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Estética y principio de realidad

 

Importa tener en cuenta -en razón de lo que sigue- que la concepción freudiana del desarrollo mental es una ficción teórica que dispone las piezas en el ajedrez de un tablero que cobra significación cuando cada elemento ocupa un lugar. El propio Freud lo estipula en el séptimo capítulo de La interpretación de los sueños: “Un aparato psíquico que posea únicamente el proceso primario no existe, que nosotros sepamos, y en esa medida es una ficción teórica”.
Para la lógica freudiana tiene particular relieve lo que a primera vista es una secuencia temporal: un proceso primario -inconsciente-, otro secundario -preconsciente-, de igual modo que habrían dos momentos en la represión, en el narcisismo o en las identificaciones. Pero si nos dejamos llevar por la imaginería de lo que alguna vez fuese primero, luego transformado secundariamente, nos deslizamos en una puesta en abismo. Freud suele emplear el prefijo Ur -Urteil, Urverdrängung, Urszene- para lo que concibe en un tiempo originario, menos cronológico que mítico, donde se funda una posibilidad que llega a plasmarse, por vez primera si se quiere, en la paradójica ulterioridad de lo secundario. Así es como el objeto adviene tal en el recuerdo, cuando su prestancia se recorta en un horizonte de ausencia, la fantasía logra su estatuto a partir de escenas reales o el trauma se dispara en la retroacción de su recuerdo (en verdad, estos son modos diversos de mentar la misma problemática).
Situada la perspectiva freudiana, podemos abocarnos al tema en cuestión: el principio de realidad. De inmediato se advierte que forma parte de un tandem con otro principio, denominado por Freud de displacer/placer, placer/displacer o simplemente de placer. Mal podría entenderse lo que intenta captar con ellos si los pensamos como un par conceptual: uno -de realidad- desarrollado secuencialmente a partir de un tiempo previo de puro placer; sin embargo, así se ubican en el espacio teórico construido por Freud. Antes que dos conceptos antagónicos, la dicotomía placer/displacer-realidad funciona como un ser bifronte, como una moneda que alternativamente muestra una u otra cara o, mejor, una moneda de extraña transparencia que deja ver una faz con el perfil contrario insinuado en el trasfondo. Realidad en placer, placer en realidad podría decirse si no sonara a propaganda de una playa del Caribe, lo que vuelve notorio la mayor pertinencia de la primera terminología empleada por Freud, con lo que se llega a: realidad en displacer/placer, displacer/placer en realidad. Esto no es otra cosa que aplicar lo que Freud nos enseña para toda formación de lo inconsciente, donde el deseo es una filigrana en la trama de la conciencia.
Con el principio de placer queda explicitado lo que constituye la condición del devenir del proceso primario, basado en la libre movilidad que condensa o desplaza las investiduras pulsionales entre representaciones que se comportan como cosas: “Desde luego, sería vano empeñarse en indicar con palabras el significado psíquico de un sistema semejante. Su característica residiría en la intimidad de sus vínculos con elementos del material mnémico en bruto...” (La interpretación de los sueños, capítulo VII). El principio de realidad, en tanto, es el alma del proceso secundario, que procede estableciendo ligaduras que estabilizan los códigos culturales al asimilar las representaciones, representaciones-palabra, a las significaciones convencionales. Por esta razón, al tratarse de principios el placer o la realidad son irreductibles a alguna forma de sensualismo o a una mera recopilación de datos perceptuales. El placer del principio suele aparecer, en cambio, involucrado en el manifiesto displacer de un síntoma, mientras la realidad aceptable poco se aparta del consenso social.
Considerando que el acontecer de la conciencia se despliega en una pantalla sensible de ambos lados, cabe distinguir, taxativamente, dos categorías:
1. Displacer/placer-realidad como fenómenos. Son datos puntuales derivados de la percepción, que las formaciones sintomales revelan en su discordancia tópica. Los estímulos procedentes de fuera pueden recibir atención de la conciencia pero también pasar desapercibidos por carecer, aparentemente, de significación -el caso de los restos diurnos que reciben transferencias del deseo- o por haber sido escotomizados en razón del desagrado en potencia que cargan. Debido a que el yo domina, hasta donde pueda, el acceso a la conciencia y la motilidad, resulta entendible que en un choque de intereses con lo inconsciente el yo imponga sus fueros al momento de activarse la cualidad perceptual.
2. Displacer/placer-realidad como principios. Un principio es causa, ley fundante, condición de posibilidad de algo. En relación al placer menta el principio rector del devenir inconsciente, mientras con la realidad se trata del difícil acceso a ella.
