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La filosofía y la pasión: Abelardo y Eloísa

 

La historia de amor entre Abelardo y Eloísa, por su belleza, aparece como una suerte de paradigma de la pasión erótica.
Resumo la historia. Abelardo, a los 37 años, en 1114, es profesor de lógica y teología en París. Allí conoce a Eloísa (1116), de 17 años, ya célebre por su cultura y su belleza. Se siente atraído y piensa un plan para seducirla: convence al tío de ella, el comerciante Fulberto, de hospedarlo en su casa a cambio de darle lecciones de lógica a la sobrina Eloísa, que vivía con Fulberto. Eloísa no resiste a la fascinación intelectual de Abelardo, y de su relación nace un niño, Astrolabio, que Abelardo confía a una hermana que vive en Bretaña. Para reparar el daño hecho a Fulberto, Abelardo se casa secretamente con Eloísa, pero después la abandona. Fulberto, para vengarse, manda a dos hombres a castrarlo. Abelardo, entonces, decide ordenarse en un monasterio, obligando así a Eloísa a tomar también los hábitos. Después de 11 años sin verse, Eloísa llega a leer la carta de Abelardo conocida con el título de “Historia de mis calamidades”, y le escribe. Los dos retoman las relaciones, primero epistolarmente y luego en persona, cuando Abelardo confía a Eloísa la dirección del convento del Paracleto, que él mismo ha fundado. Abelardo abandona finalmente a Eloísa, y después de varias vicisitudes, entre ellas una condena por herejía, muere en Cluny (1142). El cuerpo es enviado a Eloísa, que lo sepulta en el Paracleto. A su muerte (1164), también Eloísa es sepultada allí. Abelardo vio inicialmente a Eloísa como un objeto de satisfacción sexual, respetando así los cánones de una época en que las relaciones entre hombre y mujer estaban basadas en el principio del dominio del hombre sobre la mujer. El carácter real de los dos personajes de la historia y su identidad intelectual y sentimental sólo pueden comprenderse dentro de su recíproca pasión, donde emergen las intimidades más escondidas. En los pliegues de su ánimo se revela la intensidad de sus sentimientos y de sus intenciones hasta el punto de que, fuera de la relación amorosa, sólo de Abelardo podemos tener alguna noticia referente a su personalidad. Eloísa está tan ligada a la relación con Abelardo que su vida no ha sido conocida más allá de la historia con Abelardo. Su identidad es sólo pasional, como un personaje literario.
Eloísa es consciente de que la pasión de Abelardo es únicamente carnal: “Los sentidos, y no el afecto, te han ligado a mí. La tuya era una atracción física, no amor, y cuando el deseo se apagó, con él desaparecieron también todas las manifestaciones de afecto con las que tratabas de manifestar tus verdaderas intenciones: aun cuando duermo, sus falaces imágenes me persiguen. Aun durante la santa Misa, cuando la plegaria debería ser más pura, los oscuros fantasmas de aquellas alegrías se apoderan de mi alma, y yo no puedo hacer otra cosa que abandonarme a ellos, y no logro ni siquiera rezar. En vez de llorar, arrepentida por lo que he hecho, suspiro, lamentándome por lo que he perdido. Y delante de los ojos te tengo siempre no sólo a ti y aquello que hemos hecho, sino también los lugares precisos en los que nos hemos amado, los distintos momentos que hemos pasado juntos, y me parece estar allí contigo haciendo las mismas cosas, y ni siquiera cuando duermo logro calmarme. A veces, a partir de un movimiento de mi cuerpo o de una palabra que no llego a apresar, todos entienden en qué cosa estoy pensando” (Carta IV).
Las palabras iniciales de reproche revelan que su enojo se origina por la extinción de los sentimientos y de la atracción física. Eloísa pro-pone, pone adelante, la “sexualización” de la relación, que en cuanto tal es carnal y corpórea, y por esto no es una negación, sino más bien una exaltación del Otro. Eloísa quiere quedarse dentro de la pasión del amor, como si fuera consciente de que fuera de esa pasión ella no tiene ninguna posibilidad de existencia.
