Jugando al solitario | Topía

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Jugando al solitario

 

El título de Topía en la clínica es “El psicoanálisis cura”, lo cual me lleva a comentar algunas vicisitudes que se presentan con algunos pacientes en el inicio del tratamiento. Como se trata de varones jóvenes, con dificultades para establecer un acuerdo de trabajo terapéutico, quisiera mostrar dos observables que se plantean en las primeras entrevistas y que permiten desarrollar ideas diagnósticas, para el trabajo analítico posterior. Me refiero a la agresividad de algunos varones, como así también a las características de lo que denominaré juegos de solitario.

La capacidad de estar solo: Ser un solitario, no es lo mismo que el desarrollo de la capacidad de estar solo. Ambas situaciones implican dos modos distintos de resolver las relaciones que los sujetos establecen consigo mismo y con los otros.

Winnicott observó que la capacidad de estar solo surge vinculada a una relación con otro y que es en esta experiencia donde se fundan los núcleos positivos del estar solo. Plantea: “... el desarrollo de dicha capacidad se trata de la experiencia, vivida en la infancia y en la niñez, de estar solo en presencia de la madre. Así, pues, la capacidad para estar solo se basa en una paradoja: estar a solas cuando otra persona se halla presente” (1). Estas personas que juegan al solitario, por el contrario, no tiene la capacidad de estar a solas, aunque pasen mucho tiempo solos.

Algunos solitarios enojados: Daniel, por ejemplo, tiene un físico muy trabajado, cuidado, lo ayuda una estatura que le permite darse porte. En suma un rubio con presencia. Exhibe su “lomo”, muestra un personaje bien elaborado. Su imagen parece mostrar algo grandioso, casi una máquina aceitada y afilada. Tiene algo de anguila, escondedor, silencioso, se desliza, nunca se sabe bien que piensa, es reservado. Cada tanto viene a verme. Nunca más de cinco entrevistas. En las mismas descarga sus preocupaciones y desaparece. Juega al solitario. Siempre sospecho que acepta venir con un objetivo: tranquilizarla a su madre.

Juan vive en el interior del país, es un “pesado”, practica artes marciales, es un tirador eximio, laboralmente tiene capacidad para grandes desarrollos y, consecuentemente, responsable de sus estrepitosas caídas. Donde quedan muchas personas con broncas, reclamos y perjudicados. Suele llamarme por teléfono, pide una hora para ese momento y como no accedo a su urgente demanda vuelve a llamar a los cinco, seis meses. De vez en cuando realiza, a lo sumo, diez entrevistas. Es necesario que pague una a una, de lo contrario no abona. Juan parece un típico buscador de víctimas. Necesita tener alguien a quien sojuzgar. Cuando se queda solo, sin pareja o sin amigos, me llama, por supuesto que nunca vincula estos hechos en su pedido de consulta.

Ni Juan, ni Daniel pueden reconocer y caracterizar sus juegos al solitario de alguna manera, no tiene ningún sentido hablar de ello. Tampoco pueden decir mucho sobre sus reacciones agresivas, pese a que ambos han tenido muchas peleas callejeras y familiares.

Lito vive con y de su madre. No trabaja, no estudia, parece no importarle nada, solo salir con sus amigos, alguna “minita interesante para la cama” según sus palabras, el fútbol y nada más. Reconoce, sin ninguna angustia, que los problemas son propios, que le pertenecen y que: “se tiene que poner las pilas y resolverlos”. Es otro jugador de solitario, muy retraído con su familia, impide que su madre hable de los problemas que tienen entre ambos. Su padre está muy enfermo, se fue deteriorando paulatinamente, además no se cuida. Lito tiene accesos de ira incontenibles jugando al fútbol.

