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Interrupciones de los Análisis

 

Hay muchos tratamientos que no concluyen sino que se interrumpen por parte del paciente y algunos también por parte del analista. Quisiéramos investigar qué sucede en estos tiempos con las interrupciones y cómo se las piensa. Para eso les dimos dos preguntas a tres psicoanalistas.
1) ¿Cuáles son las formas de interrupción del tratamiento más frecuentes en estos tiempos por parte de sus pacientes? ¿Cómo lo conceptualiza y cómo interviene en estas situaciones? ¿Podría ejemplificar con alguna viñeta clínica?
2) ¿Cómo son, si las hubiera, las formas de interrupción del tratamiento de su parte como analista? ¿Podría ejemplificar con alguna viñeta clínica?

Alejandro Vainer
A modo de introducción:
Las interrupciones de los análisis son uno de los puntos ciegos del psicoanálisis. De eso casi nunca se habla. Y esta cuestión viene de lejos, o mejor dicho, desde los inicios. Con Freud y sus historiales. Nadie cuestiona que Dora interrumpió su análisis abruptamente. Juanito no fue paciente de Freud, sino de su propio padre. Schreber tampoco fue su paciente. El Hombre de las Ratas casi un año en análisis y sobre el final de su tratamiento hay diferentes versiones: la oficial de Freud es que el paciente concluyó su tratamiento. Sus seguidores no acuerdan: Octave Mannoni dice que “según la posición de Freud, el análisis fue incompleto porque el paciente se había curado ‘demasiado pronto’”.1 Para Donald Meltzer, el “tratamiento fue interrumpido por el propio paciente, alegando que se sentía bien, que era capaz de enfrentar sus exámenes y manejarse en la vida.”2 En cuanto al Hombre de los Lobos hay acuerdo, el propio Freud decidió poner un plazo de finalización de un año para solucionar un impasse del análisis. O sea que el propio Freud le interrumpió el análisis como estrategia terapéutica. Dejo de lado otros tratamientos que llevó adelante el propio Freud que también fueron interrumpidos, como el de la joven homosexual.
Desde Freud las interrupciones son mucho más frecuentes de lo que se teoriza sobre ellas. Este fenómeno es común. Tan común que le propongo un pequeño experimento al lector. Si es analista, tome su agenda de la semana y revise cuántos de sus pacientes actuales interrumpieron sus tratamientos anteriores. O sea, cuántos pacientes no vírgenes (de análisis) tiene. Si no es analista, repase mentalmente consigo mismo entre su medio de personas que dicen que se analizan y cuente cuáles lo hicieron con un solo analista y sin interrupciones. Allí tendremos el porcentaje de las interrupciones de análisis previos. Seguramente el porcentaje será más alto que el que imaginaba.3
Si este fenómeno es bastante más frecuente de lo que uno pensaría ¿Qué encontramos teorizado sobre las interrupciones? Desde Freud, cuyos historiales nos brindan más interrupciones que análisis terminados, poco, muy poco. Hay ríos de tintas sobre los finales de análisis (con objetivos para todos los gustos del Superyó, según la teorización), tal como lo hicieron los pioneros: Freud en “Análisis terminable e interminable” y Ferenczi en “El problema de la terminación del análisis”.
El establishment psicoanalítico borró el hecho que los pilares del psicoanálisis, los casos de Freud, en su mayoría fueron interrupciones. Y en la oficialización de una “Teoría de la Técnica” terminó por llevar este punto ciego a convertirlo en un agujero negro. Los más respetados tratados apenas tocan el tema en miles de páginas. Tomemos dos de ellos, los más recientes. Horacio Etchegoyen en Los fundamentos de la Técnica psicoanalítica tiene un capítulo sobre “la naturaleza del proceso analítico” en el cual registra la diferencia entre proceso y encuadre, pero no habla de las interrupciones. Tampoco son mencionadas en el siguiente capítulo sobre “las etapas del análisis”, y menciona al acting out y a la reacción terapéutica negativa como “vicisitudes del proceso”. O sea, como obstáculos a ser superados para llegar al último capítulo del libro: el fin de análisis. Del otro lado del océano, los alemanes Helmut Thoma y Horst Kachele escribieron los dos tomos de Teoría y práctica del psicoanálisis. Allí tampoco teorizan demasiado sobre las interrupciones. Lo más cercano está en el capítulo “Medios, Vías y Fines”, donde mencionan a la “actuación” para terminar con los “criterios de terminación” que llevan a la “fase posanalítica”. En su segundo tomo, donde ejemplifican los conceptos con fragmentos de sesiones, las “interrupciones” son las interrupciones por vacaciones o fiestas y cómo el analizado las procesa.
