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Ante la globalización estética, la vuelta al cine de autor

 

Las películas ya casi no se ven; porque ver, para mí,
significa la posibilidad de comparar. Pero no comparar
una imagen con el recuerdo que tenemos de ella sino
comparar dos imágenes y, en el momento en que las
estamos viendo, indicar ciertas relaciones.

Jean Luc-Godard

Hasta la década del 80, cuando uno iba al cine, sabía de antemano que un film japonés, chino, ruso, francés, italiano, etc., nada tenía que ver con la máquina de triturar hollywoodense, incluso nada tenían que ver con un film norteamericano. Sencillamente, eran diferentes. Y no sólo por los distintos códigos, vestimentas, ideales de belleza, usos, costumbres e idiomas tanto verbales como visuales-estéticos.
En cambio hoy en día, como dijo el crítico de cine Jorge Carnevale, en alguna de sus columnas semanales del diario Clarín: “...uno ve ahora “Héroe” de Zhang Yimou (yo agregaría su último film, el de “las dagas voladoras”) y se pregunta, dónde quedó el director de Sorgo Rojo y Judou. Otra vez profusión de guerreros que vuelan en graciosa coreografía como en El tigre y el dragón o en Matrix”. En consecuencia, una única estética (aunque sería mas pertinente hablar de “dictadura de efectos especiales”), una única identidad. Donde Troya se mimetiza con Rey Arturo de R.Scott (sí el mismo de Blade Runner, Thelma y Louise, Los duelistas) o con Alejandro Magno, la última de O. Stone (sí el mismo de J.F.K, o Pelotón).
“¿Cruce de culturas o mera globalización? En Venecia, Cannes, San Sebastián o Berlín no se sabe qué premiar. Poca creatividad y mucho refrito de probadas recetas”, se preguntaba y afirmaba el mismo Carnevale. En este sentido, la producción cinematográfica mundial (salvo muy contadas excepciones) de las últimas dos décadas, parece estar empeñada en castigar sistemáticamente a la creación cinematográfica, y por ende a la capacidad de asombro y reflexión del espectador. Incluso parece que estamos asistiendo al epílogo del cine de autor. Y más que asistir a la tan mentada (“lavada”) postmodernidad artística, nos encontramos con un verdadero “amanecer crepuscular” (1): no la aparición de un nuevo horizonte de expectativas, sino más bien una devaluación y/o agotamiento de ciertos valores de la modernidad. Una especie de era “neobarroca” (2), donde la tiranía de los efectos especiales, que son el aspecto más exterior de la velocidad, se han transformado en el poder que rige al cine. Poder que es esencialmente (todo poder lo es de alguna manera) “dromocrático” (3), ya que descansa sobre la rapidez y la eficacia de sus transmisiones, como así también de la circulación para controlar su territorio. Y que hoy pareciera ser global, total y planetaria (¿El imperio contraataca?, ¿La guerra de las galaxias de G. Lucas? o ¿la remake de Spielberg, La guerra de los mundos?). En este sentido, no es casual el rescate que hace Hollywood de determinados géneros: el peplum, los biopic de grandes conquistadores, o la ciencia ficción (quizás el género más político), justo ahora que el imperialismo capitalismo (esencialmente destructivo) pareciera consolidarse, como en otro período de la historia rescató por ejemplo, al Western o a los films de espionaje, después de la segunda guerra mundial y el inicio de la guerra fría. Es que como dijo Román Gubern en su historia del cine, Hollywood a través de sus mega-producciones, “también va a la guerra”. Es que cuando EE.UU. “desembarca” en una guerra, no sólo lo hace con su poderoso y sofisticado armamento, sino también con toda la heráldica de sus masas, o sea con toda su mitología. Recordemos por ejemplo, algunas de las escenas más críticas hechas por el cine a la guerra de Vietnam, filmadas por Coppola para su genial Apocalypse now. Sin embargo, Coppola no necesitó del despliegue barroco (en cuanto llenar un vacío) de los efectos especiales, para su emblemático film sobre la guerra, o para su histórica saga de El Padrino. No hay vacío que rellenar, porque hay un sólido, contundente y gran relato que narrar en imágenes. Y básicamente un autor, un sujeto creador autónomo.
Recordemos que la autonomía, relacionada con la creación artística está ligada a la libertad, a un hacer (de ahí hacedor) como la actividad de la elucidación crítica del sujeto y de una sociedad. En este sentido, la idea de autonomía del cine de autor está en las antípodas y en clara tensión–oposición al totalitarismo o dictadura estética que impone la “globalización de los efectos especiales”. Y no olvidemos, que en el plano histórico-social el proyecto de autonomía, y no sólo en el ámbito del cine, implica básicamente un punto de resistencia en la lucha por la emancipación.
Hasta la década del 80, el espectador todavía contaba con “saludables antídotos”que nos proporcionaban cineastas como Hitchcock, Buñuel, Welles, Fellini, Bergman, Visconti, Pasolini, Kurosawa, Godard, Truffaut, Cassavetes, Tarkovski, Coppola, el primer Scorsese, etc. Pero a partir del avance vertiginoso de la imagen computarizada, y de la ilusión tecnológica que proponen los efectos especiales de la mega industria cinematográfica, el cine de autor ha llegado al máximo de su tensión crítica, en lo que respecta a la pérdida de su trascendencia. Sólo queda “algo” que no le exige casi nada al espectador, sino que por el contrario le ofrece aparentemente “todo”. Este “obsceno” despliegue técnico dilata el espacio, y viene a llenar el vacío narrativo que antes ocupaban los grandes relatos cinematográficos. Una de las consecuencias finales es la desmesura, la sobrecarga tan propia de esta era neobarroca del cine.
¿Y qué es lo que “ofrece” este cine “vertiginoso” de la última década?
Como la mayoría de los films pensados sólo en torno a los efectos especiales y de su asegurado éxito de taquilla, esta globalización estética “ofrece” varias opciones:

- la progresiva amnesia del lenguaje.
- la muerte definitiva de los grandes relatos
- el reemplazo de ciertos valores trascendentes por el culto a determinadas constantes: dinero – cuerpo – éxito - fama – banalización o negación de la muerte.

El poco espacio destinado a la reflexión y a la indagación crítica, dentro de un hegemónico sistema ideológico, donde la velocidad de los medios es superior a la capacidad que poseemos para retener e historizar sus mensajes, atenta contra la densidad y el espesor de las propias imágenes cinematográficas que han perdido intensidad, o sencillamente se han tornado insignificantes: no producen asombro, ni perplejidad. Sólo están allí un instante, para que otra imagen más insignificante la reemplace. “El medio es más veloz que lo que transmite”, y la atracción “hipnótica” de la imagen se ha convertido en una atracción sólo sustentada en y por la velocidad. Es como si el espectador no necesitara recordar las imágenes anteriores para pasar a las siguientes. Es más, si el espectador se detuviera a recordar, reflexionar o profundizar, quedaría automáticamente “retrasado” y fuera del juego. Esta combinación de velocidad y borramiento, es uno de los signos más patéticos de esta época, lo medular del esquema postmoderno (neobarroco): la desmemoria y la pura superficialidad. En este sentido el cine de la última década ha sepultado la pausa, el silencio, la lentitud necesaria para la retención de los elementos más sutiles cargados de intensidad y significancia. ¿Dónde han quedado aquellos magníficos planos secuencia de un Welles, de un Angelopoulos, de un Tarkovski o de un Kieslowski?, ¿Y aquel memorable final de Muerte en Venecia de Visconti?
La gran mayoría de las producciones del cine actual, que pretende ofrecernos un mundo lleno de matices confunde matiz con brillo superficial, y creatividad con la “variada” repetición de lo mismo. Un cine paradójicamente homogéneo. Cine fábrica que inventa una matriz sobre la que se proponen débiles variaciones en el resto de la serie. Aquí no interesa cómo se cuenta una historia sino hasta dónde se puede impactar (que no es lo mismo que con-mover) al público con los efectos especiales. El cine de esta última década ha “totemizado” las imágenes a partir de un despliegue técnico sin precedentes que ha transformado a la técnica en un fin en sí mismo y no en una mera herramienta al servicio del relato. De ahí la literalidad omnipresente y la obscenidad pornográfica de los mismos. Todo está contado en un “presente puntual” y fragmentado. Porque hay que “estar al día”, borrar en lo posible toda huella, y olvidar. Porque no hay pasado que recuperar o del cual aprender. Este cine que “ofrece tanto”, se ha olvidado de lo fundamental: la mirada. Se ha olvidado del espectador en cuanto sujeto activo, y lo ha convertido en un autómata, que atraído por el falso confort de “la plenitud” del consumismo, ya nada tiene que imaginar, o indagar. Mejor dicho elucidar, que según Castoriadis es: pensar sobre lo que se hace, y saber sobre lo se piensa.
Dicha aceleración del tiempo produce según Paul Virilio, un exceso de velocidad, que paradójicamente es un envejecimiento prematuro y un agotamiento del mundo que nos rodeaba y nos rodea. Esto hace que se pase de la reflexión al reflejo. El sujeto no reflexiona, sino que “actúa” por reflejo, perdiéndose así (por no querer perder tiempo) el tiempo propio, el de la reflexión. La velocidad, es un poder anidado en la frase capitalista por antonomasia: el tiempo es dinero, y la velocidad es poder. Ante este panorama (panorámica es más pertinente en términos cinematográficos), la subjetividad termina esfumándose tal como un paisaje visto a través de la ventanilla de un automóvil a gran velocidad, sin procesamiento psíquico posible. Ante este exceso de velocidad (cuyo paradigma es el estar on-line) los sujetos y sus lazos también se esfuman; la traducción del otro, de la historia y del pasado se hace imposible. El paisaje se ha vuelto pasaje: ahora al miedo al futuro viene a sucederle el miedo al pasado. En este especie de travelling hacia atrás, como vuelta al cine de autor, la recuperación de la historia -que no es más que la reivindicación de la memoria ante las políticas de olvido- permite un alejamiento metodológico-instrumental, para comprender y evitar la miopía contemporánea de la era mediática. Que cínicamente nos repite que de repente, todo ha pasado: los ideales éticos y políticos; las utopías, las reivindicaciones sociales.
