-“¿Y a vos qué consigna te pinto?”, me gritó Pablut desde el aula con el aerosol en la mano.
-“Por un Movimiento... ¡uniformemente variado!”, contesté riendo mientras hacía de “campana” en la entrada a los claustros de 3º año del Nacional Buenos Aires.
Año 1970. Teníamos 15 años. Militábamos en diferentes agrupaciones políticas estudiantiles de izquierda.
Las siglas eran rivales. Nosotros éramos amigos.
Compartíamos sueños y esperanzas. El amor y temor a las minas. Algunas pajas durante charlas trasnochadas de adolescentes.
Los primeros pelos largos: -“A vos se te hacen cuernos hacia los costados, y a mi hacia adelante. Somos dos tipos de cabras.”, me decía.
Él quería hacer la revolución metódica juntando monedas de 5 pesos, esas plateadas, con una fragata. Tenía frascos y frascos llenos. Decía que cuando no hubiera más monedas en circulación, justo de esas que se usaban para los teléfonos públicos, la gente no aguantaría más y se levantaría contra el gobierno y la injusticia.
Yo estaba fascinado con la revolución inmediata y me las ingeniaba para ir al Nacional sin corbata una y otra vez (estaba obviamente prohibido) y enfrentar a la autoridad cara a cara.
Nuestras fuerzas iban creciendo. Nos sentíamos poderosos... y conflictuados. Al final de ese año reventaron las contradicciones y salimos disparados como flechas: él intentó seguir una vida normal en el ILSE y yo en el “schule” Mitre. Pero ya habíamos sido tocados por el estigma de la libertad y la revolución. Ya no cerraríamos los ojos hasta la muerte.
La vida era sentir, claro. Sentir al prójimo como sentirse uno mismo. Construir ese camino diferente que nos pedía nuestro corazón. Que nos forzaba nuestro corazón, obligándonos a dejar comodidades y certezas para intentar otras acrobacias que nos mantuvieran justos, vivos, palpitantes y amantes. Un ejercicio para no endurecernos y sobre todo para no olvidar; no olvidar la fuerza de ese sentimiento de justicia, de amor, de vida y creación que explotaba en nuestra adolescencia. No olvidar la fuerza de la hermandad que nos unía.
No olvidar.
Y hacer lo que había que hacer. Lo que cada uno entendía que debía hacer para crecer y aportar al bien común, para encarnar nuestros ideales. Y para defenderlos.
Lanzados a la lucha instantánea y fragorosa del día a día, nuestros caminos fueron distintos.
Yo me crucé con la vida y él se cruzó con la muerte.
El 21 de Septiembre de 1983 el sueño había terminado. Para algunos, demasiado pronto. La “Triple A” y la dictadura ya habían destrozado las casas y los cuerpos de conocidos, de algún amigo de un amigo, y también de amigos entrañables. Demasiado temprano habíamos sentido el filo del terror en la garganta y en los huevos. Demasiado temprano Pablut, mi querido Pushkim, había alcanzado el doloroso status de desaparecido. Y pensar que estuvo al alcance de mi abrazo poco tiempo antes. Después las malas nuevas me fueron llegando por otro amigo desde Francia: fue secuestrado, martirizado y finalmente (“por suerte” decía el mensaje) asesinado. Otros queridos y queridas de mi corazón tuvieron mejor suerte y recibieron la “opción” del exilio, que en muchos se transformó en definitiva. Llevó mucho tiempo retomar el contacto con algunos de ellos, y con otros no nos reencontraríamos nunca. Tardé varios años en poder sentir los huecos que dejaron en mi cuerpo sus ausencias.
Veníamos trabajando el cuerpo...
Voy a hablar en plural para sentirme acompañado por todos aquellos nombres que no nombro, con los que intentamos por vocación y casi sin quererlo, construir un espacio para el “cuerpo nuevo”, un cuerpo sensible y expresivo, sexuado y amoroso, en movimiento. Un espacio que cuando finalmente se hizo público en la democracia, con revistas, instituciones y movimientos, no pudo contar ya con muchos de estos pioneros.
