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La piel y la marca. Acerca de las autolesiones

 

En 2019 Editorial Topía publicó el libro La piel y la marca. Acerca de las autolesiones de David Le Breton. Es conocida la obra de este antropólogo para los lectores de Topía. No sólo ha publicado en nuestra revista. También sus libros Conductas de riesgo (2009) y El cuerpo herido (2017). Ese mismo año estuvo invitado por Topía en nuestro país.
En este nuevo libro propone un recorrido por las distintas instancias en que las personas se autolesionan voluntariamente e indaga en sus significados. De este modo investiga estas prácticas como rituales secretos para poder controlar un sufrimiento existencial que de otro modo sería insoportable. Cambiar el cuerpo cuando no se puede cambiar el mundo. La traducción es de Carlos Trosman, reconocido especialista en la obra de Le Breton. A continuación publicamos un fragmento de la introducción del libro.

Aproximar la muerte tan cerca cuanto se pueda soportar. Sin aflojar… si es necesario incluso desmayando… y, si es necesario, incluso muriendo.

Bataille, Le Coupable1

Recurrir al cuerpo ante una situación de sufrimiento

Este libro se me ha impuesto, a mi pesar, en el cruce de Conductas de Riesgo y de Signes d’identité2, es decir, de dos investigaciones: una sobre las conductas de riesgo de las jóvenes generaciones, y la otra sobre la moda contemporánea en relación a las marcas del cuerpo (tatuajes, piercings…). Me conmovió la importancia de las heridas corporales que los jóvenes en estado de sufrimiento3 se infligen con total lucidez. Especialmente porque no se trata aquí de comportamientos relacionados con “la locura”, como se suele decir para desembarazarse de comportamientos insólitos, sino de una forma particular de luchar contra el malestar de vivir. Hombres y mujeres, sobre todo mujeres, perfectamente insertos en el seno del lazo social, recurren a esto como una forma de regular sus tensiones. Nadie podría suponer sus comportamientos. O que atravesaron por esa situación en un momento doloroso de su historia. En general, nunca se lo han contado a nadie, experimentando un sentimiento de vergüenza por haber vivido tal experiencia. Las lastimaduras corporales (incisiones, rasguños, escarificaciones, quemaduras, laceraciones, etc.) son el último recurso para luchar contra el sufrimiento (como las conductas de riesgo, pero en otro plano), remiten a un uso de la piel que también implica un signo de identidad, pero bajo la forma de heridas.

En mi experiencia personal, he observado que estas heridas deliberadas preocupan profundamente, mucho más que las conductas de riesgo de las generaciones jóvenes, que sin embargo alientan la hipótesis nada insignificante de morir. A la inversa, una persona que se corta está lejos de poner su existencia en peligro. Pero la incisión corporal deliberada golpea las conciencias porque testimonia una serie de transgresiones insoportables para nuestras sociedades occidentales. Agrediéndose así, el individuo rompe la sacralidad social del cuerpo. La piel es una barrera infranqueable para no provocar el horror. Asimismo, es impensable que cualquiera se lastime con total conciencia sin que se lo incluya en la locura, el masoquismo o la perversidad. Hacer correr la sangre es otra transgresión prohibida, dado que, para muchos de nuestros contemporáneos, si sola vista provoca desmayos o espanto. Yendo más lejos, herirse es un juego simbólico con la muerte en tanto imita el asesinato de uno mismo, el juego con el dolor, la sangre, la mutilación.