En las palabras de Eloísa se puede notar una declaración tanto de culpabilidad por las consecuencias de su pasión como de inocencia por sus intenciones. Eloísa se refiere explícitamente a la ética de la intención que el mismo Abelardo había desarrollado en su Ética, donde había fijado una precisa distinción entre virtud y pecado: “La virtud consiste en la voluntad buena, y el pecado consiste en la voluntad mala”. Eloísa, entonces, usa los argumentos de Abelardo contra el mismo Abelardo, y así devela la incongruencia de la acción de Abelardo respecto de sus propias teorías.
Eloísa tiene como única arma de argumentación las contradicciones de su dominador, con la esperanza no de hacerle cambiar de posición, sino al menos de obligarlo a retomar el diálogo con ella. Abelardo quiere aparecer como aquel que expía el pecado de lujuria que ellos han cometido para inducir a Eloísa al arrepentimiento y a la aceptación del amor en Cristo, y así salir de la “sexualización” de la relación. Abelardo, después de la castración y del sufrimiento en la carne, quiere presentarse a los ojos de Eloísa como el espíritu en su pureza, mientras ella queda relegada a la esclavitud de la carne.

Un análisis más atento de la Ética de Abelardo revela algunos aspectos fundamentales del diálogo entre Eloísa y Abelardo, comprensibles solamente si la Ética es leída como si formara parte de la relación con Eloísa. Ante todo, hay que tener en cuenta que se redacta alrededor de ocho años después de la separación entre Abelardo y Eloísa, lo que puede inducir a pensar que Abelardo le habría expuesto oralmente las tesis fundamentales durante el tiempo en que estuvieron juntos. En efecto, es interesante notar que a las apelaciones que hace Eloísa a la intención, Abelardo responde sólo con una simple indicación: “Mi amor, el amor que nos llevaba al pecado, era atracción física, no amor. Contigo yo satisfacía mis ganas, y esto era lo que yo amaba de ti. He sufrido por ti, tú dirás, puede ser también cierto, pero sería correcto decir que he sufrido por causa tuya, y, entre otras cosas, contra mi voluntad” (Carta V). Son palabras duras si son dichas a una mujer todavía enamorada y que está sufriendo una privación de la libertad, pedida por el autor de estas palabras. En realidad, Abelardo responde en la Ética: “No puede haber en efecto pasión si no en el caso en que suceda alguna cosa contra la voluntad, ni alguien puede padecer si su voluntad tiene plena adecuación o con una cosa o con un hecho que lo deleite”. La pasión de amor es un acto contra la voluntad, porque es un pathos que bloquea la actividad del querer, que es un comportamiento fuerte y activo.
La pasión es el abandonarse total ante la fuerza del objeto, un declinar de la recta dirección, un alejamiento del ser. La voluntad es la negación de la pasión. La intención emerge como propuesta, acto racional y no sentimental. Abelardo parece confirmar que actuó con la intención racional de seducir a Eloísa, si bien en el origen de su intención haya estado la pasión erótica.
Es así que la intención racional es un instrumento movido por la pasión sentimental. Con esta argumentación, la voluntad es libre (“contra mi voluntad”) porque no obedece a la intención, y allí donde hay pasión no puede haber voluntad y viceversa.
La intención es un momento que precede a la voluntad, un presupuesto de la acción que es a su vez consecuencia de la voluntad. En la voluntad actúa el consenso consciente respecto del contenido de la acción, de sus consecuencias previsibles y del fin a realizar. Intención, voluntad, acción, son los tres momentos constitutivos del comportamiento moral; la pasión puede distraernos de este proceso lineal, y toda acción dictada por la pasión no es una acción puramente moral, en cuanto la voluntad no ha sido libre y el consenso ha sido forzado. Entonces, la pasión equivale al momento de la esclavitud del espíritu en relación con el cuerpo, mientras la voluntad es el momento de la libertad espiritual respecto del cuerpo. La intención, por el contrario, actúa formalmente en la acción pasional sin diferencia alguna con la acción moral. Abelardo está justificando su intención, dejando la voluntad afuera de cualquier objeción posible.
