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El ser yo y la nada

 
Sartre y el (¿cuál?) psicoanálisis

Toda imagen cuenta una historia
Peter Burke

1.

Empecemos por lo más general: la pregunta por ese Hombre cuya disolución (primero en las “estructuras”, después en las dispersiones del significante, o lo que fuere) tan enfáticamente se nos ha diagnosticado en los tiempos postmodernos. Permítasenos, a este respecto, formular una hipótesis: Sartre está más allá -es decir: en otro lugar - de esta discusión.

El “humanismo” sartreano está virado hacia la búsqueda de la singularidad: no es, para nada, ese humanismo abstracto del cual los estructuralistas y los pensadores “post” hicieron su bête noire

En la Crítica de la Razón Dialéctica, como es sabido, Sartre se propone una renovación -y, en el límite, aún una refundación- del marxismo, sobre la base de su existencialismo. A ese programa lo denominará una antropología dialéctica. Mucho antes, en el curso de su no-debate con Heidegger, había definido a ese existencialismo, no muy felizmente, como un humanismo. No hace falta abundar, aquí, sobre la importancia de este malentendido para la feroz campaña estrictamente anti-sartreana del llamado “post-estructuralismo” francés. Pero, recuérdese la famosa frase que inaugura el monumental libro de Sartre sobre Flaubert, El Idiota de la Familia: “¿Qué podemos saber, hoy, acerca de un hombre?”. No del Hombre con mayúscula, dice de un hombre, con minúscula. El “humanismo” sartreano está virado hacia la búsqueda de la singularidad: no es, para nada, ese humanismo abstracto del cual los estructuralistas y los pensadores “post” hicieron su bête noire. Hay que no querer leer para acantonarse en ese “panfleto” un tanto apresurado -y del que por otra parte Sartre en buena medida renegó, aunque nunca impidió que se reeditara: se hacía plenamente cargo de sus “errores”-, y pasar por alto alegremente esa frase contundente, inequívoca, de la Crítica, que nos espeta: El Hombre no existe. Sólo existen -o mejor: pueden esbozar el proyecto de existir- los hombres y mujeres singulares, concretas, confusa pero materialmente encarnadas. Y no se crea ver en esto regresión alguna hacia cualquier clase de “individualismo”. Todo lo contrario: es siempre a través del Otro (al mismo tiempo “infernal” y mediador de mi libertad) que el para-sí podrá construir la propia “individualidad”. En el grupo-en-fusión, por ejemplo, cada uno es el “centro” del grupo, pero sólo porque están los otros; es la “interiorización” del Otro lo que me da mi exterioridad respecto de él. No hay aquí, pues, “humanismo” en ninguno de los sentidos convencionales: hay una verdadera dialéctica por la cual la plena singularidad de los otros “particulares y concretos” producen la mía al hacerla pasar por el “grupo”, sin que por ello se pierda la profunda ambigüedad de la relación al Otro.

No hay tampoco, por lo tanto, lo veremos, un irreflexivo “optimismo” respecto de la “Humanidad”. El componente de escepticismo radical de El Ser y la Nada no se ha perdido: tan sólo se ha vuelto más nítidamente histórico-político, sin por ello abandonar un cierto sustrato “ontológico”.