Las lastimaduras corporales (incisiones, rasguños, escarificaciones, quemaduras, laceraciones, etc.) son el último recurso para luchar contra el sufrimiento,... remiten a un uso de la piel que también implica un signo de identidad, pero bajo la forma de heridas

La herida corporal deliberada, pero manteniéndose al margen de la mutilación, es el hilo conductor de esta obra. La experiencia en los límites analizada aquí obliga a pensar al hombre más allá de una intención ingenua de felicidad, de una autorrealización, lejos de especulaciones; por lo contrario, nos confronta con la demanda brutal al dolor o a la muerte para existir. El hombre no es un ser razonable o racional, va a lo peor con total lucidez, y puede ser el único que no se da cuenta que pone su vida en peligro, que se inflige heridas en la memoria o en el cuerpo que permanecerán indelebles. Incluso en la vida cotidiana se mezclan la ambivalencia, la incertidumbre, la confusión, atajos que a menudo son los únicos que todavía pueden tomarse mientras que los demás se escapan. Puede ser que el hombre pierda la posibilidad de elegir sus recursos y que, temporalmente, entre en una zona de turbulencia donde su existencia se tensa en el filo de la navaja. Se vuelve víctima de su inconsciente, de aquello que se le escapa de sus comportamientos pero ya no responde a una coherencia social o personal. A menudo, para seguir existiendo, le hace falta jugar con la hipótesis de su propia muerte, infligirse una prueba individual, hacerse mal para tener menos mal en otra parte. La tarea es de una antropología paradojal como la de Georges Bataillé cuando hablaba en su juventud de una filosofía paradojal (Surya, 1992, 610). Son más bien las lógicas de la humanidad (las antropo-lógicas), las que aquí se ponen en juego. Es importante comprenderlas para entender por qué, en situaciones de gran sufrimiento, el cuerpo deviene como un último recurso para no desaparecer. Por propia naturaleza, nada de lo humano es ajeno a la antropología, ciencia del hombre por excelencia.

El enfrentamiento con los límites que aquí nos interesa en ningún caso es la voluntad disimulada de perecer, por lo contrario, es una voluntad de mantenerse vivo, de despojarse de la muerte que se pega en la piel para salvar su piel. Por supuesto, hay una ambivalencia. La búsqueda de uno mismo toma caminos tortuosos. Para darse a luz, a menudo hace falta correr el riesgo de perderse, no por elección, sino por una necesidad interior, porque el sufrimiento o la falta de ser lo atormentan y lo separan de la existencia. En los comportamientos analizados aquí, se trata trampear con la muerte o con el dolor para producir significados para uso personal, para reinsertarse en el mundo. Pero es necesario no temer quemarse. A menudo es esperando lo peor, que se puede acceder a una versión más aliviada de uno mismo.

Las incisiones corporales son una forma de sacrificio. El individuo acepta separarse de una parte de sí para salvar toda su existencia. El reto es no morir

Si el enraizamiento en la existencia no está apoyado en las suficientes ganas de vivir, sólo queda capturar furtivamente el sentido poniéndose en peligro o en situaciones difíciles para encontrar por fin los límites que faltan y, sobre todo, probar la legitimidad personal. Cuando la existencia ya no está garantizada por los auspicios del sentido y del valor, el individuo dispone entonces de un último recurso tomando prestados espacios poco frecuentados con el riesgo de perecer. Arrojándose contra el mundo, lacerándose o quemándose la piel, busca autoafirmarse; pone a prueba su existencia, su valor personal. Si el camino del sentido ya no está marcado frente a él, la confrontación con el mundo se impone por medio de la invención de ritos íntimos de contrabando. Por el sacrificio de una porción de sí en el dolor, la sangre, el individuo se esfuerza por salvar lo esencial. Infligiéndose un dolor controlado, lucha contra un sufrimiento infinitamente más pesado. Salvar el bosque implica sacrificar una parte. Así es la parte del fuego.

Aquí se expresa una idea antropológica fundamental, en el consentimiento para despojarse de un fragmento de sí para continuar existiendo. Se trata de pagar el precio del sufrimiento para tratar de liberarse, de satisfacer una demanda abrumadora, pero que permite escapar del horror. Las incisiones corporales son una forma de sacrificio. El individuo acepta separarse de una parte de sí para salvar toda su existencia. El reto es no morir. Son las heridas de la identidad, las tentativas de acceder a uno mismo desafiando lo peor.