Veníamos trabajando el cuerpo, decía, desde lo reichiano , neologismo que refiere Wilhelm Reich, médico y físico nacido en Austria en 1897 y fallecido en prisión en EE.UU. en 1957. Discípulo y luego disidente de Sigmund Freud y ferviente admirador del marxismo, del que luego se alejó, fue el creador de la teoría de las “corazas musculares” y caracterológicas y de la Orgonterapia, que incluye Análisis del Carácter y ejercicios y manipulaciones corporales. Se lo considera el “padre” de las “terapias corporales” y su concepto de salud incluia una sexualidad sana y plena, el acceso de la población a la educación sexual y la salud social. En su libro “La Función del Orgasmo” (1942), cuyo subtítulo es “El Descubrimiento del orgón”, donde analiza “problemas económico-sexuales de la energía biológica”, abre el libro con su sentencia de cabecera: “El amor, el trabajo y el conocimiento son los manantiales de nuestra vida. También deberían gobernarla.”
También nos apoyábamos en preceptos de Albert Einstein de profundo sentido humano y pacifista, rescatando a su vez el respeto y el cuidado del cuerpo de la Antigua Grecia. Sabíamos de la importancia de la educación de los niños y por eso estábamos en contacto con A.S. Neill, director de “Summerhill”, una escuela “libre” de Inglaterra. Nos impulsaba en nuestra búsqueda la investigación y la experimentación que habían motorizado la época del Instituto Di Tella y, por supuesto, la filosofía de la “libre sexualidad” del Flower Power, tan fácil de enunciar y tan complicada de practicar en los años 70, aún antes del SIDA.
En el '83, yo ya tenía una trayectoria en “lo corporal”, ya que después de los grupos reichianos había pasado por el Instituto para el Desarrollo Armónico del Hombre “Río Abierto”, había practicado la “técnica de la lengua” con Fedora Aberastury, Meditación Trascendental, tomaba clases de Gimnasia Conciente, trabajaba con masajes y estaba terminando la carrera de Psicólogo Social en “la Pichón”, la Primera Escuela Privada de Psicología Social Dr. Enrique Pichón Riviére que aún dirige la Lic. Ana Quiroga.
Ese 21 de septiembre fui a la Plaza de Mayo en el nombre de todos mis ausentes y en el mío propio.
Cuando vi en la Plaza el círculo de personas con tachos de pintura negra, rodillos y papel de escenografía pintando siluetas, me acerqué naturalmente a colaborar, primero acostándome en el piso y luego pintando los contornos. Para mi era algo muy familiar, que me hizo acordar en algo a las Jornadas del Color y de la Forma que creo se habían organizado años atrás en Recoleta. Y era el cuerpo, la expresión del cuerpo y el trabajo del cuerpo que me era conocido, porque usábamos esa técnica en talleres y cursos para investigar el esquema corporal y la imagen del cuerpo, y también para estudiar anatomía. Participé un largo rato de la “performance” y luego dejé mi lugar a otros que querían compartir la acción. Luego me quedé en la Plaza dando vueltas cada vez más emocionado y conmocionado. En días sucesivos, fui conectándome más con lo siniestro de las desapariciones representadas en esas siluetas, con lo profundo del abismo que abarcaban esos contornos, con las ausencias como agujeros negros con forma de cuerpos en mi alma.
A la distancia rescato mi primera impresión en ese momento como de maravilla y buena disposición por lo simple, claro y hasta obvio de la propuesta, que conjugaba lo teatral, lo corporal y lo socio-político. Quedaban para mí claramente abrochados los conceptos de Derechos Humanos y Derechos del Cuerpo. Y al trabajar siluetas de tamaño real, sacando moldes del contorno de personas, la aparente impersonalidad del contorno se llenaba de contenido, de sexualidad, de “alma”, que prestábamos a los que ya no estaban. En las siluetas se abrochaban la vida y la muerte, la presencia y la ausencia. Las siluetas eran un Mundo Interno abierto como una hoja en blanco donde sin pensarlo nos proyectábamos vivos y evocábamos las dolorosas ausencias.
En ese trabajo se hizo carne para mí que la dictadura también torturó y marcó mi cuerpo al arrebatarme la piel de mis amigos.
Nunca más pude utilizar para el Trabajo Corporal la técnica de las siluetas a tamaño real como las había usado en la Plaza. Antes, nosotros nos acostábamos y marcábamos la silueta del cuerpo con fibrones o crayones, y dependiendo del objetivo del trabajo, dibujábamos huesos y órganos para estudiar anatomía o llenábamos la silueta en forma individual o grupal, con colores y collages, como parte de un taller de expresión corporal y de un análisis del propio cuerpo. Cada intento de repetir la experiencia me corría un frío por el cuerpo, el frío de la ausencia, y tuve que cambiar de estrategia. Desde entonces y hasta el día de hoy uso siluetas impresas tamaño A4.
Carlos Trosman
Psicólogo Social; Corporalista; Docente
carlostrosman [at] interlink.com.ar