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Sexualidad y epoca

 
La condicion fetichista como gozne histórico del erotismo

“Solamente Dios, querida mía, podría amarte por ti misma y no por tus dorados cabellos “

W.Yeats

 

 

Entre sus prodigiosas historias cortas, OHenry publicó sobre el final del siglo XIX uno de los mejores, esenciales y menos conocidos relatos amorosos. Una joven pareja, tan pobre como feliz, según la convención de los cuentos morales, se aproximaba silenciosamente preocupada a la fecha del aniversario de bodas. La vida de sacrificio exaltaba el vínculo, y el anhelo de regalarse sobre el fondo de la pobreza era testimonio del amor. Como emblemas del romance, el admiraba la hermosa cabellera de ella y ella el hermoso reloj sin cadena del esposo. En el intercambio de regalos del gran día, desenvuelven una cadena para el reloj y una redecilla para el pelo, pero advierten dolorosamente que para comprar sus regalos el había vendido el reloj y ella su precioso cabello. La hermosa y patética historia ejemplifica, como ninguna otra, la esencial ausencia de complementariedad del amor, el desencuentro como destino, la central escasez que Jacques Lacan había descripto, casi como lo prefigura este relato, como “dar lo que no se tiene y entregar lo que falta “. El cuento ilustra el intercambio inacabado de anhelos, ese desencuentro ontológico que otra afirmación de Lacan, con su acostumbrada pretensión por el escándalo, habia terminado de fraguar en la frase : “La relación sexual no existe”. En Freud, “la roca de la castración” había sintetizado esta misma dimensión que funda y ordena la carencia, el escollo que divide las aguas de la subjetividad entre el Yo y sus ideales. Sin embargo, esa misma falta de complementariedad que este relato dramatiza, suscita las marcas imaginarias de la plenitud. Como en el cuento, el trueque fallido amoroso sucede en rasgos, imágenes puntuales, emblemas mínimos que concentran la plenitud pasional y cumplen una función narcisista. No es el narcisismo patológico, sino el énfasis en un matiz que Sigmund Freud había llamado la “condición fetichista”. Este atributo, la señal que condensa la exaltación, resulta una expresión atenuada de una perversión, el fetichismo. La patología perversa es la negación de una carencia en la mecánica sexual y su sustitución imaginaria : la media, el zapato o la liga que evita el encuentro con la ausencia fálica. La actividad perversa la niega, y a traves de ella todas las diferencias que resquebrajan el vínculo absoluto con un objeto. La condición fetichista, a cambio, es una condición normal, no procura el carácter masivo de aquella negación patológica, pero sostiene en reflejos diseminados y parciales el anhelo de una plenitud perdida, ilustra en la neurosis el carácter discontinuo y fragmentado del inconciente y la movilidad de la pulsión. Este rasgo imaginario mínimo, incrustado en todos los intercambios simbólicos, fija un núcleo narcisista: unos ojos, una voz, un cuello, una sonrisa, una historia, un perfil, una cabellera o un reloj. Mientras el fetichismo tiene la rigidez de toda perversión y su colmada repetición mecánica, la condición fetichista, como ilustra el cuento, se despliega como idealización y desencuentro, como anhelo y movilidad de un deseo incumplido. No solamente hace circular la fantasía amorosa hacia el intercambio simultáneo, también, según se quiere plantear en este artículo, promueve el traslado de los ideales eróticos generacionales, los emblemas por los que circula el erotismo en la cultura y el tiempo. La condición fetichista captaría el modo como se encapsula el goce en la sociedad y sellaría por ello la conjunción epocal de cuerpo y cultura.

 

Sexualidad y cultura

 

La aproximación a una perspectiva cultural del erotismo obliga a despejar algunos de sus debates. El gran cambio en la cultura sexual transformó la expresión fetichista, pero no su función, según pretendemos plantear. Las nuevas propuestas sexuales de la sociedad implican un nuevo escenario para el psicoanálisis, pero su conceptualización requiere el pasaje por un trabajo teórico y clínico. Ambas perspectivas no son equivalentes, aunque su cruce permita esclarecer el sesgo ideológico de algunos conceptos teóricos [1]. Por ello su natural resonancia no implica el ejercicio de un paralelismo entre el progreso teórico y el progreso ideológico. Este largo preámbulo, y algunas próximas disgresiones, son necesarias para tratar el cambio del erotismo en la cultura desde referencias sedimentadas en la misma teoría psicoanalítica, como es el caso de la condición fetichista que se propone para tratar el asunto.