Es curioso: allí los estructuralistas erraron el tiro; no entendieron que Sartre, objetivamente, no estaba frente a ellos, sino en otra parte: Sartre, en cambio, aunque a veces fue excesivamente duro con los estructuralistas -tildándolos de “última barrera burguesa contra el marxismo”, y cosas por el estilo-, acertó en lo esencial: advirtió la confusión en que habían caído entre aquel humanismo abstracto que había terminado siendo totalmente reaccionario y aún racista (y al que el propio Sartre había enfrentado con violencia, por ejemplo, a propósito de Argelia), y cualquier otro tipo de referencia a los hombres singulares, concretos, vivos. No se trata de un humanismo pietista y condescendiente, ni del patetismo de una creencia en el valor intrínseco de una Humanidad genérica y desencarnada. Se trata de cada hombre y de cada mujer, “condenados a elegir” en un universo que no les ofrece otra garantía y otra asistencia que la que puedan extraer de su propia flaqueza, de la propia escasez de su Ser. El “humanismo” sartreano es una filosofía del sujeto concreto. Pero no es -en cierto sentido es lo contrario- un psicologismo individualista: en la pregunta por qué se puede saber, hoy, de un hombre, está contenido todo lo que se debería poder saber: evidentemente, al menos hasta donde sea posible, su “interioridad” o su “subjetividad” (aunque estos conceptos, en Sartre, son extremadamente problemáticos); pero también las formas en que su libertad es una encrucijada de la Historia, de la sociedad, de la cultura, del pensamiento, del arte, de las ideologías, de las experiencias cotidianas, de la época. No hay en El Idiota (como no la había en el San Genet), en el sentido convencional, “psicobiografía”: en todo caso, hay una antropología de lo concreto, un intento de totalización dialéctica, obtenido justamente mediante la preservación del sujeto singular en que se apoya.

Por supuesto: en esa totalización hay, también, “psicología”. Más precisamente: hay ese psicoanálisis existencial que Sartre ha venido intentando definir desde la última sección de El Ser y la Nada (1943). Este es uno de los “momentos” más equívocos del pensamiento de Sartre. Sartre se siente incómodo con el “freudismo”; con el propio Freud también, sin duda, pero con mucha mayor ambivalencia -y el hecho de que haya optado por seguir usando el significante psicoanálisis no es un indicador menor de en qué medida para él ese fue siempre un lugar de interlocución privilegiada, no importa cuán conflictiva-: allí está como testimonio su fascinación por el hombre Freud, transparente en el extraordinario guión cinematográfico que le dedicó y que filmó John Huston, pero que se detiene exactamente en el momento del descubrimiento freudiano del Inconsciente -así como el Idiota se detiene, por los motivos que sean, en el momento en que “Gustave” -como Sartre llama familiarmente al joven escritor-, a punto de escribir Madame Bovary, está por convertirse en “Flaubert”; y ni hablar de su  autobiografía Las Palabras, que se detiene cuando la madre viuda está a punto de volver a casarse (papilla exquisita para psicoanalistas silvestres, si bien el dato no es menor cuando se piensa que, aunque fuera oscuramente, es en ese momento que Sartre decide ser escritor): Sartre, pensaríamos, es un escritor de los umbrales, que se apasiona por el proyecto más que por la realización. Es extraordinario que todas sus obras de mayor enjundia (de El Ser y la Nada a la Crítica, del San Genet al Idiota, pero también su gran trilogía novelística Los Caminos de la Libertad) sean obras inconclusas, sean infinitos Works-in-progress, como diría Joyce. Es como si, a la pregunta por qué podemos saber, hoy… su respuesta fuera: no-todo, nunca todo, nunca más que ese proyecto de totalización / destotalización interminable. Sartre es un escritor de suspenso: nos queda a nosotros resolver el enigma final… si podemos.

2.

