La foto del reencuentro | Topía

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La foto del reencuentro

Susana Frida Ragatke            

susana.ragatke [at] topia.com.ar

 

 Para ella, la calle Corrientes a la altura de Montevideo es un lugar muy querido, ahí se siente imbuída de un clima propicio para hallazgos, encuentros y reencuentros.

Hay lugares y personajes que lo hacen inconfundible.

El bar “La Paz”, un verdadero ícono. En las décadas del sesenta y sesenta, transcurrían las entusiastas reuniones de intelectuales y bohemios, de las que tanto le habló su tío, autor teatral reconocido. Ella era una niña, y a veces después de una función de títeres en el San Martín, sus padres la llevaban a saludar al tío, quien lucía a su pequeña sobrina en la mesa de reunión de los actores. Ahora es otra cosa, vuelven al bar los que ya peinan abundantes canas, a desplegar reminiscencias , mezclándose con un público heterogéneo, que está de paso.

Si se sienta a tomar un café, dispone de una vidriera desde donde puede contemplar a los turistas de diferentes orígenes y colores que transitan la zona. Si se larga a recorrer algunas cuadras puede cruzarse con jóvenes de alguna tribu, de las que no pueblan los shopping; así como reconocer a los vendedores de artesanías y otros desocupados que subsisten con recursos creativos. Está la perseverante señora que vende sus poemas en sencillos trípticos en la puerta del teatro, a la par que los vendedores del periódico “Hecho en Buenos Aires”. Están los actores noveles que invitan a ser acompañados en sus funciones de teatro por no contar con fama previa, pero sí con mucho entusiasmo y esfuerzo. Todo con música que surge desde las disquerías, que los ruidos de la calle no llegan a silenciar.

En esa apacible tarde de un sábado de otoño, en este mismo escenario, con poco movimiento a esas horas, ella llegó dispuesta a reunirse con una amiga.

                  Había sido una semana intensa, más que intensa agotadora; en el consultorio una paciente se descompensó, tuvo que internarla, tuvo que batallar con las tan habituales dificultades familiares, económicas y legales que acompañan a estos desenlaces Fue de esas situaciones que le quitan el sueño, pese a los años de experiencia que lleva en el campo de la Psiquiatría.

                  En el hospital general, a cuyo Servicio de Salud Mental pertenece, hizo dos guardias reemplazando a una colega. Hubo un record de urgencias psiquiátricas. La experiencia no la insensibilizó, sus emociones y a veces hasta su cuerpo lo registran, dolorosamente. Historias de abuso sexual, una mujer en coma alcohólico, violencia en la pareja, una adolescente sin ganas de vivir, otro joven consumido por la droga.

En esta tarde se sentía merecedora de descanso y desconexión.,después de pasar revista rápidamente a sus principios sobre el cumplimiento del deber y al juramento hipocrático, se lo pudo conceder.

 Con esta amiga tenía la expectativa de pasarla bien, de no terminar hablando solo de medicina, como a veces ocurre entre colegas.

 Ambas, se conocieron en la facultad, mientras una se dedicó a la pediatría, ella a la psiquiatría. Amistad nacida en la adolescencia que las une con mucha fuerza.   Coinciden en haber tenido experiencias de pareja frustras, se desarrollaron con independencia, pero sin negarse a la esperanza del amor.

Había quedado en encontrarse en esa esquina, y luego decidirían dónde tomar café y charlar cómodamente. No quería imponerle “La Paz”, tan de su historia familiar.

Pero cuando estaba estacionando tuvo otro tipo de encuentro.

Se acercó el cuidador de autos, de los llamados “trapito” por hacerse ver agitando un paño tamaño pañuelo, aunque no fue el modo de hacerlo de este hombre, de aspecto prolijo y edad indefinida, quizá unos cuarenta años.

 Rápidamente captó su atención.

--Amiga, yo le cuido el auto, quédese tranquila --mientras seguía indicándole como arrimar sin desperdiciar espacio que sirviera para otros vehículos. Terminó con un ceremonioso saludo, sacándose la gorra. 

                  Ella no bajó inmediatamente. El cuidador se mantuvo cerca. Le llamó la atención su aspecto pulcro, piel curtida y gesto bondadoso. Por sentir cierta incomodidad, trató de aliviarla cortando el silencio, para eso se le ocurrió preguntarle cómo le iba en su tarea.

                  Con todo entusiasmo él empezó a contarle que estaba apostado en esta cuadra todos los días desde la tarde hasta la madrugada. Agregaba datos sin que mediara pregunta alguna: que los fines de semana le resultaban muy provechosos porque se volvía a su casa con dos o tres billeteras bien llenas, terminando la jornada con un largo viaje hasta su barrio en La Matanza.