Mi trabajo de investigación a menudo me ha dado la sensación de una tela donde cada obra es un hilo, un avance sobre una línea divisoria que inscribe su necesidad antes que otro la lleve más lejos todavía. Del cuerpo maltratado del mundo contemporáneo a las conductas de riesgo, de las marcas corporales al dolor, estamos siempre en el mismo registro de un sentimiento de sí mismo difícil de cristalizar, de un debate interior que toma al cuerpo como rehén y es una especie de materia prima de la difícil fabricación de uno mismo. Analizo de este modo las conductas de riesgo de los jóvenes como formas de resistencia, maneras dolorosas y torpes de incluirse en el mundo, de recuperar el control, de reparar el sentido para existir. Signes d’identité (Le Breton, 2002) recuerda que las marcas corporales (piercings4, tatuajes, brandings5, etc.) son también una manera de capturar las marcas simbólicas con el mundo. Aquí la lesión corporal (incisión, quemadura, laceración, etc.) es una forma de control de sí para aquel o aquella que ha perdido la posibilidad de elegir los medios y no dispone de otros recursos para mantenerse en el mundo. Es entonces, de algún modo, una forma de “auto curación” (Hewitt, 1997).

La incisión deliberadamente infligida es un medio para escapar al sufrimiento y de dar un paso hacia otro yo más propicio. Inventa un refugio provisorio permitiendo retomar el aliento

La incisión6 deliberadamente infligida es un medio para escapar al sufrimiento y de dar un paso hacia otro yo más propicio. Inventa un refugio provisorio permitiendo retomar el aliento. Haciendo una fractura en sí mismo, el individuo invoca otra presencia en el mundo, espera expulsarse de sí, devenir por fin un otro y redefinirse de un modo más duradero. De ningún modo es un acto ciego. Sin destacar la reflexión, no carece de lógica aunque corte justamente con las maneras habituales del individuo. De hecho no es irreflexivo aunque participe de un impulso. Descarga una tensión, una angustia que ya no permite elegir los medios para liberarse. Pero a menudo se inscribe permaneciendo bajo la forma de un ritual privado. Me refiero a los comportamientos habituales del individuo que escapan a la vida cotidiana pero cuya significación subjetiva no por ello es menos eminente.

Las agresiones corporales traducen un entramado de significados que sólo echan luz sobre la historia del individuo, sobre las circunstancias que preceden al acto. Las incisiones, las escarificaciones, las escoriaciones, las raspaduras superficiales o profundas, los rasguños, las quemaduras de cigarrillos, son a menudo hechas en el antebrazo o la muñeca izquierdos, lugares del cuerpo fácilmente más accesibles, inmediatamente visibles y que recuerdan entonces el control ejercido sobre uno mismo. A menudo se hacen sobre el vientre o las piernas, con objetos que se encuentran al alcance de la mano; instrumentos elegidos cuidadosamente y preciosamente conservados si la autoagresión se inscribe en una repetición bien organizada: máquina de afeitar, bisturí, cuchillo, tijeras, trozo de vidrio, chinche, compás… Para la población que aquí nos interesa, salvo por los rasguños y raspaduras, pero “superficiales”, incluso el cabello arrancado, el rostro en tanto que principio de identidad, lugar importante de la sacralidad personal y social, siempre es evitado. La intención no es borrarse del lazo social sino justamente purificarse de un sufrimiento para retornar. Cuando es atacado el rostro, el pronóstico es más grave. El individuo empieza a perder el equilibrio y corta los puentes detrás de él.

Las autoagresiones al cuerpo pueden empezar muy tempranamente. Diferentes trabajos muestran la “normalidad” de los movimientos “auto-agresivos” en la primera infancia: morderse, rasparse, pincharse, arrancarse costras, rasguñarse hasta sangrar, golpearse la cabeza, tirarse al piso. Shentoub y Soulairac observan esto en niños de 9 meses a 2 años, con una frecuencia máxima de entre 12 y 18 meses. Estos comportamientos se inscriben en una trama relacional y satisfacen una exploración de sí mismos y del entorno mientras se protegen de una tensión personal. Participan de la formación del Yo y afectan sobre todo a niños hiperactivos, sobre todo a los varones (Shentoub, Soulairac, 1961, 120). El niño no siempre percibe la consecuencia de su acto, ni ha aprendido plenamente su necesidad de descarga. Estas formas de auto-agresiones son corrientes, pero disminuyen alrededor de los 2 años.

