Se cumplen 20 años de la crisis institucional, económica y política que llevó a la renuncia del gobierno de Fernando de la Rúa, a partir de un gran movimiento social organizado en asambleas populares y los obreros desocupados que se empezaron a conocer como piqueteros. Esta situación se extendió hasta mediados de 2003. En el transcurso de ese tiempo se sucedieron cinco presidentes. El texto que transcribimos a continuación fue el inicio de un camino que nos llevó a todos aquellos que hacíamos la revista Topia a profundizar nuestra implicación en un momento de gran ebullición social y política. Podemos recordar, desde la creación de la primera Asamblea de Salud Mental en ATE donde convocamos a más de 500 profesionales, hasta nuestra participación en el movimiento de empresas recuperadas afirmando esta lucha en la fábrica Grissinopolis. Allí, no solo trabajamos con los obreros en diferentes espacios institucionales, sino en la organización y funcionamiento del Centro Cultural que posibilitó la relación con los vecinos y otras organizaciones sociales y políticas. Mucho tendríamos que contar desde un pensamiento crítico sobre las posibilidades emancipadoras que se ampliaron en esos tiempos, pero también de los límites de políticas que quedaron atrapadas en callejones sin salida. Este artículo es un testimonio de esa época.
El ruido de las cacerolas marchando por las calles y las asambleas barriales están produciendo una subjetividad diferente. Sin embargo, como en toda situación de crisis, la necesidad de cambio va acompañada de angustia, incertidumbre y miedo. Este exceso de realidad produce monstruos cuyos efectos aparecen en el trabajo clínico.
Si los piqueteros cortando las rutas mostraban la lucha de los obreros desocupados, el cacerolazo señala que la clase media no puede creer más en la utopía de la felicidad privada: se la han robado los bancos. En realidad, los piqueteros y los caceroleros no creen más en la ilusión utópica. Esto es importante, ya que Freud demostró no que la ilusión sea falsa, sino que es el resultado de un deseo de plenitud narcisista y, como tal, una distorsión del “mundo circundante objetivo”. La ilusión es lo que el deseo da por realizado. De esta manera, la unión entre los miembros del colectivo social no reside en la solidaridad sino en esos deseos de ilusión. Es decir, la cultura del mal-estar no puede encontrar la solución en la bondad y en la solidaridad en tanto estas virtudes sean el resultado de la idealización. Por ello esta tesis de Freud tan rechazada: no es posible hacer el bien en nombre de la ilusión. Esta es la característica del actual movimiento social donde cada sector pelea por sus propias necesidades. Es cierto, los piquetes y las cacerolas dan cuenta de la tremenda fragmentación de nuestra sociedad, que ha sido provocada por el capitalismo financiero desde la dictadura de 1976 hasta la actualidad. Aún más, todo el que golpea cacerolas no está protestando por lo mismo.
Sin embargo, han construido un movimiento social que produce comunidad y en vez de encontrar la unidad en una ilusión utópica la encuentran en un espacio común: la calle. Este hecho se ha transformado en una particularidad del actual momento histórico: la calle es el espacio público para realizar experiencias sociales que permiten transformar la subjetividad. Esto es lo que no puede tolerar el poder: el corte de rutas y avenidas, el ruido de las cacerolas, las asambleas barriales; en definitiva, la participación activa de la comunidad.
La cultura crea un espacio donde se desarrollan los intercambios libidinales. Este espacio ofrece la posibilidad de que los sujetos se encuentren en comunidades de intereses, en las cuales se establecen lazos afectivos que permiten dar cuenta de los conflictos que se producen. Allí, el desarrollo de las posibilidades creativas genera la capacidad de sublimación de las pulsiones sexuales y desplazar la violencia destructiva y autodestructiva. Es así como este espacio se convierte en soporte de los efectos de la muerte como pulsión. Cuando una cultura no puede crear este espacio-soporte, genera una comunidad destructiva. Así surge una comunidad donde la afirmación de uno implica la destrucción del otro. En la actualidad los cambios producidos en la sociedad, por efecto del capitalismo mundializado, han llevado a la destrucción de identidades y a la fragmentación social como nunca se ha visto en nuestra historia. ¿Es posible compatibilizar la necesidad de una participación directa y de auto-organización con una democracia limitada por decisiones políticas, tomadas desde un poder social y económico? ¿Cómo armonizar la libertad individual con el hecho de vivir en comunidad? ¿Cómo volvemos a inventar lo que nos mantenía unidos?
Brevemente, trataré de dar alguna respuesta desde la perspectiva que plantea Spinoza. La filosofía de Spinoza propone un proceso de liberación individual y colectivo que permite entender cómo pasar de la servidumbre a la libertad y de la impotencia al poder. La liberación individual, y por lo tanto ética, es colectiva y política, ya que “nada es más útil al hombre que el hombre mismo”. Por ello, obrar éticamente consiste en desarrollar el poder del sujeto y no en seguir un deber dictado desde el exterior. En este sentido, la libertad no es el conocimiento de la necesidad sino el esfuerzo consciente de construir una topía, un lugar donde nuestros deseos y necesidades sean posibles.
Es necesaria una política compleja que no enfrente a las pasiones desde una verdad racional sino con una razón apasionada más fuerte que las pasiones que quiere contener. Es decir, que enfrente las pasiones tristes –el odio, el egoísmo, la violencia– con las pasiones alegres –el amor, la solidaridad, la igualdad–. En el Tratado político, Spinoza afirma que la democracia es el régimen en el que la potencia colectiva no está paralizada en un individuo o grupo particular, sino que permanece en manos de la comunidad, la cual sería sujeto y objeto del poder político.
Este es el único Estado absoluto: sólo en él se suprime la escisión entre gobierno y pueblo, entre poderosos e impotentes. Pero esta democracia debe estar basada en los principios de libertad, igualdad y solidaridad. En este sentido, la elección no reside en una alternativa entre el bien y el mal, entre el olvido de uno en beneficio del otro, sino en la búsqueda de un bien que no desconozca el mal, el sufrimiento y la injusticia, cuyo testimonio dan las pasiones a su pesar. De esta forma plantea que el individuo transfiere su poder político no por un pacto o por un compromiso que enajene sus intereses, sino que transfiere su poder político en función de sus necesidades. Por ello, su definición de democracia es de una claridad contundente: “Asamblea de todos los hombres que tienen colegiadamente soberano derecho en todas las cosas que pueden”.
* Psicoanalista. Texto que apareció en el diario Página /12 el 21 de febrero de 2002 y es un resumen del artículo “La política en las calles: la fuerza del colectivo social” publicado en la revista Topia, junio de 2002.