Sea como sea: Sartre ha asumido, desde principios de la década del 40, el riesgo de ensayar la creación de su “psicoanálisis existencial”. Con él -pero también con todo lo demás que ha venido pensando, incluida su propia versión del marxismo- despliega un método biográfico que no se parece a nada, cuyos monumentos mayores son el San Genet y el Idiota. El cruce de ese marxismo y de ese “psicoanálisis” vivos, es lo que Sartre llama existencialismo. Puede discutírselo en términos teóricos, puramente “filosóficos”. El problema es que el pensamiento de Sartre -y de allí, entre otras cosas, la importancia de su escritura, que es indistinguible de sus ideas- no es pensamiento “puro”: es (como el de Marx y Freud, por cierto) un pensamiento de la praxis, impensable sin ella. En las categorías de la Crítica de la Razón Dialéctica: del pasaje laborioso, conflictivo, de lo práctico-inerte -del mundo experimentado como un masacote mineral, ajeno e inamovible- a la práctica transformadora del mundo y de sí mismo, de la hexis a la praxis. Eso se llama la Historia, tal como es procesada en la experiencia vivida de los sujetos, de las masas, de las clases, de los pueblos, del “grupo en fusión” que pugna por liberarse de la “escasez”; escasez material en sentido estrechamente económico, pero también, lo hemos visto, la escasez de Ser: para ser más precisos, la palabra que usa con frecuencia Sartre es rareza (rarété): la traducción por “escasez” ha terminado por imponerse, pero casi inevitablemente reduce la idea al plano de la “economía”. Pero el Larousse es claro: la entrada rarété dice “rareza” / “enrarecimiento” / “rarefacción (del aire)”. Y para colmo, sartreano hasta la médula, el diccionario aclara: “La voz española tiene sobre todo el sentido de una extrañeza, una excentricidad”. El “ser humano” no es meramente escaso, es raro, es extraño, sobre todo para sí mismo, al menos mientras dure la alienación serializada, la “falsa Historia” expropiada por los “canallas”, los salopards. Y es ex-céntrico: por su pro-yecto, siempre fuera de sí, “arrojado”.

El del en-sí / para-sí no es un conflicto del Ser, sino del Sujeto

Se trata también, por supuesto, de una rareza constitutiva de lo real, hasta cierto punto sustraída a la Historia, aunque sometida a ella en sus circunstancias concretas: hay una rareza de la materia inerte, que es, como si dijéramos, un límite absoluto, insuperable, para el proyecto humano; es esta rareza la que desalienta cualquier ilusión vagamente utópica en un futuro de plena felicidad. Se ha trabajado poco, que sepamos, esta dimensión profundamente escéptica, radicalmente no-creyente, decididamente anti-utópica de Sartre. No estamos hablando de su ateísmo, de su irreligiosidad -justamente, esto era no mucho más que desinterés por la cuestión (“No sé si soy ateo: no me ocupo de Dios, sino del hombre”, dijo célebremente), y fue de los pocos temas que casi no lo convocaron (salvo episódicamente: el Debate sobre el Pecado con Bataille y otros, por ejemplo, y su posterior y un poco apurada descalificación del propio Bataille como “nuevo místico”); por desgracia para nosotros: en nuestra propia época de retorno de lo reprimido de lo religioso, de discursos y prácticas de las guerras santas (y desde ya no hablamos solamente de las yihad islámicas), que parecen haber venido a sustituir a la lucha de clases y las guerras de liberación nacional (las únicas formas dignas de política, para Sartre), en esta época en que la llamada -e indemostrada- “crisis del marxismo” (pero también del estructuralismo y los pensamientos post) ha dejado la vía abierta para la proliferación del discurso ético-religioso “progresista” (de Lévinas a Derrida, de Marion a Agamben y via dicendo), ¡qué bien nos vendría tener algo de Sartre al respecto!-. No: el escepticismo, el descreimiento y el antiutopismo de Sartre son de orden estrictamente filosófico-político.

Pero, prosigamos. La vertiente hegeliano-fenomenológica de Sartre, lo lleva a oponer, al “determinismo del Inconsciente”, que interpreta como pasividad -pero también al estructuralismo, así como a la teoría de la memoria involuntaria de Bergson y de Proust-, lo que podríamos denominar el activismo de la “intencionalidad de la conciencia”. Pero la conciencia no es homogénea: en sus pliegues anida el conflicto consigo misma, la permanente contradicción de una no-presencia ante sí misma, representada, entre otras cosas, por su famosa categoría de la mala fe.

