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Transformar el riesgo en la materia prima de la invención de uno mismo

 
Prefacio a la Segunda Edición de Conductas de riesgo

Pasaron 20 años de la primera edición en francés del ya clásico Conductas de riesgo. De los juegos de la muerte a los juegos del vivir. Le Breton escribió especialmente para la Segunda Edición en español el siguiente prefacio, donde revisa y actualiza sus planteos generales del libro, cuya nueva edición publicará nuestra editorial.

Esta es la segunda edición de un libro que me es muy querido. Por supuesto, las cosas no han cambiado mucho desde la primera edición en Francia o esta segunda edición en Argentina. El deporte extremo, o sencillamente las actividades físicas y deportivas de riesgo, siguen siendo tan populares como siempre. En este prefacio, voy a retomar algunos puntos que son las claves de lo que se desarrolla en los diferentes capítulos, pero centrándome más bien en el malestar existencial de las nuevas generaciones. El término “conductas de riesgo” procede, por supuesto, del vocabulario de la salud pública. Para el joven, el peligro inherente a su forma de comportarse parece tener poco peso frente a su sensación de estar en desacuerdo con los demás, de sentirse mal consigo mismo y con su vida. Se deja llevar por la necesidad interior de reproducirlas y apenas se cuestiona sus consecuencias.

El riesgo es una materia prima para construirse a uno mismo, con la posibilidad de morir o ser herido

Se expone deliberadamente al riesgo de lastimarse o de morir, de alterar su futuro personal o de poner en peligro su salud: desafíos, juegos peligrosos, intentos de suicidio, huidas, vagabundeo, alcoholismo, drogadicción, trastornos alimentarios, exceso de velocidad en las rutas, violencia, relaciones sexuales sin protección, refugiarse en uno mismo, como en el caso de los hikikomoris japoneses que rechazan todo contacto durante meses o años, negativa a seguir un tratamiento médico vital, etc. Estos comportamientos disparatados ponen en peligro sus posibilidades de integración social, sobre todo por medio del abandono escolar, y llevan a menudo, como en el caso de la vagancia, al alcoholismo extremo, la drogadicción o la adhesión a una secta, a una disolución temporal de la identidad, a una desaparición del yo, que he llamado “estar en blanco”1. Pero también son una forma de experimentar a tientas un mundo social que todavía se le escapa. El riesgo es una materia prima para construirse a uno mismo, con la posibilidad de morir o ser herido. La cuestión de la voluntad de vivir domina el comportamiento de riesgo de las jóvenes generaciones. Son un doloroso cuestionamiento del sentido de la existencia.

Uno de los obstáculos para una atención eficaz y comprensiva reside precisamente en este adulto-centrismo: no ver al joven a su nivel y no comprender la dimensión de la realidad en la que se mueve

Los datos antropológicos contribuyen a magnificar este periodo de la vida. El sufrimiento de un adolescente no es el mismo que el de un adulto, es un abismo. Mientras el adulto que se enfrenta a dificultades personales puede relativizarlas y tomar distancia, o incluso recurrir a un tercero (médico, psicoanalista, psicólogo, etc.) para superarlas, el adolescente las enfrenta de golpe rechazando toda ayuda. No dispone de ninguna distancia para mitigar su agudeza. Los acontecimientos que le perturban suelen parecer irrisorios a los ojos de los padres o familiares, cuya experiencia de vida tiende a matizar su gravedad. Pero el joven los vive por primera vez y a menudo a flor de piel. Hablar de motivos “fútiles” para los intentos de suicidio o las fugas es volver a proyectar una psicología adulta en un joven y obviar el significado de su acto. Uno de los obstáculos para una atención eficaz y comprensiva reside precisamente en este adulto-centrismo: no ver al joven a su nivel y no comprender la dimensión de la realidad en la que se mueve.

Además, el adolescente todavía no tiene la misma visión trágica e irreversible de la muerte que sus mayores. Si bien ya no es el niño que compara la muerte con una especie de viaje del que se regresa tras un momento de ausencia, aún no es el adulto que conoce el corte que produce y su irreversibilidad. Saben que la muerte existe, pero no les preocupa. Cada uno de ellos tiene la tendencia a sentirse “especial”.2

“Puedo soportarlo” es la frase corriente del joven que rechaza con desdén las exhortaciones de los demás a su alrededor, en especial de sus padres, para que sea menos ciego en sus comportamientos.

