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Un síntoma de época: la medicalización en los niños

 
Editorial de la revista Topía Nº 68, agosto de 2013

En el siglo XIX, desde el paradigma positivista, la ciencia buscó en la clasificación un orden acorde con la cultura hegemónica.[1] Para ello necesitaba encontrar una jerarquía para la cual todo debía ser clasificado: tamaños de cráneos (el de las mujeres era menor que el de los hombres); orejas, narices (los de mayor tamaño mostraba una conducta criminal); razas (los blancos eran sinónimo de civilización); culturas (la europea era la más avanzada); enfermedades, huesos, estrellas y podríamos seguir con una larga lista. En términos históricos el positivismo fue un avance en relación al pensamiento mágico-religioso. Su objetivo implicaba organizar un orden hegemónico patriarcal-capitalista. La clasificación suponía un disciplinamiento sobre lo que era normal y anormal. En relación a los niños y adolescentes un ejemplo paradigmático lo podemos encontrar en la masturbación considerada la peor de la enfermedades. A partir de su prohibición se buscaba controlar la naciente fantasía de los niños.[2]

Evidentemente esta clasificación positivista dejaba de lado la singularidad del sujeto.

La aparición del psicoanálisis pone en cuestionamiento el supuesto saber positivista. El aparato psíquico sobredeterminado por lo inconsciente nos habla de la singularidad de un sujeto que se manifiesta en su subjetividad. Pero si no queremos caer en un nuevo determinismo -esta vez de tipo psicológico- no podemos reducir la subjetividad solamente a sus manifestaciones psíquicas.

En este sentido el concepto de corposubjetividad nos permite entender el cuerpo como el espacio que constituye la subjetividad del sujeto. El cuerpo como metáfora de la subjetividad lo constituye un entramado de tres aparatos (utilizamos la idea de aparato para destacar que producen subjetividad): el aparato psíquico, con las leyes del proceso primario y secundario; el aparato orgánico, con las leyes de la físico-química y la anátomo-fisiología; el aparato cultural, con las leyes económicas, políticas y sociales. Entre el aparato orgánico y el aparato psíquico hay una relación de contigüidad donde el organismo se encuentra con el interjuego de las pulsiones de vida y de muerte. En cambio, entre éstos y el aparato cultural va a existir una relación de inclusión. En este sentido el organismo no sostiene a lo psíquico ni la cultura está sólo por fuera: el cuerpo se forma a partir del entramado de estos tres aparatos donde la subjetividad se constituye en la intersubjetividad. Por ello la cultura está en el sujeto y éste, a su vez, está en la cultura.

Desde esta perspectiva la corposubjetividad da cuenta de la singularidad del sujeto en el interior de una cultura. Por ello en todo síntoma vamos a encontrar el anudamiento de estos tres aparatos que producen subjetividad. Es en un diagnóstico donde establecemos como juegan en la determinación del conflicto.[3]

En la actualidad la cultura hegemónica produce los procesos de subjetivación y a su vez constituye la singularidad a partir de una subjetividad in-corporada donde -al decir de Spinoza- triunfan las pasiones tristes (el odio, la melancolía, la depresión) sobre las pasiones alegres (el amor, la solidaridad). El exceso de realidad que vivimos cotidianamente produce monstruos que refieren a una subjetividad construida en la ruptura del lazo social y en el consumismo. Es aquí donde el sujeto en la vivencia del desamparo queda encerrado en sí mismo ya que no puede encontrar un procesamiento simbólico acumulando mercancías. Mucho menos tomando al otro como mercancía. Por el contrario, la cultura al ofrecer el consumo como modelo de subjetivación lleva a formas de la singularidad donde la identificación se sostiene en las pasiones tristes. Es decir a los síntomas propios de nuestra época: adicciones, depresiones, anorexia, bulimia, en definitiva efectos de la emergencia de la pulsión de muerte que se manifiesta como violencia destructiva y autodestructiva, la sensación de vacío, la nada.[4] Es en el interior de esta cultura que se ha vuelto a un neopositivismo donde los desarrollos tecnológicos han permitido que la psiquiatría biológica pretenda hegemonizar un discurso de disciplinamiento a los ideales culturales de una sociedad basada en el lucro y la competencia donde el mercado se constituye en el principal regulador de las relacione sociales. A partir de los extraordinarios avances en neurociencia y psicofarmacología, la psiquiatría biológica establece formas de clasificación que se toma como paradigma de la ciencia en donde el deseo se lo reduce exclusivamente a estímulos neuronales. El padecimiento subjetivo se lo clasifica en diferentes trastornos cuya cantidad aumenta en las sucesivas versiones de los DSM. Es así como la corposubjetividad queda reducida a sus manifestaciones orgánicas y los conflictos se los traduce como trastornos que pueden ser modificados por medicamentos y/o técnicas cognitivas conductistas. Esta clínica de la clasificación responde a la in-corporación a la cultura dominante cuyo objetivo es transformarnos en consumidores: de mercancías, de sexo, de amor, de amigos, de medicamentos. Es decir vivimos para consumir en la búsqueda de un goce imposible. Es así como la necesaria medicación se transforma en una medicalización que responde a factores culturales, sociales y económicos. 