La condición fetichista es una suerte de gozne cultural, un articulador en la moda, expresiones estéticas, lenguaje, ídolos musicales o figuras del estilo. La publicidad consiste básicamente en el aislamiento de estos rasgos fetichizados en un producto, una estrategia metonímica que deriva “tener” un producto hacia “tener” un objeto anímico o incluso “ser” ese objeto. El tráfico de identificaciones que sostiene ese consumo se ejerce sobre rasgos fetichizados, dimensiones cristalizadas del encubrimiento. También ocurre en el ámbito de la alta cultura: dos obras maestras de la literatura del siglo XX, “Muerte en Venecia “ de Thomas Mann y “Lolita” de Vladimir Nabokov, se desarrollan sobre la experiencia de la pedofilia, homosexual y heterosexual, e ilustran cabalmente la dimensión fetichista del ideal en ese registro. El mundo esteticista que se derrumba en Mann mediante Aschembach y la fastuosidad literaria del viejo mundo que Nabokov lleva a su decadente esplendor a través de Humbert, ilustran la búsqueda del origen, la infancia, la gloria pasada de la cultura, en paralelismo con la pasión de la pedofilia. ¿La infancia representa esa alta cultura perdida, o al revés esta cultura en decadencia rememora la infancia ? Las metáforas no tienen una sola dirección, y en todo caso esas obras ilustran que la fetichización (pies sucios, gestos de Lolita o posturas, rizos de Tadzio) incorporan los elementos más sublimes e idealizados de lo perdido fundiendo una cultura erotizada (como suele ser la estética[2]) con una infancia exaltada (como suele suceder simbólicamente con la memoria cultural ).

La condición fetichista tramitaría un nexo necesariamente contradictorio en esa tensión que Sigmund Freud trató en “El Malestar en la Cultura”. La sociedad puede modificar el “plus”, el malestar excesivo de la cultura, no la esencial condición contradictoria que advirtió Freud. El malestar resulta estructural, pero no así la variación. La clínica dictamina al respecto como falsa la creencia que la sexualidad permisiva, fácil, excluye totalmente la angustia. El desasosiego emerge siempre con la experiencia amorosa, y los jóvenes que no son perturbados por el ejercicio”deportivo” de la sexualidad, terminan angustiados cuando se enamoran. La cercanía de ideales, el erotismo y el enamoramiento, se integran siempre con dificultad. Es casi igual que en la vieja Viena, aunque hoy lo reprimido sea más frecuentemente el amor y no el sexo. El erotismo, que siempre expresa la posibilidad de fusión o disociación de estos términos, cuela así su desasosiego en la misma cultura que lo cuestiona o lo acepta, y la fetichización parece el proceso que lo metaboliza. En el encuentro de pulsión y cultura, postulamos que la variación del rasgo fetichizado sintetiza y promueve el intercambio y afirmación de los goces.

 

 

Pulsión ,cultura y teoría

 

 

Debe evitarse la confusión de acuerdo ideológico con función epistemológica. El análisis histórico del tema, en virtud de esta indiscriminación, privilegió frecuentemente aproximaciones sociológicas y se menoscabaron ocasionalmente los términos psicoanalíticos, aquellos que permitirían precisamente articular la subjetividad personal con su configuración pública. El trato con la condición fetichista procura en este caso articular un concepto abonado por la clínica con la dimensión histórica o cultural del erotismo.

El estudio de M. Foucault en su erudita Historia de la Sexualidad fundamenta, a veces de modo no explícito, algunas de las actuales polémicas y propuestas ideológico-psicoanalíticas. En su estudio balancea hegelianamente una dimensión oprimida frente a un poder genérico, entidad de aceptada imprecisión que adquiere al final una evanescencia metafísica. Aplicar ese modelo al psicoanálisis, llevar los abstractos debates ideológicos a una disciplina marcadamente teórico-práctica es frecuentemente poco provechoso[3]. No se trata de desconocer que el inconciente se configura a partir de contenidos de la sociedad y de la historia, sino de reconocer sus leyes específicas al procesarlos. El inconciente no puede anticiparse, de manera que no tiene un “texto” cultural constituido, y sus fantasmas se mezclan con ideologías, pero se combinan con reglas propias. Contra el carácter totalizador de esa dialéctica se pretende en este artículo desglosar la función de la condición fetichista.

 

 

 

 

El flotamiento histórico del fetichismo

 

 

El extraordinario estudio de R.H.Van Gulik, “La vida sexual en la antigua china” (1960), describe las enormes transformaciones de la expresión sexual a través de las dinastías. Se advierten los cambios en el ámbito erótico en los largos tiempos de los que occidente solo ha guardado las inducciones que permite el arte antiguo, o clásicos como Petronio, Horacio o Bocaccio. A través de esos períodos gigantescos que registra Van Gulik, y con documentación de una proverbial riqueza literaria y filosófica, se registran cambios de la conducta sexual que harían palidecer por ínfima la llamada “revolución sexual” de los sesenta. Uno de los temas recurrentes bajo diferentes expresiones, que abarca siglos, y que también se encuentra en la sabiduría tántrica de la India, es la relación de sexualidad y mortalidad. Este vínculo, esperable por la fusión de mitos de muerte y nacimiento en todas las culturas, tiene sin embargo aquí un aspecto específico. La retención del semen promueve técnicas que permiten la larga vida, tanto como prescripción médica imaginaria, como por afirmación ética, y por el valor filosófico de neutralizar los goces excesivos. La vinculación de esta recomendación, que atraviesa las dinastías, sugiere la deducible afinidad con conceptos psicoanalíticos freudianos, que pretenden no una vigencia mítica sino estructural, como es el caso de la castración en el drama edípico. La condición fetichista es una articulación de la castración.

