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Los evangelios del celuloide

 

La iglesia sólo puede ser reaccionaria; la iglesia sólo puede estar de parte del poder; la iglesia sólo puede aceptar las reglas autoritarias y formales de la convivencia; la iglesia sólo puede aprobar las sociedades jerárquicas en las que la clase dominante garantice el orden; la iglesia no puede más que detestar cualquier forma de pensamiento aunque sólo sea tímidamente libre; la iglesia tiene que estar en contra de cualquier innovación antirrepresiva (esto no quiere decir que no pueda aceptar formas, programadas desde arriba, de tolerancia, practicada en realidad, desde hace siglos, no ideológicamente, según dictámenes de una “Caridad” disociada –repito, no ideológicamente- de la Fe); la iglesia sólo puede actuar al margen de las enseñanzas del Evangelio.
Pier Paolo Pasolini

 

Dentro de la Historia del Cine, el “cine religioso” es una etiqueta demasiado ambigua y compleja, que se usa generalmente en forma arbitraria y superficial, para enmarcar a un determinado “género cinematográfico”, como lo es el western, el policial, o la ciencia ficción. O sea un conjunto de films cuya temática e intención es marcadamente definida de una manera convencional. Por ejemplo cuando se lo utiliza como una “estrategia conceptual y marketinera” muy eficaz, para las programaciones de “La Semana Santa”, donde invariablemente, todos los años se repiten los mismos films ortodoxos, dogmáticos y frívolos. Pero cuando se profundiza en esta generalidad, la ecuación binaria entre el sustantivo cine y el adjetivo religioso, se extiende mucho más allá de films que tienen que ver con temas bíblicos, la religión o relacionadas con la misma. Como por ejemplo los primeros films de Bergman, donde lo metafísico existencial, pone en conflicto y colisiona esta “cuestión religiosa del género”. Cabría entonces la pregunta que se hace Gustavo Bueno (un especialista en el tema): ¿por qué va a ser más religioso un film que otro, quién lo determina? Dentro de este corpus tan amplio y confuso del cine religioso, en primer lugar habría que distinguir dos grandes series: el cine “de religión” y el cine “sobre la religión”, así como existe dentro del género bélico: el cine “de guerra”, y el cine “sobre la guerra”.
El cine “de religión” es el que está más íntimamente unido a las instituciones, al poder de las mismas, y a la transmisión, divulgación y recordatorio del dogma. Según este criterio, estos films (Jesús de Nazareth, de Zeffirelli, Los diez mandamientos, de Cecil B. de Mille o Quo Vadis, de Le Roy, por citar los más conocidos) funcionan como una verdadera regla de formación. Son la recurrencia de la misma matriz: “es religioso todo film que se parece o repite determinados films-patrón” como los nombrados anteriormente. O sea que estos tipos de films, terminan conformando un contexto de ortodoxia normativa rígido. Donde lo bello se une a lo bueno para afirmar y confirmar, los valores incuestionables, para nada ambiguos o contradictorios del dogma en cuestión. El cine “sobre la religión”, en cambio se caracteriza, casi en la totalidad de su filmografía, por su cuestionamiento y crítica reflexiva sobre los aspectos más represivos y totalitarios del dogma. En ese sentido se podría afirmar, que por lo general el cine “sobre la religión”, se nos presentó y se nos presenta a lo largo de la historia del cine, como agudas miradas sobre la institución religiosa (en especial la católica). Una especie de lectura sesgada de los relatos alternativos de los evangelios; siendo lo más característico, lo que podríamos llamar los evangelios de celuloide. Y donde hablar de los Cristos cinematográficos -mezcla de mito y personaje histórico, por demás controvertido- es hablar de polémicas. Desde la acartonada y olvidable superproducción Rey de reyes (1917) de Cecil B. de Mille, pasando por el sencillo Jesús proletario-héroe popular, dispuesto a denunciar y dar la vida ante las injusticias de la sociedad de su época, en el film El evangelio según San Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini; al socrático El Mesías (1967), de Roberto Rossellini. O el ingenuo y naïf Jesucristo Superstar (1974), de Norman Jewison. También es muy común observar, que en los