                   Notó alegría en su mirada. Especificó que tenía prohibido cobrar una tarifa, pero en cambio podía recibir propinas. Sin duda él sabía sugerirlas con bastante tacto.

                  No le hizo más preguntas, pero notó que él había percibido su curiosidad por saber más . Después de recibir las monedas esperadas, siguió contándole.

--Yo soy discapacitado, tengo esquizofrenia, llevo las pastillas en el bolsillo.

Y afanosamente sacó del bolsillo unas hojas dobladas, las extendió y leyó con lentitud y en voz alta, pero también quiso que ella verificara.

Recibió las hojas, si no lo hacía lo iba a defraudar. Confirmó que bajo el membrete de un Juzgado se leía “diagnóstico: cuadro psicótico; obligatoriedad de tratamiento”.

El siguió hablando del hospital donde recibía tratamiento, el nombre de algunos psiquiatras, y además trataba de mostrarle las pastillas. Parecía haber detectado que estaba con una psiquiatra, en todo caso sería por una percepción muy aguda. No había dato visible que la identificara.

Ella no dudó del relato, ni de la necesidad que tenía de hablar de su vida. Sin embargo él actuaba como quien tiene que defenderse de ser tomado por un simulador. Bastó un mínimo gesto de aprobación para que siguiera hablando, a la par que recobraba cierta tranquilidad.

Ella, en su anhelado día libre, después de una semana muy intensa, se resistía a actuar como profesional, además de considerar que no era necesario. No estaba ante una emergencia médica, ésta era una necesidad humana.

--Antes no las quería tomar, pero me hacen bien; estoy muy bien –lo dijo como interrogándola para ver si se lo confirmaba.

Había percibido su receptividad.

La espera se extendió unos minutos más, por no llegar la amiga. A poco volvió a sentir atracción por la humanidad del relato del cuidador de autos. A esta altura del encuentro ya el entorno de la calle Corrientes parecía no existir para ella, y quizá tampoco para él. El dramatismo del relato capturó totalmente su atención.

El lo captó y siguió –A mí me sacaron varias veces de Chacarita, porque yo iba y me enterraba, estaba desesperado –lo escuchaba con mucha curiosidad y un poco de horror.

 El pareció detectarlo sin desalentarse, por el contrario retomó la palabra con emoción.

 –Al ladito de la tumba de mi mamá. Es que me quedé solito, y ella también, ahí bajo tierra. Yo me dormía un ratito, pero después, me daban miedo los ruidos, eran los gatos y unas voces como truenos --se le entrecortaba la palabra y la mirada se alejaba-- y entonces le pedía a mamita que me cuide y al ratito escuchaba que ella me tranquilizaba y yo me dormía. A la mañana me descubrían los empleados, llamaban a la policía y me llevaban al hospital. Volvía con mi mamita y me volvían a llevar, muchas veces, hasta que el psiquiatra me convenció que me iba a ayudar a buscar a mi mamá de otra manera.--en ese momento ella lo notó más firme y mirándole a los ojos, orgulloso de su perseverancia.

                  --Yo estaba muy enojado con mi hermana y mi padrastro, no los quería ni ver --en tono de aclaración.

Se produjo un silencio, ella se mantuvo atenta. Notó que volvió a buscar algo en el bolsillo interior de su campera. Sacó una foto y se la mostró. En color sepia, ajada, pero sostenida en sus manos como un inefable tesoro. En ella, un nene de unos tres años, en brazos de su madre, mirándose mutuamente y fuertemente abrazados, imagen desgastada por el tiempo pero reanimada por su mirada de amor.

--Me quedé mirando esta foto muchos años, me la dio mi hermana. Ella tuvo a mi mamá más que yo. Ahora ya se lo perdoné --mientras guardaba cuidadosamente la fotografía.

De golpe giró su mirada y corrió a atender otro auto que se acercaba.

Se despidieron.

El, de nuevo quitándose la gorra:

--Juan, a sus órdenes.

--Suerte --le contestó ella.

Había llegado el momento de volver a la calle Corrientes del encuentro con el placer de una tarde de café, charla entre amigas, hojear libros, las últimas revistas de actualidad política y quizá una función de cine o teatro.

En su intimidad agradeció a su amiga la demora, que le permitió conocer a Juan.

Después de ese sábado, cuando pasaba por el mismo lugar, trataba de comprobar si Juan seguía allí, pero no lo volvió a ver.