Las conductas de riesgo dependen en gran medida de la trama afectiva que acompaña su desarrollo personal. Afectan a los jóvenes de todos los medios sociales. El adolescente que se siente mal consigo mismo está, en principio, en un sufrimiento afectivo, aunque su condición social y su género añadan una dimensión particular. Sólo su historia personal y la configuración social y afectiva en la que está inserto arrojan luz sobre el significado de sus conductas, que suelen ser los síntomas de una disfunción familiar, una carencia afectiva, maltrato, tensiones con los demás o un acontecimiento traumático. Lo impulsa un doloroso deseo de alterar las rutinas familiares, de expresar su angustia, de generar apoyo y ser reconocido como “existente”. A menudo, el joven se busca a sí mismo e ignora lo que persigue con estas conductas, que sin embargo percibe cuánto perturban a su entorno. Pero tiene la necesidad de continuar con ellas mientras no encuentre una respuesta a su confusión, o se encuentre en su camino con un adulto que lo detenga y le brinde el deseo de crecer.

Se trata de técnicas de supervivencia e intentos de controlar la zona de turbulencias por la que atraviesa, formas de ritualización íntimas y dolorosas para evitar la muerte. El dolor, la lesión, las sensaciones, el vértigo, los golpes recibidos o dados, etc. se convierten en herramientas para marcar su lugar en el mundo y convencerse de que es real y está vivo. Es una forma de cuestionar los límites de uno mismo en el mundo, pagando el precio, pero también poniendo a dura prueba el reconocimiento de los demás sobre él. Una forma de doblegarse y erguirse frente a los afectos o a una situación, sin romperse.

El mito de la juventud eternamente insatisfecha, rebelde y dolorosa, es a menudo una forma de desactivar las tensiones reales que marcan la juventud en el contexto de nuestras sociedades

El mito de la juventud eternamente insatisfecha, rebelde y dolorosa, es a menudo una forma de desactivar las tensiones reales que marcan la juventud en el contexto de nuestras sociedades. En este sentido, se establece una confusión entre las tensiones banales y necesarias entre las generaciones dentro de las familias, y el malestar de vivir que responde a una lógica completamente diferente, una penuria para ser uno mismo y reconocerse en su existencia. Al encerrarlos en una especie de destino, una ontología negativa, nos absolvemos de los malestares del tiempo presente y justificamos no estar tomando las medidas adecuadas. Esperamos a que “la juventud pase”. La otra tentación, no menos cuestionable, es promover la idea de que la juventud está perfectamente bien hoy en día, que la noción de crisis o el alcance de las conductas de riesgo son pequeños fenómenos exagerados por trabajadores sociales, sociólogos o psicólogos alarmistas. Hoy en día las dificultades para implicarse en la vida son considerables y las aflicciones más destacadas afectan, por ejemplo, en Francia, a entre el 15 y el 20% de los adolescentes, y plantean cuestiones antropológicas esenciales: dar un sentido y un valor a la propia existencia.

Una serie de indicadores epidemiológicos reflejan esta acentuación del malestar de los adolescentes, de forma lenta a partir de los años setenta, y cada vez más pronunciada a partir de los años noventa: los intentos de suicidio o el suicidio de los jóvenes se convirtieron en un motivo de preocupación a partir de esos años. El psiquiatra estadounidense Richard Gordon se encontró con su primer caso de anorexia a principios de la década de 1970: “Pensar que sólo diez años más tarde miles de estudiantes estarían involucrados en un ciclo compulsivo de sobrealimentación y vómitos intencionales nos habría provocado un shock”, afirma. Las adicciones, y en particular las toxicomanías, están aumentando, afectando cada vez a más jóvenes, y el término llega a abarcar comportamientos tan dispares como compulsión al juego, al sexo, al trabajo, patologías alimentarias, luego más tarde adicción a internet, etc… La violencia también cambia de estatus y afecta a los barrios populares de los grandes conglomerados, las escuelas… Los asesinatos escolares perpetrados por adolescentes contra otros alumnos y sus profesores comenzaron a mediados de la década de 1990, las escarificaciones se dispararon a finales del mismo decenio y el alcoholismo extremo comenzó especialmente a principios de los años 2000, con adolescentes cada vez más jóvenes. La cuestión de las conductas de riesgo es, por lo tanto, un fenómeno reciente en nuestras sociedades, sobre todo a tal escala. Acompaña la transformación del estatus de la familia y del niño, la creciente individualización del lazo social, al predominio del neoliberalismo en todos los sectores de la vida social y, por lo tanto, a la aparición de lo que Z. Bauman llama la “liquidez”, es decir, la obsolescencia de los puntos de referencia que hacían previsible la existencia individual y colectiva en favor de un mundo en el que reina permanentemente la incertidumbre. Estamos cada vez menos juntos y cada vez más lado a lado en las sociedades fragmentadas.