Miguel es un muchacho joven. Viene por que la mujer lo dejó, ella se cansó de su prepotencia, conoció un muchacho del barrio y se fue a casa de su madre. Miguel la sigue, insistentemente, para prometerle el oro y el moro. Viene por que lo manda su mujer: “hasta que no cambies no vuelvo, sos absorbente, violento y sobretodo muy celoso. Andá a tratarte”. Quiere garantías, seguridades, que sea un tratamiento rápido para resolver su problema, tiene apuro por mejorar y reconquistar a su mujer. Tiene un trabajo solitario es vendedor libre, pasa por kioscos y librerías ofreciendo su mercadería: “conozco mucha gente, pero amigos no tengo, mi íntimo amigo murió de sobredosis, ahí dejé la cocaína”, “nadie me conoce realmente”. Dice que tiene tantas preguntas para hacerme, necesita entenderse, mejorar (mientras dice todo esto transmite una enorme violencia). Nunca volvió.

Miguel y Lito también se sorprendieron cuando intenté preguntarles sobre su estar solo, es decir qué sentido podían darle. Los dos respondieron que eran así, no tenían nada que comentar sobre el asunto. Cada uno es un actor que muestra y esconde, con un muy buen manejo de sus silencios. Cada uno muestra un solitario, problemático más para el otro que para sí. Cada uno, a su manera, tiene más presencia y relación con su madre que con su padre.

Por un fugaz instante parecen entablar un vínculo más intenso y profundo. Casi uno puede ilusionarse, pero luego es más de lo mismo, lejanía, imposibilidad de diálogo, de reflexión y de angustia.

Parecen esperar que el otro siempre sea alguien para su uso o necesidad, que se ubique en lugar de objeto proveedor.

Cuando esto no ocurre el vínculo desaparece, como si sólo esperaran ser provistos y colmados rápidamente, caso contrario, aparece la hostilidad y el desprecio expresado a través de su retiro libidinal. Dejan deudas, promesas incumplidas y trabajos por la mitad.

Algo de historia: rastreando en sus historias aparecen como chicos aislados, con dificultades para agruparse, ya en la escuela, ya en deportes o en actividades sociales. Donde los nuevos aprendizajes escolares son difíciles de incorporar, como la mayoría de los nuevos conocimientos y experiencias. Que abandonan todas las actividades que realizan, aun las que parecen gustarles o aquellas para las que parecen aptos. Se vislumbra así algo de la omnipotencia que los impulsa a constituirse como los mejores o nada. Omnipotencia que impide la tolerancia con los errores y, consecuentemente, el aprendizaje y la competencia. De todas las experiencias surgirá una constante: la frustración, con la experiencia realizada, al no ser la misma tan excepcional como esperaban. Es que su omnipotencia le impide contactar con los otros o solo relacionarse mostrando su supuesta supremacía. Hacia fuera, entonces, aparece un niño inhibido o que duda, hacia adentro un niño-rey que se regodea en su propia omnipotencia narcisista infantil.

Inicio de tratamiento: estas personas, como tantas otras, son un desafío permanente para el inicio y sostenimiento de un tratamiento psicológico. Es obvio que no son personas que recurran frecuentemente y con facilidad a una consulta. De lograrse establecer un vínculo este tiene la particularidad de la fugacidad. Es un encuentro lábil, donde predomina la imposibilidad de una relación emocional con el intento de tratamiento.

Como suelen, rápidamente, transformar su problema en un escollo del otro, nos encontramos frente al primer gran obstáculo en el encuentro terapéutico: las inevitables actuaciones, dentro y fuera del tratamiento, así las inasistencias reiteradas, la falta de pago, intensos conflictos familiares, etc. Que suelen garantizar su rápida huida y el acortamiento de las pocas entrevistas que habitualmente pueden otorgarnos.