Al contrario del en-sí, que es el ser como “facticidad” masiva, plena, opaca, el para-sí, la falsa “transparencia” de la conciencia, es una fisura, una falla..., el principio mismo de una ausencia del ser ante sí mismo

Se sabe cuál es una de las razones por las que Sartre tuvo que acuñar ese concepto: para sortear el impasse en que lo había metido su confrontación con el psicoanálisis de Freud. La noción de inconsciente le parece dejar poco margen, en efecto, para la idea (“moral”, digamos) de mentira. No lo son, evidentemente, el lapsus, el sueño, el síntoma: más bien ellos son el lugar de una verdad; tampoco ayudan mucho a delimitar el lugar de la mentira postulados de Lacan como “La verdad tiene estructura de ficción”, “La verdad no puede decirse toda”, y similares. También Sartre quiere -con toda razón- distinguir lo que llama “mala fe” de la lisa y llana mentira. Y lo hace -con igual razón- apoyándose en que: a) la mentira es un hecho de lenguaje; b) por lo tanto, es siempre, sin excepción, un discurso dirigido al Otro. Nadie puede mentirse a sí mismo, salvo que “se tome” como Otro (y he aquí el dilema: Sartre debería aceptar la división del sujeto, cuando todo su proyecto, al menos en El Ser y la Nada, se soporta en la irreductibilidad de la conciencia). Lo que se llama vulgarmente “mentirse a sí mismo” es la mala fe, pero no se trata, estrictamente hablando, de una “mentira”, sino de una imaginaria coagulación del sujeto en su en-sí, que suprime ilusoriamente su para-sí: una negación -siempre en el sentido fenomenológico, y no psicoanalítico- del Otro. El famoso ejemplo del mozo de café que sólo puede ser mozo de café porque actúa como mozo de café, lo muestra perfectamente. Sólo se puede ser algo porque no se es -porque no se puede quedar reducido a- ese algo: para serlo hay que trascenderlo. Pero el sujeto de la mala fe suspende esa “duplicidad” ante sí mismo, sin por ello ignorarla, un poco como en el juego renegatorio del Ya lo sé, pero aun así… de Octave Mannoni. El sujeto “juega” a congelarse en su ser, aunque sabe perfectamente que este es meramente un aspecto de su trascender ese mismo “ser”.

Viñeta por Haroldo Meyer

*Viñeta por Haroldo Meyer

Entonces, la mala fe es un drama de la conciencia, igual que la mentira. Pero a diferencia de ella, el sujeto de la mala fe no miente ni se miente, puesto que su drama no es para-otro. Es “sincero”, porque la mala fe ha suprimido al Otro (incluso al “sí mismo como Otro”, para parafrasear a Ricoeur) de su conciencia: sencillamente, no tiene a quién mentirle. Repitamos: este es un drama de la conciencia. Este conciencia-centrismo es, por supuesto, un límite para el psicoanálisis freudiano. No obstante, en su propio terreno, Sartre avanza más que Husserl en una dirección peligrosa para la fenomenología tradicional: apoyándose en la dialéctica hegeliano-marxista del en-sí / para-sí, la “conciencia” es el lugar de la negatividad -más aún: de la nadificación-. “Por el Hombre”, dice Sartre, “la Nada entra en el mundo”. La introducción de la dialéctica hegeliano-marxista del en-sí / para-sí no es una operación cualquiera, puesto que lo que “opera” es una decidida antropologización del DaSein heideggeriano. El del en-sí / para-sí no es un conflicto del Ser, sino del Sujeto. Es, claro, un movimiento que obliga a reintroducir la cuestión del cogito y de la “conciencia”. Pero con una inflexión decisiva: ahora, la negatividad está en el corazón mismo de lo consciente: es su fundamento. Es la incapacidad “esencial” que tiene el ser-ahí de aprehenderse a sí mismo, de estar presente ante sí mismo; tendencia, pues, a una “huida hacia los espejeos (miroitments) de lo múltiple”, de la cual -siempre bajo la inspiración heideggeriana, pero con ese nuevo peso antropológico- la inautenticidad y la mala fe es su manifestación más constante.