Es decir, que las interrupciones quedan invisibilizadas. Podemos rastrearlas en pocas líneas de los apartados mencionados. Pero siguen siendo un punto ciego en los propios libros de técnica, aunque se las quiera barnizar de cientificidad. Y tampoco se podría argumentar, como pensaría algún lector, que este tema atraviesa los avatares de la transferencia y la contratransferencia, cerrando la posibilidad de pensar esta temática sin recurrir a la salida fácil que implica repetir la fórmula de que nada de esto puede pensarse porque el psicoanálisis es el “caso por caso”.
Este tema es un tema clave para los analistas (y pacientes). Y creo que es necesario profundizarlo.
1- En las interrupciones de los pacientes es necesario hacer una primera divisoria de aguas entre interrupciones y terminaciones que no son reconocidas como tales por los analistas, debido a que los pacientes no consiguen alcanzar los propios ideales de los analistas. Y también viene de lejos. Freud ponía dos condiciones para la terminación del análisis: no padecer a causa de sus síntomas, superando angustias e inhibiciones y “que el analista juzgue haber hecho conciente en el enfermo tanto de lo reprimido, esclarecido tanto de lo incomprensible, eliminado tanto de la resistencia interior, que ya no quepa temer que se repitan los procesos patológicos en cuestión. Y si está impedido de alcanzar esta meta por dificultades externas, mejor se hablará de un análisis imperfecto que de uno terminado.”4 Muchos dichos de Freud y seguidores continúan hasta hoy configurando el “Superyó analítico” de muchos analistas: de lo que se trataría es de lograr un “gran final”, de acuerdo a la teoría que profese el analista: desde la castración, el atravesamiento del fantasma, la posición depresiva, etc. Pero en el camino quedan muchas “interrupciones” que fueron finales de análisis. Es ahí donde toma sentido la reinterpretación del caso del Hombre de las Ratas. Mannoni y Meltzer, un lacaniano y un kleiniano, convierten esa terminación del análisis -con sus particularidades- en una “interrupción prematura” o un “análisis imperfecto”. Es nuestro “Superyó analítico” lo que convierte en “interrupciones” algunas terminaciones. Y sino quedaremos como Ferenczi que escribía “si se me preguntara si puedo señalar muchos de tales análisis felices, mi respuesta sería no... Estoy firmemente convencido de que, cuando hayamos aprendido lo suficiente de nuestros errores y equivocaciones, cuando hayamos aprendido gradualmente a tomar en cuenta los puntos débiles en nuestra propia personalidad, aumentará el número de casos totalmente analizados.”5 Con lo cual, como Ferenczi quedaríamos poco felices con nuestra tarea. Los análisis suelen ser diferentes: en algunos casos terminan largos procesos y en otros termina una etapa de trabajo con todos sus frutos, que dista de ser “incompleto”. Veamos un ejemplo clínico de esto. Una paciente consulta por la separación de su pareja que coincide con la partida de los hijos. A lo largo de tres años de trabajo analítico puede elaborar estos duelos, suprimir síntomas y modificar algunos rasgos de su carácter, lo que la lleva a reorganizar su vida, quedando satisfecha con su tratamiento luego de tres años. Y no fue “análisis incompleto”, sino la terminación de este proceso analítico.
Luego de esta clase de “interrupciones” nos quedan las genuinas interrupciones de los pacientes. Aquí también debemos separar las que se dan durante el período de entrevistas de las que se producen durante un análisis que ya ha comenzado.
