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LA MUERTE Y LOS DUELOS

 

Este tema es muy delicado, porque en nuestra cultura occidental es temido y negado. La muerte es considerada sólo un accidente inesperado que es necesario ocultar. Pero sin embargo es la que condiciona toda la vida, la creatividad, el arte, todo lo que hace soportable la circunstancia ineludible de la finitud.
Otro tema ligado a la muerte es el duelo quien se queda, porque cuando alguien muere estamos obligados a  elaborarlo. Recordar todas las circunstancias vividas con aquel que ya no está y reconstruir la historia del ausente. En adelante, a esa persona la guardaremos en nuestra mente y a  ésto se llama introyectar al muerto.
El pasado y el futuro son los dos espacios de lo imaginario. El pasado siempre es añoranza  porque se nos va lo que conocemos, como por ejemplo, nuestro cuerpo chiquito de la infancia o nuestros padres. Siempre estamos perdiendo algo y tenemos que acostumbrarnos a ello y a despedirnos, o sea, a elaborar duelos. No sólo de  las personas, sino de las cosas: el trabajo de duelo es una función básica. Un depresivo se puede definir como la persona que no aprendió a despedirse, a decir “Chau, mi cuerpo infantil” o  “Chau, mamá” También hay despedidas extremadamente dolorosas, como ese chau que viene a contramano: “Chau, hijo mío”.
Tenemos que aprender esta ceremonia de la despedida, que es el duelo. He viajado mucho y a  lugares extraños, he estado con indios en el Amazonas, en Estados Unidos, en lugares muy marginales como el Bronx y más tarde en la India. En estos lugares percibí las distintas formas de resolver los duelos.
El duelo principal es el de un vínculo y tal vez, el más doloroso, sea el de la pareja, que es muy difícil porque quedamos reducidos a la mitad, ya que nosotros existimos dentro del vínculo como una mitad. El vínculo es lo que da sentido a las cosas, por ejemplo, la casa donde vivíamos con la otra persona, el barrio, la confitería donde íbamos, todo pierde sentido sin esa persona. En los primeros momentos,  el duelo se convierte en motivo de consulta al pedir ayuda psicológica, la muerte también es un momento agudo para el que queda vivo.
Conceptualmente, hay dos tipos de muerte: la inesperada y la anunciada. La muerte anunciada como es el caso de una enfermedad terminal, ayuda a  la elaboración del duelo, la muerte inesperada, como un ataque cardíaco, por ejemplo, deja pendientes muchos diálogos y explicaciones que no se pudieron resolver y cuantos más sean éstos, más difícil será el duelo. En este caso, una forma de ayudar en terapia, al que hace el duelo, es evocar imaginariamente a la otra persona,  generar las condiciones para que pueda dialogar con ese otro que tiene adentro, el que está introyectado en él. Así, podemos hablar con un padre muerto, un esposo o una esposa, porque los llevamos adentro.
Hay instrumentos para ayudar a hacer eso, como el “ensueño dirigido”, donde el paciente está relajado, con los ojos cerrados, en un lugar muy silencioso y se le induce a que aparezca la imagen del ser querido desaparecido, entonces comienza un diálogo, a veces, con voz entrecortada, mientras el terapeuta acompaña, ayudando en ese difícil encuentro con el que ya no está, esto existe en todas las culturas, en todas hay rituales para hablar con los muertos, de una manera u otra.
Insisto: la elaboración de un duelo es la elaboración de una despedida, ya que siempre tenemos pendientes cuentas, reproches o perdones que no nos dijimos. Y si eso no se resuelve, el que murió queda vivo, como “fantasma”, porque “está y no está”.
Entonces, lo que hace el duelo es enterrarlo, ya que los muertos se entierran con palabras en el corazón, sólo el cuerpo se deja en la tierra. Simbólicamente, la losa del sepulcro tiene un significado antropológico, es algo pesado que impide que el muerto vuelva, porque en lo interno, el muerto vuelve si uno no lo elabora. Los cementerios sirven para que vayamos a visitar a nuestros muertos, si no, los muertos nos vendrían a visitar a nosotros.
