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Salud (mental) en situaciones de Crisis y Catástrofes

 
Aproximaciones.

Crisis y catástrofes

Distinguir entre unas y otras puede ser útil para diferenciar aspectos de la situación en la que nos encontramos actualmente (mes de abril del año 2020).  

Una crisis es un episodio agudo en el cual se manifiestan de manera intensa los padecimientos y fragilidades de un sistema dado. Por lo general, las crisis se presentan con algún pródromo, aura o aviso, son períodos breves o de duración más o menos previsible, y cuando las crisis pasan los sistemas tienden a volver aproximadamente a su estado anterior.  

Por ejemplo, y para ir poniendo algún borde a nuestra angustia, es de suponer que el sistema sanitario de internaciones pasaría por una crisis si los contagios por coronavirus alcanzan ciertos niveles en un determinado tiempo. Llegado el caso, podremos detectarlo al menos un momento antes de que realmente suceda.

Podemos suponer la profundización de dolencias ya existentes, como las depresiones y los consumos problemáticos

Pero la situación que atravesamos también contiene aspectos de catástrofe. Lo que llamamos catástrofe se puede caracterizar como un acontecimiento o sucesión de acontecimientos que rompen de manera inesperada los intentos de auto-organización y planificación de la vida cotidiana. Aunque puede hablarse de catástrofes a nivel personal, generalmente usamos esta categoría para hablar de eventos que afectan a grandes grupos o a la totalidad de una población. En su etimología esta palabra designa un crecimiento del caos, una situación de “caída hacia el empeoramiento”. Es decir que durante una catástrofe y una vez pasada esta, se vuelve necesario poner en marcha acciones de salvataje, de reconstrucción, de recuperación y de re-creación. Esto es lo que posiblemente esté ocurriendo con partes de nuestro sistema relacional, socio-económico-ambiental.

A veces se diferencia entre catástrofes naturales y sociales. Esta diferencia afecta al modo de simbolizar las acciones de un otro al cual se le atribuye poder de prevención, de cuidado, de restitución, o también poder de crueldad, de hacer sufrir. Si la catástrofe es natural, no hay a quienes atribuir responsabilidad sobre su ocurrencia. Pero muchas veces estos registros quedan confundidos, porque ante eventos naturales se revelan los efectos de fragilización que fueran producidos en las estructuras sociales y materiales por procesos político-económicos. Por situar un ejemplo, recordemos la última gran inundación que sufrió la ciudad de Santa Fe, tras el desborde de los ríos que la circundan, en el año 2003. Inmediatamente una serie de preguntas comenzaron a recorrer al fenómeno natural, desde el funcionamiento y regulación de las represas en Brasil, hasta la ejecución de la obra de un terraplén de contención que había quedado sin terminar y por lo tanto sin eficacia alguna para la defensa de la ciudad.

La magnitud de la crisis y de los daños del evento sanitario actual, que por sus implicancias deja entrever dimensiones antropológicas, dependerá de su expansión y extensión en el tiempo. Y no sólo por los efectos de la epidemia, sino también por los mecanismos y discursos que se han disparado a nivel global, o sea la cuarentena total y la administrada.

Desde que se declarara la pandemia de covid19 y la situación de cuarentena a nivel global, la política central de las repúblicas se vio llevada a hablar en un lenguaje más amplio del que le es propio. Nos referimos a que habla en el lenguaje de regulación de la vida, de la muerte, y de la guerra. Como sabemos, estas son las fronteras exteriores que la política alcanza atravesando sus instituciones cuando una situación plantea excepcionalidad.

Dicho esto: ¿Cómo sostener nuestra especificidad de trabajador@s de salud en estas condiciones, y producir desde ella?

Un interrogante que podemos afrontar habitualmente, es si l@s trabajador@s de salud, particularmente de un nivel local, de atención primaria, estamos para formular y difundir una significación o mensaje para los procesos de sufrimiento y bienestar de una población, o si en primer lugar estamos para escuchar y colaborar en la interpretación de los sentidos que cierta comunidad o grupo va construyendo sobre esos procesos.