Es en este clima de época donde podemos entender la medicalización de los niños. O, para decirlo más claramente, la medicalización de los niños se puede entender en este clima de época. El padecimiento subjetivo de las niñas y niños se los clasifica en trastornos con un déficit para ser medicados y tratados con terapias cognitivas conductuales. Los conflictos desaparecen en su singularidad al clasificar su sufrimiento en una categoría diagnostica unificada. Así nos encontramos con niños tristes a los que se les dan antidepresivos, niños que se rebelan  a los que se les dan antipsicóticos, niños angustiados que se les receta ansiolíticos. Si el chico es hiperactivo pero además esta triste se lo asocia al Trastorno Bipolar. Si tiene tics al trastorno de Gilles de la Tourette. Si desafía al Trastorno Oposicionista Desafiante. En definitiva niños que se les da una pastilla para no escucharlos, no hablar con ellos, no entender sus conflictos. Es decir, se clasifica su sufrimiento en una categoría diagnóstica donde desaparece su singularidad.

Esto se realiza siguiendo varios pasos: se comienza analizando su conducta a partir de los criterios propuestos por el DSM (Manual de Diagnóstico y Tratamiento de los Trastornos Mentales de la American Psychiatric Association) que son arbitrarios y subjetivos. Veamos algunos ejemplos: no poder mantener la atención por más de 10 o 15 minutos; correr o saltar en exceso; tocarlos todo; hacer payasadas; correr en monopatín en lugares irregulares; olvidar de llevar la merienda. Luego se la clasifica en un determinado trastorno que requiere una medicación y/o técnicas cognitivas. A partir de esta clasificación todas sus manifestaciones empiezan a ser explicadas por ese trastorno desde el cual se realiza un discurso estigmatizante.[5]

Como en el siglo XIX nos encontramos con una cultura hegemónica que impone sus valores para clasificar que es normal y patológico.

Hoy ya no se les dice a los niños que le van a crecer pelitos en las manos si se masturba. Tampoco que nacen de un repollo. Las niñas ya no tienen que jugar solamente con muñecas y ser amas de casa. Pero las niñas y los niños tienen que ser eficientes para responder a esta cultura basada en el lucro y la competencia. No pueden distraerse. No pueden tener los conflictos necesarios propios de la niñez y la adolescencia que les impida lograr lo que esta socialmente valorado. El conflicto se transforma en un trastorno que debe ser medicalizado. Pero esto es posible en una cultura donde la medicalización -en especial la psicofarmacológica- no es ofrecida solamente para dar cuenta de determinadas sintomatología. La medicalización se ofrece para sobrellevar los avatares de la vida. La subjetividad asediada por la cultura ha llevado a la medicalización de la vida cotidiana. Su consecuencia es extenderla a los niños.[6]

El principal psicofármaco que se usa para tratar el llamado Síndrome de Atención con o sin Hiperactividad (ADD/ADHD) es el metilfenidato. Este es una droga de acción similar a las anfetaminas que por su potencialidad adictiva esta incluida en el listado de drogas de alta vigilancia por la ONU. El laboratorio Gador ofrece la atomoxetina, un inhibidor de la recepción de un neurotrasmisor, que se comercializa con el nombre de Recit y lo vende con la frase: “Hacia un aprendizaje organizado”. Un folleto de otro laboratorio para vender su medicamento contra el ADD lo presenta como una “píldora milagrosa” para que el niño sea un buen alumno y responda a las normas de la escuela. Sostiene que “el bajo  rendimiento académico y las dificultades de aprendizaje pueden ser mejoradas con el tratamiento adecuado”. También incluyen a las niñas tímidas y soñadoras ya que esta característica puede ser una variante de ADD y que aunque no se manifieste en hiperactividad debe ser tratado con este medicamento.