Hoy en día las dificultades para implicarse en la vida son considerables y las aflicciones más destacadas afectan, por ejemplo, en Francia, a entre el 15 y el 20% de los adolescentes

La adolescencia es la época en que se desarrolla el sentido de la identidad, todavía maleable, para el joven que no cesa de cuestionarse su persona. Desde los años 1980, ya no se guía por orientaciones sociales que fomenten el sentido de pertenencia. Por otro lado, es libre de tomar sus propias decisiones, sus valores, ya no depende de las tradiciones, pero ya nada guía su camino. Su libertad es sin deber. Trata de convertirse en lo que es, y que todavía le sigue siendo ajeno. La evidencia del camino se desvanece de repente, sobre todo si los padres no son suficientemente continentes, cariñosos, disponibles, y si el joven está expuesto a malos tratos, falta de amor, ausencia radical del padre, abusos sexuales... El sufrimiento es una perturbación del sentido de la identidad. Lanzado a un mundo que no comprende, el joven fracasa en separar sus fantasías de la realidad. Si no se encuentra con los límites de sentido establecidos por sus padres, o por otras personas importantes para él, para discutirlos o combatirlos, queda fuera de control. La experiencia del niño es muy pequeña y se compone de retazos de lo que ha escuchado a su alrededor y de lo que se ha podido apropiar; la del adolescente es apenas más significativa, no tiene un pasado suficiente que le dé una perspectiva del presente. Para muchos jóvenes que se sienten insatisfechos, esta transmisión de sentido cumple mal su papel y les deja sin verdaderos interlocutores, indecisos en cuanto a su orientación. En una sociedad en la que los caminos de la existencia ya no están trazados, en la que faltan las ideologías de un futuro promisorio, la socialización deja paso a la experimentación. La producción de la propia existencia a partir de sus propios recursos de sentido, por medio de modelos contradictorios, es una empresa difícil para los jóvenes que apenas disponen de materia prima para construirse.

Las conductas de riesgo son ritos privados, íntimos, individuales, destinados a crear un sentido para seguir viviendo y establecerse como individuo (y no como miembro de una comunidad como en las sociedades tradicionales). A diferencia de los pasajes al acto, suelen ser actos de pasaje. Pueden calificarse como ritos de contrabando porque dan la espalda a una sociedad que trata de advertirlos. Marcan la alteración del gusto por la vida de una parte de la juventud contemporánea, el sentimiento de estar ante un muro infranqueable, un presente que nunca termina, desposeído de cualquier futuro. Si no se nutre de proyectos, la temporalidad adolescente se estrella contra un presente eterno que hace insuperable la situación dolorosa. No tiene la fluidez que permite seguir adelante. El adolescente queda entonces prisionero en el tiempo circular de su rumiación y de sus comportamientos. Da vueltas y vueltas en su infelicidad.

Las conductas de riesgo reflejan la búsqueda dolorosa y a tientas de una salida. Pero, al mismo tiempo, son formas de forzar el pasaje, y testimonian, sin saberlo, el intento de ganar tiempo para no morir, para seguir viviendo. Estas pruebas son formas inéditas de ritos destinados a ponerse a prueba, pero en un contexto solitario (o a veces con algunos amigos). En este sentido, componen ritos íntimos de pasaje, es decir, el momento crucial de un recorrido iniciático en el contexto de una sociedad de individuos donde es uno mismo quien debe parirse al mundo. Dentro de su diversidad, son ante todo dolorosos intentos de ritualizar el pasaje a la edad adulta masculina o femenina, llevados a cabo por jóvenes para los que existir es un esfuerzo permanente. Son una sacudida de la conciencia, una forma de luchar y jugarse la existencia contra la muerte para dar sentido y valor a su vida, y forman parte de la búsqueda de los límites del sentido, un freno, al menos provisorio, para las incertidumbres que se sienten. En cierto modo, replantean la situación, la redefinen situando al joven en el centro del dispositivo como actor, y ya no como un elemento indiferente arrastrado por el flujo del sufrimiento. Son siempre una búsqueda de control, incluso a través de caminos laberínticos. El sufrimiento está en su vida, fuera del alcance de cualquier acción, al herirse a sí mismo, al ponerse a prueba, recupera una posición de control. Se esfuerza en exorcizar su dolor de vivir mediante una especie de homeopatía simbólica. Lucha contra el dolor infligiéndose a sí mismo una dosis infinitesimal de dolor, pero es él quien decide. Por supuesto, este análisis requiere apartarse de la tentación de identificar la relación con el mundo con una conciencia cartesiana. El sentido del yo se teje en la ambivalencia y en una subjetividad que no es la de los adultos que juzgan su comportamiento. Pero en cualquier momento pueden ocurrir lesiones o la muerte, recordándonos que no se juega impunemente con el peligro.

