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Meditaciones del individuo embozado

 
El sometimiento como máscara de libertad

Soy un individuo. Así soy considerado por las filosofías políticas y las apelaciones culturales contemporáneas. Cuando se me concita a entregar un voto, cuando se me alude como consumidor de un producto, cuando se me señala como aspirante a una mejora existencial o cuando se me anoticia que soy poseedor de derechos, es en mi calidad de individuo que se me convoca. A lo largo de la historia misma del concepto de convocatoria, sea para agitar revoluciones, sea para vivir ensueños comunitarios, sea para explorar horizontes de salvación o de felicidad, la idea de pueblo o de comunidad pasan por distintas figuraciones, importancias y rechazos. Se manifiestan con fuerza en ciertos momentos y luego se diluyen. Mientras, el individuo, ese yo objeto de un llamado en tanto individuo, se mantiene.
Soy, pues, un individuo. Magnífica y culpable creación de la cultura, sin la cual pareciera que se agrieta el edificio social y se pierde el catálogo de las libertades. Sé perfectamente que nada soy sin los otros o sin los otros visitando como sueño mi memoria. Pero por más que hay en la cultura un débito incesante que conduce al individuo a reconocerse en formas comunes o colectivas –por más transitorias o desgarradas que sean– no puedo dejar de recaer en una forma del pensamiento que es mi primera persona siendo solicitada sin interrupción por los que me desean. Y ese deseo me hace individuo, me arroja al abismo de un mundo deseante y me solicita en la paradoja irresoluble que cuando más soy individuo, más me sustraigo del común, y cuanto más me vuelco a la indiferenciación colectiva, más me altero en mi figura individual. El individuo no puede existir sin el colectivo que lo limita. Y esa limitación es su ser sujeto, su subjetividad que cuando se reconoce libre, admite que su individualidad siempre está en peligro y nunca de ninguna otra manera.
Soy así un individuo deseado, que en verdad es individuo en el acto en que lo desean para el cumplimiento de un acto que a mí me colmaría como tal individuo. Me desean para que ejerza actos que no sólo me convienen, sino que me consagran como individuo actuante: desde el voto por tal o cual hasta un viaje en subterráneo, desde un automóvil de tales o cual características hasta un lugar de vacaciones que "no puedo ignorar" hasta qué punto me hacen existir en mí mismo y ser quién soy. Es la publicidad, ya lo sé, tengo derecho a dudar de ella pues demasiado estentóreamente exhibe sus hipérboles y pueriles seducciones. Pero es a mí que se dirige diciendo que me conviene ser en ella, que me realizo en su propia realización y que a tal punto me redimo en esas exterioridades, que ellas ni me llaman o reclaman, sino que ellas llegan bajo forma humana hacia mí, ellas son en mí, yo soy en ellas. Ellas saben lo que conviene y yo sé que ellas me convienen, aunque acaso tenga una duda en el momento en que esa afirmación son ellas quienes la hacen, son ellas la que me conceden el derecho de saber lo que me hace uno. Por tanto, mi unicidad podría no ser mía y yo ser una máscara singular disuelta en un océano de ajenidades, de poderes lejanos e inconcebibles.
¿Por qué no expreso definitivamente que no soy eso, presentando así un síntoma de mi propia libertad? ¿Por qué no corto de inmediato con esa apelación que se confunde conmigo mismo, que me envuelve con un reclamo que no abandono pero podría abandonar porque sé que de aceptarlo no soy yo? ¿Por qué en cambio decido dejarlo a mi lado, convivir con él, y aun sin aceptarlo, verlo como si de él dependiera la seguridad de sentirme en uso de mis facultades de individuo cuando soy en situaciones laborales, de consumo, de afecto, de sentimentalidad, de voz? En suma, ¿por qué no pongo en duda los discursos que provienen de la nada, de una abstracción conceptual, que destilan poderes indecidibles y que sin embargo dicen que se dirigen a mí para hacerme hombre?
Allí está el núcleo del problema, de mi problema. Pero intuyo que cuando se me reclama ser yo, algo de mí se pierde. Percibo que cuando se me dice que estaría en satisfacción de mis potencias, algo, mucho o quizás todo de mí se aliena o se olvida. Calculo que se habla de mí asumiendo una delegación que no me corresponde, pues me hace individuo como recorte publicitario de un ser genérico desenraizado y maquinalmente manufacturado. Al mismo tiempo que se postula el uno ("se me postula como uno"), como la autonomía de una vida que puede pensarse a sí misma sin que eso no sea un despilfarro o un desmerecimiento de lo común, siento que la autonomía para definir las esferas de mi competencia han provenido de una usina de significaciones donde el "arsenal de mercancías" tiene destinada una para mí, esa singularidad troquelada a partir de un texto infinito de cosas inertes, que me están siendo destinadas y hacen de mi un yo provocado. No un yo que sea yo sostenido en mi condición de sujeto, sino un yo que no soy yo, un yo enmascarado en un yo impuesto con una verdad falsa y alienada.