Finalmente, las interrupciones nos abren el abanico de los diferentes pacientes con sus situaciones y psicopatologías. No me extenderé en un punto esencial que es necesario dejar en claro: no podemos trabajar igual hoy que en tiempos de Freud, así como nuestra tarea no será igual en 2050. En la actualidad del capitalismo, nuestra subjetividad está construida en la fragmentación y la vulnerabilidad de las relaciones sociales. Esto nos lleva al predominio de nuestro trabajo con lo negativo y la muerte como pulsión.6 Y es en este contexto que implementamos distintos dispositivos psicoanalíticos. No existe un solo psicoanálisis ahistórico y asocial. Esto parece una verdad de perogrullo en los inicios del siglo XXI, pero muchos siguen sosteniendo la existencia de una sola “técnica psicoanalítica” como si nuestra tarea estuviera por fuera de las condiciones sociales y la historia.
A grandes rasgos -y con todo el riesgo de una generalización- podemos dividir en dos nuestra tarea clínica. Por un lado, la tarea con pacientes y situaciones que denominamos “graves” (en las cuales podemos incluir neurosis graves, crisis psicóticas y pacientes límite), en los que es necesario implementar dispositivos psicoanalíticos con un trabajo en equipo pluridisciplinario.7 El trabajo analítico es un trabajo con lo resistido e implica la creación de un “espacio-soporte” con un equipo de trabajo. Por otro lado, el trabajo con pacientes que se aproximan a las indicaciones “clásicas”: neurosis, caracteropatías, etc., con los que se implementan dispositivos de acuerdo a cada situación.
Pese a las diferencias, las interrupciones se producen por un desborde de transferencia negativa que se manifiesta por diferentes caminos: resistencias, actuaciones, reacciones terapéuticas negativas e impasses. Si el analista no es conciente de la situación, probablemente colabore inconcientemente con ella desde su contratransferencia. Pero aunque sea conciente de lo que está sucediendo en la situación clínica -sea por su propio análisis y/o supervisiones- y sus intervenciones apunten a la problemática -no sólo interpretativas como rezaría la “técnica clásica”, ya que en el caso de las situaciones graves muchas intervenciones apuntan a cómo poder mantener el espacio terapéutico-, la interrupción en algunos casos es inevitable. Esto implica que es necesario seguir replanteando nuestras teorizaciones y las intervenciones que realizamos para poder avanzar en nuestras conceptualizaciones de los dispositivos e intervenciones.
2- ¿Cuándo decidimos nosotros interrumpir un análisis? Cuando la continuación del análisis en ciertas condiciones no es terapéutica.
En el primer caso de pacientes -en situaciones “graves”- donde el paciente (o su familia) no acepta la necesidad de un dispositivo acorde a la situación clínica, que puede ir desde la frecuencia de sesiones a la necesidad de instrumentar otros espacios terapéuticos para poder abordar la situación crítica. En estos casos, la situación de gravedad implica la organización del dispositivo que pueda contener y sostener la situación. La interrupción se da por la no aceptación de dicho dispositivo, configurando un dispositivo “pseudoterapéutico”.
Pero también se dan situaciones similares con la otra clase de pacientes, donde las resistencias se encubren bajo el barniz de “las condiciones de vida de la actualidad.” Por ejemplo, la falta de tiempo, que puede llevar a propuestas de espaciar en un momento dado la tarea analítica -de una sesión por semana, una sesión cada quince días… -, sin abordar la problemática en cuestión.8 En cualquiera de los casos es preferible poder esclarecer la situación y tomar la interrupción como una forma de intervención terapéutica que aceptar sin analizar esta modificación del dispositivo. Así como el propio Freud propuso la interrupción del Hombre de los Lobos, creo que es necesario incluirla dentro de nuestra caja de herramientas terapéuticas en determinadas situaciones.
Es que las interrupciones nos abren los caminos de los obstáculos que tenemos en la clínica psicoanalítica de hoy. Sólo avanzaremos si ponemos a trabajar los obstáculos. Tal como hizo Freud, que proponía que “en vez de investigar cómo se produce la curación por el análisis..., debería preguntarse cuáles son los obstáculos que se oponen a dicha curación.”

