Las instituciones de la democracia argentina exhiben, con toda nitidez, las severas limitaciones -y, desde mi punto de vista, incurables- de la democracia capitalista y los obstáculos formidables que, en un país de la periferia como la Argentina conspiran para impedir el pleno desarrollo de un proyecto democrático.
En efecto, una inspección comparativa del panorama político internacional muestra que hay cuatro grados posibles de desarrollo democrático admisibles dentro de una formación social capitalista. El primero, el más rudimentario e elemental, se podría llamar “democracia electoral”. Se trata de un régimen político donde las elecciones periódicas son el único mecanismo para cubrir el puesto de jefe del Ejecutivo y designar los representantes del poder legislativo del estado. En cierta medida, este primer y más elemental nivel de desarrollo democrático es un simulacro, una formalidad vacía, desprovista de cualquier contenido significativo en la medida que, como lo demuestra sobradamente la experiencia, el “contrato electoral” entre mandatarios y mandantes es sistemática e impunemente violado en la Argentina. Desde “el salariazo” de Menem hasta el prometido “cambio de rumbo” de De la Rúa y las promesas de abandonar el Consenso de Washington hechas por el actual presidente, las expectativas del electorado fueron permanentemente defraudadas, lo que explica, entre otras cosas, la creciente deslegitimación que padecen las instituciones políticas en la Argentina.
Una mirada ingenua sobre nuestra “democracia electoral”, o de (muy) baja intensidad procuraría reconfortarnos diciendo que pese a todo existe “competencia partidaria”: los candidatos organizan intensas campañas, los comicios pueden ser disputados encarnizadamente y el entusiasmo popular durante la campaña y en el día de las elecciones puede ser alto, aunque la tendencia es claramente declinante. Pero éste es un gesto aislado, porque el resultado de esta rutina no cambia para nada las políticas gubernamentales, los derechos de los ciudadanos, o la promoción del bienestar publico. Constituye el “grado cero” del desarrollo democrático, el punto de partida más elemental, y nada más. Como advirtiera George Soros antes de la elección de Lula, los brasileños cada dos años pueden votan como quieran, pero en última instancia serán los mercados, que votan todos los días, los que acabarán imponiendo sus preferencias. Lo mismo vale para cualquiera de nuestros presidentes. “Los mercados obligan a los gobiernos a tomar decisiones impopulares pero indispensables”, dijo Soros en esa oportunidad. “Hoy, la importancia decisiva real de los estados recae sobre los mercados”. La miseria incurable de las instituciones del capitalismo democrático está expresada fríamente en sus palabras. Los mercados son reales, la democracia una mera conveniencia ornamental para colmo plagada de corruptelas y los vicios tradicionales del clientelismo político.
Pero, ¿no habría un segundo nivel de institucionalidad democrática? Sí, y es lo que podría llamarse como “democracia política”. Esto implica avanzar un paso más allá de la democracia electoral al establecer un régimen político que permite algún grado de representación política efectiva mediante partidos y parlamentos, una genuina división de poderes, una mejora en los mecanismos de participación popular mediante plebiscitos y consultas populares, facultades para los cuerpos legislativos, la creación de órganos especializados para controlar el Ejecutivo, derechos reales de acceso público a la información, financiamiento de campañas políticas con las arcas estatales, instrumentos institucionales para minimizar el rol de los grupos de presión política e intereses privados, etc. Huelga decir este tipo de régimen político, una especie de “democracia participativa”, nunca ha existido en la Argentina ni en ninguno de los capitalismos latinoamericanos. El congreso y los parlamentarios aparecen consistentemente entre los grupos e instituciones sociales más desprestigiadas de la Argentina. Los partidos no corren mejor suerte, y el poder judicial es visto como el gran articulador de las mentiras y maniobras leguleyas que permite que politiqueros y demagogos corruptos circulen libremente por la vía pública. La separación de poderes, por otra parte, es una mera superstición en la Argentina. Nuestro logro máximo en estas regiones, por lo tanto, nunca pasó de ser la modestísima democracia electoral.
Un tercer y más desarrollado tipo de institucionalidad democrática se puede nombrar “democracia social”. Esta es el resultado de las dos fases anteriores, más el desarrollo pleno de la ciudadanía social, o sea, del otorgamiento y disfrute de un amplio espectro de derechos en términos de estándares de vida y acceso universal a la educación, la vivienda y los servicios de salud. Como observara uno de los más importantes estudiosos de la materia, el sociólogo sueco Gosta Esping-Andersen, un buen indicador del grado de justicia social y del ejercicio de la ciudadanía en un país es dado por el grado de “desmercantilización” de la oferta de bienes y servicios básicos requeridos para satisfacer las necesidades básicas de las personas. En otras palabras, la “desmercantilización” significa que una persona puede sobrevivir sin depender de los vaivenes caprichosos del mercado y, como señala Esping-Andersen, “fortalece al trabajador y debilita la autoridad absoluta de los empleadores. Ésta es precisamente la razón por la cual los empleadores han estado siempre en su contra”.