films “sobre la religión”, la polémica se desplace de la figura de Jesús como protagonista excluyente, a otros personajes aparentemente periféricos, y que en este tipo de films se tornan centrales. Por ejemplo: Barrabás (1962), de Richard Fleisher, sobre la novela homónima del Premio Nobel Pär Lagerkvist; La Ricotta (1963), de Pasolini: un film sobre la pasión en tono de parodia, una especie de “calvario party”, en el que Stracci (un pobre muerto de hambre), el ladrón bueno, termina ocupando el lugar de Cristo. O la Última tentación de Cristo (1988), de Martin Scorsese, basado en el texto de Nikos Kazantzakis, donde un Jesús hamletiano lleno de dudas, es desplazado en importancia por Judas, el verdadero revolucionario del film1.
Si aceptamos que el “cine religioso” es una cuestión de género, cabría recordar que el concepto de género cinematográfico, remite a clase, tipo, procedencia, clasificación a partir de categorías generales y “marketineras”, está vinculado al mercado y a la ideología del “cine industria”, a “la fábrica de los sueños hollywoodense”. Y a la pretensión de monopolizar y estandarizar sus productos, para facilitar su llegada y posterior consumo del público masivo. El género religioso, entendido como un eficaz vehículo de transmisión ideológica, es un fuerte manipulador de las emociones y de las preferencias previas, en torno a films cristalizados de antemano. Verdaderos “lugares comunes” que articulan y fijan los gustos del gran público. Por lo general relacionado con el mero “cine comercial”, en confrontación con el “cine arte” o de autor. Aunque en este sentido, la generalización propia del género admite muchas excepciones a la regla; y también porque el concepto de género religioso, implica no sólo especificación de un conjunto de rasgos comunes que se comparten, sino también diferenciaciones con otros rasgos con los que no se “comulga” -por usar un término religioso. A propósito, y como ejercicio de análisis, se pueden comparar, dentro del subgénero “hagiografías”, el edulcorado Hermano sol, hermana luna, del conservador Zeffirelli, con el polémico film de Liliana Cavani, Francesco, sobre la vida de San Francisco de Asís. Además el llamado género religioso, por lo general, proviene de ciertas convenciones en cuanto al sistema de producción (marcada tendencia a lo épico-histórico, respeto por la misma cronotopía: locaciones y escenarios tradicionales, gran cantidad de extras, actores famosos y taquilleros). En este sentido, la repetición del mismo modelo iconográfico, en cuanto a la elección del actor (en especial su rostro) para la representación de Cristo: lindo, blanco, ojos celestes y larga cabellera rubia. Incluso esta convencional utilización iconográfica la encontramos en el Cristo de Scorsese (Willem Dafoe), film “religioso y políticamente incorrecto”. Salvo, claro está, la gran excepción a la regla: el Cristo morocho (el barcelonés Enrique Irazoqui) de El evangelio según San Mateo, de Pasolini. Donde Cristo no es el héroe, no es el protagonista ni el origen que las instituciones han construido, sino más bien el nexo de un discurso político que inscribe el presente en el pasado. En otras palabras, no es el ícono de Cristo lo que se quiere resaltar, sino el discurso mismo: la palabra que le da acción. O sea la dimensión “práctica y dinámica” de la palabra. Y este no es un elemento aleatorio. La palabra, y no el “bello” y “sufriente” rostro, es la que produce el puente entre el Cristo y los cristos actuales, entre el poder hipócrita de las instituciones religiosas de hoy y las de ayer. El discurso político y revolucionario de Cristo, en cuanto agente de acción y cambio. De hecho en el film de Pasolini, los dos momentos más significativos son el sermón de la montaña y la denuncia pública de fariseos y letrados. En el film “marxista”, El evangelio según San Mateo, el poder de la palabra como acción, se convierte en un acontecimiento cinematográfico. Y entre otras lecturas posibles, y siempre dentro del “marco del cine religioso”, mejor dicho “sobre la religión”; el film somete a debate la concepción espacio-temporal y la filosofía de la acción, que son la base de la historiografía de occidente. “Si Pasolini había dicho que Saló era un film contra el poder, -este poder