Alejandro Vainer
Psicoanalista
alejandro.vainer [at] topia.com.ar

Notas

1  Mannoni, Octave, “El hombre de las ratas”, en Los casos de Sigmund Freud 3. El Hombre de las Ratas, Ediciones Nueva Visión, Bs. As., 1979, pág. 92.
2  Meltzer, Donald, Desarrollo Kleiniano, Parte I: el desarrollo clínico de Freud, Editorial Spatia, Bs. As., 1990, pág. 51. El subrayado es nuestro.
3  Dejo fuera de discusión de esta estadística casera si esos eran “análisis” (y de qué clase) u otras psicoterapias porque creo que las interrupciones en los tratamientos son una cuestión más general que incluyen a “los psicoanálisis”. También debo aclarar que a lo largo de mis palabras me referiré a los análisis llamándolos indistintamente análisis o tratamientos.
4  Freud, Sigmund, “Análisis terminable e interminable”, en Obras Completas, Amorrortu Editores, Bs. As., 1979.
5  Ferenzci, Sandor, “El problema de la terminación del análisis”, en Problemas y métodos del psicoanálisis, Ediciones Hormé, Bs. As., 1966, pág. 76. El subrayado es nuestro.
5  Estas temáticas se encuentran formuladas en los editoriales de Enrique Carpintero escritos en Topía Revista, especialmente en “El giro del psicoanálisis”, en Topía en la Clínica, Nº 5, Bs. As., marzo 2001.
7  Esto está desarrollado en Carpintero, Enrique, Registros de lo negativo. El cuerpo como lugar del inconciente, el paciente límite y los nuevos dispositivos psicoanalíticos, Editorial Topía, Bs. As., 1999.
8  Para visualizar el cambio de los tiempos se puede ver cualquiera de los manuales de técnica psicoanalítica que indicaban de tres a cinco sesiones semanales y compararlo con el cuestionario sobre “el psicoanálisis de una vez por semana”, publicado en Topía Revista Nº46, abril 2006, donde los tres analistas dicen trabajar adecuadamente con dos sesiones semanales.

