miedo-síntoma la expresión disimulada de una fobia? Interesante pregunta. En su revisión clínica de 1925, Inhibición, Síntoma y Angustia, Freud alude una y otra vez al “miedo angustioso de la fobia”, tendiendo puentes entre estas tres nociones en su común espanto ante la castración, el articulador que Freud despeja en ese momento para la clínica. Al reconsiderar el “caso Juanito” se pregunta por qué su miedo angustioso configuraba una fobia y no una comprensible reacción afectiva; de modo más sencillo de lo podría suponerse –Freud es sencillo de leer y difícil de estudiar- responde que se trata de una fobia porque el énfasis del conflicto se desvirtúa al viajar por desplazamiento desde la figura parental hacia el caballo como objeto que despierta angustia.
¿Qué sucede en el miedo-síntoma? En primera aproximación, la diferencia con la fobia es notoria: El objeto fobígeno, suficientemente alejado del núcleo del conflicto, resulta anacrónico, mientras en el miedo parece haber adecuación entre la situación temida y su agente productor. Aquí radica la dificultad con el miedo, pues uno puede “comprender” con facilidad y equivocar la dificultad.
Arriesgo mi hipótesis: El miedo-síntoma en algo comparte la técnica de la fobia; visto con detenimiento resulta una fobia cuya habilidad radica en producir un movimiento de torsión en la escena del miedo hasta privilegiar un objeto a su medida, es decir, verosímil. Lejos de la escena onírica o de la trágica, el miedo despliega su imaginario en la escena realista. El miedo se afirma en su principio cuando menta o miente la realidad. ¿Cómo no creerle a Carol su problema con Darío? Y sin embargo... El hilo del análisis permitió remontar la angustia por el desamparo ante la separación a otra fuente, que en Carol es relativa a la madre. Ésa que marcó a Darío como el candidato potable y Carol lo conquistó sin esfuerzo y sin amor. Ésa que en una reunión social, advertida de que a su hija no le era indiferente cierto hombre, le dijo: “Si yo tuviera veinte años menos –obviamente, la edad de Carol- ese fulano no se me escapaba”. Y a partir de allí Carol se desesperó porque el fulano no se le escapara, hasta que logró alcanzarlo y lo convirtió en su amante. De lo que Carol no escapó fue de la influencia de esa madre que así vivió una segunda vida, tal vez primera en intensidad, a través de su atrapada hija.
El caso de Carol nos ubica en la tardía observación de Freud, quien al postular la fase preedípica en 1931 admite1: “Hasta hube de aceptar la posibilidad de que muchas mujeres queden detenidas en la primitiva vinculación con la madre, sin alcanzar jamás una genuina reorientación hacia el hombre”.
Carol teme a la libertad y que la separación sea “quedar en la calle”; eso la dejaría, según reiteradas ocurrencias de sesión, frente a los hombres. El matrimonio garantiza que no ocurra. El enfático Darío resulta el vigía materno. Y si Freud tuvo razón al establecer la problemática de la castración para las fobias, el miedo de Carol también gira en torno a esta referencia. La separación es el sino del dilema: Lograrla sería liberarse. ¿De Darío? Tal vez, pero en su fundamento sería sacudirse el emblema (fálico) que la sostiene incólume, revelarse contra la díada marido/madre que a su merced se completan y abismarse a un vacío en que el hombre puede aparecer.
Pero el miedo no es zonzo, de continuo susurra al oído de Carol las penurias que acarrea andar suelta por el mundo, del mismo modo que promueve las virtudes que conserva si permanece en el sistema de los poderes cruzados y el vacío libertario denegado.
Esclavos, no maldigamos la vida, debí decirle a Carol haciéndome eco del fin de Una temporada en el infierno. Pero Rimbaud vino a mí en este renglón también final, de atrevido comienzo.

Carlos D. Pérez
Psicoanalista
carlosperezmail [at] bigfoot.com

 

Notas
“Sobre la sexualidad femenina”. Tomo VIII de las Obras completas. Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.

 
Articulo publicado en
Agosto / 2004

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