Es a través de ese principio de negatividad introducido en el Ser por el conflicto del sujeto consigo mismo que emerge para él la historicidad, es decir, algo del orden de una incompletud, de una falta

Sin duda esas categorías están en la línea del Uno o el Se heideggerianos. Pero Sartre recusa la fría impersonalidad de esos existenciarios. En el mozo de café, en la “histérica” que se distrae alegremente de su propio deseo, en el homosexual que se parodia a sí mismo para no hacerse cargo del peligro de su elección (recuérdese que estamos en 1940 en la París ocupada por los nazis). Sartre no ve sólo modalidades del Ser, sino encarnaduras, en los sujetos concretos, de un para-sí que opera como una suerte de quiebre del “congelamiento” del en-sí. En efecto: al contrario del en-sí, que es el ser como “facticidad” masiva, plena, opaca, el para-sí, la falsa “transparencia” de la conciencia, es una fisura, una falla (como se dice de un quiebre de la capa geológica), el principio mismo de una ausencia del ser ante sí mismo. Es a través de ese principio de negatividad introducido en el Ser por el conflicto del sujeto consigo mismo que emerge para él la historicidad, es decir, algo del orden de una incompletud, de una falta. Dice Sartre: “A nadie le está permitido decir estas sencillas palabras: yo soy yo. Sólo los más libres pueden decir: yo existo. Y eso ya es demasiado.” Del “Yo” sólo puede decirse que está completo en el último instante de vida: sólo allí, dirá Sartre, se puede “trazar la raya y hacer la suma”. O sea: el yo (el moi) es nada. Y ya antes de El Ser y la Nada, en La Trascendencia del Ego, podemos leer esta fórmula asombrosa, que alguna resonancia debe haber tenido en Lacan: “La conciencia que dice Yo pienso … no es la misma que la que piensa” (por supuesto, en castellano no tenemos ese changüí francés, que permite distinguir el Je del Moi). En todo caso, esa no-cicatrizable herida que la Nada ha infligido a la “conciencia” a caballo de su “historicidad”, es una distancia en continuo desplazamiento respecto de los objetos del mundo. La anulación de esta distancia se paga con lo que Sartre llama la náusea. Por ahora, contentémonos con registrar esta otra fórmula asombrosa, más temprana aún, que leemos en Lo Imaginario, de 1936: “Un deseo”, dice Sartre, “no es nunca satisfecho, por el hecho mismo del abismo que separa lo real de lo imaginario”.

En fin, mil veces lo veremos a Sartre atacar con violencia las pretensiones “yoicas”. La libertad está más allá del Yo que, si bien en un primer momento se constituye como objeto de la conciencia, nunca puede ser totalmente aprehendido como tal objeto: “el Yo, por esencia, es huidizo”, se puede leer en El Ser y la Nada. Y Jean Hippolyte, en su análisis de ese libro, dice: “El yo, que vivo en mi manera de ser-en-el-mundo, este misterio a plena luz, no es el centro de mi conciencia: la conciencia es libertad radical, no coincide plenamente con él, lo ha elegido gratuitamente, puede separarse de él todavía, no puede constituirse prisionera de una esencia inalienable”. De allí la angustia constitutiva: si el para-sí es libertad absoluta, no puede dejar de angustiarse cuando se refleja en la “mala fe” de su “falsa conciencia”.

Hay también, en su cruzada anti-yoica, en su huida de la “interioridad”, un fastidio profundamente político: Sartre quiere dinamitar el burgués -y, sobre todo, muy pequeño-burgués- centramiento en un Yo estupidizado por la mezquindad individualista, mediocre, fomentada por el capitalismo, aunque no solo por él: “burgués”, en Sartre, no es solamente una categoría sociológica, sino, al igual que el Mal, ante todo ontológica: “burgués” es una manera de Ser en el mundo , para la cual el mundo es lo que es, y el Yo se pliega a esa “identidad” imaginaria con él. Burgués es el hombre de la identificación con lo práctico-inerte, el hombre de la hexis y no de la praxis, para retomar las categorías de la Crítica de la Razón Dialéctica. A eso Sartre le opone el no-Yo del proyecto, eterna negatividad. En el pro-yecto el hombre es arrojado, “e-yectado” hacia las cosas, fuera del “sí-mismo”, ex-centrado del moi. Hay un primer momento en el que ese “arrojo” se abisma ante las cosas, en el que el Yo alucina haber alcanzado el Objeto, la Cosa, y allí se encuentra con el Horror: lo real lo aplasta como en un vahído vertiginoso: es -si puedo decirlo así- el momento ab-yecto de la náusea. Si logra sobreponerse, sin embargo, el ab-yecto se hace efectivamente pro-yecto.