 

Pablo Slemenson
¿Cómo terminan los tratamientos?
¿Qué tratamientos?
Habitualmente englobamos bajo este término varios tipos de abordajes terapéuticos, cuyos finales esperables son muy distintos.
Con frecuencia, las expectativas del paciente y del terapeuta respecto al tratamiento a realizar son también distintas, a veces explícitamente y en general en forma implícita. Esto da lugar a una cantidad enorme de malentendidos, con la consiguiente frustración de ambas partes.
Del lado del paciente, puede esperar simplemente la resolución de su angustia actual o de un conflicto o revisar profundamente su personalidad, pero con una dedicación y esfuerzo más acorde a una solución de compromiso.
Del lado del terapeuta puede indicar y realizar un tipo de tratamiento porque corresponde como indicación terapéutica, o porque es lo que le gusta o sabe hacer. (“para el que sólo tiene un martillo en la mano, todos los problemas son clavos”). A veces emprendemos tratamientos, bajo las condiciones posibles en ese momento, pero cuyo encuadre no reúne las condiciones mínimas para aplicarlo. ¡Y obviamente los resultados son distintos de los esperados!
Para complicar aún más el problema, en la clínica real, con frecuencia, mezclamos varios tipos de tratamientos sin que esto sea explícito para el paciente, y a veces ni para el mismo terapeuta.
Toda esta confusión del campo origina que el paciente no encuentre lo que fue a buscar, en el mejor sentido de la palabra, e interrumpa el tratamiento. O que el terapeuta tome como interrupción lo que es el final esperable del tratamiento realizado.
En función de este problema convendría recuperar alguna vieja nomenclatura y discriminar aquello qué englobamos bajo el término de terapia o tratamiento.
En ese sentido podríamos identificar, en principio psicoterapias, psicoterapias de base psicoanalítica y psicoanálisis.
Dentro de las psicoterapias encontramos aquellas de apoyo, de esclarecimiento, basadas en el procesamiento consciente. Su duración dependerá de lo que requiera el esclarecimiento conciente, en general breve.
Dentro de las psicoterapias psicoanalíticas ubicábamos las focales, que centraban el tratamiento en el motivo de consulta, psicoterapias breves y prolongadas. Todas ellas se basan en tener en cuenta el inconsciente y la transferencia. Sin embargo, ello no implica necesariamente interpretarlas. En general cursan en transferencia positiva sublimada y no incluyen la interpretación de la transferencia negativa. Se centran en la interpretación de transferencias externas. En general son de baja frecuencia semanal pues, si se incrementara, crecería al mismo tiempo la concentración en el analista de las transferencias externas. Este fenómeno es vivido subjetivamente como “dependencia”.
Su duración dependerá del balance recíproco de varios factores:
- el grado de sufrimiento psíquico que persista, el cual tiende a decrecer.
- El costo en tiempo, dedicación y dinero que le requiera al paciente que, en principio, permanece constante, pero puede variar en importancia relativa.
- El grado de aparición de transferencia negativa sobre el analista, que al no interpretarse pues el objetivo no es que se disuelva, tiende a crecer junto con la positiva, al removerse transferencias externas.
- La tolerancia a la percepción de la “dependencia”.
Este tipo de psicoterapias tiende a plantearse como terminación de etapas. Esto ocurre cuando el balance para el paciente deja de justificar la continuación. Se expresa como “ya me siento bastante bien”, “quisiera probar un tiempo solo”.
Si la psicoterapia fue exitosa y se “interrumpió” o “termino” a tiempo, es bastante probable que ocurra una nueva consulta con el mismo u otro terapeuta, al cabo de cierto tiempo, por el mismo u otro motivo de consulta.
Luego tenemos aquellos que llamamos “psicoanálisis”.
Dentro del psicoanálisis es distinto si, por la teoría subyacente, pensamos un psicoanálisis donde el analista ocupa una posición oracular de develamiento del inconsciente, en cuyo caso cada sesión es cerrada en sí misma, de otras que implican explícita o implícitamente proceso.
Si lo que se busca es un proceso en el cual el analista pase, para el paciente, del sujeto supuesto saber al objeto “a”, momento en el cual “cae”, esto implica cierto tiempo y cierto trabajo continuado de extensión similar a las antes descriptas como psicoterapias psicoanalíticas.
Si en cambio, dentro de la teoría estructural, lo que se busca es el atravesamiento del fantasma fundamental (en otros términos el develamiento y disolución de la fantasía estructurante derivada de la forma en que se constituyó el sepultamiento del edipo) este trabajo llevara mucho más tiempo, esfuerzo, dedicación, concentración de la transferencia y vicisitudes transferenciales con montos pasionales que pueden hacer naufragar el proceso en muchos momentos. Si se supone que la estructura no puede cambiar y el resultado del psicoanálisis es el esclarecimiento de dicha estructura y el cambio en la posición subjetiva dentro de ella, requerirá bastante menos.
En la teoría de las relaciones objetales (escuela inglesa), dado que se entiende que los síntomas dependen básicamente de los estadios tempranos del conflicto edípico, los tratamientos, para ser efectivos a largo plazo, requieren la revisión de la estructura. Implican la revisión de la identidad en sí misma, en la medida en que identidad es también repetición. Requieren el reconocimiento de los vínculos de dependencia infantiles preexistentes y su elaboración hasta alcanzar la aceptación de la interdependencia madura. Este proceso es prolongado y trabajoso, por lo menos tanto como el del atravesamiento del fantasma. Es lo que se denomina “posición depresiva” pero no en el sentido de melancolía sino de capacidad reflexiva. Es frecuente, por los propios avatares del proceso, que sea interrumpido, incluso de común acuerdo entre paciente y analista. En general ocurre en un momento anterior, denominado “umbral de la posición depresiva”, frente al mejoramiento sintomático, la dedicación requerida y el balance de las pasiones transferenciales.