Después de la muerte, el que queda pasa por varias etapas. Primero viene la sorpresa o el desconcierto y luego la negación. Y esa negación termina recién cuando uno, dentro de sí, hace el trabajo de duelo, se despide y construye imaginariamente a esa persona interna.
Por eso, todas las culturas tienen una ceremonia que es el funeral, en especial las culturas primitivas, más sabias y ecológicas, que tienen una buena relación con la muerte, mientras que las tecnológicas, como la nuestra, tienen ceremonias muy pobres, muy breves, como para terminar pronto y olvidarse. Antes, el velatorio se hacía en la misma casa donde había vivido el muerto, eso era importante, porque era en esa casa donde no iba a estar más, esa escenografía permitía que la despedida fuera honda, permitía el llanto y que cada uno contara algo del “finadito”, es decir, que se hiciera un constructo imaginario de esa persona.
Pichón daba mucha importancia a este tema de la muerte, era un “enamorado de la muerte”, un melancólico grave, pero murió en paz, porque tenía muy buena relación con la muerte, cosa que tengo yo también, gracias a él (espero seguir teniéndola cuando ella esté más cerca…).
Actualmente, la familia va a una funeraria, y les dan, por ejemplo, el “3º B”, un departamento anónimo (casi como un albergue transitorio para muertos). Los deudos no hacen nada, no participan como los de antes, que cavaban, construían el cajón, o tenían alguna tarea en la preparación del cadáver, como vestirlo o amortajarlo.
Aquí y ahora, todo lo hacen empleados que ni conocieron al muerto, luego los deudos están diez minutos, toman un cafecito y se van.
A causa de haber querido “hacerse el vivo” con la muerte, el que queda no la elabora, y pasa años en el diván de un psicoanalista trabajando el tema en larguísimas cuotas.
En cambio, los llamados salvajes del Amazonas, cuando muere alguien, hacen unas ceremonias hermosas llenas de sentimiento y respeto. Hacen un lío bárbaro, se pintan con cenizas, se tiran al suelo, lloran días enteros, algo muy profundo. Antes de la semana, levantan al muerto, lo ponen en una canoa y lo empujan  por el río, con comida y cubiertos, para que vaya a la ciudad de los muertos y  al finalizar la semana terminan, se bañan y quedan en paz porque pagaron al contado.
Esa es una cultura que elabora correctamente el tema de la muerte, mientras que la nuestra no lo hace bien. En realidad, los salvajes somos nosotros.
En la India, donde la vida y la muerte están muy mezcladas, he visto una elaboración muy importante. Dicen ellos que cuando uno muere en realidad empieza a vivir de otra manera. Un hindú me dijo (en un inglés hinduizado):”Ustedes los occidentales son ricos y nosotros  somos pobres, pero ustedes tienen una vida, mientras nosotros tenemos muchas.” (Y yo, como occidental, me sentí pobrísimo). Y es cierto, porque nosotros, con toda nuestra riqueza no elaboramos el tema más importante, ya que si uno mantiene los brazos abrazando a ese muerto-fantasma, que está y no está, no puede abrazar al vínculo que viene después. Y esto vale aunque no haya muerte, porque si la niña que se hace grande no puede despedirse de papá, no puede recibir al marido, que será su nuevo vínculo profundo. Por eso, en algún momento, tiene que poder decir:”Chau, papá… hola, marido…”.
Como se ve, los duelos están continuamente presentes en nuestra vida y si aprendemos a perder, aprendemos a adquirir. Este es un país que no aprendió eso, lo cual se ve claramente en nuestro tango, que es un duelo eterno, un duelo patológico con música. La mina se fue y el tipo está con la guitarra: “Percanta que me amuraste...” sin poder ver todas las percantas nuevas que lo rodean en el conventillo, porque tiene los ojos ocupados con la que lo dejó, de la que él todavía no aprendió a despedirse. El duelo normal, en algún momento se elabora, se deja de llorar, se retoma la vida y se supera la tristeza.