Donde la provisión de educación, salud, vivienda, recreación y seguro social -para mencionar algunas las áreas más comunes- está libre del sesgo de exclusión introducido por el mercado, probablemente seremos testigos del nacimiento de una sociedad justa y una democracia fuerte. La otra cara de la “mercantilizacíon” es la exclusión, porque significa que solamente aquellos con dinero suficiente podrán adquirir los bienes y servicios que son inherentes a la condición de ciudadano. Por lo tanto, las “democracias” que fracasan en proveer un acceso más o menos equitativo a los bienes y servicios básicos -lo que quiere decir donde los bienes y servicios básicos ya no son concebidos como derechos civiles universales por ley- no cumplen con las premisas básicas de una teoría sustancial de la democracia, entendida no solamente como un proceso formal sino como un paso definitivo hacia la construcción de una sociedad buena. Como Rousseau señaló con toda razón:
“Si quiere un estado fuerte y duradero, debe asegurar que no tenga ni un extremo de la riqueza ni el otro. No debe tener ni millonarios ni mendigos. Son inseparables el uno del otro y ambos son letales para el bien común. Donde existen, la libertad pública se convierte en una mercancía de trueque. El rico la compra, el pobre la vende”.
La situación en Argentina se encuadra bastante ajustadamente al modelo de lo que Rousseau percibiera como un rasgo “letal para el bien común”. La polarización social y la creciente exclusión socio-económica de grandes categorías de la población no fue el resultado del juego de fuerzas sociales anónimas sino la consecuencia de un proyecto de refundación capitalista impuesto por una perversa coalición de clases dominantes locales asociadas al gran capital internacional. Los países de la Europa Nórdica y los latinoamericanos ilustran las características contrastantes de esta dicotomía: por un lado, en el mundo escandinavo, encontramos una ciudadanía políticamente eficaz, comprometida firmemente con el acceso universal a los bienes y servicios básicos, rasgo éste incorporado al “contrato social” fundamental de esos países. Esto significa que hay un “salario del ciudadano”, un seguro universal contra la exclusión social que garantiza, mediante canales políticos e institucionales “no mercantiles”, el goce de ciertos bienes y servicios que, en la ausencia de tal seguro, podrían ser adquiridos en el mercado solamente por aquellos sectores cuyos ingresos les permitieran hacerlo. Por el contrario, en las así llamadas democracias latinoamericanas, hallamos una confusa mezcla de procesos políticos superficiales de concesión de derechos políticos y electorales coexistiendo con la simultánea privación de derechos civiles, económicos y sociales, todo lo cual condena a nuestras democracias a un formalismo vacío, un procedimiento abstracto que es fuente segura de futuros despotismos. Tal como lo indica la experiencia argentina, luego de más de veinte años de “transición democrática” tenemos democracias sin ciudadanos, democracias empeñadas antes que nada en promover el neoliberalismo y cuyo objetivo supremo es garantizar la tasa de ganancia de las clases dominantes y no el bienestar social de la población.
El cuarto y más alto grado de desarrollo democrático es la “democracia económica”. La base de este modelo es la creencia de que si el Estado ha sido democratizado no existen razones para excluir a las empresas privadas del impulso democrático. Inclusive un autor tan identificado con la tradición liberal como Robert Dahl ha roto con el reduccionismo político propio de esa perspectiva al argumentar que “del mismo modo que apoyamos el proceso democrático en el gobierno del Estado a pesar de las imperfecciones substanciales en la práctica, también respaldamos el proceso democrático en la administración de emprendimientos económicos a pesar de las imperfecciones que esperamos existan en la práctica”. Podemos, y debemos, seguir un paso más, y afirmar que las empresas privadas modernas son solamente “privadas” en la dimensión jurídica que, en el estado burgués, mantiene las relaciones de propiedad existentes con la fuerza de la ley. Pero allí termina el carácter “privado” de estas firmas. Su peso asombroso en la economía así como también en la esfera política e ideológica, las ha transformado en verdaderos actores públicos que no deberían ser excluidos del proyecto democrático. Pensar que el conglomerado de grandes monopolios que dominan la economía argentina son entes privados que no deberían estar sometidos a escrutinio público es una aberración teórico-política de primer orden. Pero una tal aberración se encuentra en la base del pensamiento político dominante en los capitalismos contemporáneos.