También las descripciones antropológicas de la sexualidad islámica prefiguran núcleos ya aislados por el trabajo psicoanalítico. El estudio de Abdelwahab Bouhdiba “La sexualidad en el islam “ (1970) muestra como a pesar de la intensa y ceñida relación de la sexualidad y lo sagrado en las sociedades islámicas, suceden variaciones del atractivo sexual, que en nuestra perspectiva remiten a la “condición fetichista” que advirtió Freud. Sin dejar de lado otras determinaciones, estos estudios descriptivos permiten observar esas variaciones, extrayendo la dimensión específica del erotismo. Por el contrario, los estudios sobre la sexualidad occidental no permiten la distancia suficiente del debate cultural e ideológico que los acosa. En el fragor de esas polémicas pudo pensarse el psicoanálisis como una expresión cultural más de la sexualidad, como una de sus versiones históricas, como casi señaló Michel Foucault. Estas críticas obvian flagrantemente que además de una “posición” el psicoanálisis es una teoría y una práctica clínica, y que ha construido conceptos ya distanciados de las culturas particulares que los configuraron. Algunos de ellos pueden aplicarse para entender la sexualidad en estas y otras culturas, sin desmedro de la idiosincrasia de las mismas. Un concepto derivado de una cultura o incluso de un prejuicio no arrastra automáticamente su origen, y después de una larga práctica no retorna al mismo lugar. Permite nuevas perspectivas. Vale la pena para ello despejar el encuentro del cuerpo y la cultura.

 

Carne y símbolo

 

El cuerpo, sede de las pulsiones es organizado por identificaciones, sedimentos del intercambio con los otros, de modo que las zonas erógenas resultan el mapa y la historia de estos encuentros en cada sujeto. En un enfoque intergeneracional, es sabido también que el cuerpo es una dimensión de la cultura, padece la variación de sus representaciones históricas, desde el erotismo mecánico de un film de Cronenberg hasta la revolución realista de la antigua escultura griega. Las investigaciones reconocen una percepción del cuerpo más fragmentada en tiempos de Homero, también la capacidad trágica de la fotografía de revelarnos, en el último siglo y medio, aquello que fuimos físicamente por la vía irrefutable de la imagen. A su vez, en la perspectiva inversa, todo el orbe de símbolos, imágenes, códigos y signos culturales resultan deslizados siempre por lo ignoto del cuerpo: la cambiante fuerza pulsional. Sigmund Freud mostró que las representaciones más abstractas se nutren siempre de fuentes erógenas y que el mismo anhelo espiritual de saber deriva de una curiosidad que inicialmente es sexual. Hay un balanceo que cruza ambas direcciones, el cuerpo emergiendo de la cultura mediante las identificaciones, y la cultura emergiendo del cuerpo mediante el fondo pulsional. No obstante, en las aproximaciones teóricas mayores el erotismo generalmente es captado desde el cuerpo o desde la cultura, fisiología o símbolo, como expresión directa de la pulsión sexual o como gramática de la relación humana. Se desconocía, en ambos casos, que hay entre la pulsión y la realidad una red de símbolos e imágenes que organizan su incesante intercambio sin borrar sus fuentes. Es tan cierto que no hay pulsión que pueda emerger sin la marca de un rasgo, sin una representación de la cultura, como que no hay símbolo vigente que se sostenga sin una dimensión pulsional. Nada movería un símbolo hacia otro sin un arrastre pulsional, y ninguna pulsión podría emerger sin dimensión simbólica que cubra su desnudez. El comercio entre ambos términos sostiene las diversas suertes del erotismo. El fetiche concentra en tal sentido una dimensión pulsional y otra cultural para realizar, de manera heterogénea, la negación de las diferencias que proclama la castración.

El equilibrio del erotismo en la cultura tiene leyes que no parecen las mismas de la historia social. La propuesta de Foucault organiza en una lógica social la sexualidad, la constituye en signo histórico, e intenta descifrar algunas recurrencias. La idea de un dispositivo que suscita la sexualidad al reprimirla es atractiva por la confortabilidad lógica y la sugerencia ideológica. El planteo permite entender el fenómeno desde la variación de una misma alquimia simbólica, una impecable dialéctica de poder y resistencia. Deja a cambio excluida la complejidad de las categorías intrasubjetivas, la autonomía de la pulsión y la heterogeneidad de los términos que intervienen. Es la simple

dialéctica de una cultura autoafectada. La idea de sexualidad y cultura como un par de resistencia y poder, permite seguir una dialéctica que varía sobre la misma articulación móvil: cada resistencia implica un poder y cada poder una resistencia. Afuera quedan las expresiones particulares, heterogéneas, propias y específicas del erotismo freudiano, como es el caso del fetichismo [4] .