Pichón fue médico personal de Discépolo, que le contaba los secretos de cada tango que había compuesto, y con Pichón habían llegado a darse cuenta que el duelo de los tangos no es con “la mina que se piantó”, sino con la madre que no tuvo en su infancia. En aquella época, en los conventillos, donde vivía la gente muy pobre, había mucha tuberculosis, desnutrición y muchos elementos que contribuían a dejar a los niños solos, es decir, era muy común el traumatismo infantil por abandono prematuro, que es muy difícil de elaborar, porque cuando se produce la pérdida muy  temprana de una madre, ese duelo deja una experiencia de tristeza que no se termina de elaborar nunca.
En una institución psiquiátrica donde trabajé conocí a un paciente cuya madre se había muerto cuando él tenía cuatro años, su padre se había deprimido y él había quedado en un duelo congelado, lo cual le había acarreado trastornos de miedo patológico a la muerte, porque el padre no había podido ayudarlo a llorar. Uno de los instrumentos valiosos que la naturaleza nos dio es el llanto, que al ser convulsivo, relaja la musculatura, porque la muerte produce miedo-contracción, y como el llanto afloja, lo que hay que hacer es llorar plenamente para aflojar la contracción muscular y disminuir la angustia.
Si no se elabora el duelo, es probable que se produzca una somatización,  lo colocamos en un órgano del cuerpo, o sea que lo depositamos psicológicamente. Por ejemplo, alguien que tiene una madre agresiva, cuando ella muere, puede comenzar a sufrir de úlcera, porque puso a la madre en el estómago (madre-alimento), es decir que la introyecta sin elaboración dialógica. En este caso la terapia es ayudarlo a ir hacia atrás, al momento de la separación, para poder resolver las situaciones conflictivas con esa madre, y lo curioso es que esto se puede hacer aún después de mucho tiempo, con instrumentos que nosotros llamamos “máquinas del tiempo”, que son el psicodrama y el ensueño dirigido, que permiten revivenciar con toda la conmoción emotiva, aquel traumatismo de desencuentro, de preguntas, de reproches  y poder “pagar” aquella cuenta de  dolor  que teníamos pendiente.
Cuando yo era chico, la ceremonia que rodeaba a la muerte era imponente, siniestra, como siniestra es la muerte: se realizaba en la casa, inundada de coronas que daban ese inconfundible  olor a velorio, se usaban carrozas enormes con caballos negros y participaba todo el barrio. “¡Se murió doña Pepa…!” y todos iban y los deudos lloraban abiertamente con los demás en una ceremonia de llanto y abrazos compartidos. Luego se llevaban el muerto, se hacía el entierro, se limpiaba la casa y con esta ceremonia grupal se había exorcizado a la muerte.
En cambio, nosotros, ya lo dije, en las grandes ciudades, vamos a esas casas velatorias asépticas y burocráticas y en un ratito liquidamos todo, y volvemos a nuestro departamento donde el muerto va a estar presente en cada rincón que compartimos con él, porque no hubo una ceremonia que permitiera la despedida en  el escenario de la vida cotidiana. Engañar a la muerte sale caro.
Otra situación siniestra que solía darse antiguamente: moría un niño y el médico recomendaba a la madre que tuviera otro hijo y a éste, muchas veces, le ponían el mismo nombre, con lo cual el niño debía cargar con el fantasma del hermanito muerto.
Trabajando en EE.UU. con mi profesor, el doctor Angel Fiasché, me contó el caso de un niño que decía que, de noche, veía un esqueleto que se le acercaba, con lo cuál se pensaba en un proceso esquizofrénico. Investigando a la familia, había descubierto que era el caso que mencioné antes, y que la familia había querido sustituir al muerto con ese niño, creyendo así, engañar a la muerte. Entonces, Fiasché les dijo a los padres que tenían dos caminos: o elaboraban el duelo de ellos con aquel nene muerto, sin hacer la trampa de usar al niño vivo como sustituto, como un clon, o tendrían un hijo esquizofrénico. Y lo que el niño decía con esa alucinación del esqueleto que veía a la noche era “Ese cadáver no soy yo”, o sea que, con la alucinación, se sacaba el esqueleto de encima. En última instancia, el niño “deschavaba” la trampa de los padres.
Un pueblo que resuelve bien el tema de los duelos es un pueblo más sano, pero para eso tienen que estar todos juntos. En Bolivia, las ceremonias son fuertes, con esa concepción indígena que es mucho más sabia que esta cultura nuestra tan injusta, tan enferma y que produce tanta soledad. En ciudades como Buenos Aires, hay millones de personas solas en la selva de cemento, encerradas en sus departamentos, absorbiendo la papilla virtual de la televisión.