En estas publicidades aparece claramente como se plantea un control social en nombre de la salud introduciendo la medicina para resolver conflictos a través de psicofármacos fomentados por la industria farmacéutica.

Si seguimos el modelo biomédico las manifestaciones propias de los niños y adolescentes terminan siendo clasificadas como uno de los múltiples “trastornos”. Los psiquiatras biológicos aseguran que un niño que no sea callado, tranquilo, estudioso y obtenga buen resultado en la escuela debe tener un “desequilibrio químico” en el cerebro. Inclusive tener problemas en matemáticas se lo clasifica como un “trastorno” producto de factores bioquímicos que requiere psicofármacos. De esta manera el mensaje que reciben los padres y profesores es que ni la familia ni la escuela son responsables del comportamiento de los niños y adolescentes por lo tanto no se puede hacer nada al respecto. Al reproducir la medicalización de la vida cotidiana la subjetividad de los niños y adolescentes asediada por la cultura tiene su apoyo en profesionales, maestros y padres que encuentran en la medicación una coartada para no enfrentar los complejos problemas que se presentan en la niñez y adolescencia.

El consumo de drogas tantas veces usado para destruir la fuerza transformadora de la juventud en la actualidad se ha institucionalizado como control a través de los psicofármacos para que no se pregunte en que condiciones vive el niño o adolescente, que problemas encuentra en la institución escolar o que sistema de relaciones violentas se ve sometido en la familia y en la sociedad.    

Dilucidar toda esta problemática requiere dar cuenta de una complejidad de factores socio-culturales y teórico-clínicos. Es decir enfrentar la medicalización en la infancia y de la vida cotidiana implica un debate científico pero también debemos reflexionar sobre las formas de subjetivación que llevan al sujeto a encontrar en la pastilla la ilusión de la resolución de un conflicto.

Para finalizar quiero relatar una breve viñeta clínica. Atendía una mujer con diferentes conflictos que no son necesarios de relatar. Lo importante es que había consultado desde hace muchos años a distintos psiquiatras que la habían medicado. La medicación formaba parte de su vida y este era un tema de su tratamiento. Un día me dice en una sesión que su hija de siete años le había preguntado: “¿Mamá para ser grande hay que tomar la pastillas que vos te preparás todas las noches?”. No supo qué contestar. Pero algo se movió en su subjetividad.

Creo que la pregunta de esta niña resume con claridad lo expuesto anteriormente.

 

 

Notas

[1] Este texto es una ampliación de la exposición realizada en el IV Simposio Internacional sobre Patologización de la infancia: “Prácticas inclusivas y subjetivantes en Salud y Educación” del 6 al 8 de junio de 2013. Organizado por Forum Infancias y Fundación Sociedades Complejas.

[2] Laqueur, Thomas,W., Sexo solitario. Una historia cultural de la masturbación, Editorial F.C.E., Buenos Aires, 2009.

[3] Para un desarrollo de este concepto y su relación con los proceso de subjetivación ver Carpintero, Enrique “El costo de integrarnos. Los procesos actuales de subjetivación”, Revista Topía Nº 66, noviembre de 2012.

[4] Carpintero, Enrique, La alegría de lo necesario. Las pasiones y el poder en Spinoza y Freud, segunda edición corregida y aumentada, editorial Topía, Buenos Aires, 2007.         

[5] Cannellotto, Adríán y Luchtenberg (coordinadores), Medicalización y sociedad. Lecturas críticas sobre la construcción social de enfermedades, edita UNSAM, Mar del Plata, 2010.

[6]Carpintero, Enrique (compilador), La subjetividad asediada por su cultura. Medicalización para domesticar al sujeto, editorial Topía. Buenos Aires 2011.

 

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Articulo publicado en
Agosto / 2013

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