Hace tiempo, afirma Virilio, la aceleración de la realidad del tiempo provoca la repulsión del ser aquí presente. A semejanza del escalofrío que produce la retirada del cuerpo, la desaparición de la esperanza en el provenir produce la regresión del espíritu, el resentimiento permanente.
Sin dudas el cine –y en especial el de autor- es una ventana abierta al modo de ser de una determinada sociedad. Y en los films más lúcidos de la historia del cine, una ventana abierta al caos y a la fragmentación sobre los cuales toda forma social se asienta. También suele poseer una aguda mirada sobre la subjetividad o los distintos modos de ser en determinado histórico social. Y es por ello que el cine suele ser un catalizador muy eficaz de indagación sobre el estado actual de nuestra cultura. Empeñada en remarcar la idea de esta nueva era capitalista-globalizadora, de expansión ilimitada del “dominio”. Donde todo lo que el capitalismo “crea”, es creado para ser destruido. Desde este punto de vista el capitalismo produce sin sentido, “una vida” que no puede traducir el presente, y que debe destruir para generar más necesidades. Su afán es el de producir más, acumular más en el menor tiempo posible. Esta “forma de acción inactiva”, en la que son transformados los sujetos-consumidores de los productos culturales que este mismo sistema ofrece con tanta eficacia técnica, nos dice: desde ahora no hay más relieve que el acontecimiento, al punto de que el horizonte temporal de expectativas que propone sea establecido sólo por la línea constituida por los hechos y anécdotas de un presente sin memoria, y por lo tanto sin futuro.
Esta fascinación que produce la tiranía de los efectos especiales –verdaderas “prótesis” que tratan de sostener la ausencia de relato, la voluntad de la forma, y una sólida construcción estética sostenida por las actuaciones y las historias que se cuentan- se encuentra ligada al paulatino crecimiento de las imágenes tecnológicas, que a medida que se van haciendo más “convincentes” para el espectador, parecieran alejarse cada vez más de la representaciones tradicionales, y quedaran atrapadas en modos de autorreferencialidad seriales repetitivas. Una especie de juego con la realidad que Baudrillard denominó “simulación hechicera”. Esta fascinación por las imágenes se encuentra ligada a un tipo de seducción muy propia del sistema consumista capitalista: seducción que constituye, por un lado, una reafirmación de las apariencias, y pertenece por lo tanto al “espacio (juego) del artificio de las apariencias”; pero, simultáneamente, representa la estrategia esencial de este juego de superficie. Y que en realidad no es otra cosa que un “abismo superficial”, y uno de los síntomas más significativos de esta era “neobarroca”: el horror al vacío. Esta verdadera “trampa al ojo” lanzada por las imágenes de simulación del cine dominante, juegan con lo real y revelan para el imaginario del espectador, la falsa concepción de que la realidad está construida y predeterminada, y que poco se puede hacer para modificarla. Asimismo estas imágenes constituyen elementos fundamentales en la producción y el mantenimiento de una condición general de “simulación hipócrita, cínica y desencantada”.
Sin embargo, a diferencia de la vertiginosidad propuesta por la “estética dominante” de la última década, hay algunos focos de resistencia (y qué otra cosa es el arte), incluso la búsqueda de una instancia reflexiva desde este mismo discurso cinematográfico. Como por ejemplo el cine de Tarantino, Kitano, o las nuevas experiencias del cine coreano, chino, el de los países de la ex unión soviética, y algún que otro film que suele sorprendernos en los festivales de cine independiente, y que por supuesto no tienen una significativa distribución comercial.
Por otro lado, ¿toda esta “parafernalia” técnica, de la cual hace ostentación este “nuevo” cine (postmoderno o neobarroco), cambió los modos de percepción de los problemas y conflictos fundamentales que planteaban los grandes relatos del cine de autor, considerado hoy, despectivamente como “viejo”, “obsoleto” o sencillamente “clásico”?.