Tenemos que recobrar la cultura criolla que es más sabia. En el campo, cuando alguien muere, de entrada, le dicen cariñosamente  “el finadito” y hablan durante un tiempo de que el finadito hizo esto, hizo lo otro. En los velorios, siempre el finadito era bueno, porque el duelo consiste en introyectar al muerto, es decir comérselo según Freud, nadie quiere comerse un finado malo que luego “le retuerza las tripas”. Esto es exactamente lo que pasa cuando los conflictos pendientes, no elaborados con el muerto (culpas, reproches, rencores, etc.) producen somatizaciones gástricas (úlceras), genitales (impotencia), respiratorias (asma), etc.
Hay un tema que nos defiende de la muerte, y es el amor, es lo único que puede enfrentar a la muerte. La muerte y el amor son antagónicos, lo cual tiene que ver con que yo existo porque otro me mira, y si ya no me mira yo no existo más. Además, yo no muero del todo, si alguien me recuerda. En Madrid leí el lema de un escudo que decía: “Vivir se debe de tal suerte, que vivo se permanezca en la muerte.”
Recuerdo que, una vez, unos alumnos me trajeron a la madre recientemente viuda, era una señora muy razonable, pero que en ese momento, se había obstinado en que no quería enterrar a su marido fallecido repentinamente (de un ataque cardíaco en la calle). Quería conservarlo con el cajón sobre su cama haciéndole una ventanita en la tapa para poder verlo. Charlé con ella, muy calmadamente, y le dije:” ¿Para qué querés tenerlo en el cajón? No te va a servir para nada, porque enseguida se va a empañar el vidrio por dentro y ni siquiera vas a poder verle la cara. Además, va a ser todo un engorro administrativo”. La clave de esta necesidad extraña, se develó:”Durante treinta años, nosotros hablábamos largamente antes de dormir. Y ahora, ¿cómo hago?” pregunté: “¿Tenés un buen retrato de él? Bueno, hacele un lindo portarretrato y ponelo sobre la mesita de luz, y todas las noches podés hablar con él. Al cabo de un tiempo, ni vas a necesitar el retrato, porque lo vas a tener adentro de tu corazón”. Es decir, que lo iba a introyectar (Parece que la terapia fue demasiado exitosa, porque al cabo de un año, se volvió a casar…).
Algunos dicen que al producirse un vacío, sobre todo en una separación no deseada, como la muerte, es necesario tapar de algún modo ese agujero. Yo pienso que sí, pero primero resolver el duelo, despedirse del que se fue y estar preparado para recibir al que viene.
Es muy peligroso sustituir, porque se le va a pedir al nuevo que sea el otro, y como no es el otro, esto va a llevar a la frustración del “no sos el que yo pensaba…”. Esto pasa muchas veces en las sucesivas parejas.
En la infancia, los duelos son muy difíciles para los niños pequeños. Cuando a los cuatro o cinco años, queda sin padre o sin madre, si el que quedó le permite hacer el duelo, abrazándolo, haciéndolo llorar, no es tan patológico. Pero sí lo es, cuando el que quedó no puede contenerlo, el niño no puede llorar solo, necesita la contención de un adulto para apoyarse, para no desarmarse en el desconcierto.
Hay que llorar con otro, el duelo es un fenómeno grupal. En Estados Unidos la muerte está muy negada, y así les va, pobre… La despedida es mínima: van, espían de lejos y se van. Está mal vista cualquier expresión corporal y el llanto. Por eso las series  norteamericanas están llenas de muerte, pero eso no sirve para elaborarla, porque en las películas siempre se mata al otro, nunca muere el protagonista, lo cual sí sería una elaboración, porque el espectador se identifica con el protagonista y con eso se conectaría con su propia muerte. Pero, en nuestra cultura occidental, negadora de la finitud, el tema de la muerte no vende.