 

 

La condición fetichista como nexo entre pulsión y cultura

 

En su estudio sobre el fetichismo (1927), Freud ilustró como la creación del fetiche permitía el desconocimiento rígido y compulsivo de la castración, pero también como en la condición fetichista esta relación adquiere una fluidez que la trama con la cultura. En la perversión, el objeto fetiche emerge como una percepción erotizada que sustituye la percepción previa de “la realidad fálica”[5], y evita la articulación de diferencias insoportables en la circulación fálica, pero sin impedirla. Una escisión de la psique permite entonces las dos certezas : presencia y ausencia de la diferencia. En la teoría Freudiana la castración es una operación simbólica, el reconocimiento de una determinación mayor, límite que nos impone el lugar generacional y el sexual. Esta posición limitante de la castración también implica la captación de mortalidad posible de un sujeto ( ya que la muerte propia es una experiencia imposible para los vivos). En el fetichismo, la media o la liga, el zapato, la cinta de colores, sustituye imaginariamente lo faltante y permite la ficción pasajera y compulsiva de la plenitud fálica, un vínculo sin castración. Pero Freud además del fetichismo trató lo que se llama “la condición fetichista”, el rasgo normal sobrevalorado en una relación amorosa normal: color de cabello, timbre de voz, mirada, postura, etc. Estos atributos, por su carácter narcisista, concentran el campo ilusional sobre la completud, en la perfección inasible del otro incastrado. La condición fetichista teje el deseo en la movilidad de los signos culturales , organiza el rasgo mínimo de la atracción, y sin el carácter mecánico, monopólico y absorbente del fetichismo, trama lo cotidiano : realiza parcialmente una ilusión y una negación [6]. Esta fluidez no desmiente su carácter inevitable en la dimensión amorosa, su vigencia erótica, tal como lo plantea Yeats en el verso que sirvió de epígrafe a este tema.

Considerado desde la articulación de cultura y realidad, el estudio sobre la fotografía de Roland Barthes ilustra muy adecuadamente esta trama de perforaciones ilusionales desde una perspectiva inversa. La condición fetichista, es lo contrario del “punctus”, ese área “intratable” de “lo real” que Roland Barthes detecta en las fotografías. Sobre el “Studium”, que es el plexo de convenciones visuales compartidas, el “Punctum” según Barthes incorpora un agujero imprevisto desde la realidad. De manera sumaria podríamos decir que es la realidad o la pulsión que atraviesa la cultura, aunque también lo haga mediante un código. El rasgo fetichista es su inversa, sobre la pobre realidad del otro incorpora un punto de exaltación narcisista, una clave que no niega la castración pero sugiere parcialmente la ilusión. La condición fetichista no impide los límites pero genera la fantasía de totalidad, plenitud, inmortalidad amorosa, por la hipersignificación ilusional de la belleza o de la perfección pasional. En esa “condición fetichista” es negada parcialmente la diferencia sexual y generacional, es negada parcialmente la realidad, cuya aceptación da paso a la cultura, a la cadena de sustituciones simbólicas que derivan de la pérdida fálica. Pero estos rasgos tienen incorporada también una dimensión cultural, un código compartido, porque la “condición fetichista” no es el rechazo central de la psicosis, ni la negación bizarra de la perversión, sino la aceptación de una representación que cubre parcialmente una carencia. Por ello también allí transcurre la historia y la cultura: es la versión atenuada y aceptada del fetichismo. Esos rasgos que Freud detectó organizan probablemente el andamiaje de la moda, las generaciones de rostros, la subjetividad de la época, y esencialmente la variación del erotismo. El modo como cada época neutraliza y expresa el erotismo, es el modo como administra la condición fetichista, los rasgos que sugieren para cada época la inmortalidad generacional (anhelo independiente de las ilusiones revolucionarias o conservadoras). Del estudio de la condición fetichista se desprende que la consabida dificultad de entender otras épocas históricas es estructural. No deriva solamente del carácter cognoscitivo, o de un obstáculo epistemológico de orden documental, implica la dificultad de captar el goce de cada tiempo. Descifrarlo esta impedido por nuestro goce actual que opaca la capacidad de advertir el modo como se equilibraba y desequilibraba la pulsión en otra época. El deslizamiento de los rasgos fetichistas que retienen la plenitud fálica, las estrategias del narcisismo por la unidad, y la creencia en la inmortalidad, configuran la idiosincrasia cultural de cada ámbito. Los actuales movimientos de liberación homosexual, Quers [7], o cambios expresivos en la sexualidad femenina, no escapan a esta función fetichista. La ilusión de plenitud, infinitud, que alienta estas expresiones constituyen también facetas de anhelo narcisista y poseen representaciones que son claras condiciones de fetichización. Ahí también siguen debatiendo pulsión y cultura en un nuevo registro.