Esa destinación invierte la idea antigua del destino, que era un modo de provenir de afuera que proponía un choque que creaba una opción insoportable. Esta opción llevaba, o al menos brindaba una abertura hacia la libertad y el reconocimiento de la conciencia autónoma. El destino como idea contemporánea que se basa en la idea de individuo, lo determina en el lugar de un deseo que ha sido figurado en la alteridad definitiva de una civilización técnica que sin embargo adopta en sus relatos el mito del individuo emancipado. La hipótesis del individuo emancipado se ha forjado en siglos de luchas sociales, literarias, teológicas y poéticas. La responsabilidad del individuo, el self, el moi, el yo, el eu, el sujeto, es también algo que envuelve a la gramática, a la psicología, a la historia y a la retórica.
¿Cuándo fue que la idea de individuo surgió como una insistencia en la emancipación del sujeto y de la subjetividad emancipada? ¿Cuándo fue que esa creación, el individuo, brotaba del mismo sentimiento de conciencia que se separaba de un poder serial y reiterativo, que era el que obstaculizaba la idea de individuo en cada hombre vivo? ¿Con los griegos, con el ideal trágico que hacía que Edipo planteara su responsabilidad aun en su inconciencia? ¿Con la Biblia, que hacía que Abraham transfiriera su duda a la divinidad que le pide una prueba para introducirlo a las artes del yo? ¿Con un cristianismo, cuya "revolución imperceptible" consistía en forjar un individuo en el acto de sostenerse en la plegaria o en la adoración a un Dios en que oscuramente encontraba los reflejos de su alma padeciente? ¿Con el capitalismo, cuya religión de la mercancía define al individuo como la sede de una pérdida de su raíz humana? ¿Con las revoluciones del siglo veinte, que deseaban poner a prueba el ser genérico del hombre como un colectivo emancipado que recompondría la idea de individuo? En síntesis, ¿con el juego entre lo apolíneo y lo dionisíaco que popularizó Nietzsche?
En todas estas visiones del individuo como descubrimiento apartado o sustraído del cosmos, genera dos situaciones acaso contrapuestas. Una, la de la diferenciación de un átomo rescatado de la creación universal, la de un intervalo respecto al totus indiferenciado ante el cual retirar la fidelidad absoluta, una diferenciación respecto de la unidad extática, creando entonces un deseo del reintegro de una pérdida (la pérdida de la comunidad que se realiza cuando somos individuos). Otra, la de la escisión del yo, con sus "mecanismos de defensa" o sus partes intervenidas por la sociedad, o sus partes internas corrompidas, que hay que emancipar. El individuo emancipado que festejaba el liberalismo, el individualismo, el empirismo o el nominalismo, se escindía oscuramente en dimensiones sumergidas que exigían una revolución del conocimiento: en esas partes inmersas del yo, del "yo profundo", estaba el conocimiento no sabido, la prisión del individuo libre en su mismo lenguaje o juzgado.
Precisamente las figuraciones modernas del yo artístico son un intento de emancipación en diálogo con esos demonios desconocidos pero sospechados de ser portadores de una secreta energía: dionisíaca, desatinada, extática, plena de languidez o melancolía. Algo pasado se ha perdido y el pensamiento no alcanza para recuperar. Allí, el yo occidental tiene una estación tan fundamental como las páginas demasiado célebres de Descartes afirmando "no soy un cierto aire impalpable difundido en mis miembros, ni un viento, ni un fuego, ni un vapor, ni un soplo, ni cualquier cosa que pueda imaginarme, puesto que he considerado que estas cosas no son nada", paso cartesiano hacia el "conozco que existo". ¿Quién soy yo que he advertido que existo? ¿Es la apertura hacia la libertad, un "yo segundo" que piensa sobre el mundo en el que actúa un "yo primero"? La duda metódica es un movimiento que se complementa con la melancolía o las alegorías rotas del inconciente, otra escisión del yo que quiere explicar cómo un ego ha existido en el pasado, y que pudo haber sido en ese pasado que ha cesado o en los pliegues internos que la institución pública ocultaba.
Donde se pierde el ser podría estar el pensamiento y donde se ausenta el pensar podría estar el ser. Pero las máscaras de sometimiento previamente cumplen otro avatar, que es la simulación como castigo de la civilización que el yo deriva hacia la utoprotección de las argucias del fingimiento o como estética del gozante que disfraza sus placeres recónditos con los trajes del mundo. De todos modos, cuando en el yo hay máscaras de libertad –la libertad definida jurídicamente pero no subjetivamente– el individuo queda embozado. El verdadero individualismo, embozado, es representante de la impulsión comunitaria y culturalista de todo sujeto. Por eso, ese individualismo debe estar en condiciones de una reflexión sobre el yo, la política y la estética. Releyendo las Meditaciones metafísicas de Descartes –en este tiempo donde nos situamos luego de Husserl o de Freud– tendremos una idea de los nuevos esfuerzos que habría que hacer para restituir al individuo la noción de libertad que opera como la máscara de un individualismo apenas ideológico, que insiste en revalidarse con una simbolización de sus actos de consumo.
"Soy un individuo", digo. Y en cuanto mi lengua pronuncia estas palabras, se inicia el itinerario inevitable que busca en la historia de esa expresión, aquel sentimiento que me hace encontrar mi libertad en tanto uno –y así, una promesa del colectivo me reclama– y la incerteza de creer ser uno en el goce de mis libertades, y perderlas en el mismo momento en que se me somete llamándome libre.

Horacio González
Sociólogo
horagonzalez [at] lettera.net
 

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Articulo publicado en
Mayo / 2001

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