Recuerdo que en una profunda crisis mía, en la que me sentía solo y viejísimo, de pronto me di cuenta que la muerte, en realidad, es una despedida de uno mismo. Es “Chau, Alfredito…, tantos años acá adentro, hablando entre los dos… nos vamos a separar para siempre”. Morirse es separarse de sí mismo.
Pero la vida es tan insolente, tan potente, que vuelve otra vez, porque el psiquismo tiene recursos de la cultura para asegurar le sobrevivencia del yo. La vida y la muerte deben coexistir, porque si no pensamos en la muerte no sabemos que estamos vivos y nadie está más contento y más vivo que el que alguna vez, casi se murió.
Pichón Rivière cada tanto se moría, tenía un ataque y después resucitaba. Una vez me contó que los alumnos de su escuela le reprochaban el hecho de que no se muriera, que parecía que se moría y no se moría, y después volvía a la escuela y no les dejaba hacer el duelo. En uno de esos ataques en el que yo lo acompañé, estaba todo entubado, en el Hospital de Clínicas y le dije, repitiendo una broma frecuente entre nosotros: “Dale, Enrique, decí tus últimas palabras”. El se corrió los tubos de la boca y dijo: “La vida… vale la pena vivirla”. Ese día, que era de sol, yo salí a la calle y sentí que si él, que estaba allí, en ese estado, decía eso, yo debía agradecer el estar vivo.
Otra frase fundamental de Pichón era: “La muerte está tan lejos como grande sea mi proyecto”. O sea, si yo no tengo una esperanza, un proyecto de vida, estoy muerto. Trabajo mucho con pibes muy pesados, pibes chorros, quienes dicen: “Yo sigo hasta que me bajen, porque  estoy jugado”. Es decir, yo ya morí, no tengo posibilidades de laburo, no tengo nada, estoy destrozado, la cana me busca, no me importa morir porque no tengo un por qué vivir. Y Pichón murió a los setenta años, joven como un muchacho, claro que a él la vida le había dado oportunidades y a estos pibes no.
En el fondo del manicomio habíamos hecho una comunidad con los compañeros internados, fue una experiencia muy combativa, en el tiempo de Cámpora y una vez, casi tomamos el hospicio. Era la República de los Locos, donde había dignidad para ellos. Al empezar la reunión izábamos la bandera, cantábamos el himno, éramos ciudadanos y había que redefinir quién estaba loco y quién no, porque ya el guardapolvo blanco (el que usaba el psiquiatra) no servía para distinguir loco-sano. Por ello, los psiquiatras nunca llegaban al fondo, porque era territorio liberado. Y los locos, que antes parecían zombies, allí estaban vivos, habían revivido porque habían comenzado a dialogar y tenían un proyecto, que era construir el pueblito de la República de los Locos. Fue una experiencia hermosa, pero cuando vino la dictadura militar inmediatamente nos disolvimos, éramos considerados subversivos psiquiátricos. Cuando terminaba el proceso volvimos con la Cooperanza.
Después hicimos el Bancapibes, con pibes de la calle, que llegaban con el alma congelada, y al construir entre todos una comunidad de tareas y afectos comenzaron a descongelarse, a querer la vida y ya no esperaban la bala policial como algo inevitable.
Haciendo el análisis del tango “Malevaje”, vemos que habla del guapo que no tiene miedo de morir, que se juega todo. Pero que cuando conoció a una mina que “pasaba con un compás tan hondo y sensual…” el tipo se enamoró. Y luego  se queja porque después de eso, había cambiado tanto que un día en que lo habían desafiado a pelear, había huido, no había querido arriesgarse a caer preso o morir, ya que eso le hubiera impedido vivir su amor. O sea, el amor nos hace querer la vida porque nos erotiza el futuro.
Víctor Frankl, un psicólogo que estuvo en campos de concentración, creador de la Logoterapia, una terapia de enfoque existencial, lo primero que les preguntaba a los pacientes que iban a su consulta era: “Usted, ¿por qué no se mataría…?” Y con eso lo obligaba a  reflexionar y a enfrentarse con lo que le impedía querer morir, o sea con lo que lo ataba a  la vida. Es decir, al paciente le hacía oponer la vida a la muerte.
