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Derechos y reveses: de ausencias y mediaciones entre los marcos legales y las prácticas cotidianas

 

Derechos y reveses: de ausencias y mediaciones entre los marcos legales y las prácticas cotidianas

En el marco de la Ciudad de Buenos Aires, la Ley Nacional de Salud Mental ha actualizado los debates que acompañaron a la Ley 448. El contexto político ha contribuido a profundizar las discusiones, ampliando el espectro de quienes se sintieron interpelados por este tema. Y la salud mental ha entrado con paso firme entre las cuestiones de agenda política. Tan hondo recaló el debate, que ha logrado instalar en la sensibilidad colectiva el rechazo al manicomio. La indignación generalizada que generó la reciente represión por parte de la Policía Metropolitana hacia quiénes defendían los Talleres Protegidos del Hospital Borda, llevó incluso a que algunos creyeran que el hecho haría tambalear a la gestión local.

Esto da cuenta de que el debate ha sido exitoso en cuanto a generar consensos respecto de las implicancias del encierro. Pero no debería obturarnos la posibilidad de analizar otras dimensiones, aún no suficientemente problematizadas.

Se denuncia con insistencia la falta de aplicación de las nuevas leyes. Y probablemente sea necesario continuar denunciando aquéllo. Sin desconocer su importancia, me interesa señalar aspectos que aún no han recibido suficiente atención -al no haber sido centrales en el debate mencionado-, y han tendido a permanecer ausentes. Quiero compartir aquí un punto de mira distinto respecto del hiato que existe entre las normativas y las prácticas cotidianas de las instituciones. Mis reflexiones se originan en las investigaciones que vengo llevando adelante desde el año 2005 sobre distintas prácticas relacionadas con la salud mental dentro del subsector público en la Ciudad de Buenos Aires.

Bajo el constructo de “salud mental” -así como del eufemístico “padecimiento psíquico”- existen una diversidad de prácticas y definiciones. La imprecisión del concepto -deseable, a mi entender- da cuenta de su vigor y dinamismo. Sin embargo, algunos problemas concretos resultan opacados ante aquellos contenidos que aparecen con mayor recurrencia. Es que -más allá de la opinión personal que cada quien puede tener respecto de si esto es o no correcto- en la cotidianeidad de las instituciones, las prácticas están escindidas. Por un lado, se encuentran los graves problemas de acceso -y de calidad de aquello a lo que se accede- que enfrentan quienes han padecido o se considera que pueden padecer una internación psiquiátrica. Por otro lado, por sólo poner un ejemplo, las situaciones atravesadas por quienes requieren atención individualizada y un seguimiento de otro orden, donde no está en juego la eventualidad de una internación. Tal vez una tercera situación rodee a quienes padecen un problema relativo al uso de sustancias, pero no es mi interés aquí detenerme en ello. Sí quiero explícitamente evitar un juicio de valor respecto de la gravedad de uno u otro problema, porque el considerar que ambos ameritan igual consideración hace a mi concepción personal respecto de la salud mental.

Las prácticas efectivamente realizadas en el campo de la salud mental no se reducen a lo relativo a “lo psiquiátrico”. Utilizo adrede este concepto -que no ignoro para algunos puede ser incorrecto y por eso elijo el entrecomillado. La mayor parte de mi trabajo de campo transcurrió en distintos Centros de Salud y Acción Comunitaria (CeSACs). Y “lo psiquiátrico” remite precisamente a aquello que gran parte de los profesionales que trabajan en los CeSACs entiende que excede su jurisdicción y/o sus posibilidades concretas de abordaje. En consecuencia, en el marco de los debates vigentes, y siendo definidas en ocasiones de modo tautológico como “no-psiquiátricas”, las prácticas de los CeSACs tienden a caer por fuera de lo visible. Un dato no menor al respecto, es que sólo un número muy pequeño de los profesionales de salud mental que se desempeñan en los CeSACs son psiquiatras.

