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Lais de Corinto

César Hazaki

 

Cuando Santiago llegó al bar la discusión sobre Grecia estaba al rojo vivo, esperó un rato para ver como venía la mano con la excusa de pedir un café. Se dio cuenta que había más de un habitante de la mesa que seguía  convencido de las bondades del mercado y la libre circulación del dinero entre países. No era casual que estuvieran del lado derecho de la mesa todos agrupados y belicosos. Repetían la cantinela de siempre: que los griegos eran vagos, que después de inventar la democracia se dedicaron a bailar como Zorba, que por eso mismo no merecían ningún tipo de ayuda. Ponían como ejemplo la casi dos mil islas que están deshabitadas y desaprovechadas en Grecia por la desidia de los habitantes.

Santiago amasó repetidamente un cigarrillo contra la mesa y se decidió a intervenir. Como era la suya una de las palabras respetadas tuvo el suficiente cuidado en ver cuándo y cómo hacerlo. Sabía que debía actuar pero sin perder la compostura, no se trataba de calentarse sino de hacer algo de docencia. ¿Acaso no le habían puesto Sócrates de sobrenombre cuando jugaba al fútbol? En el punto en que parecía que todo se salía de quicio preguntó: ¿Saben la historia de Lais?... Esperó un momento revolviendo con la cucharita el terrón de azúcar que había puesto en el café, la atención se fue haciendo concentrada y única. Ahí arrancó: -A Lais la agarró una devaluación del dracma cuando ya estaba por comprar unos campos y unas islas con sirenas especialistas en organizar naufragios (parece que en aquellos años era un gran negocio hundir   barcos y rescatar las riquezas que llevaban sus bodegas. Lais se había relacionado con un tal Coustouris -un famoso buzo de la antigüedad- que poseía una novedosa tecnología para realizar esos salvamentos).

Lais, con el imprescindible asesoramiento de Coustouris, había seleccionado dos islas que estaban en manos de una familia tracia venida a menos debido al monocultivo de la vid. Se pautó un precio en oro, no en dracmas. Al fin de cuentas era lo mismo. Las monedas de cobre,  guardadas durante años  por Lais, podían cubrir perfectamente el valor dado que tenían la siguiente equivalencia con el oro: cada moneda equivalía a media onza de oro. Luego de acordada, ante el escribano de la ciudad, la transacción para el día siguiente la mujer cantaba y bailaba, los dioses recibían sus sacrificios y los esclavos de la hetaira -que sabían de los grandes esfuerzos laborales de su ama- sonreían por el futuro venturoso que les esperaba a todos. Nadie vio venir la tormenta que, desde los siempre temidos Balcanes, se estaba preparando. Lais estaba entre las más desprevenidas.

Pese a conocer desde adentro los vericuetos del poder de la ciudad y actuar siempre con la cautela necesaria ante los peligros de los vientos del oriente, esta vez  no pudo establecer las relaciones necesarias de las nuevas palabras, que escuchaba a diario en los cenáculos del reino, y las peligrosas consecuencias de las mismas: mediterráneo y libre comercio, los  términos del intercambio, la necesidad de una moneda competitiva, defuoltis, los fondos voraces del norte, mercaderes basura, Cavallo de Troya, reajuste de  la moneda, los Bizancio Boys, etc. eran elementos nuevos que no supo correlacionar correctamente pese a ser una de las personas más inteligentes y    creativas de la pujante ciudad de Corinto. Ella todavía entendía las crisis sociales  por la cercanía o lejanía de la peste negra, por las sequías o  las   inundaciones, por las terribles  invasiones de los bárbaros, la guerra o las temidas pujas por el poder entre las familias patricias.

Por eso la sorprendió el desbarajuste económico de la devaluación de la moneda decretada por el rey. Esto ocurrió la noche anterior al cierre del trato que le hubiese permitido comprar las islas. Tremenda fue su sorpresa al despertar, después de una festiva noche en brazos de Coustouris, y enterarse que sus monedas valían un sesenta por ciento menos que el día anterior y  los rumores anticipaba un colapso mayor en los próximos días. La orden real  le arruinó el proyecto y casi la condenaba a la pobreza.

