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El Traslado

 

Una mañana fría de julio, llego al hospital, estaciono el auto, y tomo mis cosas para iniciar un día de trabajo como cualquier otro. Tenía los tres diarios del día para el taller de lectura de los días jueves. Recorro los pasillos helados del hospital, mientras me cruzo con pacientes que sistemáticamente saludan dando los “buenos días doctora”. Algunos de ellos hace muchísimos años se encuentran asilados y olvidados. Subo las escaleras tratando de contener la respiración, ya que el olor a orina es fuerte. No es una escalera de las principales, por lo que no se limpia a menudo, pero es el camino más corto para llegar al servicio donde trabajo. Ingreso como todas las mañanas, topándome con ese aire viciado y caliente por las pantallas que se encuentran encendidas permanentemente. Entro a la sala de profesionales, dejo mis pertenencias, tomo los objetos que me acompañan, llaves, celular, birome, diarios, y me acerco a la enfermería para preguntar quien había llegado. En la misma se encontraba el viejito A, un paciente que hacía más de 30 años se encontraba en el hospital. El enfermero lo estaba higienizando, yo me disculpé por entrar de improviso, pero esto fue tomado con gracia, la intimidad está arrasada, el sujeto es aquel que no está internado.
Era el viejito A, aquel “quemado” que lo único que pregunta es la hora, era la llamada esquizofrenia residual, me pregunto si es lo mismo que residuo de esquizofrénico.
Había comenzado a trabajar con él incorporándolo paulatinamente al taller de lectura de diarios, taller de arte y actividades lúdicas. Elegía donde participar día a día.
En el primero se sentaba a escuchar lo que decían sus compañeros, y en alguna oportunidad participó preguntando algunas cosas o comentando cuando lo vio de lejos a Balbín, ya que estábamos hablando de las futuras elecciones. En el taller de arte dibujó en varias oportunidades pero de lo que más disfrutaba era del bingo en el espacio lúdico. Sorprendió como lograba estar atento y poner los porotos donde correspondía.
El viejito A me ayudó mucho a reflexionar sobre lo regresivo que es un manicomio. Él siempre preguntaba qué hora es, no era una pregunta cualquiera, el horario marcaba los únicos referentes que él tenía para organizar su espacio y tiempo, las comidas y la medicación. El que no haya un reloj en el servicio implicaba entre otras cosas continuar dependiendo del otro, enfermería o profesionales, centralizando el monopolio del poder. Después se pretende que en la famosa entrevista psiquiátrica responda qué día es hoy cuando ni siquiera sabe la hora.
Finalmente puse un reloj en la sala de estar de los pacientes y no preguntó más que hora es, había ganado un espacio de autonomía, manejaba sus horarios.
Esa mañana me disponía a comenzar el taller de diarios y llegan un enfermero y una médica para “trasladarlo” a un geriátrico.
El paciente, de estar toda una vida en este servicio de repente se encontraba sentado en el banco de entrada del mismo, de punta en blanco, con una bolsa con sus pertenencias, y golosinas que se le habían comprado vaya a saber porqué. Pregunto si se había trabajado con el paciente su “traslado” y me responden que no y, como si en ese momento se hubieran percatado de que aquel quien estaba enfrente era un sujeto, vino la típica frase de algunos médicos, “hablale un poco” (tema que es para largo). Me siento y le comento que se va a ir a otro servicio que queda en otro edificio y lo tienen que llevar en la ambulancia. Me pregunta por qué, si él está bien en este servicio, en ese momento el enfermero le pide que cante un tango, yo me encontraba angustiada y sabía de la violencia institucional que se había generado, sabía que cualquier cosa que dijera era por mí, sabía que estaba en un manicomio. Se acerca un paciente y pregunta si el viejito A se iba, contesté que sí, y se angustió pensando con quien iba a tomar mate. Estamos hablando de pacientes que convivieron por más de treinta años y de repente, de un día para otro “desaparece”, con todas las fantasías que esto genera en el grupo. Se corrió la bola en el servicio y comenzaron a llegar para despedirlo. El viejito A, a quien seguramente hacía años que no lo abrazaban, comenzó a recibir abrazos de los pacientes que se acercaban, su mirada reflejaba cada vez más confusión, a la vez que preguntaba “a donde voy, me quiero quedar acá”. Los médicos firmaron el resumen de historia clínica, lo tomaron del brazo y se lo llevaron. Junto con algunos pacientes salimos al pasillo y lo vimos irse despacito con su andar de siempre, no sabemos ni siquiera donde se fue, él tampoco.

 

Verónica Hollmann
Psicóloga
 

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Articulo publicado en
Marzo / 2006

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