Dije que quería hacer mención a algunos problemas cotidianos que quedaron en las sombras ante el lugar preponderante del manicomio como blanco de las críticas. Por sólo tomar un ejemplo entre otros posibles, me voy a detener brevemente en los contextos e implicancias que rodean a la gran demanda de atención a niños y niñas. Demanda, claro está, que se presenta mediatizada. No sólo porque los pequeños no demandan asistencia en salud mental, sino porque además se trata en la mayor parte de los casos de derivaciones por parte de instituciones educativas. Estas derivaciones surgen por distintas causas y son formuladas de muy diversas maneras -más o menos formalizadas. De hecho, muchos profesionales ponen en cuestión lo que suele registrarse como “motivo de consulta”. Se preguntan si acaso las razones esgrimidas por escuela o familiares son los únicos causales, o si acaso no cabría indagar otros niveles determinantes. Insisto en que me estoy refiriendo a los CeSACs, donde una parte no menor de quienes consultan se encuentra en situación de vulnerabilidad. Entonces surgen preguntas como ¿los derivan al psicólogo por tener otros parámetros, por ser pobres? ¿Por qué la escasez de recursos de supervivencia incide en las experiencias educativas poco satisfactorias? ¿Por qué la escuela no se aggiorna a los nuevos tiempos y necesidades? ¿Por qué esto sucede en todos los sectores sociales y se visibiliza de modo distinto en el subsector público?

Entre las búsquedas de respuesta, surgen las distintas orientaciones. Porque lo que me interesa subrayar es que a la demanda por parte de las instituciones educativas se responde de manera atomizada. Al no estar institucionalizados los mecanismos, lo que suceda con cada niño depende del profesional -o equipo, en el mejor de los casos- con quien entre en contacto. Y claro, del momento en que esto suceda. Si existe la suerte de que haya buena predisposición y afinidad interpersonal entre profesionales que actúan en Equipos de Orientación Escolar y CeSACs o Áreas Programáticas, pueden generarse instancias de acuerdo, de reunión periódica, de unificación de criterios. Pero esto no necesariamente sucede, ya que depende de las voluntades -y posibilidades- en juego en cada uno de los contextos. O no necesariamente se sostiene en el tiempo, porque depende de las vicisitudes de quienes toman a su cargo esos vínculos interinstitucionales. En algunos casos aislados, se intentan abordajes conjuntos, o propuestas de intervención alternativas o complementarias de la clínica individual. Sin embargo, estas experiencias permanecen siempre en una posición de subalternidad.

Distintos motivos llevan a que se reproduzca aquella situación, y a que las soluciones individuales vía asistencia clínica terminen imponiéndose. Permite evitar los conflictos potenciales al reformular la demanda -o al poner en cuestión criterios de otros profesionales. Permite llenar estadísticas y demostrar productividad cuando este es el interés de las autoridades locales -lo cual puede servir por ejemplo a fin de solicitar una extensión horaria. Permite también apelar a saberes disciplinares previos así como capitalizar en privado los que surjan del caso. Permite un aprovechamiento sinérgico de las instancias formativas y de supervisión habituales. Ante la posibilidad de que alguien pueda considerar esto un facilismo por parte de los profesionales, cabe interponer en la reflexión una serie de preguntas concretas: ¿Qué condiciones de trabajo tienen? ¿Están todos rentados? ¿Coincide la modalidad de su designación como para favorecer el trabajo en equipo? ¿Cómo acceden a sus cargos? ¿Cómo se deciden las instancias de formación, quién y cómo las garantiza? ¿Qué tan jerarquizada se encuentra su tarea en el marco del sistema sanitario? ¿Qué instancia ministerial es responsable de atender sus dificultades y proveer los recursos necesarios?

Veamos algunas implicancias derivadas de lo anterior. En primer lugar, la demanda de instituciones educativas -y de padres, en consecuencia- reconoce variaciones anuales. En los momentos en que la oferta asistencial se desborda, existe menos tiempo disponible para aquellos “casos” más complejos. Por ejemplo, atender a un niñito que convive con un familiar que ha abusado de él, o a otro cuya madre -sin más familiares- lo deja encerrado habitualmente en su pieza de hotel para poder ir a trabajar. Ni que hablar de realizar actividades comunitarias u otro tipo de tarea extramural. Aunque siempre puede ocurrir que se dé en el momento indicado con el profesional justo (el comprometido, o el que se sienta responsable de dar una respuesta a la situación), y que la suerte sea otra.

En síntesis, cuando no median acuerdos globales de corte intersectorial, y la adecuación de los recursos disponibles, la suerte de los sujetos queda a merced del azar. Si bien podemos legitimar aquello aludiendo a que en definitiva siempre lo está, encuentro que esto es un poco lejano de la idea de garantización de derechos.

 

Grisel Adissi

Lic. en Sociología

griseladissi [at] gmail.com

Mg. en Investigación Social, Doctoranda en Ciencias Sociales (UBA). Egresada de la Residencia Interdisciplinaria en Educación para la Salud. Autora del libro Salud Mental en la Ciudad de Buenos Aires: un abordaje cualitativo sobre las estadísticas en el sistema público, Ediciones CCC, Bs. As., 2012.

 
Articulo publicado en
Agosto / 2013

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