Se diría que, en una situación de amenaza a la salud de estas características, tendremos que cumplir esas dos funciones a la vez.

Como parte específica de la sociedad a la que pertenecemos, se nos demandará algún conocimiento que venga a aportar forma y sentido frente a una incertidumbre que puede resultar desorganizante y potencialmente traumática para la vida psíquica.

Al mismo tiempo, si descuidamos la función de escucha sobre cómo nuestra comunidad de pertenencia (por ejemplo, entre compañeros de trabajo), y de cómo el espacio social que es objeto de nuestra intervención va metabolizando según sus propios recursos los acontecimientos de carácter catastrófico que llegan a impactar el territorio, menor eficacia podremos esperar de nuestras intervenciones tanto a nivel epidemiológico como del caso por caso.

A lo largo de este texto, vamos a ir entrando en distintos y poco agradables problemas, no porque no haya nada bueno para comentar sobre nuestro mundo, sino porque en términos generales no estamos atravesando un buen momento, y porque a este espacio lo dedicaremos a identificar la gravedad de algunas situaciones. Como sabemos, construir la problemática es el principio para acercarnos a su tratamiento.

 

¿Por qué reflexionar y conceptualizar?

Ahora nos encontramos frente a la necesidad de encontrar elementos conceptuales y técnicos que nos permitan ir abordando la problemática de la catástrofe, a la cual obviamente no estamos acostumbrados (ya que si lo estuviéramos no habría carácter catastrófico), y para abordar lo novedoso de esta situación actual caracterizada como pandemia o epidemia y sus consecuencias en la desorganización-reorganización de la vida cotidiana.

Es cierto que la nueva situación altera profundamente nuestra realidad, y nos fuerza a construir nociones nuevas para poder actuar, ir construyendo respuestas a ella.

Pero también es cierto que, en un contexto de grandes miedos y hasta de terror (a la amenaza desconocida, a lo invisible, a lo incierto), se vuelve prioritario que podamos conservar y seguir disponiendo de los conocimientos que manejábamos hasta el momento anterior a ser asaltados por el miedo. El miedo es un estado psíquico que bloquea momentáneamente nuestro acceso a la memoria, en el mejor de los casos porque nos dispone a la supervivencia aquí y ahora mediante los mecanismos más básicos y directos; la energía es dirigida a ellos. Más allá, el terror, lo traumático, tienden a desorganizar aún nuestras herramientas para operar en el presente, y puede que se propaguen por nuestra memoria haciendo cadena asociativa exclusivamente con todos nuestros terrores previos. Nada de esto, miedos y terrores, pueden ser completamente evitados, ni es recomendable tratar de hacerlo. Lo recomendable es trabajarlos grupalmente.

En este sentido, el mantenimiento de las rutinas que sean posibles en este contexto, esas rutinas vinculadas al saber hacer o al bien llevar del oficio, el mantenimiento activo de nuestras capacidades reflexivas ancladas en lo conocido, las prácticas conocidas y bien probadas como la interdisciplina, la colaboración entre sectores, la construcción participativa de las acciones y soluciones, resultan tan importantes como el esperado desarrollo de ideas y técnicas nuevas para la nueva realidad.

En Salud Mental, solemos hablar del grado de implicación que tenemos con las situaciones que tratamos. Ese grado de implicación, de afectación propia, en este momento puede estar en un máximo, ya que todas las personas somos afectadas psíquicamente por este escenario de aceleradas adaptaciones a un régimen de vida inédito, y a un temor todavía sin representación experiencial de lo que la pandemia podría significar para nosotros.

Por eso, sobre lo dicho anteriormente, repetimos: en la medida de lo posible y a su ritmo.

 

Algunas hipótesis en este tiempo de pandemia y cuarentena.

Desconocemos cuál podría ser la cantidad y la gravedad de la afectación por coronavirus. Pero desde ya vemos que la expectativa por la posible destrucción de nuestra vida física está produciendo de hecho una cantidad de trastornos y padecimientos de la vida psíquica en un enorme número de personas, si no en la mayoría.