No es un esfuerzo de la imaginación saber que Lais pasó de la felicidad a la congoja y la desesperación. Llena de ira fue a palacio, tenía entrada libre como se podrán imaginar, se acercó al causante de todos sus males y, una vez más,  sedujo al rey con promesas eróticas que entusiasmaron al monarca. Este dejó por el momento la reunión de notables en la que se discutían los efectos de las medidas tomadas a espalda del pueblo -entendía desde su lógica de noble y rey que la pobreza del país podía esperar un poco y que el cuerpo del rey necesitaba fortalecerse con las caricias de la sabia Lais para enfrentar los desmanes populares que sobrevendrían- y llevó a la hetaira  a sus amplios y bellos aposentos. Allí la bella joven lo fue masajeando con aceites esenciales y lo convenció de que se dejara atar manos y pies. Realizado esto comenzó a realizarle la  mejor felatio que el soberano hubiese  recibido en su larga vida. Mientras el rey se entregaba lejos estaba de imaginar los terribles deseos de venganza que habitaban en Lais, que ejercía todo su arte erótico cada vez más lentamente. Ella se estremecía en su odio al saber el destino final de dicha ceremonia. Llegado el momento culminante se vengó partiendo, de un enérgico y profundo mordisco, la erecta  humanidad del rey  en dos. El hombre soportó a pie firme el dolor dado que el orgasmo era maravilloso y exclamó antes de morir: ¡Tú también peeeerraaaaaaaaaaa!

Por aquél entonces las hetairas eran muy respetadas y por eso la magnicida tuvo un juicio justo donde los jueces entendieron que la bella Lais había actuado bajo emoción violenta. Pese a ello fue condenada al más cruel de los destierros: una isla solitaria donde había muy poca agua y solo crecían musgos y líquenes venidos desde el mar Muerto por canales naturales subterráneos. En dos peñones cercanos se estableció una guardia imperial que impedía cualquier intento de acercamiento por el norte de la isla, a la sazón única entrada posible. Toda la ciudad estaba convencida: Lais moriría lenta y cruelmente. Su cuerpo caería en un sistemático deterioro implacable, por causa de las inclemencias del tiempo,  la falta de agua y alimentos. Lais al llegar se dio cuenta que el sueño de la isla propia que albergaba desde hacia tanto tiempo era no de vida sino de aislamiento y muerte.

Para sorpresa de todos no fue así, la guardia imperial informaba cada mes a la ciudad que Lais estaba viva, bella y animada en su solitaria isla donde sólo la acompañaba su esclava africana. Al año una comitiva del reino se dirigió a la isla para confirmar el extraordinario evento. La observación de los notables no difirió en nada a lo comunicado por los guardias: Lais seguía viva, por si esto fuera poco más bella. La noticia corrió como un reguero en la ciudad, todos se preguntaban cómo estaba ocurriendo ese hecho. Agregando sin casi respirar: ¿Qué mantiene vivas a ambas mujeres? Nadie acertaba con la respuesta.

Pasados lo primeros momentos de desesperación Lais se notó que se propuso salvar su vida, todos los relatos decían que el exilio había hecho afianzar y aumentar la valentía y la tozudez de la mujer. Lais entendió que debía tener una actividad que de alguna manera la vinculase a los placeres y la alegría. Así fue que se le ocurrió fabricar perfumes que vendía a los turistas que se acercaban a la isla para comprobar los rumores que corrían. El paso del tiempo avivaba la gran intriga del sobrevivir de las dos mujeres: cómo conseguían proveerse de  alimentos dado que ni aves, ni cabras vivían en la desolada isla. Cada vez que volvía la comisión del   reino con la esperanza de  verlas desfallecer de hambre y sed –para acabar así con los rumores que circulaban por la ciudad sobre los extraordinarios milagros que ocurrían en la isla- se   encontraban con una Lais que les ofrecía nuevas y originales danza. Lo que demostraba que estaba radiante de salud, belleza y   plena de  entusiasmo hacia la vida y sus regodeos. El pueblo y las autoridades de la ciudad afanosamente buscaban explicaciones: mucho se habló de la ayuda de Afrodita, se sugirió con insistencia que la bella dama otorgaba a Zeus y Cronos amores humanos que los hacían gozar como dioses. Otra hipótesis, más terrenal, era la   posible visita de extraños navegantes venidos desde más allá de Sicilia  -conocidos como "Los Vilingos, Kikingos o   Tilingos" (posiblemente ninguno de los nombres eran los correctos)- que a cambio de sus servicios dejaban a la mujer los elementos   necesarios para vivir. Esta ocurrencia chocaba con la férrea guardia que custodiaba a la dama. Finalmente se comenzó a dudar de sus escoltas. Como se pensó en que el jefe de la guardia era el amante de Lais se hizo rotar a todos los pretorianos mensualmente sin lograr que ningún resultado convincente. Lais siguió feliz y contenta pese a la crudeza de su destierro.