Como se comprenderá es imposible poner en una misma categoría la “interrupción” o “la terminación” de tratamientos tan disimiles y evaluar su éxito o eficacia con objetivos tan diferentes.
Hasta aquí es una apretadísima síntesis desde el punto de vista técnico.
Pero hay otros factores incidiendo, desde el punto de vista socio-cultural.
Tomaré solamente la combinación de dos factores: la decadencia de la clase media argentina y un cambio de paradigma sociocultural.
El primero es ampliamente conocido y redujo significativamente la disponibilidad tanto de tiempo como de dinero para los tratamientos.
El segundo, el cambio de paradigma fue más sutil y complejo. Está asociado al proceso neoliberal y al así llamado postmodernismo de los últimos 40 años.
Hay una fuerte valorización de la eficacia, medida en tiempos cortos, en todos los ámbitos y relacionada con la demostrabilidad de la producción de cambios.
Hay una fuerte exigencia implícita medida en términos de relación costo-beneficio para cualquier actividad, también medida en el corto plazo, como si fueran dividendos en todos los ámbitos más allá de la actividad económica.
Sin embargo, a pesar de toda esta aparente racionalidad, persiste una dimensión “mágica” por la cual se supone que se puede seguir optimizando esta relación costo-beneficio hasta el infinito. Se supone que se puede lograr lo mismo con un mínimo de esfuerzo o dedicación. La única forma conocida de lograr esto es desestimando datos, mecanismo conocido como negación maníaca.
Las consecuencias y resultados diferidos en el tiempo tienden a ser desestimados como no vinculados.
El cuestionamiento de la causalidad se llevó por delante la multicausalidad y multideterminación, siendo reemplazada por la validación por correlación estadística, que no tiene en cuenta una causalidad explicativa sino que establece correlaciones de existencia, en general por simultaneidad, y sólo sobre los datos tenidos en cuenta, considerados pertinentes “a priori”. Tienden a quedar ocultos los factores y consecuencias diferidas en el tiempo y las indirectas, son desestimadas.
El paradigma de “úselo y tírelo”, de la obsolescencia programada pasó de los objetos de producción industrial al campo de los desarrollos científicos y al de las ideas. Es decir, un nuevo descubrimiento o conceptualización no complementa y desarrolla el anterior sino que lo sustituye. Lo “nuevo” es siempre mejor que lo “viejo”. Esto es visible incluso en los criterios de falsación “popperianos”.
Los cambios frecuentes, que son vividos como radicales, que condenan a la obsolescencia a todo lo anterior, justifican además la inconveniencia de invertir tiempo de vida y esfuerzo en ninguna tarea cuyo resultado lleve tiempo o requiera demasiado esfuerzo antes de producir resultados demostrables. Y aun si los produce se corre el riesgo que luego surja una forma más económica de lograr “lo mismo”.
Esto incide subliminalmente en campos tan diversos como la investigación básica, el deseo de estudiar y la decisión de tratamientos que impliquen cambios profundos.
La cultura de la imagen, con fuerte acento en el “marketing” y en el “packaging”, tiende a reforzar la construcción de identidades fuertes con intensos revestimientos narcisistas, que son las consideradas exitosas. Esta corriente va a contramano del criterio psicoanalítico de revisión estructural y yo idealmente plástico.
La incidencia de la concepción binaria, que vemos ejemplificada en campos como los arboles de decisión o incluso en los criterios de medicina actuales, tan propagandizados, son reforzadores de los mecanismos de disociación y opuestos al paradigma psicoanalítico. Su uso nos ha llevado a una acentuación de las guerras y de los conflictos intrasocietales.
El criterio de reforzamiento de la eficacia competitiva como opuesto al cooperativo promueve la individualidad a costa del “hacer con el otro”, propio del análisis de la teoría de las relaciones objetales.
Todos estos factores inciden en las decisiones que, cotidianamente, toman tanto terapeutas como pacientes durante los tratamientos psicoterapéuticos y determinan el sesgo de los mismos.
Sólo si tenemos en cuenta todos estos factores y presiones, si incluimos las reales condiciones en que se realizan los tratamientos psicoterapéuticos, podremos evaluar qué tipo de tratamiento “real” efectivamente se hizo. Recién en función de ello podremos considerar, a posteriori, si la forma de terminación es una interrupción o es su final esperable. Sólo en ese momento podremos evaluar si los resultados son acordes con el tratamiento efectivamente realizado, independientemente de las expectativas vinculadas a la terapia inicialmente planteada.
Es posible que si vuelve a cambiar el paradigma social, desde el modelo especulativo neoliberal hacia uno de producción real sobre bases realísticas, puedan enfocarse más frecuentemente tratamientos con resultados de cambios mas profundos.
De la misma manera, en la medida en que se modifique el paradigma de fascinación por lo nuevo, lo mágico, lo rápido sin costo, de competencia y obsolescencia, es posible que evolutivamente se pueda avanzar hacia una mejor comprensión del funcionamiento del psiquismo. Pero no será con un descubrimiento mágico que invalide y descarte lo anterior.