Hablo de ello en la última parte de este libro. Los viajes, la aventura, las marchas largas, la navegación y ciertas actividades físicas y deportivas, a menudo denominadas “de riesgo”, como la escalada o el alpinismo, se imponen hoy en día como principio educativo para los jóvenes que se sienten mal consigo mismos y en de-sacuerdo con los demás. Estas iniciativas reviven el espíritu del escautismo y las experiencias educativas y pedagógicas que se iniciaron a principios del siglo XX. Las expediciones, los raides y las aventuras deportivas llevan a los jóvenes por caminos, montañas, ríos, desiertos o mares, en el monte o en cualquier otro lugar, y exigen su compromiso físico y su coraje, aunque los peligros sean a menudo más una cuestión de fantasía o de desconocimiento del terreno que amenazas reales. Se trata de actividades supervisadas y seguras que no dejan lugar al peligro. Por cierto, hablar aquí de actividades físicas de riesgo es más bien una forma de apelar a un riesgo imaginario. Pero para el joven involucrado en estas actividades, la aprehensión sirve como una instancia para fabricar sentido, la prueba otorga mayor confianza en sus capacidades físicas o morales, le devuelve la autoestima y le enseña a situarse dentro de un grupo. En estas actividades, los adultos están siempre ahí, todo el día, incluso por la noche, sin respiro ni descanso, sino con un acompañamiento necesario, una presencia que nunca debe relajarse.

Por su intensidad física, la emoción nacida de los riesgos reales o imaginarios, el aspecto colectivo de la empresa y la responsabilidad comprometida de unos con otros, estas actividades al aire libre abren un camino propicio para el progreso del joven hacia la autonomía. Les enseñan a situarse mejor en relación con los demás, desplazan el juego simbólico con la muerte, o el enfrentamiento con la sociedad, a un espacio en el que estos comportamientos se discuten, se comprenden mejor, y (re)construyen la autoestima, una mayor confianza en sus capacidades físicas o morales. La emoción que generan, corolario del miedo, el cansancio, el desarraigo de uno mismo que a veces es necesario para la realización de las acciones requeridas, dejan su huella en la memoria y actúan sobre el sentimiento de identidad en forma más eficaz (especialmente para estas poblaciones de jóvenes en dificultades) que lo que podría hacerlo una actividad más tranquila y sedentaria. Pero el motor de estos emprendimientos rara vez implica (o nunca, por razones éticas y deontológicas) un riesgo real, sino más bien un riesgo en la imaginación (a menudo urbana) del joven. El joven que se ha sentido en peligro, completando una expedición desafiante y tomando conciencia de sus recursos personales, se siente orgulloso de haberlo logrado. Sumergirlo en una situación difícil y, desde su punto de vista, peligrosa o incierta, al mismo tiempo que le permite desarrollar su creatividad y su valor con los demás, es una cuestión importante de las actividades físicas al aire libre en el contexto del trabajo social. Cada vez son más populares en Europa y Norteamérica, sobre todo en relación con el entusiasmo por estas actividades de ocio entre la población en general. Desarrollan una especie de antropología al aire libre.

Muchas gracias a mi amigo Carlos Trosman por su revisión del libro en español y la traducción de este prefacio. También quiero expresar mi agradecimiento a mis editores de Editorial Topía, Enrique Carpintero y Alejandro Vainer, por su confianza y fidelidad, y gracias a las lectoras y lectores de Argentina.

Traducción: Carlos Trosman

Notas

1. Le Breton, David, Desaparecer de sí, una tentación contemporánea, Siruela, Madrid, 2016. N. del T.: “la blancheur” en el original.

2. Le Breton, David, Conductas de riesgo, de los juegos de la muerte a los juegos de vivir, Topía Editorial, Buenos Aires, 2011.

 

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Articulo publicado en
Agosto / 2022

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