Allá en la India creí adivinar que la muerte está incluida en la vida, tal como aquí, en el campo porque tienen una concepción circular de la existencia, mientras que nosotros tenemos un concepto lineal que niega el final, y por lo tanto nos aparece, a veces, la profunda inquietud frente a ese final ineludible.
Con el amor y el trabajo enfrentamos la muerte. Una vez le preguntaron a Freud qué era la salud y respondió:”Amar y trabajar”. Con esas dos piernas, yo puedo recorrer ese camino tan extraño que es el existir. Pero si me quitan el trabajo, como sucede con la desocupación actual, yo quedo rengo, y si con eso pierdo la familia, quedo tirado, entro en depresión y no quiero vivir.
Cuando hago un grupo con desocupados y me dicen “¿Qué hacemos, Alfredo?”, yo digo: “Vayan a pelear, a protestar, a quemar… ¡Armen lío, muchachos!” Y eso les sirve porque les da un proyecto, aunque sea desde la bronca, porque si se quedan quietos se deprimen.
En el tiempo en que los jubilados iban a protestar al Congreso, yo estaba en relación con PAMI, y veíamos que los viejitos que se quedaban en casa tenían más problemas psicológicos que los que iban a pelear al Congreso, porque la pelea es vida, y la pelea puede ser de amor o de odio, que es amor podrido. Mi hijo, que es biólogo, dice que en biología hay una ley fundamental: “todo organismo que no está en conflicto con su medio, está muerto”. O sea que la vida es conflicto, si peleo estoy vivo.
No se puede hablar de la muerte sin hablar de lo contrario. Sabemos que el día es el día porque existe la noche,  y sabemos que la vida es lo contrario de la muerte, a tal punto que podríamos decir que la muerte no existe, que es sólo la ausencia de vida. Si no fabrico la vida, sucede lo que hay detrás, la muerte. La vida es figura, la muerte es fondo. En termodinámica, tampoco existe el frío sino sólo la falta de calor. A veces, desgraciadamente, cuando el vínculo no es amoroso, la gente se une a través de la pelea. Si no nos amamos, nos odiamos porque lo que más tememos es quedar solos.
Las drogas y el alcohol son formas tecnológicas de tapar la muerte artificialmente. Yo he hecho la experiencia de consumir una droga psicoactiva que se llama “wachuma”, en Perú, que los indios toman juntos y hacen un viaje hasta el principio de la vida, y también a los extremos de la muerte, allí me di cuenta de que estaba en el medio de algo, del existir.
En cambio, la droga que se está dando a los jóvenes es terrible. La cocaína es muerte, ya que induce sólo a la acción pero no abre la cabeza. Para los muy pobres, el Poxi-Ran o ahora el paco que les quema las neuronas y los mata en seis meses. Una vez le pregunté a uno de los chicos por qué se drogaban y me dijo:” ¿Qué querés, que me vuelva loco?... yo duermo donde vos caminás”. Era casi como decirme: “dame una casa y yo dejo el Poxi.”.
Fui Director del Asilo de Mendigos de la Municipalidad de Buenos Aires. Claro, la única vez que acepte un cargo público fue en el lugar más marginal, como corresponde, ya que  la marginalidad me atrae. Hay mucha vida dentro de esa muerte, hay mucha riqueza existencial. Un croto viejo me dijo: “Señor Director, usted habla de la psicología, pero, ¿usted sabe cuál es el diván de los pobres?: el cartón de vino, porque nos quita el hambre, el frío y la tristeza”. Entonces, yo, ¿cómo puedo decirle  a uno que está tirado bajo el puente  “No tomés”, si no le estoy dando comida, calor y contención? Y los pibes ¿por qué se drogan? Porque no tienen destino. Estamos haciendo un genocidio a futuro, porque los pibes son el futuro.
En la Argentina actual, estamos rodeados de muerte. El hambre y la miseria no se pueden aguantar, no se puede llevar la desesperación de un pueblo hasta tal punto sin que suceda una explosión social, que termine con la injusticia. En los sectores pobres, donde el hambre hace estragos, sin embargo, hay  solidaridad.