O sea que nos encontramos frente a la posibilidad de una “pandemia” de salud mental.

Entonces vamos a plantear algunas hipótesis fundamentadas en nuestro conocimiento epidemiológico previo, en nuestra experiencia clínica, así como en teorías del funcionamiento psíquico que nos permiten construirlas, en un momento en el cual sería muy difícil disponer de mediciones.

En primer lugar, podemos suponer la profundización de dolencias ya existentes, como las depresiones y los consumos problemáticos. Entre otras razones esto es deducible porque la situación mundial de salud coincide actualmente con un fenómeno económico que es el pasaje de economías en recesión a economías en depresión. Como en todas las depresiones económicas de la historia moderna se registró un aumento de las depresiones psíquicas y de las toxicomanías (particularmente el alcoholismo), esto nos sirve como antecedente para imaginar la interacción actual entre los deterioros socioeconómicos y los deterioros culturales, psíquicos. 

Haciendo una generalización, podemos decir que el consumo problemático de sustancias, el consumo problemático de información, de ideologías totalitarias, etc., suelen ser formas de defensa psíquica contra la depresión, o reacciones frente al menoscabo del valor personal. En otros casos surgen frente al aumento de ansiedades, cuando otros intentos de operatoria fracasan o se muestran inútiles para alcanzar una experiencia satisfactoria.

Bastante antes de la pandemia de covid19, estas problemáticas ya venían presentando aumento y cierta prevalencia.

También podemos suponer, a raíz de lo dicho anteriormente y de la situación de cuarentena obligatoria, un aumento en las situaciones de violencia doméstica y de género. Tanto como de abuso sexual infantil, o de instalaciones de sexualidades incestuosas, de las que poco se habla públicamente y carecen en gran medida de canales de apelación.

Todos estos problemas se dan en los distintos estratos sociales y económicos de nuestra sociedad, con distribución y caracteres variables, pero están presentes.

El aislamiento social y la interrupción de las actividades productivas y recreativas fuera del hogar o del barrio, aún en personas que gozan de bienestar psíquico, puede inducir angustias de alta intensidad y sus consecuentes manifestaciones, como el aumento en la ambivalencia de los vínculos, la dificultad para estar solos, los trastornos del sueño, los de ansiedad. Pero en el mediano plazo resultan particularmente preocupantes las situaciones de personas en condiciones borderline, o aquellas que tengan mayor riesgo de desorganización.

También es esperable un aumento de lo que en la psicopatología psicoanalítica se llama neurosis actuales, es decir, poco entramadas con la historia del sujeto, producidas por condiciones reales que inducen un alto displacer muy sostenido en el tiempo. Sus síntomas graves están entre los psicosomáticos.

No tendría sentido enumerar todos los fenómenos de ocurrencia probable o altamente probable, porque sobre muchos de ellos no podremos incidir preventivamente, ni generar una preparación especial.

Pero sí alertarnos de que sería un error considerar que ante este flagelo de la pandemia viral, l@s trabajador@s y las funciones de Salud Mental se vuelven secundarias, ya que por el contrario aumentan su importancia y se evidencian imprescindibles. Seguramente será para ir discutiendo las condiciones, los espacios, las formas, pero el trabajo en salud mental es imprescindible.

 

Un par de ejes transversales para la salud mental en momentos tan difíciles

Para elegir entre cuestiones que puedan resultarnos productivas, es importante no sólo investigar las condiciones nuevas, las de aparición reciente y las por venir, sino también revisar las condiciones en las que llegamos hasta acá.

En ese sentido, quisiera compartir algunas coordenadas que considero transversales a las formas de relacionamiento social y de constitución psíquica de nuestra época.

Se ofrecen como claves interpretativas de utilidad. Entre ellas, podemos retomar una elaborada por la destacada psicoanalista y pensadora argentina Silvia Bleichmar.

Bleichmar dedicó la última etapa de su producción a revisar la teoría y la clínica psicoanalíticas para comprender mejor la conformación y el funcionamiento del Yo. Es decir, al trabajo de la ética en las relaciones y el de la construcción de nuestras identidades.

