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La política y el dolo del doble discurso

 

¿Qué es peor, fundar o robar un banco?
Bertold Brech

 

El significado de la palabra política está íntimamente ligado a la genealogía de la cultura occidental: política: discurso y práctica de la polis. Y en esta acepción original, lo primero que emerge como referencia es el espacio, tanto teórico como fáctico de ese discurso y de esa práctica, es decir, la Ciudad como su escenario privilegiado, con toda la carga que supone el desplazamiento metafórico de un término propio del lenguaje teatral al discurso sociohistórico. Y como emblema de la escena pública, el ágora en la que los acontecimientos políticos contaban con la participación de los ciudadanos como actores o testigos. En el otro extremo del recorrido histórico, en nuestro mundo contemporáneo se ha producido, por una parte, la fragmentación extrema del espacio público y, por ende, de la escena política, y, por otra, su ampliación hasta el grado de poder caracterizarla como global, a la vez que se ha sido uniformada por el modo de mediatización del lenguaje privilegiado que la difunde, la televisión.
Desde la más remota antigüedad hasta nuestro presente, el discurso político registra dos modos de inscripción privilegiados, la dramaturgia que supone la representación, y la narración que implicó siempre al relato histórico y, desde la modernidad, también la crónica de las noticias. En años últimos, en nuestra estricta actualidad, se impone señalar que la mediatización televisiva implica en algunos casos la contaminación de las retóricas dramática y narrativa.
El espectáculo configurado en la comunicación de las noticias construye y reconstruye las problemáticas sociales involucradas en la difusión. Este aspecto a menudo aparece velado cuando prevalece el supuesto positivista de que los ciudadanos, periodistas y estudiosos, son observadores y/o testigos de hechos cuyo sentido puede ser determinado por aquellos que tengan una competencia adecuada. Pero, en cambio, es posible plantear que los testigos/espectadores (sea cual fuere la distancia espacio-temporal puesta en juego) y los protagonistas se construyen recíprocamente, de que los acontecimientos políticos son intrínsecamente ambiguos, de que su sentido es una configuración íntimamente vinculada a la perspectiva comprometida, y de que los papeles jugados y conceptos de los testigos/espectadores mismos son construcciones sociales.
Las noticias políticas, entonces, pueden ser pensadas no como relatos de hechos y/o escenas sino como configuraciones construidas a partir de públicos comprometidos en ellas. La percepción de los acontecimientos políticos y su significación depende de la perspectiva de los espectadores/testigos y del lenguaje que transmite e interpreta esos acontecimientos. Las realidades experimentadas, entonces, no son las mismas para todas personas o en todas las situaciones sociohistóricas. Afirmar que las realidades son construcciones múltiples, no implica de ninguna manera que toda construcción sea igual a cualquier otra, los criterios de valoración no quedan abolidos.
Los sujetos participantes no son considerados como el origen del sentido de las acciones, las interpretaciones dependen de la situación social, del orden simbólico y del tejido imaginario en que se originan, lo que presupone al lenguaje como mediador, interprete y configurador de los objetos, de las acciones y de los sujetos.
Las crónicas, los discursos, los debates, las entrevistas políticas se convierten en dispositivos para constituir diversos supuestos y creencias sobre realidades construidas y no constituyen enunciados fácticos. El concepto de hecho, pensado en términos de discurso político pasa a perder toda pertinencia, porque todo acontecimiento, protagonista u objeto de su ámbito es una interpretación que se inscribe en un marco ideológico. El valor del discurso político no reside en su capacidad para describir un mundo real sino en sus reconstrucciones del pasado, sea cual fuere la distancia comprometida, en su agudeza para configurar certezas sobre las condiciones de posibilidad de sentido de los acontecimientos presentes, y la carga potencial de predicción del futuro.
Los referentes del discurso político han exigido siempre una poética hiperrealista para su representación, no soportan la simple reproducción mimética del mundo sino que imponen una sobrecarga detallada al registro de lo representado, a los efectos de argumentar a favor de la concepción expuesta y en detrimento de las opciones opositoras. El mandato retórico de la persuasión parece imponer una sobrecarga discursiva, que se va acentuando con el predominio de los medios audiovisuales.