Recuérdese que la intentio de Abelardo es esfuerzo, tensión, atención, mientras la voluntas, más que intención, es solicitud, preocupación, inclinación, y requiere así de otro al cual dedicarle preocupación, solicitud o hacia el cual inclinarse. En esta ocasión, la voluntas es análoga a la voluptas (placer, voluptuosidad) donde la preocupación y la solicitud hacia el otro regresa al sujeto bajo forma de gratificación y satisfacción. Pero Abelardo, en su carta, ha negado una acción por voluntas, antes bien por intentio, aun si de aquí ha extraído placer.
A Eloísa, por el contrario, podemos atribuirle la voluntas porque ella ha consentido desde el comienzo a la pasión de Abelardo, se ha enamorado del hombre después de haber admirado al intelectual, sin haberse primero propuesto una pasión desenfrenada, pero sabiendo después reunir en un único sentimiento la admiración intelectual y el amor humano (consensio = acuerdo, armonía, orden, ligazón). Eloísa es siempre solícita en sus cartas, en las que confiesa la integridad de su voluptas con las palabras de la cita precedente, que parecen salir de la pluma de una poetisa moderna, justamente porque en su belleza poética son sinceras confesiones de la naturaleza femenina.
A partir de la aceptación de la propia sexualidad, Eloísa puede asumir la responsabilidad del consenso a la intención voluptuosa de Abelardo. Por este motivo, ella puede afirmar: “En mi conciencia, me doy cuenta de que soy inocente, y estoy segura de haber sido el instrumento inconsciente de esta venganza cruel, pero los pecados que he cometido son tales y tantos que no puedo sentirme del todo libre de culpa” (Carta IV). En Eloísa se expresa la tragedia de los sentimientos que no encuentran consolación alguna, sino solamente un comportamiento resolutivo, que disuelva la situación. Eloísa asume para sí, entonces, la responsabilidad de las consecuencias de la intención de Abelardo, porque ella tuvo la voluntad de pecar.
Si Abelardo, sobre el final de su Ética, observa que “decimos que una acción es buena no porque implique alguna cosa buena en sí misma sino porque procede de la buena intención”, debe agregar la premisa de que “llamamos buena, es decir recta, a la intención por sí misma”. El pecado proviene, por el contrario, de un acto de consenso y no sólo de asentimiento, es decir, proviene de una acción común: “No es pecado, por esto, desear a una mujer, pero es pecado dar consenso a la concupiscencia y no es condenable la voluntad de la unión carnal, sino el consenso a la voluntad”. Si el deseo es tensión hacia el objeto, el sujeto deseante tiene sólo intención, mientras el objeto deseado que consiente a ella aleja de la voluntad y permite la actuación del pecado. El hombre Abelardo descarga sobre la mujer Eloísa la culpa del pecado. Ella ha consentido a su deseo, a su voluntad carnal, y ha actuado pecaminosamente. La debilidad del hombre está en su naturaleza, que es proclive al pecado: “El vicio es, por lo tanto, aquello por lo cual somos proclives a pecar, es decir, somos proclives a dar nuestro consentimiento a cosas ilícitas, ya sean acciones u omisiones. Ahora, a este consenso lo llamamos propiamente pecado”. Contra esta inclinación, voluntad mala, se debe sostener una batalla para el triunfo de la fe. Es importante no eliminar del todo esta voluntad mala o mala intentio para tener siempre un enemigo con el cual enfrentarse, que legitime y justifique la tensión hacia la gracia. Pero en la obra escrita algunos meses antes de morir, las “Enseñanzas al hijo”, el juicio de Abelardo sobre el pecado se invierte completamente: “Es más culpable aquel que induce a ello (acciones infames) suplicando, que aquel que consiente a ello, convencido por los ruegos” (pp. 115-172).