 

El balanceo de los goces

 

En su famoso “Almuerzo campestre”, Manet funda una nueva imagen del erotismo a mediados del siglo XIX: una imagen bucólica con personajes urbanos y un desnudo que, por contraste con el clásico, suscita una inquietante presencia erótica. Este desnudo, no mas descubierto que otros, no tiene ningún aspecto intrínseco más voluptuoso que los antiguos, pero comparte la tela con signos urbanos, figuras contemporáneas perturbadoras, que impiden la sublimación del erotismo visual. El desnudo resultó no muy definible en la codificación de la alta cultura de entonces (que lo hizo peligroso) y desordenó el sistema represivo del espectador. La misma escena, casi los mismos personajes, habían sido pintados por Tiziano cuatro siglos atrás. En Tiziano el cuerpo era rotundamente erótico, y aún más gravitante de carne y promesa, pero en cambio se registraba en una dimensión arcádica, un monocorde clima celestial que impedía el encuentro identificatorio de los dos términos, el cuerpo del espectador y el de la pintura. Ese cruce inquietante lo permitieron los paseantes de Manet. La escandalosa versión daba la posibilidad de exaltar una zona corporal. El erotismo visual derivaba del levantamiento de la barrera represiva marcada entre los mortales de entonces y el cielo de Tiziano. Lo que habría impedido el inquietante cuadro de Manet es precisamente el mantenimiento de ese límite, una erotización aceptada, neutralizada y administrada en el arte ( que antes permitía secretamente el aprendizaje erótico de los mirones de estampas y de estatuas ). En otra pintura, “Olimpia”, un zapato haría las veces del “punctus” de Barthes en la fotografía, aquello que delata el erotismo y la proximidad inquietante de la prostituta. El “punctus” en la fotografía, la disonancia que sucede en la templanza pictórica, las mínimas variaciones de la moda, historizan la condición fetichista en la relación humana, son los agujeros negros por los que el mundo de la cultura y el erotismo se comunican en su propia temporalidad.

Las ideologías, las creencias o las técnicas, cambian a una velocidad que no es la de la sexualidad. El erotismo se transforma con ritmo propio, a una velocidad soterrada que guía la condición fetichista, aunque no podría desaparecer ni ser nunca excluido por la cultura. Tiene una notable variación y adecuación a las épocas, expresándolas, conteniéndolas, suavizando y exacerbando sus telones, pero con la configuración que Freud articuló en su momento. El tiempo del erotismo es el de las filiaciones y los vínculos, porque su trama teje la relación humana actual y la de la memoria, articula la diferencia sexual y la generacional en cada fantasma. Esta biografía particular del erotismo está escrita y reescrita en el cuerpo, pero la subjetividad la acepta sin leerla. Sus letras se traman con la de los otros, en una historia silenciosa cuyos eslabones no son los de las fuerzas productivas o las clases sociales, sino los goces que marcan los vínculos, fijan e identifican los ideales y temores en la memoria social. La condición fetichista resulta en esos casos el núcleo que marca la flotación de los goces de la época. En “La Celestina”, por ejemplo, la clásica novela de Fernando Rojas, se advierte en la relación entre los amigos y el personaje central, la configuración de la fetichización de la época. La Celestina no solamente afirma el valor de la vejez como trasmisora de saberes generacionales, sino el carácter espiritual, el valor, que habrá de tener la relación sexual, y el equilibrio de ambos aspectos en la erótica medieval que ella sustenta. Una aproximación histórica a la condición fetichista que advirtió Freud permite dibujar otras sagas, cadenas de rasgos narcisistas que formulan una historia. Entre las rosas y desnudos que fotografió Maplethorpe, las de la pintura de Latour, las rosas de York y Lancaster, la del clásico poema de Rilke, y la antigua configuración de transitoriedad y plenitud, de belleza y de muerte que suelen sugerir las rosas, se despliega una heráldica fetichista con reglas históricas propias que organizan una dinastía de rasgos. Mas cerca nuestro, entre Lord Byron y el Che Guevara, hay una sinuosa línea identificatoria que arrastra rasgos y emblemas narcisistas : dandismo, seducción, aventura, ficción y realidad, que atraviesa también al “hermoso” Brumell, Richard Burton, Oscar Wilde, Walt Whitman y Lawrence de Arabia entre otros. El tema del héroe, el cuerpo andrógino, los disfraces, la insinuación homosexual, la escritura, diarios, bitácoras de viajes, tejen los largos hilos de la condición fetichista y cruzan las imágenes crísticas del Che con el disfraz oriental de Lord Byron, las andanzas de Lawrence y la resonancia teatral de Walt Whitman, pero en cambio caen en desequilibrio en el caso de Oscar Wilde. Este último,como Manet, probablemente hizo una mezcla inadecuada entre las representaciones permitidas, rompió el hilo sublimatorio de una larga saga andrógina que llega comodamente hasta algunos cantantes actuales de Rock. Esa ruptura catastrófica en el poeta inglés ha sido interrogada con frecuencia. El enigma consiste básicamente en la falta casi total de fundamento visible de su desastre, aunque la orquesta de velos, frases y sospechas de salón sugieren el colapso sublimatorio de una dimensión epocal de goce . Algo que se administraba hasta entonces con fluidez, el vínculo entre pulsión homosexual y sociedad, fue roto por la conjunción de ficción y realidad, que no se habían cruzado antes de ese modo. La misma sociedad que condeno a Oscar Wilde nunca se había inquietado medio siglo atrás por la larguísima y evidente práctica fotográfica pedófila de Charles Dogson, quizás porque la pedofilia no habia sido todavía perfeccionada como en el siguiente siglo, o porque Lewis Carroll realizaba sus fantasías sin la pretensión dandista de mezclar vida y literatura. Lo aceptado y rechazado parece derivar de un equilibrio, a veces indiscernible, en el modo de expresar, neutralizar, encubrir y dosificar los goces de cada época[8]. Por algún desbalance difícil de entender, pero probablemente vinculado a un ejercicio deficitario de la fetichización, un libro, “Lolita”, le acarreó problemas de censura a Vladimir Nabokov , en la misma década de los “cincuenta” que reveló a Brigitte Bardot, popularizó el libro Bonjour Tristesse de Francois Sagan, y difundió el Baby Doll, expresiones entonces notorias de la sexualidad adolescente.