 

 

Pablo Slemenson

Médico psicoanalista
Analista didacta de APDEBA
Profesor de Posgrado en psicoanálisis UNLM
slemen [at] fibertel.com.ar

 

Oscar Sotolano
1) Primer problema de las preguntas: ¿cuáles son los tratamientos que podemos considerar concluidos como para oponerlos tan taxativamente a los que, se dice, se interrumpen? Viejo debate, Análisis terminable e interminable por detrás y, por qué no, por delante.
Segundo problema: ¿qué quiere decir que un tratamiento se interrumpe? ¿Se interrumpe en el interior de qué recorrido predeterminado?
Es que más allá de lo obvio de la respuesta, la idea de que un tratamiento se interrumpe supone necesariamente un trayecto que se debe hacer, una meta que no se alcanza. Meta feliz o trágica, no importa, se juega en el futuro. La interrupción de las negociaciones en una guerra o que el coitus devenga interruptus, supone alguna dimensión de fracaso. Al menos, mientras lo que buscáramos fuera la paz de las naciones o el fragor de los cuerpos.
Entonces, tercer problema: ¿dónde pretendemos llegar los analistas en los procesos de análisis con nuestros pacientes? Y para incluir el contexto de las preguntas que Topía nos hizo llegar: ¿cambió lo que pretendíamos ayer de lo que pretendemos hoy?
Empecemos por este tercer problema. La idea de un proceso ideal acompaña al psicoanálisis desde sus inicios. La metáfora técnica de la partida de ajedrez la supone: se saben las jugadas de apertura y de cierre, el enigma son las del medio. El jaque mate es en Freud, a veces, librar a los pacientes de sus síntomas neuróticos, de sus inhibiciones y sus debilidades de carácter, en otras, domeñar las pulsiones, cuando no la disolución de la transferencia; si ésta no se produjo, el análisis no concluye. Además, debemos suponer que compartimos un criterio acerca de esa tan enigmática disolución. Las vicisitudes posfreudianas del psicoanálisis le fueron agregando sus propias perspectivas a este recorrido con puntos de partida y llegada predeterminados. El
pasaje de la posición paranoide-esquizoide a la depresiva vía elaboración de sus ansiedades y defensas respectivas, en Klein; el fortalecimiento del yo entendido como capacidad de usos alternativos y no estereotipados de diversos mecanismos de defensa, en la escuela del yo; el atravesamiento del fantasma en la perspectiva de Lacan, son otras formas de teorizar un trayecto que apunta siempre a un teórico “final feliz”. Meta que siempre guarda, más o menos explícitamente, ideales genético-evolutivos de desarrollo. Hoy, estas perspectivas, amén los debates teóricos que encierran, no me sirven para responder a un dilema previo que me genera el trabajo diario: nunca encuentro la meta al comienzo (salvo que imponga alguna) sino que adviene en el mismo trayecto: es decir, se va construyendo en el día a día. No habiendo meta, la legitimidad de hablar de interrupción vacila. Más aún, muchas veces la interrupción puede devenir, a posteriori, meta. ¿Cuántos pacientes definen momentos de concluir que están lejos de cualquier canónica perspectiva del psiquismo y que se nos imponen como momentos necesarios de caminos que no sabemos qué sendas tomarán? Pacientes que, como uno dominado por su cosmología de angustias, hoy bautizada ataque de pánico, tras un proceso de tres años de análisis, decide “interrumpir” sin que sus sensaciones angustiosas hayan cedido del todo, pero que se siente impulsado a hacerlo porque “Dr., usted sabe que en la cancha se ven los pingos, no quiero pasarme la vida en gateras”. Si esta “interrupción” burrera podría ser entendida como un pasaje al acto, como una reacción resistencial a las ansiedades fóbicas que el propio trabajo del análisis genera, también es cierto que el hecho de tomar una decisión, en una persona proclive a declamarlo y no hacerlo, implica la asunción de una posición subjetiva diferente a la que ha signado su vida hasta ahora, sin que él se hubiera percatado de ello, siquiera. El riesgo de que en nombre de un ideal de proceso obturemos un camino de autonomía es tanto como el que podamos hacernos cómplices de un acting. No son cuestiones que podamos pensar por fuera de la experiencia concreta (y menos, acotados por 10.000 caracteres), sin embargo, suponer que cuando un paciente deja un tratamiento lo interrumpe (en ese sentido de camino trunco) puede convertirse en una falacia, implica sostener un ideal de análisis que está por fuera de su propia dinámica imprevisible. Es justamente esa dimensión de lo imprevisible la que me autoriza a afirmar que no hay conclusión predeterminada y, así también, que ninguna interrupción puede a priori ser entendida como tal. Muchas veces es una conclusión, la mejor conclusión posible de un proceso estructuralmente abierto.
Este tema ha cobrado especial importancia en mi experiencia de trabajo con pacientes adolescentes. En el curso de los años he ido observando que adolescentes a quienes sus padres nos han convocado como analistas de sus hijos terminan transitando su experiencia de exogamia por lo que suelo llamar transferencia exogámica, es decir, se van, a veces en climas turbulentos, a veces con un recrudecimiento sintomal, para enseguida culminar en otro espacio, sea analítico o simplemente del orden de la vida diaria, el proceso de despegue de sus vínculos primarios, pero que necesita realizarse también con el analista. Lo he observado desde dos puntos de vista: tanto en la propia clínica a través de casual información posterior que me confirma que el recrudecimiento de síntomas que pudieron haber surgido en el momento previo a la interrupción han cedido, como suponía, a poco tiempo de haberse producido ésta, o, desde la otra perspectiva, en la consulta de pacientes que vienen de análisis “interrumpidos” y encuentran en las primeras sesiones conmigo (y en situaciones en las que poco tengo para jactarme) alivios repentinos que dicen no haber hallado en las experiencias de las que provienen. En mi opinión son situaciones en las que uno recoge como si fuera el sembrador las mieses que otros han sembrado antes.