3.

En la muy programática novela titulada, precisamente, La Náusea, Roquentin se libera de ser tragado por las raíces del castaño mediante la escritura: alegoría por excelencia de la constitución del Otro. Alcanzada esa proyección hacia el horizonte, ya no hay repliegue (o “regresión”) hacia el Yo. Se ha conquistado la rendija que abre hacia el Otro; y por más infernal que este pueda ser -para recordar Huis Clos-, al menos no es el infierno del sí-mismo.

Pero el Mal persiste, se reproduce. Ya lo habíamos encontrado a propósito de Genet, y lo acabamos de reencontrar a propósito de Flaubert: Sartre es un pensador del Mal, que para él es, claro, una categoría que tiene dimensiones históricas, sociales, políticas -el Mal es también la explotación colonial o de clase, la opresión de los salopards -, pero ante todo ontológicas: el Mal es constitutivo del Ser, et voilà: hay que aprender a vivir con eso, si bien rebelándose todo el tiempo. No es algo, pues, de lo que nos libraremos por un acto de buena voluntad, por una disposición de la mera “conciencia”, ni siquiera por una “revolución”, por más radicalmente transformadora (y deseable) que sea. El Mal lo permea todo: incluso -quizá, en un sentido, sobre todo- la literatura. En la literatura, de manera radical y extrema, el para-sí se arroja, mediante las palabras, hacia las cosas, y más allá: “Hacia el horizonte”, dice poéticamente Sartre. Y en las cosas, en el horizonte que es el Mundo, está el Mal. La literatura, pues, implica siempre un riesgo.

Los (post)estructuralistas se equivocaron dos veces: buscaron aliados (como el psicoanálisis de Freud y Lacan) y adversarios (como el “existencialismo” de Sartre) allí donde todos ellos, repitámoslo, estaban, por lo menos, en otra cosa

Y el riesgo, la asunción plena y decidida del riesgo de vivir (de escribir, de hacer historia) es la médula misma de lo que Sartre llama la libertad: “La idea que nunca he dejado de desarrollar”, dice en una entrevista, “es que, en último análisis, una persona es siempre responsable por lo que se ha hecho de él”. De nada vale escudarse en las determinaciones del Inconsciente, de la Sociedad o de la Infancia (mucho menos, podemos agregar ahora, en las predicciones de un pleno Bien futuro): ellas sin duda explican, pero no necesariamente justifican, el haberse transformado en un canalla, en un mediocre, en un cobarde, en un reaccionario, en un fascista, en un opresor de cualquier especie. Este es un núcleo central -no siempre tenido en cuenta- de su “debate” con Heidegger en Sobre el Humanismo.

Por supuesto, en Sartre nunca nada es tan simple: en un sentido, la libertad es completamente incondicionada y auto-totalizante; es el origen trascendental de lo que hay en el mundo de valor, de significación, y es la aniquilación, la nadificación de lo “dado”, de lo práctico-inerte, como fuente de procesos determinados de negación: en este sentido, está atravesada por una radical contingencia, ya que el hombre no ha optado (algo bien distinto a una elección en sentido sartreano) por esa exorbitancia: su libertad es objetiva , y es la radical libertad del para-sí, “que nunca es lo que es, y que es siempre lo que no es”: nuevamente, Ser y no-Ser se constituyen uno al otro sin cesar en su movimiento de interpenetración mutua-. No poseemos la libertad como se puede poseer un objeto cualquiera, ni tampoco es exacto decir que ella nos posee a nosotros. Es, sencillamente, nuestro destino: permanente, inevitable, nunca plenamente alcanzado, sino, simplemente, ejercido como quien respira.