 

Castración, carencia y fetiche

 

 

El análisis freudiano del fetichismo, base de la comprensión del fetiche, señala la castración y su sustitución imaginaria como los ejes de la configuración. No es una ausencia real lo que sustituye el fetiche, ya que a la mujer no le falta nada que no le falte al hombre, sino una carencia gestada por el ordenamiento fálico. Es la estructuración de esa carencia, la confrontación con la diferencia sexual y generacional, lo que constituye la castración freudiana. Ello implica que la constitución de esta falta, la arquitectura de la carencia, tiene variaciones que afectan el ahondamiento imaginario que propone el registro cultural. En tiempos de Freud, la clínica y la teoría se ordenaban sobre la castración, articulador central de la neurosis, pero actualmente se registra la predominancia de trastornos narcisistas, emergencia de formas híbridas, cuadros fronterizos, adicciones, y la carencia tiene una arquitectura distinta. La falta que dibuja la castración no es la misma que el vacío que muestra la adicción, o el hueco de los trastornos narcisistas. Esta nueva configuración de los trastornos no es ajena a una nueva configuración de lo que también falta en la cultura, el nuevo ordenamiento de lo desconocido y la grave pérdida de la función metafísica que lo administraba. Los cambios en la noción de “lo abismal” ,”lo faltante” y “la carencia” en la cultura, se combinan con la carencia que articula la castración edípica.

Los cuadros clínicos han perdido función simbólica y reclaman y proponen “cosas” (afecciones psicosomáticas, cuerpo, drogas o vínculos de sostén ), pero también los signos culturales han perdido la función metafórica . Los cambios en la figura de la carencia comprometen al proceso de fetichización que sustituye imaginariamente ese espacio.

La dimensión religiosa acompañó durante siglos la expresión de la falta, permitía el encuentro con la carencia central, y suministraba una condición de absoluto, un “sentimiento oceánico”, según había señalado Freud, que retornaba el narcisismo perdido. También el arte, especialmente la literatura, cumplió a partir del romanticismo esa función sacralizadora. Estas variaciones aumentaron su ritmo y velocidad con el progreso técnico y el cambio social, sometiendo los ideales y los procesos de narcisización habituales a tensiones desconocidas en la búsqueda frenética de fetiches culturales, como es el caso de la moda o de las ofertas musicales [9].

En el ámbito de la cultura, la pérdida del aura del arte en la época de la reproducción industrial, que había dictaminado Walter Benjamín en su clásico estudio (1935), no deja de estar vinculado a un cambio en la fetichización cultural. ¿Qué es el aura de la obra de arte sino la capacidad de fetichizar una obra de arte ?. La capacidad de la obra para cubrir culturalmente la castración genérica de la condición humana fue disminuyendo hasta la superposición actual de cultura y diversión. La posibilidad de que el objeto fetichize esta vinculado, entre otros aspectos, a su unicidad narcisista, a la cualidad instantánea que no se entrega por partes, y hoy es mas fácil obtener este carácter en el flujo pasajero de una imágen, modelo o ritmo, que en la afirmación “trascendente” de una obra, disgregada por la pluralidad histórica, acosada por la falta de permanencia y la dificultad de recortar un significado.

Walter Benjamín trató esta pérdida del aura, en el mismo tiempo y debate cultural en que Kafka trataba el vacío, la falta, la carencia de sentido,es decir la contracara del fetiche. La falta que trataba Kafka tenía una variación con respecto a su “precursor”[10] , Herman Melville. En Moby Dick, la búsqueda de Ahab, aunque majestuosa, tiene un infinito menor, poblado de acechanzas religiosas y combates con el mal, mezclado con una exaltación ingenua a la industria ballenera y a lo desmesurado de “aquella” naturaleza. La de Melville era, por así decirlo, apelación a una metafísica todavía religiosa y figurativa, de atmósfera presbiteriana [11]. Kafka en cambio parte del nivel de abstracción del jasidismo, una condición no figurativa y nominal, y se desprende de la misma hacia una dimensión absolutamente simbólica. Son configuraciones distintas de lo faltante. Actualmente, tomando en cuenta lo inextricable de los vínculos de sentido de nuestra cultura, Kafka se ha vuelto casi una literatura costumbrista, y sus símbolos ya son nuestra realidad. En este período, el derrumbe de las torres gemelas parece signar, junto con las nuevas hegemonías, los fundamentalismos religiosos y la infinitud de la técnica, también una nueva pérdida representacional, como si la capacidad de metaforizar la falta en la cultura tendiese a desaparecer[12] . Todo cambio en el espacio donde se desplaza el significado implica siempre una evaporación de sentido. Un ejemplo es el progreso genético que ha difuminado los severos límites de la vida que habían sido la unidad de medida generacional, y uno de los articuladores de la castración freudiana. A este efecto sobre el sistema de simbolización, agréguese que la naturaleza ha perdido casi todo el misterio de “tamaño humano” (el molecular, celular o atómico no tiene referencia existencial), el infinito es una ambición contabilizable por la astronomía y la “madre” tierra ha devenido la miniatura fotográfica de una ‘pelota azul”. Casi todo el gran territorio de la metafísica esta hoy tomado por la realidad, excepto en el fanatismo fundamentalista, y parece que no tiene margen para proteger su rica y necesaria oscuridad. La gran proa que imaginó Herman Melville ya no tiene entonces hacia donde navegar. En ese caso ¿ si la noción de vacío, abismo, infinitud, falta, cambian desde el mismo escenario, si falta la falta (definición Lacaneana de la angustia ) no es acaso comprensible una variación del concepto de castración que esta anudado a ese contexto ? ¿ y al cambiar el mismo que cambie asimismo el proceso de fetichización que lo encubre ?