Muchos siglos después se supo el secreto: Coustouris había inventado un sistema para permanecer bajo el agua largo tiempo. En las noches oscuras se acercaba a la isla con una barca pequeña, evitando así a los guardias de los peñones, se sumergía en el mar con su cargamento de víveres y agua. Llegaba a una pequeña playa y desde allí marchaba a una caverna donde ocultaba las vituallas y el agua dulce para su amada. La caverna, que entraba muy profundamente en la montaña, permitía conservar en buenas condiciones todo tipo de alimentos. Luego pasaba el resto de la noche con su amada y su esclava hasta una hora antes de amanecer en que se sumergía en el Egeo para volver a su barca y poner rumbo a Corinto por rutas poco conocidas que le habían facilitado navegantes fenicios a cambio del recupero de un tesoro de oro y plata que estaba en las bodegas de un trirreme hundido.

Lais se salvó, entonces, por una serie encadenada de factores: su tenacidad para vivir, su capacidad para el amor más la acción de un hombre enamorado, inventor y dispuesto a todo por salvar a su doncella. Ayudaron, sin ninguna duda, el aparato de inmersión que le permitía a   Coustouris nadar bajo el agua y la inventiva de la esclava de Lais que insistió hacer correr la versión de que dentro de la caverna habitaba un   cíclope que se comía a los hombres blancos. Como era una negra cetrina los guardias estaban convencidos de que por su boca hablaba el mal.

Consecuencia de todo esto Lais no solo salvó su vida, también cambió radicalmente de idea sobre aquello que es valioso entre los humanos. Olvidó su obsesión   por juntar dracmas y tesoros. La hetaira argumentaba que la propiedad le había amargado la vida y la condujo al asesinato y que, por el contrario el amor y la solidaridad del buzo y la negra la habían ampliado tanto la tierra como el cielo. Por eso Lais se entregó al amor y a su inventiva para sacar mágicas fragancias de los frágiles y raquíticos líquenes (Todavía hoy se buscan ánforas con las fragancias inventadas por la hermosa Lais. En el museo de Atenas hay dos muy pequeñas que se le atribuyen). Demás está decir que Lais abogaba, en esos tiempos, caída   ya de la ilusión de la propiedad y el mercado de divisas y bonos por la organización social comunitaria que repartiera equitativamente los bienes y que practicara el amor libre como la hacían la negra, el buzo y ella. Lais, se sabe, murió luego de una vida larga y digna. 

En Corinto se la recuerda las noches de inicio del solsticio de verano con orgías rituales y fogatas que se inician incendiando billetes de diversos valores y de todas las épocas y de los países del mundo. Estos festivales fueron, una y otra vez,  prohibidos, desalentados y denunciados por las diversas formas de gobierno que   reinaron en el mar Mediterráneo, hubo bulas papales en Bizancio y Roma que los intentaron hacer pasar por brujerías y prácticas satánicas.

A la luz de la historia se puede observar que cuando el dinero domina las voluntades de los hombres estas bacanales se pierden o disminuyen a su mínima expresión. Es decir el olvido hace estragos con el legado de Lais. Por el contrario cuando el dinero se volatiliza dejando muchos sueños de posesión truncos de la noche a la mañana, como el ocurrió a la hetaira, la memoria colectiva reactiva ese fuego y esa fuerza  convocando a la unión entre pueblos y etnias. Los curiosos recorridos de la  memoria establecen una relación entre los aromáticos perfumes y el rechazo al dinero en cualquier forma de billete que surja. Los participantes que a la mañana estaban desolados y hambrientos entran en un éxtasis de anhelos fraternos y   comunitarios. No hay duda: son los mismos sueños que ayudaron a Lais a vivir plenamente.

Cuando Santiago calló los habitantes quedaron en un silencio reflexivo, él por su parte aprovechó para terminar el café y pedir otro.