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La condición es el dispositivo

 

Como esos mascarones que ubicados en la proa de los barcos parecían indicar que los remolcaban, la nave del psicoanálisis se deslizó durante años llevando, pero aparentando ser llevada por, algunas alegorías que se titulaban Comunicación, Encuadre y también Diván.
Parecía así que el Psicoanálisis, antes que una práctica descubierta —dixit Freud— en medio de los esfuerzos de un médico por socorrer a sus pacientes, sería nada más y nada menos que la puesta en el lugar de un aparato que llamado chaise longue, otomana, sofá, pasaría a denominarse genéricamente diván.
Se instauraba así, imperceptiblemente, la idea más extensa de que el Psicoanálisis mismo sería un género, y que como tal, tendría que manejarse con un conjunto de prescripciones entre las que se encontraban el reclinar la cabeza y formular las asociaciones políticamente correctas o, mejor aún, correctas para con cierta política del psicoanálisis.
Pero si el mascarón de proa y el diván son alegorías, es decir operaciones discursivas con el menor grado de pérdida posible (cuando en la cabecera del barco hay un querubín de madera con las mejillas henchidas, no caben demasiados equívocos: asistimos a una réplica del viento), puede suponerse en esta misma línea que los analistas posfreudianos, embarcados en una clínica anterior al descubrimiento freudiano, también habrían sido, por iguales razones, decididamente alegóricos, estableciendo un sistema de correspondencias, en donde la práctica del psicoanálisis se justifica por el uso del diván.
Esta lectura, por supuesto, renuncia a la dimensión significante que habita en los tratos y maltratos del sujeto con su goce, y desestima también ciertos comentarios de Freud acerca del diván. Comentarios donde, como de costumbre, el Maestro no aconseja a otros, no prescribe lo que en todo caso hace a una cuestión de su modo, eso que después se llamaría estilo.
Esta desestimación llevaría a reubicar al diván como la insignia de un tratamiento, dotándolo de cualidades animistas hasta transformarlo en el sostén de un análisis. El viejo truco de las ruedas delante del carro.
Pero si un comentario como este sólo se ocupase en gozar con los tropiezos del otro, además de pecar de facilismo, no estaría a la altura de la proposición de trabajo de la publicación. De manera que estas puntuaciones, aunque críticas, buscan atender a ciertos momentos de la clínica psicoanalítica que —al revés de lo que citábamos de los posfreudianos— siendo de un pasado reciente pueden instalarse como un atolladero en el porvenir de nuestra clínica.
Seguramente que la nave del psicoanálisis alguna vez encalló en las salas descascaradas de los hospitales públicos, en el cuestionamiento por las prácticas políticas, en los listados fantásticos del DSM IV de las obras sociales. Frente a estos puntos hubo muchas respuestas: psicoterapias focalizadas, sabidurías milenarias, grupos de autoayuda, medicamentos a repetición.
Respuestas diferentes pero que compartían unánimemente (ya sea para refutarlo, negarlo o complementarlo), el considerar al psicoanálisis en plena correspondencia con el diván. Esta invariante diría entonces de las fuertes resistencias en relación al discurso del psicoanálisis, ubicado desde los tiempos de su descubrimiento en un fuera de lugar.
Un discurso que al plantear entre otras cosas que no sólo hay un sujeto de enunciado, sino también un sujeto de enunciación articulados en lo imposible de superponerse, advierte sobre una hiancia, una falta de correspondencia. Y que esto será lo que hay que escuchar cuando aparece el sufrimiento psíquico.
Entonces uno por uno —otra vez cuestión de estilo— se decidirá y conducirá la cura más allá del principio del diván. A veces pensado como una alegoría que intenta sustancializar algo en ese desgarramiento, ignorando que aquel que sufre es porque se ha ocupado, ya por demás, en rellenar lo insoportable.
Se decidirá entonces, escuchando esto, dónde alojar la parada de ese adolescente que apuesta la púa de su guitarra, o el trastabilleo imprevisto de quien al mismo tiempo que nos da la mano se preocupaba por no arrugar el felpudo de la entrada, o la aguda inquietud que comunica aquel que advierte el hueco dejado por otro en el almohadón del diván, o esa paciente que en su primera entrevista pregunta con curiosidad ¿y a mí quién me manda? O último pero no único, ese otro analizante que luego de recostarse en el diván, no sólo se dormía sino que además, en voz alta, hablaba algún pasaje de lo que estaba soñando.
Si en lugar de establecer un encuadre, un diván y una comunicación, nos proponemos un dispositivo que marque posiciones (la del analista y la del analizante) y disposiciones (la de la transferencia) se definirá cuál es el escenario (entrevistas preliminares, diván, cara a cara) en donde se descontará, por el peso de una lógica rigurosa, la intervención del analista.
Y será esa ubicación —al no considerar al diván como un fetiche que sella la entrada al enigma— lo que dará lugar al cumplimiento mismo del psicoanálisis. Respaldándose en esa ética de Freud cuyo mayor elogio —según Lacan— es que para conducir su clínica se privó de los medios que tenía a su disposición. Para ir al encuentro de aquellos —quizás como nuestros pacientes actuales— que demandaban una posición decidida, sin temor y sin temblor.

Carlos Brück
Psicoanalista

 
Articulo publicado en
Marzo / 2000

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