Uno de los aspectos trastornantes de la caída de las torres gemelas en aquel atentado fue la dificultad de diferenciar la realidad de la imaginación, distinguir el hecho de su representación simbólica. Por así decirlo, la cultura quedo desnuda de alegoría, incapaz de arbitrar como signo la bruta realidad. Esas torres habían caído antes mil veces como metáforas y acechanzas ideológicas [13], pero esta vez sucedió en una dimensión real que abrió o profundizó la incapacidad de metaforizar de esta época. Es solo un ejemplo de una creciente dispersión de las representaciones, de la dificultad de fijar un horizonte significativo. Si como lo indica una clasificación Lacaneana (9), la frustración es una falta imaginaria, la castración una falta simbólica y la privación una falta real, podemos suponer que esta última es la que padece más crudamente nuestro tiempo, tan rico de técnicas y tan carente de objetos simbólicos. Esa anemia en la producción simbólica gesta por ello una carencia real, y determina un vértigo fetichista[14]. Quizás eso explique que “ la condición fetichista”, un rasgo que había aislado Freud como atribución normal, articulador constante de las diferencias, haya adquirido frenéticas configuraciones y se comporte de manera más “perversa”, más rígida y ortopédica, sin la posibilidad de transitar el antiguo espacio creativo y trágico, el intercambio de faltas, que hace cien años mostraba O`Henry en ese cuento cada vez más remoto.

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS :

 

1 -Abdelwahab Bouhdiba,1970, Monteavila Editores, Caracas,1980.

 

2 –Barthes Roland, Camera lúcida.Trans.Richard Howard.New Cork. Nooday Press.1981

 

3- Benjamín Walter,The Work of Art in the Age of Mechanical Production,1935, Illuminations,1968, Harcourt Brace Jovanovich,Inc.

 

5- Dibie Pascal,1987, Etnología de la alcoba, 1987,Ed. Gedisa,Barcelona,1987

 

 

6-Freud Sigmund, El fetichismo,1927, Ed. Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1989.

 

7- Foucault Michel, Historia de la sexualidad, Ed. SigloXXI, Madrid,1980.

 

8- Steiner George, “El Castillo de Barba Azul ”,1971,Gedisa,Barcelona,1991.

 

9- Lacan Jacques, Actas sobre la enseñanza en América Latina, Edit. El ateneo,Caracas 1982. Seminario 14, Gama Producción Grafica S.R.L. Buenos Aires,2003.

 

4-Van Gulik R.H.,1974, La vida sexual en la antigua china, Monteavila Editores, Caracas,1995

 

[1] La idea planteada por la Psicoanalista Ethel Spector Person, o Catherine R.Stimpson, que el legendario levantamento de la discoteca StoneWall, y otros episodios similares, iniciaron la transformación de revisiones teoricas sobre las identidades que desembocaron en el psicoanalisis actual, hace recordar a la afirmación de.R Caillois de que la literatura policial nacio en Francia porque ahí estaba en el siglo XIX el famoso comisario y detective Fouché, a lo que J.L. Borges había contestado en un clásico artículo que confundía la historia de la literatura con la historia policial. También aquí puede señalarse una confusión similar entre historia social e historia teórica. Aunque con influencia social, el debate teórico de la sexualidad en psicoanálisis pertenece al territorio epistemológico de la disciplina. Con el mismo entusiasta razonamiento “histórico” de Ethel Spector Person se podría aducir que las teorías sexuales infantiles que esbozo Freud tienen su primer antecedente teórico en el servicio doméstico de Viena o las categorías de la economía marxista en las trincheras parisienses de 1848.

[2] En sus “Lecciones de literatura” Vladimir Nabokov enfatiza centralmente “los divinos detalles”, aspecto que remite esencialmente, aunque no de modo explícito, al proceso de fetichización. La “aristocracia” descriptiva en Thomas Mann también tiene ese sentido.