Abelardo quiere despegarse de su pasión: “Tú sabes en qué infame esclavitud había sumido nuestros cuerpos mi pasión desenfrenada: no había forma alguna, ni respeto alguno de Dios ... Cuando no querías o te oponías y tratabas de disuadirme como podías, considerando que eras la más débil yo recurría incluso a las amenazas y a los golpes para forzar tu voluntad” (Carta V).
Desde el punto de vista de la pasión, Abelardo trata de enmascarar su amor; lo ve como un motivo de obstáculo y de escándalo a su carrera intelectual, a la que no renunciará jamás. Eloísa, durante todo el carteo, apela a su propia individualidad negada. No vemos jamás a Eloísa negar su propia identidad ni cambiar su actitud, sino que acepta en todo, y coherentemente con su interpretación del pensamiento de Abelardo, los reproches y las amonestaciones de él. Eloísa es siempre ella misma: sierva fiel de Abelardo, mujer enamorada de su hombre, elegida por él como su amante, lista para sucumbir ante su pasión lujuriosa. Eloísa vivió la relación con Abelardo como una fabulosa historia de amor, el nacer y el desencadenarse de su propia pasión fue para ella el revelarse de la esencia misma de la vida. El nacimiento del hijo Astrolabio debería haber sido otro regalo para Abelardo, quien por el contrario no hizo más que esconder el embarazo y al propio hijo. Los sentimientos de Eloísa son los de una mujer extraordinariamente moderna, que es consciente de ser la víctima sacrificial de Abelardo. Su modernidad consiste en su tragicidad. Eloísa nos recuerda a Antígona, que, adolescente como Eloísa, es llamada a una gran prueba de Humanidad. Ambas viven la angustia (en latín sollicitudo).
Tenemos la prueba de la angustia de Eloísa y de su solicitud hacia Abelardo en dos pasajes de las cartas; el primer pasaje es la descripción que Abelardo nos da del momento en que Eloísa decide tomar los hábitos: “Recuerdo que muchos se compadecieron de ella y trataron de sustraer su adolescencia del yugo de la ruina monástica, como si se tratara de un suplicio insoportable, pero todo fue en vano, porque ella, repitiendo con apasionada seriedad el célebre lamento de Cornelia, entre lágrimas y suspiros, como pudo, dijo: '¡Oh gran esposo, / digno de otras nupcias! / De tanto hombre, ¿ésta era la suerte? / ¿Por qué fui tan impía como para casarme contigo, / si he sido para ti ruina? En expiación / acepta los males que yo sufro por ti'” (Carta I). El segundo pasaje es aquel en el cual Eloísa reafirma que se ha ofrecido a Dios para expiar el dolor físico de Abelardo: “Por demasiado tiempo, en efecto, me he abandonado a los placeres de la carne y a las vanas promesas de los sentidos, y por esto era justo que yo sufriese aquello que sufro: éste es el castigo de los pecados que he cometido... Yo quiero sentir por toda la vida a través del arrepentimiento del alma este mismo dolor que tú has sufrido por un instante en la carne y ofrecer así a ti, sino a Dios, una especie de satisfacción” (Carta IV). El dolor, la pena de Eloísa, son la denuncia de la propia e irreductible individualidad o indivisibilidad (in-dividuum, no-dividido), porque no elige a Dios por vocación sino para compartir por el resto de la vida lo que en un instante había sufrido Abelardo. Eloísa es un in-dividuum, su ser es un complejo constituido por la propia singularidad y por el amor hacia el Otro, su hombre, su marido, el padre de su hijo. Emblemáticas son, por lo tanto, las palabras con las que inicia la carta: “Suo specialiter, sua singulariter” (Carta VI).