que padezco: este poder de 1975-, se puede decir que El evangelio según San Mateo es un film contra el poder de principios de los años sesenta. La denuncia de letrados y fariseos se convierte en una inventiva contra la hipocresía del poder clerical-fascista, que gobierna la Italia de la posguerra. La voz, que permanece con insistencia en longitud de campo medio-larga, separada de un sujeto que la produce, hace olvidar la especificidad de la situación y obliga a reconocer la pertinencia que las palabras pronunciadas tienen en el presente.”2 A propósito, el propio director expresaba en una entrevista: ‘Pienso, en primer lugar, que Mateo es el más revolucionario de todos los evangelistas, porque es el más “realista”, el más próximo a la realidad terrestre del mundo donde Cristo apareció’.
La otra gran excepción a la regla es el film de Denys Arcand, Jesús de Montreal (1989), uno de los últimos y mejores “cristos contemporáneos” del cine. En este film no se recrea la vida de Jesús, sino la imposibilidad de una representación actual de esa vida. En este proyecto, el proceso de identificación por parte del actor protagónico (que también rompe con la estandarización hollywoodense del “Cristo de estampita”), puede ser pensado como una inversión en el régimen de la ficción dramática que plantea Hamlet. En la obra de Shakespeare, Hamlet llama a unos comediantes para representar frente a su madre y su tío, su propio drama. Es decir se desdobla en yo ficcional. En Jesús de Montreal, sucede todo lo contrario: el drama que interpreta el protagonista termina por fundirse con él. Al principio los límites entre la ficción y lo real son claros, pero a medida que el film avanza estos se van desdibujando hasta desaparecer. Borrado este límite, ya no hay actuación, sino una suerte de reencarnación y reedición del mito. Que seguirá su curso, incluso con Cristo muerto. Hecho que revela el alcance de este proceso de identificación o de realización plena de la ficción dramática. Basta recordar el final genial de la donación de órganos. En el film, “Jesús” viene a revolucionar la ciudad de Montreal (el mundo), se enfrenta a la sociedad capitalista de consumo, a la superficialidad, a la indiferencia ante el dolor y la pobreza, a la hipocresía de las instituciones. Pero desde el poder de estas mismas instituciones, su único final posible es la muerte, a fin de garantizar que el cambio no se produzca. Según esta visión, mejor dicho, versión cinematográfica: si Cristo reapareciera, volvería a ser crucificado.
Ahora bien, y volviendo a la cuestión de género del “Cine Religioso”, recordemos además que esta categoría proviene no sólo de convenciones de producción, directamente ligadas a formulaciones ideológicas y temáticas, sino también a determinadas estrategias narrativas, destinadas a satisfacer el supuesto pedido del gran público. Ávido siempre de guías orientadoras de lectura. De ahí la relación triangular que exige todo género: entre el objeto artístico (el film, en este caso), el artista (el director) y el público. Fenómeno que a su vez debería ser evaluado según su conexión con la tradición histórica y cultural. Sin perder de vista la íntima relación entre lo religioso, lo histórico y lo ideológico de todo film. Incluso pareciera haber una marcada tendencia por el reciclaje -sospecha de redundancia y falta de creatividad- de los mismos modelos del pasado (que el cine religioso comparte con el peplum, por ejemplo). En este sentido es muy interesante lo expresado por Román Gubern en su artículo “La industrialización de la memoria”, y que éste denomina “la función nostalgiosa” del pasado esplendoroso del “star system” -tan afín con el cine religioso-, en un presente de catástrofe ecológica y crisis del capitalismo. Dice Gubert: “con estos elementos definidores no resulta difícil sentenciar a la actual cultura del revival, como una cultura conservadora y necrómana; dando al término “conservador”, un doble sentido: como conservación o repetición de viejos temas o mitos y, a la vez, como ideológicamente conservadora”.