Los comentarios de Gramsci acerca de la distinción arbitraria y con sesgo de clase entre lo público y lo privado deben ser puestos nuevamente en primer plano. Una democracia económica significa que el soberano democrático tiene las capacidades efectivas para tomar decisiones sobre las cuestiones económicas más importantes que tienen influencia en su vida, no importa si esas decisiones son tomadas originalmente por actores privados o públicos o si afectarán a unos o a otros. Contrariamente a lo que postulan las teorías liberales, si hay una cosa que es política en la vida social, ésta es la economía. Política en el sentido más profundo: por su capacidad de tener un impacto en la totalidad de la vida social, condicionando las oportunidades de vida de la población entera. Nada puede ser más político que la economía, una esfera de influencia donde los recursos escasos están divididos entre las distintas clases y segmentos de la población, condenando a la mayoría a una existencia pobre o miserable y bendiciendo a una minoría con todo tipo de riquezas. Lenin tenía razón: la política es la concentración de la economía. Todo el discurso neoliberal sobre la “independencia” de los bancos centrales y su reticencia a aceptar la discusión pública de las políticas económicas en términos más generales, argumentando que son asuntos “técnicos”, más allá del alcance de la capacidad de los individuos comunes y corrientes, son meramente una cortina de humo ideológica para evitar la intromisión del elemento democrático en el proceso de la toma de decisiones económicas.
Para concluir: luego de décadas de dictaduras, luchas sociales y muchísimo derramamiento de sangre de las masas populares, la Argentina apenas llegó, ¡y se mantiene con dificultades!, al primer y más elemental nivel de desarrollo democrático. Pero inclusive este logro modesto ha sido constantemente acosado por fuerzas enemigas que no están dispuestas a ceder sus privilegios tradicionales de acceso al poder y la riqueza. Si es un hecho demostrado ad nauseam que la sociedad capitalista es una base inestable y bastante limitada para construir un orden político democrático -dada la irremediable desigualdad entre vendedores y compradores de fuerza de trabajo que constituye su núcleo esencial-, el capitalismo dependiente y periférico latinoamericano se ha mostrado aún menos capaz de ofrecer fundamentos sólidos para la democracia. Y está demostrando ser altamente resistente al fuerte deseo y presión popular manifiestos de abrir nuevos caminos de participación política de masas y autogobierno que podrían conducir hacía la plena realización de la democracia.
Si en la Argentina la corrupción, la desorbitada influencia del dinero en la viabilización de las carreras políticas de los líderes y la sistemática desinformación y manipulación producida por los principales medios de comunicación de masas, para nombrar algunos de los principales factores, han erosionado gravemente nuestras instituciones políticas, el balance en el mundo de los capitalismos desarrollados no es mucho más alentador. En el corazón mismo del sistema, como observara el politólogo británico Colin Crouch, “tuvimos nuestro momento democrático alrededor de mediados del siglo veinte”, pero hoy vivimos en una época claramente “posdemocrática”. Como resultado, “el aburrimiento, la frustración y la desilusión se han arraigado después del momento democrático”. Ahora, “poderosos intereses minoritarios han llegado a ser mucho más activos que la masa de gente común (...); las elites políticas han aprendido a manejar y manipular las demandas populares; (...) el pueblo tiene que ser persuadido de votar en campañas publicitarias hechas desde arriba” y las empresas globalizadas se han convertidos en actores indisputados en los capitalismos democráticos.
Lo dicho es especialmente cierto en sociedades como la Argentina, donde la expresión “autodeterminación nacional” es una piadosa mentira que oculta el peso creciente que las fuerzas externas políticas y económicas -el FMI, el Banco Mundial, el BID, Wall Street y Davos, como agentes organizativos del gran capital monopólico imperialista- tienen en la toma de decisiones domésticas. Por doloroso que sea reconocer este hecho, la dependencia externa de la Argentina ha llegado a tal punto que la palabra “neo-colonia” nos describe con mucha más precisión que la expresión “país independiente”. De esta manera, la cuestión que se plantea con más y más frecuencia en Argentina como en el resto de Latinoamérica es ¿hasta qué punto se puede hablar de instituciones canalizadoras de la soberanía popular si no existe la soberanía nacional? ¿Soberanía popular para qué? ¿Puede un pueblo sometido al dominio imperialista llegar a tener ciudadanos autónomos y capaces de autogobernarse? Bajo estas condiciones altamente desfavorables solamente puede sobrevivir un modelo democrático muy rudimentario como el que padecemos en la Argentina. Por lo tanto, nuestra maladie institucional persistirá su curso en la medida en que este país no se aparte del sendero suicida seguido por la “civilización capitalista” con su sistemática depredación del medio ambiente y de las poblaciones. Por eso que las tantas veces anunciadas, y eternamente postergadas, “reformas de las instituciones políticas” poco y nada podrán hacer para cambiar este rumbo cuyo final se revela con perfiles catastróficos para la propia supervivencia de la especie humana en este pequeño planeta llamado Tierra.
Atilio A. Borón
Lic. en Ciencias Políticas
Secretario Ejecutivo Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.
Profesor Regular Titular de Teoría Política y Social, Facultad de Ciencias Sociales Universidad de Buenos Aires
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