A medida que elabora el esquema corporal, el niño abandona los comportamientos asociados al dolor, aprende a evitar lastimarse. Si persiste, su acción está entonces orientada y dosificada en función del beneficio secundario que obtiene. De este modo, las situaciones cargadas de ansiedad o de cólera lo llevan a intentar llamar la atención de su madre o de personas cercanas lastimándose. Si percibe el terror que induce en sus padres, se instaura una relación perversa, volviendo a los demás rehenes de su deseo. Ya, de una forma precoz, la lesión corporal es un lenguaje, una forma de ejercer presión sobre el entorno y de controlar las tensiones interiores. En otras circunstancias, también es el índice de un sufrimiento aplastante. En situaciones de carencias afectivas graves, René Spitz (1965) observó en los niños comportamientos auto-agresivos como golpearse la cabeza, golpearse con los puños, morderse, arrancarse los cabellos, etc. A menudo la muerte espera al final del camino si las situaciones de carencia permanecen. Pero no hablaremos aquí de los niños que requieren otro análisis.

La lesión corporal es un lenguaje, una forma de ejercer presión sobre el entorno y de controlar las tensiones interiores

El estudio de los autoagresiones corporales deliberadas se considera más avanzado en los EEUU, donde se han escrito importantes obras sobre este tema (Hewitt, 1997; Babiker, Arnold, 1997; Smith, Cox, Saradjian, 1998; Ross, Mc Kay, 1979; Kettlewell, 1999). Se han evaluado a tres millones de mujeres norteamericanas de todas las edades, que han pasado con regularidad al acto con hojas de afeitar, trozos de vidrio, cuchillos, despellejándose, quemándose, etc. En Francia, faltan las cifras, hay pocos textos y fuentes de referencia, salvo de manera anexa, evocando otras formas de sufrimiento, sobre todo en adolescentes (Corraza, 1976; Pommereau, 1997, 2001; Marcelli, Braconier, 2000; Scgarbasch, 1986), o en la literatura referida a la prisión (Frigon, 2001; Gonin, 1991). En los EEUU el tema es tratado sin moralismo, suscita menos susto y repulsión que en nuestras sociedades europeas donde el respeto por la integridad corporal se mantiene como un valor fundamental. El puritanismo norteamericano, la reivindicación de los derechos personales, lleva a tratar sin reparos un sufrimiento que, en la vieja Europa, permanece contaminado de una transgresión intolerable. Las mujeres norteamericanas usan con fluidez sus cuerpos como una superficie de protección de su malestar de vivir, pero una parte de los adolescentes y de las mujeres adultas europeas recurren a esto igualmente, sin encontrar el mismo eco en la clínica o en la reflexión antropológica. También es cierto que su número es menor. Los estadounidenses ponen en marcha programas de atención para las mujeres en las cuales las heridas auto-infligidas se vuelven una adicción. Si bien los psiquiatras estadounidenses clasifican bien las autoagresiones corporales en un síndrome reconocible, todavía quedan en nuestra sociedad anomalías poco estudiadas en sus especificidades.

Las incisiones corporales deliberadas, en el contexto de nuestras sociedades contemporáneas, componen la trama de esta obra. Si me detengo un momento sobre las marcas corporales ligadas a los ritos de pasaje de las sociedades tradicionales, es sobre todo para demostrar en qué, en nuestras sociedades de individuos, aunque esté involucrado el cuerpo, es mejor hablar de ritos íntimos de contrabando, de ritos personales, privados. Se trata de evitar el lugar común que consiste en decir que un joven implicado en las conductas de riesgo o en autoagresiones corporales repetidas, vive “una especie” de rito de pasaje o, a la inversa, que su comportamiento solamente está provocado por su ausencia en nuestras sociedades. Las antropo-lógicas son más ambivalentes, más ricas de sentido, y es importante comprenderlas sin remitirlas a clichés.