Estamos rodeados de muerte, sí, y por eso yo imagino que si la situación llega a ser totalmente inaguantable, esta etapa histórica tan dolorosa, de nuestra Argentina, puede terminar para dar lugar a un nacimiento. Pero el parto siempre tiene algo de sangre, que ojalá sea poca. Entonces, algo tiene que pasar, porque el hambre lleva a extremar los mecanismos de sobrevivencia y por eso no hay nada más peligroso, para un sistema corrupto, que un pueblo desesperado. Los pobres no van a aceptar su destino de marginalidad extrema, sino que van a dar batalla como históricamente lo hicieron pueblos como el de Francia, en la Revolución Francesa, que produjo tres hermosas palabras: libertad, igualdad y fraternidad, con las que se quiso fundar nuestro país.
 Volviendo al tema de la muerte, cuando se muere un abuelo “tano”, con toda la familia alrededor, es un mentiroso si dice que está angustiado, porque está rodeado de todos sus seres queridos, acompañado con abrazos y llantos. En cambio, en Estados Unidos, la muerte es espantosa, en terapia intensiva, solo, en medio de toda esa tecnología deshumanizada.
Quiero terminar con algunas recomendaciones para operar frente a una propuesta suicida.
Recuerdo un suicida, en una institución donde yo trabajaba, que quería tirarse desde el décimo piso y yo no sabía cómo hacer para que tomara conciencia de  lo que se proponía. Entonces le dije “Mirá, si vos te tirás desde el décimo ¿qué pasa si en el quinto te arrepentís?” y allí vaciló porque se enfrentó a una duda, tomó conciencia de lo irreversible de lo que quería hacer y al dudar, me dio tiempo para engancharlo y tironearlo nuevamente hacia la vida.
Siempre que una persona, especialmente un adolescente, dice”Me quiero matar” hay que escuchar otra cosa: “Ayúdenme a vivir, que solo no puedo”. No es que quiere irse de la vida, lo que no puede es quedarse.
Cuando alguien se quiere suicidar le dicen “No te matés”, y lo que hay que hacer es preguntarle por qué, porque así se le da la oportunidad de contar lo que le pasa, y al contarlo se vincula, y al vincularse se engancha en la vida otra vez. Decirle “No te matés” es una orden negativa, de rechazo, pero en cambio, preguntarle “¿Por qué te querés matar?” es una propuesta positiva, que lleva al diálogo, al encuentro.

El tema es qué hacemos con lo que perdemos y no podemos recuperar, pero que  queda como fantasma. ¿Qué hacer con los fantasmas? Cada uno tiene sus  fantasmas. Las ceremonias del adiós, son las que permiten transformar el conjunto de experiencias vitales que tuvo con otra persona en su historia. Esa historia compartida, es lo que  hay que incorporar. Cuando uno pierde a alguien, lo que queda es el conjunto de recuerdos que tiene con esa persona,  se va el cuerpo pero la historia queda.
Quedan los recuerdos y también los conflictos de los recuerdos. En las muertes que dan tiempo para que, por ejemplo, el padre enfermo y el hijo dialoguen, en el marco de una terapia, en la que se puedan resolver las culpas y los reproches, se evitará que    posteriormente los conflictos no resueltos produzcan patologías en el hijo. Es un trabajo conjunto de “ajuste de cuentas”, pues todo vínculo es conflictivo. Esos diálogos de puestas al día de las cuentas, el pasado de facturas mutuas, son muy convenientes para que el moribundo  haga el tránsito hacia su muerte con cierta paz, y la persona que queda viva lo recuerde mejor. Es el gran tema de las terapias terminales que ayudan a elaborar ese pasaje tan difícil que es despedirse de uno mismo, que en los últimos tramos es de mucha soledad, porque se muere como se nace: absolutamente solo.
Lo que sucede comúnmente es que la persona muere sola en terapia intensiva rodeada de aparatos. Muere solo, sin una mano, una mirada que humanice ese espanto. Es de  una crueldad increíble que a  una persona se le postergue artificialmente la muerte, muchas veces sólo por rédito económico.
Si alguien tiene un accidente, es correcto que se lo ponga en terapia intensiva. Pero a veces a algunos ancianos los ponen ahí y mueren solos, no en su casa rodeada de su familia, como es el planteo de la filosofía de cuidados paliativos, que es acompañar y humanizar la muerte.

 
Articulo publicado en
Agosto / 2007

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