Puestas así las cosas, ¿deberíamos pensar entonces que nunca una interrupción puede ser entendida en esa dimensión de fracaso? En mi opinión: de ninguna manera, hay interrupciones que sin duda hablan de procesos abortados. Pacientes que abandonan sin que sepamos qué ha pasado o que sabiéndolo y considerándolo inoportuno, nada hemos podido hacer para evitarlo. Pacientes en los que ninguna modificación de relieve se produjo. Sin embargo, creo que hoy las interrupciones que parecen responder a esa situación exigen que las consideremos con más prudencia, fundamentalmente por una cuestión central que hace al tema. Una cosa es pensar la conclusión desde un ideal de cómo ha de ser o qué condiciones ha de tener ese final, y otra muy distinta hacerlo desde dónde ha comenzado el proceso y de cuál ha ido siendo su devenir. La meta, en este sentido, no estará en un punto final ideal, sino que, insisto, se irá construyendo en su propio tránsito, desde el punto de partida. Desde esta perspectiva, estará indisolublemente unida a los motivos de consulta conscientes e inconscientes que se encuentran en el comienzo mismo del proceso, o a los que puedan ir surgiendo en el curso mismo del análisis. En este punto la interrupción estará balizada por los criterios de salud de época. El paciente antes mencionado vino por una difusa y constante angustia privada, interrumpe cuando busca hacer jugar su autonomía en el mundo; en el medio, su angustia no ha desaparecido del todo, pero ha devenido cuestionamiento de sus aspectos más dependientes que él se encubría tras una pseudoindependencia pública declamativa. Este final no estaba en el comienzo, se fue construyendo y, por supuesto, me preocupaba que su decisión fuera una repetición de esa pseudoindependencia. Sin embargo, no me pareció que sobre esa alternativa hubiera que hacer el centro. Esto es así aún cuando (éstas eran metas de Freud) el síntoma no ha desaparecido del todo, la historia infantil no había sido completada (como si esto fuera posible), difícil es afirmar que una pulsión ha sido domeñada, y alguien hasta podría ver en el modo de interrupción un aspecto de transferencia no analizado.
Justamente he elegido este ejemplo porque las metas y, en ese sentido, los modos de entender una interrupción, hoy tienen en la ilusión de autonomía, en el fantasma “selfmademántico” de la sociedad capitalista actual un factor de enorme prevalencia en los patrones de salud de época, por lo cual el conflicto entre un determinismo de cuño psicoanalítico (el análisis termina de tal o cual manera) y un determinismo culturalista (la época define absolutamente los modos de terminación) se nos abre a un territorio de tensión que se dirimirá en el espacio incierto y responsable de la interpretación que sobre él hagamos. El cambio de los motivos de consulta (la salud se concibe según patrones de época) y de las condiciones en las que se trabaja (poca frecuencia de sesiones con las consiguientes dificultades para que la transferencia se despliegue en su densidad, encorsetamientos de las gerenciadoras de la salud y de los imaginarios actuales sobre lo que es un análisis tanto entre pacientes como entre analistas), hacen más imperioso que las “interrupciones” deban ser pensadas desde las condiciones singulares de producción y no desde un “know how” analítico que desconozca la enorme potencialidad de lo imprevisible (claro que, es necesario sentar posición, siempre que no sacrifiquemos a nuestra “bruja”, la metapsicología, cuando de lo imprevisto pretendamos dar, aún dificultosamente, cuenta). Por último, me interesa insistir: así como hay interrupciones que señalan nuestros fracasos hay otras que son signos de salud, sea porque se rompen con procesos que se han coagulado iatrogénicamente, sea porque expresan la mejor resolución posible para una cierta dimensión de conflicto, en ese momento específico. En este sentido, sólo de un modo puramente descriptivo podremos llamarlas interrupciones; en verdad, se trata de conclusiones, aunque, en los hechos, son tantas las variables, que el problema termina siendo, como diría Freud, una cuestión práctica.
2) Poco tengo para decir. Para la interrupción desde el analista valen las mismas consideraciones que hice antes. Sin embargo, se agregan otras: principalmente que al ser el analista el que propone o impone interrumpir, su modo previo de concebir la intervención suele ser un acto meditado que busca un fin específico. Sobre ello trabajó Freud alrededor del Hombre de los Lobos. Por las peculiaridades de la acción es mucho más probable que el analista esté atento, al menos hasta lo que su propia mente se lo permita, a los riesgos de un paso al acto. Sin embargo, es un recurso que muy ocasionalmente he usado, y en esos irrelevantes casos siempre como un intento de producir algún tipo de movilización en procesos que se mostraban inertes. Como en ninguno he sabido lo que ha ocurrido luego, ignoro cómo evaluarlos. Lo que sí me resulta evidente es que una decisión como ésa nos confronta profundamente con una sensación de impotencia. Sea en un caso en el que desde el mismo comienzo del proceso la sensación de luchar contra resistencias tenaces se hacía carne en la variedad de intentos vanos que realicé para tratar de movilizar el campo, sea en otro en el cual un proceso muy productivo se había ido congelando imperceptiblemente sin que yo me fuera dando cuenta de su dinámica, motivo por el cual la interrupción propuesta por mí apuntaba a descongelarlo de un modo forzado para ambos. Pero, insisto, mi experiencia al respecto ha sido demasiado escasa y no he tenido luego posibilidad alguna de confrontación con lo que pudo haber sucedido luego como para evaluar su utilidad de algún modo que merezca ser trasmitido.

 

Oscar Sotolano
Psicoanalista
sotolano [at] fibertel.com.ar
 

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Articulo publicado en
Marzo / 2007

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