En síntesis, el “cine de religión”, más epidérmico, opera sobre el fenotexto, sobre el nivel manifiesto de los aspectos más exteriores. Y donde el film establece una relación con la moral y la opinión pública en función a modelos con cierta “decencia y buenas costumbres”, prefijados por valores de la cultura occidental judío-cristiana. En cambio, el cine “sobre la religión”, trabaja a profundidad, sobre el genotexto, el nivel latente. Y por lo general contradice, cuestiona y pone en crisis los aspectos exteriores de la ortodoxia religiosa normativa. Incluso se puede afirmar que estos films son censurados y considerados como “antirreligiosos”. De ahí que decir, “cine sobre la religión”, no es referirse a un período determinado de la historia de la humanidad o del cine en particular; hay films que pueden atravesar cualquiera de los géneros cinematográficos, y ni siquiera tomar como tema la “cuestión religiosa”, o tomar ésta como un estímulo más a la imaginación artística. En cambio el “cine de religión”, es exclusivamente el que sólo considera la dimensión sobrenatural de la existencia. Por otro lado, los films considerados blasfemos o heréticos por el poder religioso, no dejan de ser una contradicción interna de ese mismo sistema de censura: puesto que los “pecados” de blasfemia o herejía, son categorías tan religiosas como pueden serlo la virtud, la plegaria o el mismo Dios. Desde esta perspectiva, habría que incluir también dentro del “género religioso”, films como Giordano Bruno, de Giuliano Montaldo, El bebé de Rosmary, de Roman Polansky, o Los demonios, de Kent Russell. Como así también la inclusión de films que se refieren a otras religiones y a otros contextos culturales: hinduistas, judíos, musulmanes, animistas, etc. Sólo como sugerencia y a modo de ejemplo algunos títulos, ya que el análisis de sus problemáticas merecen otro artículo: Faraón, de Jerzy Kawalerowicz; Mahoma, el mensajero de Dios, de Mustafá Akkád; Rey David, de Bruce Beresford; Samsara, de Christy Cheng. Y recordemos, que en el caso particular del judaísmo y el islamismo, el número de films se ve muy limitado debido a la prohibición de la representación en imágenes de Dios o del Profeta Mahoma.
Por último, hay que reconocer que un cine auténticamente “religioso” no es fácil de conseguir. La expresión cinematográfica de lo religioso debería consistir en films que se limiten a sospechar, sugerir, cuestionar; que no se limiten sólo a demostrar o a dogmatizar, y que dejen al público en libertad para reflexionar, sentir, elucidar y deducir, que en definitiva es lo esencial de todo arte. De ahí que se cuenten con los dedos de la mano realizadores de trascendencia: “los protestantes” Bergman y Dreyer; “el jansenista” Bresson, “el marxista” Pasolini. Como vemos, el “cine religioso”, no es patrimonio de una determinada religión. Incluso, ni siquiera exige la fe religiosa explícita del artista. En este sentido hay auténticos films “sobre la religión”, como el caso de Viridiana (1961), una santa muy poco conocida de la época de San Francisco de Asís trasladada al siglo XX, para plantear la superioridad del erotismo sobre la vocación religiosa, una crítica marxista a la parábola del Buen Samaritano, y quizás lo más demoledor del film, -a partir de la exacta posición del cuadro de Leonardo La Última Cena (musicalizado con el Alleluya del Mesías, de Haendel y un rock-and roll)- se transforma la famosa “es-cena” sagrada, en una profana bacanal (la orgía de los mendigos), donde incluso la figura de Cristo es ocupada por un ciego, y un leproso mete el brazo en la pila de agua bendita para contaminarla y luego se dirige a violar a Viridiana. Este banquete grotesco y carnavalesco, extraído más de un cuadro de Goya que de la “religiosa” pintura de Leonardo se ha transformado con el paso del tiempo, en la máxima expresión buñuelesca. También tenemos, La vía láctea, Nazarín, Simón del desierto dirigidos por el mismo artista Luis Buñuel, que ante la realización de estos films, irónicamente siempre repetía: “¡Gracias a Dios que soy ateo!”.

Héctor J. Freire
Escritor y crítico de arte
hector.freire [at] topia.com.ar

Notas

1 Para mayor información, consultar Freire, Héctor, De cine somos, Editorial Topía, Buenos Aires, 2007, Cap. IV.
2 Mariniello, Silvestre, Pier Paolo Pasolini, Ed. Cátedra, Madrid, 1999.
 

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Articulo publicado en
Marzo / 2008

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