Del lado del analista una sensación transferencial donde predomina el desasosiego, la inquietud o la angustia del terapeuta, es recurrente pensar: ¿estaré haciendo bien?, ¿estoy entendiendo?, ¿cómo hago para establecer un contacto emocional con esta persona? ¿es conveniente citar a la familia, a la pareja? etc. Como si, en última instancia, uno ocupara el lugar de una madre preocupada y angustiada por los problemas que su hijo no puede o no sabe resolver. Es por lo tanto un desafío muy interesante, a cuenta y riesgo de las enormes posibilidades de fracaso que la tarea presenta.

La relación analítica es colocada bajo la presión que ejerce de una actitud básica de venganza y que se puede expresar de la siguiente manera: “me han hecho daño, exijo, demando una reparación”. Casi al modo de una pensión de guerra estos impulsos intentan arrastrar la relación transferencial hacia una escena destructiva para el tratamiento, destrucción por lo inabordable, por lo no reconocida o lo inexpugnable de la misma, es sin duda la agresión la que reina en la transferencia.

A diferencia de la agresividad en la adolescencia que permite gestar un espacio psíquico para autoafirmarse, donde las permanentes y diversas situaciones del “no sé, pero me opongo”, muestran la presencia del pasado infantil del cual el joven intenta alejarse buscando, como dijimos, autoafirmarse e ir consolidándose como persona, nos encontramos, en estos casos, con una combinación de juego solitario y agresión que son un reiterado sistema de repeticiones y que serán la base de los obstáculos en la relación transferencial. Cuanto mayor sea esta agresión, más podemos inferir la hostilidad hacia las figuras parentales, por intromisión u omisión de las mismas; es decir se reclamará por su excesiva y arrasadora presencia, o por su extremada ausencia.

Este juego al solitario que comento es un criterio para incorporar a las observaciones las primeras entrevistas diagnósticas. Es bueno hacer algunos comentarios sobre la misma: aparece, más claramente, en los varones. No se inscribe como problema en el motivo de consulta, ni suele comentarse como parte de un conflicto; si hilamos muy fino podemos vincularla a fallas en la socialización, como si esta dificultad tuviese una evidente articulación con el lugar que ocupa el progenitor varón y, como consecuencia de ello, se limita el proceso de socialización del niño.

Sin duda que estamos además haciéndonos una pregunta: ¿puede un solitario de este tipo entablar un diálogo terapéutico? ¿cuál? ¿de qué manera? Asimismo puede un terapeuta romper este cerco y si es así ¿cómo?

Por lo pronto deberíamos asegurarnos claramente cuáles son las condiciones de trabajo para generar los dispositivos adecuados para estos pacientes.

Consecuentemente trabajar insistentemente sobre la fantasía de rápida y milagrosa cura, con la consecuente amenaza de abandono del tratamiento si esta no se da como ellos esperan.

Tratar de anunciar que la frustración, el enojo por lo que no le sale o no entiende, dentro y fuera de la sesión, serán los motivos para irse rápido de la consulta.

Vincular este abandono con los otros anteriores y la enseñanza que puede extraerse de ellos. Aquí se puede tratar de enlazar la historia de deserciones y abandonos con su constitución como personas solitarias. Con la consecuente construcción idealizada y estereotipada de la masculinidad: ser “duros”, tener dinero y mujeres no importa de que manera se consigan, sin duda todas muy cercanas a la magia, no sentir angustia, debilidad y, en caso de que esto ocurra, hacerlo desaparecer de su psiquismo o inoculársela a otro.

También se puede señalar la permanente atención, de estos pacientes, sobre la espera de un objeto-terapeuta que sea absolutamente eficaz, con maneras instantáneas de cura. Donde se muestra, al decir de Masud Khan, que todavía estas personas son “el niño” y de ningún modo han pasado a ser “un niño” (2).

Por último no se puede dejar de señalar que estas consideraciones requieren mayores precisiones teóricas que desarrollaré en otro trabajo.

Notas: (1): Winnicott, D.W., El proceso de maduración en el niño. Ed. Laia.

(2): Masud R. Khan, M., Locura y soledad., Lugar Editorial.

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Articulo publicado en
Julio / 1999

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