Las prácticas ritualizadas y públicas de las agresiones deliberadas al cuerpo son comunes en muchas sociedades humanas, más allá de los ritos de pasaje donde son tradicionales (capítulo 1). Así, todavía hoy en Filipinas, durante la semana santa, hay hombres que piden ser crucificados. Patrick Vandermeersch (2002) describe las flagelaciones que tienen lugar en el norte de España, en San Vicente de la Sonsierra, en especial el jueves y el viernes de semana santa. Allí también hay hombres que se flagelan la espalda con largas trenzas de lino hasta producirse hematomas. “Cada penitente tiene un acompañante que lo monitorea, lo incita o calma según el caso, para que pueda entrar en trance, pero lo presiona a golpearse más fuerte si flaquea. De hecho, se trata de evitar cualquier crueldad inútil. Hace falta golpearse rápido y fuerte, llegar rápidamente al estado donde la espalda esté suficientemente magullada para recibir los pinchazos que van a liberar al penitente” (p. 18). Las disciplinas han marcado hace mucho tiempo las instituciones monásticas cristianas. No abordaré este uso del dolor o de las alteraciones corporales porque excede la preocupación que anima esta obra de comprender cómo un sufrimiento individual encuentra en un acto singular una salida provisoria. La tradición cristiana está lejos de tener el monopolio del uso ritualizado del dolor y de las alteraciones corporales como expresión de la devoción. Encontramos un principio cercano en el Islam chiita. Las heridas por aflicción son comunes en los ritos fúnebres de ciertas sociedades donde se araña, se corta la piel, se arrancan los cabellos… Ciertas prácticas devocionales, en especial en el hinduismo, requieren también de los místicos una voluntad para franquear los límites de la carne (Roux, 1988). La lista sería innumerable. Limitaré mi estudio únicamente a los Occidentales que se inscriben en el lado difícil de la preocupación del ser de nuestras sociedades, a los hombres y mujeres que no temen lesionar sus cuerpos.7 La tarea es comprender, no juzgar.

Estas heridas deliberadas preocupan profundamente, mucho más que las conductas de riesgo de las generaciones jóvenes

El cuerpo es para el hombre el primer lugar del asombro de ser uno mismo. La condición humana es corporal, pero la relación con la encarnación nunca está del todo resuelta. El bello film de Marina de Van, Dans ma peau8, confronta la inquietante extrañeza de estar apegado a una carne. Muchas tomas de la película testimonian este proceso de alejamiento y simultáneamente de retorno a sí mismo por la herida, vale decir el regreso a la piel, el recuerdo de la interioridad materializada por la sangre o el dolor. Esther es una mujer joven que ofrece todas las apariencias de una feliz integración a la sociedad, posee una buena situación y vive con un hombre que la ama. Un evento reabrirá una llaga de la infancia, una fragilidad de la que no sabemos nada. Una tarde, durante una fiesta, cuando atraviesa una obra en construcción, se lastima seriamente la pierna, pero no se da cuenta hasta más tarde. Esta confrontación inesperada con la carne, y entonces consigo misma, la lleva de pronto fuera de los caminos trillados. Ella se apasiona con sus llagas, las aviva otra vez, se crea otras, encontrando allí consuelo a quién sabe qué desborde. Su compañero, muy normalizador, no comprende su tranquila deriva. El mundo se desliza fuera de ella. Vivir ya no le alcanza, no está más en la sensación de realidad, busca sentirse existir pero pagando el precio. La descubrimos entonces borderline, sobre el filo de la máquina de afeitar de una realidad que lentamente se le escapa, no dejándole otros pliegues que su cuerpo al que se adhiere desesperadamente tallándolo, haciéndolo sangrar, incluso devorándolo. Cuando pierde los límites del mundo, los busca en su cuerpo, lacerando su piel, haciendo correr la sangre. Esther abandona el lazo social, además le cuesta restaurar la menor relación con los demás, refugiada en una habitación de hotel donde celebra ritos sangrantes con su cuerpo, termina por lacerarse el rostro, despedida simbólica del mundo que trasunta entonces la gravedad de su estado. En las últimas tomas del film, ella está congelada, catatónica, sobre una cama.