En psicoanálisis, generalmente, se han descuidado o reducido aquellos asuntos atinentes al Yo. A mi entender, esto responde a razones históricas. Haciendo un brevísimo e impreciso repaso: en la época de surgimiento de la teoría y la clínica psicoanalíticas, es decir el período isabelino, que fue un período moral larguísimo que abarcó varias décadas y condicionó tanto a Europa como a América, y también después, durante las primeras décadas del siglo XX, la formación de las identidades tuvo bastante estabilidad, cimentada en el optimismo por la creciente racionalidad de la ciencia, del desarrollo industrial, y la expansión de los llamados aparatos de normalización de los Estados. Después vino la crisis de los años 30 y la segunda guerra, en los cuales se reflexionó sobre el poder de las fuerzas destructivas de la humanidad. Más adelante, a partir de los años 50, el paradigma estructuralista comenzó a imponerse en las ciencias sociales tanto como en el psicoanálisis y, dentro de ese paradigma, poco valor se le adjudica al Yo, que es visto más que nada como una pantalla de las estructuras subyacentes, con el telón de fondo del renacimiento, de toda una generación empeñada en dar sepultura al horror del nazismo. Para el estructuralismo, ocuparse mucho del Yo era equivalente a degradar las altas cumbres del psicoanálisis hacia las dudosas llanuras de las psicologías yankys.

Para resumir este argumento: es que, al parecer, durante estos períodos históricos, pensar el problema de las identidades no fue apremiante dentro del campo del psicoanálisis.

A partir de la década del 80 y en nuestra época, donde en términos generales, el paradigma cultural del texto fue reemplazado por el de las imágenes, donde la profundidad de las ideologías es escasa por carecer de consistencia filosófica, se flamea al son esquizofrénico del mercado, y las sociedades funcionan por tribus, venimos a darnos cuenta más que nunca de que la conformación del Yo no es estable ni está garantizada, sino que es problemática y productora de patología en sí misma.

En determinado momento, transcurrido entre la crisis del 2001-2003, Bleichmar empieza a plantear una diferencia entre dos funciones del Yo que podrían confundirse. Estas son la auto-conservativa y la auto-preservativa.

La autoconservación, tal como su nombre lo indica, es construida para resguardar la integridad biológica, la continuidad de la vida física. Esta es una función psíquica del Yo en los seres humanos, y no un instinto natural infalible, cosa que queda demostrada por su dependencia de ciertas representaciones y por sus fallas, aún en sujetos sanos.

La autopreservación en cambio hace referencia al mantenimiento y desarrollo de lo que son nuestra identidad y nuestros valores personales. Está relacionada con aquellos elementos que nos permiten poseer una identidad en desarrollo a través de los cambios de la vida, es decir, el sentimiento de ser alguien, de ser uno/a mismo/a. No tiene tanto que ver con los ideales de quiénes o cómo querríamos ser, si no con lo que efectivamente logramos ser o podemos afirmar. Lo que autopreservamos son elementos de nuestra identidad que valoramos en mayor o menor medida, como tener un cierto trabajo u oficio, un grupo de pertenencia, una identidad de género o una política, etc. Es también lo que llamamos nuestros valores, aquello que nos hace sentir actores respetuosos y respetados en la sociedad humana. Para sentirnos saludables en relación a nuestra identidad, es necesario que haya cierto equilibrio entre permanencia y cambio.

Bien, en tiempos relativamente buenos de una sociedad y en determinados contextos, estas dos funciones del Yo actúan sin interferirse, e incluso apoyándose una en la otra. Se puede conservar los medios de supervivencia al mismo tiempo que estamos siendo eso que forjamos como nuestra identidad y nuestros valores.

Por cierto, que, en la sociedad contemporánea, basada en la competencia, la compulsión adquisitiva o consumismo, y las limitaciones a la que se somete a nuestros pueblos, es algo frecuente experimentar dilemas entre lo que nuestra conciencia personal indica y lo que es indicado para mantener las condiciones de supervivencia.