El hombre está, pues, paradójicamente, “condenado a ser libre”, a elegir su propio destino. Pero es precisamente esa paradoja -puesto que Dios ha muerto- lo que lo hace responsable “de todo, ante todos”: de la libertad, de la elección, no hay escape; el compromiso con mi libertad (con mi propia manera de hacer “entrar la Nada en el mundo”) sólo puede ser circunstancialmente negado por la “mala fe”: más tarde o más temprano, caerá sobre mi cabeza. Es cierto -como lo señala agudamente Merleau-Ponty hablando de El Ser y la Nada - que todo compromiso es ambiguo, ya que es a la vez la afirmación y la restricción de la libertad: si me comprometo a hacer algo (puesto que no hay compromiso que no conduzca a alguna forma de acción) quiere decir a la vez que podría no hacerlo, y que he decidido excluir esta posibilidad. Pero, justamente: es esa negatividad del compromiso (“Me comprometo a esto y lo otro, y por lo tanto niego estar comprometido con aquello y lo de más allá”), es ese trozo de Nada que introduzco en el mundo, lo que me hace responsable “de todo ante todos”: puesto que he elegido, puesto que no he fingido poder hacerlo todo o nada, deberé dar cuenta de la particularidad de mi elección. Esa voluntad férrea de nadificación del Yo no puede menos que conducir a Sartre al borde del psicoanálisis. Un “borde” que se pasará toda su vida intentando mantener como tal borde: como una frontera, un linde que nunca atravesará del todo, pero que quiere mantener a la vista; de hecho, el San Genet, y mucho más el Idiota, son impensables sin una articulación “psicoanalítica” que, justamente, pueda dar cuenta, en esos “personajes”, de un impensable desde ninguna otra perspectiva teórica. Se trata, desde luego, de su “psicoanálisis”, llámeselo “existencial” o como se quiera; pero que se mantiene -precisamente para poder tomar distancia de él- en las cercanías del de Freud: allí nomás, pero siempre en otra parte.

Vale decir -es una hipótesis, o menos, una ocurrencia, que no tenemos el espacio ni la competencia para desarrollar aquí-: “retrocediendo” desde Husserl a Hegel y Marx (su Hegel y su Marx, no los del Partido, cualquiera que sea), Sartre se acerca, peligrosamente decíamos, a Freud. Léase de nuevo: mala fe, falsa transparencia de la conciencia, fisura, falla, ausencia de lo consciente ante sí mismo, angustia ante la impotencia para estar en su Yo: estamos a un paso de la división del sujeto. Y mucho habría que decir, también, sobre ese concepto de angustia, así como sobre el rol “espejeante” de la mirada, el cuerpo, la sexualidad, etcétera.

El problema es que el pensamiento de Sartre -y de allí, entre otras cosas, la importancia de su escritura, que es indistinguible de sus ideas- no es pensamiento “puro”: es (como el de Marx y Freud, por cierto) un pensamiento de la praxis