A propósito, en un texto escrito por Silvia Bleichmar “Nuevas tecnologías ¿nuevos modos de subjetividad?”, la autora comenta: …Los enigmas siguen siendo los mismos: la fratría, el nacimiento, la muerte... La tecnología no altera, hasta el momento, estas preocupaciones de base. El nuevo cine de ciencia-ficción aborda tales cuestiones: “Blade Runner” lo muestra de manera paradigmática: en un mundo en el cual los hombres han logrado construir humanoides imposibles de diferenciar a simple vista, éstos se rebelan porque no aceptan ni discriminación ni el plazo fijado de cuatro años de vida. En los límites mismos de la tecnología, la vida y la muerte se plantean como los ejes que atraviesan aún la tecno-existencia. La memoria implantada, vivencial, humana, abre las posibilidades de todos los sentimientos, incluido el amor al semejante y el dolor concomitante. En “Terminator” la alteración de los tiempos juega con el enigma de los orígenes: ¿puede un hombre enviado al pasado salvar a su propia madre y, en el ejercicio de esa tarea, engendrar a su padre?”(4)
Para ir finalizando, y para no caer en una visión meramente apocalíptica o nostalgiosa, convendría recordar aquella frase de Gramsci, repetida hasta el cansancio por Pasolini ante ciertas situaciones como las descriptas anteriormente, “seguir luchando con el pesimismo* del pensamiento y con el optimismo de la voluntad”. Quizás como dice el título del artículo, ante la globalización estética, entre otras cosas, recuperar el cine de autor. Esta recuperación amerita una aclaración: una cuestión es la actualidad y otra la contemporaneidad. La actualidad es el cine “del día”, lo efímero, un cine hijo de la moda, y que podríamos llamar, utilizando una metáfora “gastronómica”: cine hamburguesa, tan instantáneo como fugaz, films que como las hamburguesas están producidos industrialmente no para ser “saboreados”, sino para ser”tragados”. En estos “menús cinematográficos” como los que ofrece la cadena Mc.Donald’s, no hay muchas opciones, y sus productos son iguales en todo el mundo. Es más, no ofrecen ninguna resistencia, incluso como si se tratara de una regresión infantil, son tragados con la sola ayuda de las manos, sin la necesidad de cubiertos. Y en el menor tiempo posible. Estos films se consumen en el presente, con la misma rapidez que una hamburguesa. En oposición, el cine de autor, tiene que ver con la contemporaneidad, entendida como lo que resiste y dura. Films que se “anclan” en el pasado, no reniegan de la historia ni del sujeto, y se proyectan hacia el futuro. En este sentido Welles, Fellini, Visconti, Eisenstein, Coppola, etc.., no son actuales, sí contemporáneos. Para Truffaut, el cine de autor se asemejaría a la persona que lo hiciese, no tanto a través del contenido autobiográfico como merced a su estilo, que impregna el film con la personalidad de su director. Estos directores intrínsecamente “fuertes” exhiben con el paso del tiempo una “personalidad” estilística y temática reconocible que los hace únicos e irrepetibles, incluso algunos de ellos como Hitchcock, mostraron autonomía dentro del marco de los estudios de Hollywood. Dicho en términos sartrianos, el cine de autor se esfuerza por alcanzar la “autenticidad” bajo la “mirada” castradora del sistema de los grandes estudios. En última instancia más que una teoría que recupere al autor, es sobretodo una perspectiva metodológica, y una verdadera “política de los autores”, que une el “que” y el “cómo” en una proclama personal. En la que el director se arriesga y lucha contra la homogeneidad estética, contra la estandarización de un sistema establecido, sometido a rígidas jerarquías de producción. Resistiendo y gozando del control artístico sobre sus propias producciones. En síntesis, y rescatando la opinión de Andrew Sarris: “la forma en que un film se presenta y progresa debe estar relacionada con la forma en que el director piensa y siente”. Asimismo, Sarris proponía tres criterios cuestionados por muchos críticos, para reconocer a un autor, que creo, merecen ser repensados: 1- la competencia técnica; 2- una personalidad, un estilo reconocible; y 3- un significado interno surgido de la tensión entre su personalidad y el material. En cierta forma la recuperación del cine de autor, frente a la globalización estética imperante, se relaciona muy directamente con la idea de Italo Calvino, a propósito de una obra clásica. Y si bien Calvino se refería a libros, tales definiciones –sólo voy a recordar tres- pueden ser trasladadas a determinados films, dentro de la historia del cine: Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima. Un clásico es una obra que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Y por último, es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone. **