Pero en tiempos de crisis, de desastre, los registros de autopreservación y autoconservación entran fácilmente en conflicto, en colisión. Con riesgo de que alguno de ellos quede desmantelado, y hasta ambos a la vez.

Por estos días hubo oportunidad de escuchar a respetables sociólogos y políticos decir que, la situación actual de pandemia, nos pone ante el dilema de “la bolsa o la vida”, es decir, perder dinero o perder la vida. Esto parece acertado. Pero se diría que, de manera más amplia, el dilema preocupante es entre la identidad o la vida. En esa bolsa, que alguien puede verse llevado a entregar en pos de conservar la vida, en esa bolsa pueden caber muchos de los elementos de indentidad de esa persona: su historia de trabajo, sus relaciones, sus proyectos, su ética.

¿Cuántas personas sentirán que es necesario dejar de ser quienes son para poder sobrevivir? ¿Y cuántas personas se verán forzadas a ello?

Si hay condiciones de negociación equilibradas internamente, el cambio puede transcurrir, pero si hay desmantelamiento o caída de la identidad, esto será una fuente de riesgos para la salud psíquica.

Si hay desmantelamiento podemos suponer el impacto traumático previo; si hay caída podemos prever un curso depresivo posterior.

Es posible y de gran importancia acompañar a las personas a elaborar mejor estas tensiones para el mantenimiento de sus capacidades autoconservativas y autopreservativas.

En segundo lugar, a estas derivas sobre autoconservación y autopreservación, quisiera agregar un desarrollo propio sobre otros problemas relativos al funcionamiento del Yo, entendido este como la trama de ideaciones, memorias y herramientas que nos permite relacionarnos con la realidad.

Se trata en este caso de un par trabajado a partir de lo que en psicoanálisis llamamos desmentida y paranoia, aunque en este caso no hablamos de la paranoia como cuadro clínico de las psicosis, sino como forma de defensa. Estas formas de defensa se vuelven preponderantes (superando incluso a la famosa represión de los deseos) por efecto del medio ambiente cultural que habitamos y que a su vez nos constituye interiormente.

Los mecanismos de defensa psíquica se dirigen, normalmente, tanto hacia la realidad exterior como a la realidad interior (los sentimientos, los deseos inconscientes, lo que llamamos pulsiones). Pero es todo un tema en sí mismo cuando están dirigidos al exterior.

Para poner sólo un ejemplo sobre los problemas de nuestro medio ambiente cultural, podemos referirnos a la información. Por un lado, la información circulante es, aun sin entrar en su contenido, excesiva. Además, viaja a través de medios híper-estimulantes e invasivos. Por otra parte, el avance de la virtualidad y de su correlato de subjetivismo y relativismo, hacen proliferar tipos de información completamente desprendidos de la realidad objetivable, tipos de información fabricados exclusivamente para inducir afectos en la subjetividad. Es decir, algo que va más allá de la publicidad y que en leguaje clásico se llama propaganda, algo que se propaga, hoy, como un virus mental, se viraliza, aparece como anónimo, no tiene fuente ni origen imputable, es asimilado a un “defecto” de nuestra cultura, etc. Todo esto constituye un asedio permanente a la subjetividad.

Eso por el lado de la información circulante: es excesiva, invasiva, hiper-estimulante, y fácilmente “truchable”.  

A esto debemos agregar que, en el nivel de la experiencia directa, es claro que las últimas décadas fueron de empobrecimiento, de acumulación de riqueza inédita, de injusticias y violencias crecientes, de precarización de la vida cotidiana con sus tiempos y sus cuidados. Es decir que desde el punto de vista de la experiencia directa (objetivable socialmente) encontramos otras formas de asedio a la subjetividad con la que es difícil lidiar, porque conforman una realidad abrumadora, que aún podría empeorar.

Entonces, como resultado de estos fenómenos del devenir histórico, podemos ver que los mecanismos de defensa psíquica van mutando en calidad e intensidad. Dentro de esa mutación y en la coyuntura actual, quisiera destacar el funcionamiento polarizado entre paranoia y desmentida.