Es verdad: Sartre se niega, de hecho, y terminantemente, a abandonar la “conciencia”. Y ya lo sabemos: en este terreno, el lenguaje manda: como hubiera dicho Freud, ceder en las palabras es el primer paso para ceder en las cosas. Como en el ya mencionado y sintomático guión sobre el propio Freud (que será destrozado por John Huston, al punto de que Sartre exigirá que se retire su nombre de los créditos), Sartre se detiene en el umbral del descubrimiento del Inconsciente -pero no siempre: en el Idiota lo leeremos usar con abundancia el concepto y la palabra, incluso para construir metáforas harto “freudianas”, como la de la conciencia en tanto mera espuma de las olas del Inconsciente-. ¿Inhibición, síntoma, o qué? Permítasenos decir -sin que en modo alguno impliquemos a ninguna “psicología”- que es más bien, otra vez, y muy sartreanamente, angustia: su acercamiento inevitable a Freud le produce una confusión con la que no sabe bien qué hacer: de allí su necesidad de mirar todo eso un poco de lejos, desde un enclave teórico protegido. También por eso es completamente ocioso -o es un truco maligno orientado a disolver la diferencia sartreana- pretender, como se ha pretendido a veces, transformarlo en un “lacaniano” avant la lettre (no la lettre de Lacan, que le es casi coetánea, sino la del “lacanismo” dominante en la escena francesa a partir de los 60). Es cierto que, al final, Sartre tiene algunas palabras elogiosas, más bien circunstanciales, hacia Lacan; y también lo es que Lacan, en varios de sus seminarios (muy especialmente, como era previsible, en el seminario sobre la angustia), se refiere a él con un respeto teórico en el que solía ser poco pródigo, incluso tomando para su propia teoría alguno de los conceptos sartreanos. Pero es inútil empeñarse en acuñar ningún mito de convergencia: están, cada uno, en lo suyo. De todos modos, por este camino vamos mal: ¿para qué serviría demostrar -en caso de que pudiéramos hacerlo- que Sartre estaba más cerca de Freud (o de Lacan, que no es lo mismo) de lo que él mismo lo hubiera querido? (no es un Sartre con Freud, sino un Sartre y Freud el terreno pantanoso que valdría la pena explorar: no aquí, desde ya).

4.

El desvío por Freud, pues, era simplemente para decir esto: así como no hay de ninguna manera en Freud (como quisieron, muy convenientemente, malentender algunos pensadores post) una teoría de la desaparición (o la “dispersión”, o la “fragmentación”) del sujeto, sino de su división, así tampoco hay en Sartre una teoría unilateral de la transparencia del sujeto “consciente” (una suerte de neo-cartesianismo aderezado con salsa Husserl), como igual de convenientemente quisieron entender otros. A lo sumo, hay una (productiva) indecisión sobre el tópico de la “transparencia”: la conciencia puede ser transparente en sí (en un “en sí” puramente ideal), pero al estar -puesto que, ya sabemos, no puede sino ser conciencia de algo- permanentemente enredada en el mundo de las cosas, su para-sí es una también permanente, fulgurante, ausencia. Es, para usar nuevamente una noción sartreana de las más centrales, un pro-yecto: un estado de arrojo en el mundo. Los (post)estructuralistas, pues, se equivocaron dos veces: buscaron aliados (como el psicoanálisis de Freud y Lacan) y adversarios (como el “existencialismo” de Sartre) allí donde todos ellos, repitámoslo, estaban, por lo menos, en otra cosa.

Esa teoría de la no-siempre-transparencia del sujeto, que se afirma sobre la negatividad de una “conciencia” fracturada, que de ninguna manera, por lo tanto, postula (como Husserl) un “Yo trascendental” -¿se puede negar, acaso, el peso, la densidad que tiene en Sartre, sobre todo en su narrativa, el mundo tumultuoso, macizo pero bullente, de las cosas, a través del cual Sartre reinterpreta de manera radicalmente nueva la ontología heideggeriana?-, pero tampoco de ninguna manera está dispuesto a renunciar al fondo de dignidad que hay en esa conciencia atribulada, ni mucho menos a los desgarramientos de su existencia histórica: eso, todo eso se juega en las (falsas) “psicobiografías” sartreanas. Y se juega desde el cuerpo entero, desde un materialismo radical que violenta frontalmente la tradición idealista platónico-cartesiana (o, al menos -porque la cuestión es bastante más compleja- la lectura estructuralista y / o post de esa tradición). En una entrevista de la revista Obliques, en la época en que está escribiendo su Flaubert, Sartre dice: “Una biografía debería ser escrita desde abajo, de los pies, de las piernas que sostienen, del sexo, en resumen, de la otra mitad del cuerpo.” Desde abajo, desde la otra mitad del cuerpo: y, por supuesto, con las palabras que puedan internarse en todo eso. Esas palabras que -sospecha Sartre, y por eso se lanza a la liza, a su última batalla- en el air du temps postestructuralista, han perdido, justamente, su valor material: vienen “de arriba”, flotan en el aire, curiosamente, como los escritores falsamente realistas que critica.

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Noviembre / 2017