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Entre la expulsión y el desconcierto: vida cotidiana de algunos “habitantes indeseables” de Buenos Aires

 

La imagen social prevaleciente sobre los habitantes de terrenos o casas tomadas de nuestra ciudad capital les adjudica una naturaleza infrahumana: ellos serían salvajes, incivilizados, o portadores de una “cultura mínima” sólo orientada a resolver sus necesidades biológicas. El hecho de tomar una casa o un terreno baldío sería, además, el primer eslabón de una “cadena natural” de ilegalidades: se los acusa de ser delincuentes e inmigrantes sin papeles.
El encuentro con ellos muestra, sin embargo, la heterogeneidad de sus historias de vida: familias acosadas por las crisis económicas de sus respectivas provincias; hombres y mujeres que aportan al pulso diario y el dinamismo de la ciudad trabajando, por ejemplo, en la construcción o como empleadas domésticas en negro, y cuyos magros sueldos no les permiten acceder a una vivienda mejor.
Uno de los peligros que entraña esta deshumanización de los “habitantes precarios” de Buenos Aires es que traduce en términos morales una problemática que, en rigor, es social. Basta mencionar la paradoja de una ciudad con superávit como Buenos Aires, pero sin política seria de vivienda, aun en un contexto de agudización de la crisis socioeconómica como fue el período post-cacerolazos.
El otro peligro de esta degradación de la humanidad de los “habitantes indeseables” de nuestra ciudad, es que allana el camino para el ejercicio de la violencia pública. En tanto se los considera un grupo de una naturaleza no redimible, hay una imposibilidad de pensarlos como co-ciudadanos, lo cual facilita el uso de la extorsión o la violencia estatal. La exacerbación de las diferencias morales -a veces sólo basadas en el repudio a su anómalo acceso al espacio urbano- justifica toda arbitrariedad, y aun ilegalidad, en la réplica del Estado. Basta recordar los violentos desalojos de los años 90, sin orden judicial, con quemas de pertenencias incluidas. Experiencias recientes, como la del ex Patronato de la Infancia en 2003, no resultaron tampoco más dignas. En la actualidad, ciertas “patotas” que responden al poder local expulsan sorpresiva y violentamente a ocupantes o sin techo, bajo el amparo -y la impunidad- de la noche. La paradoja es que, en un contexto de democracia, y de un gobierno local que se proclama a sí mismo progresista e integrador de las minorías étnicas, resulta casi imposible la denuncia pública de estas prácticas discrecionales, prácticamente desconocidas, como el caso de la aldea gay.
En mayo de 2006, como es de público conocimiento, se incendió una casilla en el asentamiento de Ciudad Universitaria del barrio porteño de Núñez, también conocido como aldea gay. Murieron tres personas, entre ellos un bebé. Con una cobertura que no excedió, en ningún caso, los cinco minutos, algunos medios televisivos se regocijaron en mostrar a los deudos llorando frente a la impiadosa mirada de la cámara.
La flamante funcionaria del Ministerio de Derechos Humanos y Sociales aclaró entonces que las casi 90 familias del asentamiento estaban organizadas, y serían trasladadas a unas “casitas” (sic) que estaban por construirse en Villa La Rosa, partido de Pilar. En la jerga oficial, traslado equivale a desalojo. El objetivo era, según el decreto firmado por Telerman, la recuperación de los terrenos para el pleno desarrollo de la obra del Parque Natural y Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado.
Efectivamente, los vecinos habían organizado una cooperativa de vivienda y existía tal proyecto de armar el barrio: el Gobierno aportaba terreno y materiales, y los vecinos su mano de obra. “Eran unas prefabricadas hermosas. Nosotros íbamos a hacer los contrapisos”, nos contaba la gente. El proyecto no prosperó por motivos contradictorios y difíciles de elucidar. “No nos dieron tiempo de hacer un planteo. La resolución fue inmediata”, alegaba un poblador. “Nadie sabe por qué no se dio. Se pagó la cooperativa con la intención de obtener una tierra donde vivir”, se lamentaba otro.
