Desnudez en las calles | Topía

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Desnudez en las calles

Susana Ragatke

 

Caminando por Corrientes, a unas cuadras del Abasto, en una de esas raras tardes en que había poca gente a mi alrededor, vi sorpresivamente a varios metros delante mío, y en el espacio entre dos autos estacionados, una masa de un tono blanco lechoso con limites oscuros superior e inferior, que parecía dotada de ciertos movimientos. Sentí curiosidad, me fui acercando con cautela, manteniendo distancia del cordón de la vereda.   Pude darme cuenta que se trataba de una persona, de espaldas, con las nalgas descubiertas. Parecía haber estado defecando y quizá orinando.

Quedé atónita, me detuve. Vi que era una persona alta, que lentamente se fue irguiendo y mientras se subía el pantalón fue girando, y entonces de frente reconocí a un hombre canoso, desgreñado, de rasgos faciales armónicos, hermosos podría decir. Contrastaban los ojos claros con la oscuridad del rostro sucio. Su ropa francamente polvorienta. Se miraba el pene mientras terminaba de limpiarlo y acomodarlo con sus dedos, con movimientos lentos, sin apuro. Mientras cerraba el cierre de la bragueta fue levantando lentamente la mirada. Era una mirada lejana e indiferente, que traspasaba mi presencia.

El viejo, después de volver a la vereda, se fue alejando con pasos cansados. Parecía pesarle mucho la bolsa de la que asomaba una manta, tan gris como todo él.

Fue desapareciendo de mi alcance visual. Yo me quedé con una fuerte impresión, y seguía sola.

En unos instantes había pasado por la primera sorpresa y curiosidad que me despertó enojo. Lo tomé como otro encontronazo con un exhibicionista asqueroso, como aquel de mis tiernos ocho años que tanto me conmocionó, pasando delante mío con sus genitales expuestos, con carcajadas estridentes, y yo paralizada sin poder moverme. Tampoco había vecinos a la vista en aquella siesta de verano.

Seguí con el cuestionamiento a la falta de cumplimiento de normas de convivencia mínimas. Podría haber encontrado otro lugar para no molestar a los que caminamos por la avenida.

 Una señora que pasó cerca de mí, me miró con curiosidad. 

 Evidentemente se notaba mi perturbación, creo que hasta salían como borbotones sonoros mis pensamientos.

Reaccioné, adelantándome unos cuantos metros, pero con pasos tranquilos, para verlo de frente. El viejo no pareció darse cuenta. A mí me invadió la tristeza de esa mirada perdida.

 Era la desnudez de la soledad de la intemperie. El gesto de mirarse sus genitales parecía un extraño indicio de vida, algún interés en su propio cuerpo, en su supervivencia. Su pene permanecía fláccido.

 No le daban las fuerzas más que para sobrevivir.