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Lo inconsciente forcluido: los sueños

 

I.
¿Habrá colapsado la interpretación de los sueños, vale decir, la clásica via regia postulada por Freud para el “acceso” a la pulsación de lo inconsciente? A mi entender, una lectura más o menos exhaustiva de los relatos actuales de la clínica psicoanalítica, tanto como la respectiva escucha de presentaciones orales de curas a cargo de muchos colegas, así pareciesen indicarlo. Entonces ¿será esto un signo de lo aggiornado, vale decir, de un re-establecimiento de las coordenadas y de los operadores fundamentales que sostienen nuestra praxis? Si así fuera ¿habrían demostrado los sueños –el análisis de los mismos- su esterilidad, su caducidad, cuando no su frívola gratuidad? En tal caso ¿algún otro fenómeno –su análisis- habrá venido a ocupar tal presunto lugar vacante? Al muy somero despeje de estas cuestiones destinaré las líneas siguientes, con base en mi ya larga experiencia en la conducción de curas analíticas.

II.
Discúlpeseme la cita del remanido tópico lacaniano: “la resistencia es la del analista”. ¿A qué? Veamos: de inicio, es la resistencia a vencer el hipnótico influjo, la confortable seducción brindados por la comprensión de sentido común ante la escucha del discurso analizante. Luego, es la resistencia a privilegiar, de este último, los titubeos, las vacilaciones, los cortajeos, las inconsistencias, las dubitaciones, los equívocos y las equivocaciones, las denegaciones flagrantes, los comentarios “sociales” y/o “formales” y, en fin, las torpezas y los actos sintomáticos y casuales que integran también, por cuerda lateral, dicho discurso. Y para precipitar la cuestión, last but not least: es la resistencia a valorizar el acontecer onírico, visto cuánto este se aparta de la encuadrada cotidianeidad, instalándose en un marco cuyo registro pareciese encontrarse tan distante de las urgencias sintomáticas que capturan parasitariamente el goce del analizante. Claro, puede decirse: ¿“eso” voy a analizar? ¿Qué (le) resuelvo así al analizante? ¿No participa este ejercicio del orden de lo lúdicro, antes que el de la “ética” de, y en, la dirección de la cura? Y sin embargo…
III.
Sin duda: allí no se agotan las resistencias del analista. No, porque un nuevo rostro de la misma, que pretende legitimarse con bastardía en la enseñanza de Lacan –“tiempo lógico” es la consigna de turno- sacraliza –universalizándola- una técnica psicoanalítica (?) consistente en invariables sesiones ya no breves, sino brevísimas: dos, cinco, siete, hasta diez minutos. Tan brevísimas son, que en ellas ni cabe la alternativa del relato de un sueño. Obvio: si este resulta desacreditado –de modo explícito o no, lo cual poco importa, puesto que cuenta la puesta en acto-, no interesa que no tenga su ocasión para explayarse. Sí: podríamos presuponer que lo “dicho” por un sueño podrá decirse de muchos otros modos. ¿Sí?

IV.
Esa “técnica” forcluye –puesto que lo estrangula- un valioso indicador clínico capaz de estipular con rigor la marcha de un psicoanálisis. Aludo a lo siguiente: muchos analizantes inician el decurso de su cura mediante un compromiso con el atornillamiento del fantasma en la realidad. Entre el “se” impersonal, sus quejas por encontrarse en el lugar de objeto, y un leve tinte paranoide presidiendo sus alegatos ante la poquedad de goce que les tocó en desgracia… pues no sueñan. No sólo eso: dicen “no haber soñado nunca”, o, eventualmente, tienen “la sensación” de haber soñado, incluso toda la noche, mas sin recordar nunca ni una imagen, ni una palabra, de todo ello. Pues bien: el curso del análisis, al “angostar” la incidencia de la proyección imaginaria, al ir “despejando” las rebarbas del goce fantasmático de la realidad así construida, y al mostrar la incidencia del analizante en los mensajes que recibe de modo invertido, dicho curso, decía, genera un nuevo, inesperado y fructífero campo de trabajo: en efecto, el analizante “comienza” a soñar. Esto acontece –es un acontecimiento-, y es el propio analizante quien le otorga un estatuto, un rango, decisivo en ese tramo del análisis, vista la conmoción disruptiva, la apertura insólita, la sorpresa anonadante que han comenzado a generarle sus sueños. Ese es su “punto de urgencia”, eso es “lo que quiere resolver”: un enigma, cuyo enderezamiento arrojará, por añadidura, y al modo del sesgo, del rodeo, la “solución” impredecible ante la cerrazón oclusiva fijada por el montaje del síntoma.

V.
Para concluir, entonces: si las sesiones brevísimas del neolacanismo no dejan emerger los sueños ¿no responden ellas, más bien, al “abordaje” psicoterapéutico, teñido este como está de falaces “objetivos trascendentes” y de pasatistas “inmediateces resolutivas”?

Roberto Harari
Psicoanalista
rharari [at] fibertel.com.ar

 
Articulo publicado en
Julio / 2001

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