Frente a nuestra pregunta, algunos profesionales intervinientes responsabilizaron a los propios habitantes de que el proyecto se venga abajo, ya sea argumentando sobre su supuesta falta de educación o incluso que los gays son “quedados, poco luchadores”, y que cada uno “obtiene según lo que le corresponde”. Considerados ciudadanos de segunda, sus derechos eran proporcionales, pues, a su “inacabada humanidad”. Vale decir que los pobres no son todos iguales: si además de ser pobre, gay y cartonero le sumamos el hecho de intrusar terrenos valiosos sobre el Río de la Plata de la pretendida “capital cultural de América Latina” ¿qué sentido tiene procurarles una real solución a su problemática habitacional?
El 3 de mayo de 2006 se firmó el convenio entre los vecinos y el Gobierno de la Ciudad mediante el cual se pactaba la entrega de subsidios monetarios para que cada familia “elija libremente” dónde comprar su casa. Lo que no se explicitó -y en rigor, tuvo sin cuidado al poder local- es que la suma de dinero que obtuvo cada familia resultaba insuficiente para procurarse un techo. Hay muchos vecinos que, no obstante, recibieron con beneplácito la llegada del subsidio pues no creían que hubiera otra alternativa posible: “Es que salimos todos, o la máquina pasa por encima de tu casa. Nos dijeron que 100 milicos van a venir a limpiar todo”. Para otros, en la práctica, dicho subsidio se destina a un hotel provisional hasta quedar nuevamente en la calle en cuestión de meses.
Desde la perspectiva oficial, sin embargo, la operatoria “fue un éxito”, tal como se ufanaba una de las profesionales a cargo. Off the record, otra profesional del gobierno no implicada en la operatoria admitió que la ley impuso la obra del parque costero, y que el subsidio monetario, así como la desinformación, eran formas de chantaje. “Nunca es clara la información. Es un recurso estratégico. Dijeron de arriba que la guita era mucha, y las obras ya están pautadas. Pero rompés una organización… es una cagada”.
En aquel tiempo de descuento, muchos habitantes del asentamiento padecían angustia e insomnio. Se despertaban en la madrugada para cartonear y, con los pesos recaudados, salir a recorrer inmobiliarias de municipios del Gran Buenos Aires. Todo en vano: “En provincia no hay posibilidad. Y es un desespero, porque no hay dónde ir… nosotros no queremos plata, queremos tierra donde vivir”, nos explicaba uno de los fundadores de la aldea.
¿Esto fue “procurar una solución digna” (decreto dixit) a los pobladores del asentamiento? ¿Esta fue la negociación que hubiese complacido a los desaparecidos, cuya memoria se honra en dicho Parque, y que en muchos casos trabajaban precisamente para mejorar la calidad de vida de los habitantes de villas? En 1998, luego de un violento desalojo en la aldea donde los ranchos fueron quemados y las pertenencias robadas por la policía, varios de los pobladores de la aldea gay terminaron viviendo debajo del puente de la estación ferroviaria Scalabrini Ortiz. Durante el transcurso de ese mes a la intemperie, en pleno invierno, tres de ellos -portadores de HIV-, murieron ahí mismo o en el hospital. “Vos ya tenés en la piel eso”, nos contaba uno de ellos rememorando la experiencia. “No tengo dónde caer muerto. Si yo me voy a la calle me voy a morir tirado en la calle”.
De los expulsados por métodos oscuros “no se habla”: se trata simplemente de “liberar los terrenos”, y asegurarse de que los desplazados -camión mediante que les provee el gobierno- no vuelvan a “intrusar” tierras o casas en la ciudad capital. Y no es una metáfora: el “problema” de los “habitantes indeseables” es devuelto, literalmente, a tierras fiscales ignotas del siempre imaginado más pobre conurbano bonaerense. Con lo cual la lógica de que sólo deben habitar la ciudad de Buenos Aires quienes “merezcan” vivir en ella, característica de la dictadura militar, permanece vigente, sólo que bajo nuevas formas sutiles de violencia inadvertida que desalientan el armado de resistencias.
En lugar de demonizar a priori a los “desheredados” de la bonanza capitalista, ¿no sería necesario abordar las profundas contradicciones que genera una ciudad de integración declamada y exclusión acallada?

 

María Carman
Dra. en Antropología Social UBA / Investigadora CONICET
mariacarman [at] uolsinectis.com.ar
 

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Articulo publicado en
Julio / 2007

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