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Efectos de la pandemia en un manicomio: el sujeto del protocolo

 

Hay situaciones que conmueven poblaciones enteras y podrían ser calificadas como “traumáticas”, en tanto que implican la irrupción de algo inesperado que no puede tramitar una sociedad. En general, durante el transcurso de dichos eventos no suele ser posible la reflexión, porque hay que ocuparse de lo urgente. Recién una vez transcurrida la situación de urgencia, se puede tomar algún tipo de distancia que nos permita teorizar algo sobre lo acontecido. La pandemia del coronavirus es una situación de este tipo.

Una de las primeras lecciones que me dio el manicomio es que cuando parece que nada podría ser peor, las cosas empeoran todavía más

Pensar la época desde la época misma es una tarea tan difícil como necesaria. No obstante, se pueden ubicar algunos efectos que se desprenden de este proceso al modo de un resto. Se trata de aquel mismo resto del que nos ocupamos en un análisis en tanto objeto, con o sin pandemia.

Para ubicar un resto hace falta un texto, un relato.

En el momento en que comenzó la pandemia yo cursaba el último año de residencia en el Hospital Neuropsiquiátrico Braulio Moyano. Una de las primeras lecciones que me dio el manicomio es que cuando parece que nada podría ser peor, las cosas empeoran todavía más. El manicomio es el lugar donde todo puede empeorar en cualquier momento. Creo que, con la pandemia, esta sensación se incrementó y se extrapoló a la vida en general.

En el mes de marzo me quedaban pocas semanas para terminar mi paso por el Moyano, pero se declaró la emergencia sanitaria y la residencia se extendió hasta octubre. El clima de extrañeza se percibía en todos lados. Se respiraba una catástrofe y circulaban rumores que generaban miedo: que iban a mandar a los residentes (cualquiera sea su especialidad) a las UFU (Unidades febriles de urgencia), que tendríamos que dejar los tratamientos en curso porque iríamos a hacer triage, cubriendo guardias nocturnas en las calles de ingreso a los hospitales, que iban a entrenar a todos los residentes de psiquiatría para colocar respiradores en las salas covid, que iban a cerrar distintos servicios de salud mental porque todos los recursos de salud debían reconvertirse según los requerimientos de la emergencia sanitaria. En este primer momento no parecía haber lugar para la salud mental. El papel protagónico era exclusivamente para el cuerpo biológico cuyo mayor riesgo era contagiarse de este nuevo virus. Como siempre, la subjetividad quedaba perdida, olvidada, postergada, cosa frecuente y típica en este tipo de instituciones.

El papel protagónico era exclusivamente para el cuerpo biológico cuyo mayor riesgo era contagiarse de este nuevo virus. Como siempre, la subjetividad quedaba perdida, olvidada, postergada, cosa frecuente y típica en este tipo de instituciones

Rápidamente se fueron adaptando los hospitales. Se montaron las unidades febriles de urgencia, se crearon carpas sanitarias en distintos lugares y se pusieron camas hasta en los estacionamientos. En varios hospitales cerraron servicios de salud mental dejando a muchos usuarios sin atención. En las salas de internación se restringieron las visitas y se prohibieron los permisos de salida, los cuales significaban un respiro del encierro para muchas pacientes. Paralelamente se fue orientando la producción de conocimiento hacia el vasto universo de los protocolos, que se volvían más específicos día a día. A medida que la práctica se iba reglamentando con distintas indicaciones, el lugar para los agentes de salud mental se tornaba cada vez más extraño.

En este contexto, un poco perdidos, algunos residentes intentamos asumir la difícil tarea de encontrar entre tanto protocolo aquel espacio psíquico que los analistas llamamos “sujeto del inconsciente”. La pregunta que se desprende de este proceso es ¿cómo hacerle lugar a la singularidad entre tanto protocolo?

Si antes de la pandemia ya estábamos inmersos en el reino de las prácticas basadas en la evidencia, si la pasión por los protocolos ya gobernaba en los distintos ámbitos en los que los psicoanalistas nos desempeñamos, con el coronavirus esta tendencia a protocolizar la práctica se vio potenciada. Una vez más se relanzó el desafío estructural del psicoanálisis: hacer valer una ética de la subjetividad que resista al aplastamiento producido por la biologización.

El manicomio se expresa como una fuerza que hace que parezca imposible hacerle un lugar a la diferencia

El manicomio se expresa como una fuerza que hace que parezca imposible hacerle un lugar a la diferencia. Se genera un clima de estancamiento e inercia en el que rige el discurso del amo. De este modo, se empuja a los trabajadores a que se desempeñen como agentes del orden, ciegos y sordos frente al padecimiento subjetivo. Se nos dice: “Hay normas institucionales a las que todos debemos obedecer”. Esto se repite como el estribillo de un himno eternamente vigente. Hay que obedecer. Con la emergencia sanitaria declarada, las normas y el control de su cumplimiento, lejos de flexibilizarse, se volvieron más estrictas. Por ejemplo: en el hospital Moyano se nos indicó siempre a los psicólogos que no diéramos nuestro número de teléfono a las pacientes. El motivo que se esgrime es que las implicancias legales que recaerían sobre el profesional tratante en el hipotético caso de que una paciente cometiera “daño para sí o para terceros” habiéndose comunicado telefónicamente con su terapeuta serían duras de asumir (por ejemplo, que te inicien un sumario o que te suspendan la matrícula). A su vez, no hay en el hospital una línea telefónica a la que las pacientes puedan llamar, de manera que, para ser atendidas durante la cuarentena, tenían que conseguir el permiso de circulación para viajar al hospital (en muchos casos desde lejos y con serias dificultades de acceso). También cabe aclarar que la indicación desde la dirección y los jefes de servicio era decirles a las pacientes que no fueran al hospital salvo que les faltara la medicación o por una situación de urgencia extrema, interrumpiendo así los tratamientos en curso.

De este modo, se fue generando un sistema de mayor control para los profesionales de salud mental intentando reducir el quehacer a tareas administrativas, dejando de lado la especificidad de nuestra práctica y precarizando el trabajo. Mientras tanto, miles de usuarios quedaban completamente desatendidos por no ofrecerles canales de atención a distancia.

En el Moyano el servicio “consultorios externos” no cerró, y algunos nos las arreglamos para continuar atendiendo desde nuestros celulares. Entre tanta incertidumbre, intentamos encontrar una forma de estar que nos fuera soportable. La incertidumbre genera angustia y miedo; estos fueron los afectos más frecuentes producto de la pandemia. El miedo, en sus distintas vertientes, más allá del miedo a enfermarse o del miedo al covid, es la sensación protagónica que trajo la pandemia, y que continúa con una amplia variedad de manifestaciones.

El miedo a las calles vacías, el miedo a la policía, el miedo al otro. El miedo a estar en la calle. El miedo a la obediencia y también a la desobediencia. El miedo a la muerte en todas sus formas.

Todos los miedos remiten de alguna manera al miedo al desamparo. Con esto se revela algo estructural de una sociedad que carece de redes de contención y dispositivos destinados a alojar las distintas formas del malestar.

El psicoanálisis ofrece un encuadre para el miedo. Eso nos da la clave respecto de nuestra tarea como analistas: aportar un marco que cobije el miedo y lo ponga en diálogo con otras cosas. Hacer valer una ética del sujeto frente al manicomio del protocolo.

Ornella Saccomanno
Psicóloga. Ex residente Hospital Moyano
ornellajsaccomanno [at] gmail.com

 

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Articulo publicado en
Abril / 2021

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