Examinemos a continuación, en el espacio que permite esta comunicación, algo de la complejidad metapsicológica que presenta la aprehensión de la realidad por el deseo buscador de placer en principio, según el desglose que Freud produce con fórmulas sencillas en el Proyecto de psicología (parágrafos 16, 17, 18): Para lograr distinguir las representaciones de la experiencia de satisfacción de las estimulaciones que llegan del exterior, en el aparato psíquico -sistema ψ−, se organiza la grilla preconsciente del yo, cuya función primordial es inhibir el decurso del proceso primario. De ello resulta que la pantalla perceptual permanezca inmediatamente permeable sólo para los estímulos procedentes de fuera, inaugurándose el principio de realidad.
Con facilidad se comprende que según esta ficción teórica, en un comienzo habría imperado, omnímodamente, el placer/realidad, hasta que la constitución del yo posibilitó el clivaje merced a la interceptación del deseo, lo que convierte en recuerdo sus investiduras, aunque al precio de la propia escisión yoica, por la que un núcleo real permanece del lado del deseo y mucho de ilusión en la supuesta realidad. Pero vayamos por partes.
Freud se detiene en la siguiente eventualidad: cuando las representaciones investidas por el deseo se adecuan sólo parcialmente a los datos provenientes de un objeto real. La experiencia de satisfacción que aspira a reiterarse debe ser entendida -especifica Freud- como un complejo mnémico (en este momento estipulado como de neuronas) que para simplificar reduce a dos componentes: representación “a” y representación “b”. Del objeto exterior llegan datos que en un aspecto coinciden con la experiencia de satisfacción, y Freud los denomina “a” para destacar la identidad. Otros datos del objeto, “c”, no condicen con huella alguna de la satisfacción perseguida. Tenemos, por lo tanto, un mínimo sistema de tres términos, a saber:
“a”. Investida por el deseo en concordancia con cierta cualidad del objeto, es nominada por Freud das Ding, cosa concerniente al núcleo del yo. Es ésta una formulación que en la teoría tendrá un destino promisorio (me limitaré a establecer algunas referencias): En el capítulo séptimo del libro de los sueños lo llama núcleo de nuestro ser, de raigambre inconsciente; en Más allá del principio de placer opina que lo más importante del yo se prolonga en lo inconsciente, para luego corregir, en El yo y el ello, al adscribir al yo a las percepciones, mientras las pulsiones permanecen del lado del ello. Obviamente, en las tesis del Proyecto Freud se encontraba con una experiencia de satisfacción que teniendo origen perceptual permanecía en el núcleo del suceder pulsional. Del núcleo del yo al ello hay treinta años de tiempo pero menor distancia teórica.
“b”. Investida por el deseo integra, junto con “a”, algún aspecto de la experiencia de satisfacción, pero sin correspondencia objetal.
“c”. Es un atributo del objeto extraño a la experiencia de satisfacción. Debido a la falta de correspondencia, “b” y “c” activan un circuito en el que unas representaciones se distinguen de otras por sus matices diferenciales, posibilitando el discurrir del pensamiento, mientras “a” resulta impensable, debido a que la identidad sujeto-objeto colapsa el sistema. “Lo que llamamos cosas son restos que se sustraen de la apreciación judicativa” (parágrafo 18).
Lacan, quien examina esta parte del Proyecto para destacar la cosa y constituirla en eje de su teorización de lo real, afirma en el Seminario La ética del psicoanálisis: “No se asombrarán de que les diga que, a nivel de las Vorstellungen, la Cosa no sólo no es nada, sino literalmente no está -ella se distingue como ausente, como extranjera”. Si bien su lectura es tan pionera como esclarecida, es dable destacar un matiz diferencial con Freud, para quien la cosa es una representación configurante del núcleo del yo, que produce identidad entre la huella de la experiencia de satisfacción y el objeto percibido. Aunque no podríamos suponer que esa “a” fuera una representación entre otras. Dado su carácter extraordinario, condensa un ombligo de sueño.
Freud afirma que las representaciones que no conciernen a la identidad constituyen atributos de la cosa; “b” y “c” inician la secuencia por la que transcurre el discernimiento según el devenir de los elementos diferenciales. “La noción de cosas exteriores es una restricción de las combinaciones”, escribe Paul Valery en El señor Teste. Y si contemplamos la posibilidad de una ausencia de restricción, si la identidad llegara a ser total el pensamiento se anularía en la realización del deseo en un momento de enajenación yoica y desvelo del goce. Pero dada la insistencia de los elementos diferenciales, prevalece la capacidad de juicio, Urteil escribe Freud (Ur=originario, teil=parte o partición). El juicio acerca de la realidad de algo es, por lo tanto, la partición que separa los atributos -“b”, “c”.....- de su núcleo impensable -“a”-. Luego, las partes de esta partición judicativa configuran el complejo de representaciones que piensan la realidad.