La desmentida, es un mecanismo de defensa dirigido hacia un dato de la realidad, o más precisamente a los sentimientos que ese dato de la realidad produce en el sujeto. Es una defensa contra un dato externo, pero es distinta al rechazo.

El resultado de la desmentida es una fractura del Yo, una parte del cual registra el dato externo mientras que otra opera como si lo desconociera. Por lo cual el Yo, cuya función sana es propiciar la sensación de integración y de identidad en la persona, aportando coherencia entre sus contenidos, pasa en cambio a estar fragmentado entre al menos dos versiones de su posición. Como es sabido, este mecanismo está en el origen de las perversiones, pero también de la ingenuidad patológica y, cómo lo demuestra Maud Mannoni, de las creencias en general. El mecanismo determina que una parte del Yo esté enterada de que cierto aspecto de la realidad lo conduce hacia un quebranto, mientras que otra parte niega esa conclusión mediante una creencia, una confianza vacía, una fe en las resucitaciones. Como Freud señala, el indicador de la posición de desmentida es “lo sé, pero sin embargo…”. O sea, para decirlo de manera resumida y exagerada, el problema sería que mientras el Yo debe propiciar un mínimo de síntesis donde afirmarse, quede en cambio partido en pedazos, uno de los cuales dice “yo sé que esto nos daña a todos, incluyéndome”, y otro de los cuales dice “pero no va a dañarme a mí, o llegado el caso resucitaré”. Este mecanismo impide elaborar una dirección vital para el deseo humano, y trastoca lo que sería una decisión en actos compulsivos con marcado carácter de estupidez. Puede estar actuando en el fondo de lo que parece vacío, descocado. Un efecto de la desmentida, puede ser, en vez del deseo más o menos elaborado, el quererlo todo. Un mismo Yo puede decir que “hay un problema y, que ese problema no existe”.

La paranoia en cambio, para un contexto socio-histórico como el que habitamos, es una especie de lucidez tormentosa, en tanto mecanismo de defensa dentro de una estructura no psicótica. Pero tampoco permite al sujeto elaborar una alternativa deseante, porque lo arroja a una posición defensiva generalizada hacia el conjunto de la realidad externa o externalizada.

En este sentido, el Yo, en vez de estar fragmentado, se vuelve rígido, unificado y atesorado como un lingote de oro al cual la realidad quiere arruinar y robar. Todo es una amenaza, hasta aquello que nunca se ha visto y de lo cual no hay evidencia alguna. Para decirlo de manera resumida y exagerada: el sujeto se siente en el centro de un ataque por parte de una realidad organizada e infalible. Por lo tanto, no puede operar en esa realidad, sino que pasa a defenderse de ella mediante la inacción corporal y la acción permanente del pensamiento.

Para evitar que esta polaridad entre paranoia y desmentida invada e invalide el funcionamiento psíquico, es fundamental el mantenimiento de los lazos afectivos, de confianza en alguna forma colectiva o grupal de decidir y de actuar.

Será muy importante la forma y contenido de los mensajes que den las instituciones, y también el mensaje que nos demos unos a otros.

A nivel de los tratamientos en salud mental, si algo de esta polaridad se presenta como predominante, la cualidad de la transferencia que los terapeutas deben propiciar es la calidez.

Si algo de esto se presenta, bajo el modo de alguien que desafía “locamente” el riesgo de contagio o el riesgo de infracción civil (desmentida), o por el contrario, de alguien que de forma injustificada se siente amenazado/a de manera persecutoria por el covid19 que puede habitar en todos los seres humanos y los espacios físicos, por los políticos o la policía; pues en estas situaciones no hay un buen lugar para lo se llama neutralidad, no es aconsejable ejercitar la abstinencia al modo de la neutralidad. Es necesario ofrecer un lazo transferencial cálido, un poco más personal, que pueda contener algo del buen humor cuando es posible.