Abelardo había invitado primero a Eloísa a alcanzar esta dimensión ideal “en Cristo”. Sustancialmente, el Abelardo monje se concibe del todo extraño respecto de cualquier dimensión mundana y corpórea y le reprocha a Eloísa justamente la subsistencia en ella de la dimensión mundana, carnal, corpórea y sensual, la “sexualización” de la relación, que así es entendida en términos de antítesis con la fe cristiana. El monje Abelardo, siendo monje, conjura al Abelardo filósofo y seductor, y a partir de esta conjura no tiene dificultades para confesar sus intenciones respecto de Eloísa y para asumir la responsabilidad de lo que ha sucedido, e invita a Eloísa a reconciliarse con lo divino y a aceptar serenamente la condición monacal. El monje Abelardo ha superado ya su etapa mundana precedente, ha subsumido su concepción de la ética de la intención en un nivel superior, que es el de la redención, en latín liberatio, liberación. La dimensión divina de la reconciliación (compositio) permite rechazar la dimensión humana y mundana del reconocimiento (agnitio), realizando un acto de no gratitud (gratus animus). Fundamentalmente, el pasaje de la condición de pecador a la de redimido o liberado es el arrepentimiento, y arrepentirse en latín es dolorem alicui afferre = llevar dolor a alguien. Abelardo ha llevado dolor a sí mismo y también a Eloísa, la ha sacrificado por su redención. Y es con dolor sincero que se da cuenta de que Eloísa no ha aceptado su condición monacal, no se ha arrepentido en su alma, no ha abjurado del propio pecado, es más, desea aún más ardientemente los deleites y los placeres del sexo, está todavía ligada a su naturaleza femenina, y está todavía libre y no redimida, sino oprimida por la condición monacal y por el recuerdo del pasado, con el cuerpo que le recuerda todavía, prepotentemente, su naturaleza humana.
Eloísa, entendiendo la no gratitud de Abelardo, acepta que el diálogo entre ellos continúe al nivel del género (“nosotras mujeres”) y no ya al nivel de su singularidad, y así invita al teólogo Abelardo a dar a las mujeres del monasterio una regla que tuviera en cuenta la diferencia sexual, poniendo fin a la absurda situación de los monasterios femeninos, gobernados por reglas válidas para las comunidades masculinas. Eloísa subsume su humanidad en el nivel divino-teológico y logra que Abelardo escriba la primera regla monástica para una comunidad femenina. El género femenino es así finalmente reconocido, hasta el punto en que el teólogo puede ordenarlo en una norma que es también una nueva forma de identidad (onoma, en griego “nombre”, contiene en sí la ley, nomos). Eloísa obtiene un reconocimiento reconciliador, por lo que si Abelardo ha fijado el ámbito en el cual el diálogo entre ellos puede continuar (“hermanos en Cristo”), Eloísa ha ofrecido el argumento del que discutir (“nosotras mujeres”). El diálogo ha llegado a su conclusión, entre Abelardo y Eloísa se ha formado una auténtica comunidad de comunicación, como diría Apel. El excluido ha sido reconocido, al menos en su generalidad, en su estado de exclusión, y se ha tratado por primera vez en la historia de la humanidad de fijar reglas, obligaciones, normas y también límites, y por lo tanto formas de tal exclusión, si bien a partir de la óptica del exclusor, aún siempre en el interior de un diálogo con la excluida. La modernidad de Eloísa consiste también en la lucha que ella sostiene para ver reconocida su individualidad, y si no llega a lograrlo como singularidad, tiene éxito como miembro de una comunidad. La regla abelardiana de la comunidad de monjas es un documento histórico del reconocimiento del Otro.

Antonino Infranca

Filósofo
toninfranc [at] elsitio.net
 

 
Articulo publicado en
Octubre / 2000

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