Situemos el problema que presenta la realidad a partir del tratamiento freudiano de la cosa: no estando por sí en la realidad tangible ni en ningún atributo reconocible del objeto, tampoco en el interior del sujeto, es efecto de una encrucijada cuando estos elementos, colapsando al yo, lo aspiran por su núcleo como el ojo de una tormenta. Marcel Proust ha dedicado su obra magna, En busca del tiempo perdido, a testimoniar este inasible momento de gozo, del que se ocupa críticamente, con singular lucidez, en sus Ensayos literarios: “Lo que nosotros -artistas- hacemos es volver a la vida, romper con todas nuestras fuerzas el cristal de la costumbre y del razonamiento que se prende inmediatamente en la realidad y hace que no la veamos nunca, es hallar el mar libre. ¿Porqué la identidad, coincidencia entre dos impresiones, nos devuelve la realidad? Acaso porque ella resucita entonces con lo que omite, mientras que si razonamos, si tratamos de acordarnos, añadimos o quitamos”.
¿Es acaso cuestión de arte la aprehensión del núcleo fugaz de la realidad? ¿Cuando en un instante de iluminación lo entrevemos, estando ahí como algo inmutable, irrepetible, somos artistas? ¿Creación, descubrimiento o goce de un suspenso? Dejo nuevamente la palabra a Proust y su busca: “Podría continuar, como se suele hacer, poniendo trazos en el rostro de un transeúnte, cuando en el lugar de la nariz, de las mejillas y de la barbilla, no debiera haber más que un espacio vacío sobre el que jugaría cuando más el reflejo de nuestros deseos”.
¿La realidad es, acaso, algo estético? La pregunta puntualiza un problema válido aunque no nuevo, la sola orientación etimológica es ilustrativa: lo estético se adscribe a lo bello recién a partir del siglo XIX; hasta entonces, aisthetikós señalaba lo pasible de ser percibido; ese vocable griego derivaba, a su vez, de aisthánomai, donde percibir y comprender iban asociados. Al afirmar que la primera función del yo es distinguir percepción de recuerdo, Freud se encamina por una ruta largamente transitada (la cuestión no es el camino sino el caminante). En lo relativo a la cosa, Freud reconoce en Kant una referencia sustancial; valdrá por lo tanto considerar someramente alguna precisión suya que enlaza la realidad representada con lo sublime, tema afín a la preocupación de Freud por la sublimación, para la que no logró una teoría que le convenciera.
En su “Analítica de lo sublime”, segundo libro de la Crítica de la facultad de juzgar estética, Kant señala que la idea de “lo grande”, por tratarse de algo mensurable, puede ser lograda mediante comparación, como un juicio lo hace según elementos diferenciales entre datos aportados al conocimiento. Pero si se nos ocurre la idea de “lo absolutamente grande” no podemos representarla, pues está por sobre toda comparación; sólo puede ser concebida como aquello para lo cual todo lo demás es pequeño. “Llamamos sublime -afirma Kant- a lo que es absolutamente grande”. Refiriéndose luego a la belleza, plantea que lo bello puede ser representado en el arte, mientras lo sublime escapa a la aprehensión por la representación que fuere.
Atraído por lo bello, lo sublime no llega a ser figurado, aún en la paradoja de la representación estética que lo pone en evidencia. Hay arte en una obra cuando su manifestación presenta, en lo representado, a lo irrepresentable mediante una metáfora abismada. De allí que el arte sacude la realidad habitual en la que nos ubicamos al pretender para cada cosa un lugar reconocible. Lo bello despierta un placer que Kant llama positivo, en tanto lo sublime, excediendo toda medida de los sentidos, está impregnado de un placer negativo. “Un juicio puro sobre lo sublime -concluye Kant- no debe tener fin alguno del objeto por fundamento de determinación si ha de ser estético y no estar amalgamado con algún juicio del entendimiento o de la razón”. El ánimo se siente conmovido ante lo sublime, mientras permanece tranquilo en la contemplación de lo bello; hay en esta alternancia un movimiento de repulsa y atracción, donde lo exaltante es una dimensión donde la razón se disgrega sin más auxilio para el sujeto que el cabo suelto de una metáfora, por la que hay que luchar para atreverse al goce con estrategia de poeta. Rimbaud exige un altisonante “desarreglo de todos lo sentidos”, prefiero la ductilidad de Homero Expósito (inigualable -por no decir sublime- en la voz de Goyeneche): “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento”.
Comenzando el trabajo sobre lo siniestro u ominoso -las dos palabras propuestas para traducir Das Unheimliche-, Freud afirma: “Es muy raro que el psicoanálisis se sienta proclive a indagaciones estéticas, por más que a la estética no se la circunscriba a la ciencia de lo bello, sino que se la designe como doctrina de las cualidades de nuestro sentir”. Infiere que una interrogación analítica de la estética debiera estar conducida por el sino de lo siniestro, abierto en el núcleo de la experiencia angustiosa (nuevamente el núcleo, recuérdese la serie núcleo del yo-núcleo inconsciente del ser-ello). A Freud le hubiera gustado encontrarse con la distinción kantiana entre lo bello, dotado de placer positivo, y lo sublime, cuyo núcleo es de negatividad estética; tal vez le habría incitado a avanzar metapsicológicamente en la descuidada teoría de la sublimación, la articulación con el goce, la angustia, la cosa inconsciente, la realidad. O tal vez en el lugar de la nariz, de las mejillas y la barba del elegante retrato del profesor habano en mano, haya un espacio vacío en el que juega el reflejo de nuestro deseo.

Carlos D. Pérez
Psicxoanalista

 
Articulo publicado en
Julio / 1997

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