La incisión corporal deliberada golpea las conciencias porque testimonia una serie de transgresiones insoportables para nuestras sociedades occidentales

A la inversa de la joven mujer del film de Marina de Van, donde el derrotero doloroso es sin retorno, los individuos de los que trata este libro no son psicóticos, no ignoran cuánto sus hábitos perturban, molestan e incluso repelen a los demás. Pero la escisión de su sufrimiento tiene ese precio. Además de los actos de ofensa a su cuerpo, llevan una vida personal que apenas se distingue de la de los demás. Para seguir existiendo, para luchar contra el desorden, recurren a un medio que, sin dudas, no es el mejor a los ojos de los demás, pero es lo único que funciona para ellos (capítulo 1). En las prisiones donde abundan estos comportamientos, lo que importa es oponerse al embotamiento de los sentidos, al sufrimiento de la separación de los seres queridos, al sentimiento de injusticia, al desgaste del tiempo, al ocultamiento del cuerpo. Son actos circunstanciales que permiten luchar contra el sufrimiento. En principio, cuando el preso recobra la libertad paran inmediatamente (capítulo 2).

En cuanto a los artistas, empujan su voluntad hasta un extremo en que atentan contra sus cuerpos. Siguen una necesidad interior de creación, con total lucidez de lo que les cuesta. Analizaremos de este modo las performances del body art, especialmente aquellas de Bob Flanagan o de Gina Pane que ponen en escena la alteración corporal. Trataremos de comprender la lógica que anima a aquellos que en nuestras sociedades occidentales contemporáneas inventan ritos que exigen tener sangre fría, como colgarse de ganchos fijados bajo la piel en búsqueda de “visiones”. Ni los unos ni los otros están enfermos, al contrario, desean vivir más. Su desesperado deseo de vivir los conduce a los límites de la condición humana, con el doloroso deseo de “reventar la opacidad de su piel que lo separa del mundo”, como escribió Arthur Adamov.9

Notas

1. N. del T.: El Culpable

2. N. del T.: Signos de identidad

3. N. del T.: En souffrance tiene un doble significado: en estado de sufrimiento y también se refiere a un paquete que no ha sido reclamado en el correo, o algo que ha quedado en suspenso, pendiente.

4. N. del T.: Piercing, del inglés “perforar”. Práctica de perforar el cuerpo para insertar aros u otras piezas de joyería.

5. N. del T.: Branding es una técnica de escarificación del cuerpo que consiste en quemar, escarar o lastimar partes de la piel para hacer dibujos con las cicatrices de la herida, como un tatuaje sin tinta.

6. La incisión es la forma más corriente de las lastimaduras corporales deliberadas, sobre todo en las generaciones jóvenes que son el punto de partida de esta investigación. A menudo hablaré de incisión sobreentendiendo las otras lastimaduras. Precisaré la naturaleza de la alteración cada vez que sea necesario.

7. Abandonaré la cuestión del masoquismo como una forma del erotismo lúdico donde a menudo el dolor es utilizado como un ingrediente del placer bajo la forma de incisiones, quemaduras, golpes o de “torturas” respondiendo a una demanda explícita o aceptada en el marco de un contrato moral con su pareja (Poutrian, 2003). Las heridas corporales evocadas en esta obra están en las antípodas, se inscriben en un contexto de sufrimiento personal, o una búsqueda de autocontrol durante las performances o actos de artistas del Body Art.

8. N del T.: “En mi piel” o “Dentro de mi piel”.

9. Arthur Adamov, Je… ils…, Paris, Gallimard, p. 27.

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Articulo publicado en
Noviembre / 2018

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