[3] No solo es cuestionable cuando excede el análisis de creencias sobre los criterios psicoanalíticos, sino que el movimiento de la ideología para servirse de una disciplina es peligroso políticamente. Su mayor ejemplo nefasto fue la invención ocurrente de la Psicología aria por Carl G.Jung en la decada del treinta del siglo XX.

[4] Montaigne, que en cualquier lectura de esta dialéctica que apasiona a Foucault, emergería como expresión de libertad, apertura de la escritura, heterogeneidad,etc, muestra aquella dimensión no integrable en dicha dialéctica. En sus ensayos afirma la conveniencia de llamar por sus terminos y sin rodeos las experiencias sexuales, pero comenta con relación a la erotización que “la desnudez” disminuye el deseo, que el placer femenino “espanta y asquea” e “impide la fecundación”. El contraste, el rechazo del desnudo, señala la diferencia entre la universal angustia de “castración” que subyace a la fetichización de la época, y el discurso libertario de sus ensayos.

[5] No es el rechazo de un objeto, que además para ser rechazado requiere ser percibido, sino el rechazo de “la realidad fálica”, es decir de la diferencia fundada por el orden fálico, ya que “similitud” , “ausencia”, “diferencia”, solo tienen vigencia en ese orden. En lo real no falta nada.

[6] O Mannoni, en su estudio “Lo sé, pero sin embargo…” , analiza esta suerte de renegación parcial, de un origen similar al fetichismo, pero atenuado en su sistema defensivo. Esta negación suscita la aceptación del disfraz de Papa Noel o los Reyes magos aunque no se crea en ellos, o también el efecto emocional del teatro aunque el espectador reconoce la ficción. Esta disociación parcial, que tampoco es perversa, se ejerce de manera similar en la condición fetichista.

[7] Que,contradiciendo la idea de la política primero y la teoría después, curiosamente retoman algunas ideas de “máquinas deseantes” de Deleuze y Guattari en su teoría del antiedipo, aunque esto no implicaría que sean sus “mentores ·ideológicos”.

[8] Las escenas de la vida de Oscar Wilde+ se fueron confundiendo progresivamente con las de su teatro: sus diálogos,como los de sus personajes, eran una misma campaña por el encanto de la inteligencia verbal. Este cruce de ficción y realidad (cuya inocente expresión estética era “la naturaleza imita al arte”), probablemente alteraba el retorno de lo reprimido en la cultura, y quizás jugó un papel relevante en su condena jurídica (da la impresión que el juicio captaba y condenaba un goce no suficientemente metaforizado: no la pulsión sino su mala sublimación ). La conducta de Wilde implicó un riesgo de la escritura que era también de la época. Nunca se advirtió que casi en el mismo tiempo la condena al capitan Dreyfus se baso en cartas y papeles de la oficialidad francesa, y la novela que en el mismo período pergueñó Henri James, “Los papeles de Aspern” , también ilustra este riesgo de la letra sobre la realidad. Probablemente hubo en esa época un nuevo e indiscernible desbalance entre la representación escrita y los goces que expresa y neutraliza. También concurre a esta hipótesis el hecho simple de que no muchas décadas antes, durante la legislación napoleónica, la sodomía no estaba penalizada ( el término homosexualidad no se había impuesto, ni había todavía tratados médicos o psicológicos al respecto )

[9] Según sostiene George Steiner en “El palacio de Barba Azul”,la música cumple hoy la función que hasta el siglo XX cumplía la religión.

[10] En “El escritor y sus precursores” ,Borges sostiene que un escritor puede crear sus precursores, como hizo Kafka con Melville. De acuerdo a lo que estamos tratando, podría haber citado también a Job o Spinoza, ya que parecen estar en esa misma saga de relación cambiante con un vacío y un poder supremo que lo arbitra.

[11] En el capitulo VIII describe la iglesia y el púlpito del predicador : “el púlpito es la parte mas avanzada de la tierra (….) el mundo es un navío en un viaje sin retorno. Y el púlpito es su proa.”. El énfasis magistral prefigura el viaje del Pequod, pero esa mezcla de abstracción y símbolo señala un carácter alegórico, todavía anclado en la imagen religiosa de la trascendencia, lo que en Kafka solamente se podría deducir de manera abstracta en el “Castillo” o en “El proceso”, y que hoy ya no precisa ser deducido.

[12] La caida de las utopías, que tanto habian signado las catástrofes del siglo XX, a veces parece indiscernible de una pérdida correlativa de ideales. Tanto la izquierda como la derecha no pueden actualmente diferenciar la producción ideológica del pragmatismo político, quizás porque el registro ideológico requiere una función metafórica, una capacidad de simbolización, que la cultura general esta perdiendo.

[13] Un poema de Drumond de Andrade, ya en la década de 1930, invoca el sufrimiento de alguien “ que no puede volar la isla de Manhattan”., y tanto en el cine como en el comic, desde King Kong hasta Luthor, se liquidaron muchos rascacielos, para no recordar los films de marcianos de los años cincuenta.

[14] La privación se define por una falta real, un objeto simbólico y un agente imaginario .
 

 
Articulo publicado en
Agosto / 2004

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