 

Héctor J. Freire
Escritor
hector.freire [at] topia.com.ar

* Un pesimista según Bernard Shaw es un realista muy bien informado.
** Calvino, Italo. Por qué leer los clásicos. Tusquets Editores, Barcelona 1992.

Notas:
(1) vivimos en un mundo crepuscular, pero tan brillante y poético que llega a confundirse con una nueva aurora. Sin embargo, la aceleración de las comunicaciones, las múltiples conexiones en red, la circulación incesante de personas, de mercancías y de información escapan a todo control..De la contratapa del libro Amanecer crepuscular, Paul Virilio en diálogo con Sylvére Lotringer. Fondo de Cultura Económica. Bs.As. 2003.
(2) Término utilizado para definir una línea de tendencia contemporánea relacionada con la idea de repetición, reciclaje o recurrencia específica y propia del barroco. No sólo o no tanto un período específico de la historia de la cultura, sino una actitud general y una cualidad formal de los objetos que lo expresan. “Neo- barroco” llega a ser una categoría artística contrapuesta a la de “clásico”, y en el caso de este artículo relacionado con el cine actual, opuesto al “cine de autor.”
(3) Del griego dromos: “carrera” o “pista de carreras”.
(4) Bleichmar, Silvia, La subjetividad en riesgo. (capítulo X). Topía Editorial, Bs. As., 2005.
 

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Articulo publicado en
Agosto / 2005

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