Ahora será necesario para los terapeutas mantener sobre todo las condiciones concretas de su soporte afectivo, para propiciar el trabajo de ir tejiendo herramientas simbólicas compartidas

No es raro que cuando aparece preponderancia de alguno de estos mecanismos que son la desmentida y la paranoia, se tienda a salir saltando de uno a otro. Por eso la transferencia como sostén, por parte de las instituciones y de l@s profesionales es fundamental, para propiciar las síntesis, alguna forma menos extrema, que comparta su propia incompletud. Así como para llevar un tratamiento analítico con profundidad es necesario haber atravesado y mantenerse en trabajo de análisis, ahora será necesario para los terapeutas mantener sobre todo las condiciones concretas de su soporte afectivo, para propiciar el trabajo de ir tejiendo herramientas simbólicas compartidas. Tejido, esa es la metáfora que mejor describe aquello que es necesario mantener, recrear, eso, lo que está dificultado.

 

El lenguaje de la guerra y sus efectos

Para finalizar, quería que dediquemos algunos párrafos al asunto del lenguaje de guerra y sus efectos, que ya mencionamos al inicio.

Desde que la OMS hiciera la declaración de pandemia, pero sobre todo durante los primeros días de la cuarentena, se produjo un alarmante despliegue de lenguaje bélico, que actualmente ha sido medianamente moderado.

Casos sospechosos. Salvoconductos. Guerra contra enemigo invisible. Primera línea. Héroes. Etc.

El lenguaje de guerra suele producir cohesión social, lo cual es necesario en momentos como este, pero también puede producir efectos muy indeseables para la operatoria en salud, y para la conciencia de aquellos que se ven más expuestos a una responsabilidad que rápidamente puede ser transformada en culpabilidad, y en deuda de vida. También acechan los fantasmas de la traición, de la deserción. Es decir que en una guerra no hay resquicio alguno de libertad.

Tal vez lo más preocupante sobre este lenguaje de guerra, en el ámbito que nos ocupa hoy, recae sobre nosotros, sobre los equipos de salud, y de trabajo social en general.

Cuando hay una guerra, se establece inmediatamente una división social entre soldados y civiles. Todos estamos expuestos, pero los civiles reconocen la diferente exposición que tienen las y los soldados, y hacen esfuerzos por tratar de simbolizar y reconocer una deuda con ellos, pero esa deuda siempre es demasiado pesada y no se paga. Es inviable.

No estamos en guerra contra un virus. No habrá excombatientes. De hecho, tal cosa sería enloquecedora y absurda. 

Desde cada una de las horrorosas guerras reales, tuvimos que aprender mucho sobre la vida psicológica de las personas. Aprendimos sobre las y los combatientes, también sobre los excombatientes. Esto último es quizás lo más importante. La pregunta que aflige a cualquier combatiente es ¿cuándo termina la guerra? No sólo porque lo que quiere es que termine, más que ganarla, sino porque se puede fechar el comienzo de una guerra, pero la pregunta por su final permanece en la subjetividad de quienes se sintieron combatientes. Una guerra nunca termina para quienes tuvieron que pelear en ella, ya que los desequilibrios que se experimentan son demasiado grandes. Retomando las palabras de un excombatiente de Malvinas: “a los soldados profesionales nos preparan para la batalla, para el antes y para el durante, pero no para el después”. Es terriblemente difícil elaborar un después, al punto de que muchas veces no se elabora.

Así que felizmente podemos decirlo: No estamos en guerra contra un virus. No habrá excombatientes. De hecho, tal cosa sería enloquecedora y absurda.  

Esa metáfora que se lanzó al cuerpo del lenguaje público en muchos lugares del mundo, no es productiva, es además una paradoja inaceptable. En una guerra, para defender los intereses nacionales o religiosos, hay que matar a otro. En este caso, para salvaguardar los lazos colectivos, hay que curar a alguien o ayudarlo a que se cure, o a que conserve su salud. 

Estas son algunas de las importantes razones para no aceptar la idea de guerra y su lenguaje.

Mejor sería ir aproximándonos a la idea de una serie de graves problemas que afrontamos colectivamente, en condiciones de posibilidad distintas, y con funciones diferenciadas que entran necesariamente en relación.

 

Juan Melero
Psicólogo, Rosario
jxmxmx [at] hotmail.com

 

 

 
Articulo publicado en
Mayo / 2020

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