Pienso que en la construcción de los acontecimientos, objetos y protagonistas puestos en juego por el discurso político hegemónico en la Argentina menemista tiene una doble referencialidad deliberada, quisiera ser enfático en un aspecto, pienso esta doble referencialidad como un componente doloso de ese discurso político, es decir, una instancia que se combina con otras y que de acuerdo a las circunstancias y las interpretaciones ocupa una función dominante. Dos referentes, dos construcciones diversas de la realidad del país; la escisión como proyecto deliberado, la escisión como la máscara que oculta la máscara. La duplicidad de los componentes del discurso menemista puede ser una vía semiótica de comprensión de la estrecha relación entre delito y política que hoy asedia a los responsables de la conducción política del país..
La doble referencialidad deliberada y dolosa ha sido posible porque el discurso menemista se escinde, además, en dos interlocutores. En primer término hay un intercolutor privilegiado, se dirige al establishment, nombro eufemistícamente como establishment a los grupos económicos que se beneficiaron con la redistribución de la renta nacional como partícipes necesarios de la dictadura genocida de 1976 y que se han acrecentado su acumulación en particular tras el desguace del Estado perpetrado en el último lustro. Esos interlocutores decodifican adecuadamente los mensajes, simplemente porque los efectos de sentido sobre el mundo los benefician, han aceptado el género carnavalesco del grupo gobernante porque consideran su rapiña un costo moderado a pagar. El otro interlocutor, a través de la mediatización fragmentada, es al conjunto mayoritario de la ciudadanía, que ha prestado consentimiento para la efectividad del discurso menemista. Hoy, el referente construido para ellos se va deteriorando progresivamente, estamos en una época en que la duplicidad del discurso se agota. Esa duplicidad dolosa, entonces, no resulta tampoco atractiva para los interlocutores privilegiados, quienes están a la búsqueda de un reemplazante con “manos limpias”, que asegure la continuidad del beneficio.
El mayor riesgo sería que tras la caída de las condiciones de posibilidad (especialmente el consenso mayoritario) que aseguraron la efectividad de un discurso que produjo el mayor índice de desocupación en la historia del país, que redujo los beneficios sociales de los trabajadores hasta casi igualar la situación de la década infame, que indulto a los genocidas, que aumentó la deuda externa de manera sideral, que permitió la concentración de poder económico a costa del hambre y la explotación de la mayoría de la población, que convirtió la justicia en un coto privado y que llevó a cabo la rapiña más desvergonzada de que se tenga cuenta en este país; digo, que cuando los interlocutores mayoritarios ya no aporten el consentimiento para que se sostenga en el poder y pretenda que se lleve a cabo una efectiva y profunda revisión de sus acciones para someterlos a jueces probos, aparezca el reemplazo adecuado a los intereses del establishment.
El menemismo tiene un discurso de doble referencialidad deliberada y dolosa, con dos interlocutores bien diferenciados, corremos hoy un gran riesgo: que los enunciadores políticos que emerjan del estallido del menemismo nos propongan más de lo mismo, por ejemplo conservar los privilegios de los que tienen más como la única posibilidad de salvación ante el caos (siempre “caos designa una situación que compromete sus intereses) y que ese sentido sea enmascarado como una necesidad de todos. Porque, entonces, la grosería de la corrupción menemista serviría para ocultar el verdadero beneficiario del dolo.
El epígrafe de Bertold Brech puede ser también un buen corolario, no deberíamos conformarnos con la caída de los menemistas, con el desmontaje de su doble discurso doloso, deberíamos poder ir más allá, revisar los cimientos del programa neoliberal que se el dogma de una explotación capitalista despiadada desde hace décadas. Si los discursos que esgriman los sucesores de la banda menemista no abominan de los auténticos delincuentes, si solo nos vamos a conformar con ver juicios a los coimeros y a media docena de funcionarios corruptos, la función va a continuar y ya sabemos quien es el lobo.
Las sociedades construyen sus consensos, la nuestra está ante una posibilidad de torcer el proceso de degradación de la mayoría de los argentinos, si en el menemismo hay doble discurso doloso, su desmontaje no asegura que los apóstoles del mercado, digo los mercaderes, no pretendan imponer otro mascarón de proa y otro señuelo discursivo. Puesto que seguramente piensan como aquel personaje de Giuseppe Tomasi Lampedusa “que algo debe cambiar para que todo siga igual”, el consenso mayoritario debería recordar a don Bertold, y elaborar la respuesta adecuada, digo, lo peor es fundar un banco.

Roberto Ferro
Escritor

 
Articulo publicado en
Octubre / 1997

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