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Tarde, demasiado tarde para Kairós. La precariedad de los trabajadores de salud en la CABA

 

El atravesamiento de algo tanto mayor a nosotros-todos nos ordenó, como las limaduras de hierro frente a un campo magnético. Nuestra vida y nuestra muerte eran otra cosa que la versión singularizada que teníamos de ellas. Aprendimos a redefinir nuestra vida, sin darla por ya-hecha. Acabando con lo que se daba, la pandemia produjo crisis (en plural), y esos cortes decisorios se transformaron en momentos fecundos (Kairós) para tejer otra cosa.

La Salud Pública en la Argentina lleva décadas de des-concierto: los tres subsistemas de atención no trabajan en conjunto ni guiados por políticas públicas centradas en mejorar las condiciones de la salud de cada uno de los habitantes

El dios Kairós aparece súbitamente, pero cuando uno está en crisis, lo busca. Durante el confinamiento, muchos pudieron asirlo. Otros, lo corrieron de atrás, sin alcanzarlo: quedaron en el estado previo a su encuentro, pre-kairós, una etimología inventada para precario. Algunos abandonaron y lo dieron por perdido. De esta extemporaneidad de Kairós en tiempos de crisis y de su relación con la precariedad subjetiva tratará este artículo.

La Salud Pública en la Argentina lleva décadas de des-concierto: los tres subsistemas de atención no trabajan en conjunto ni guiados por políticas públicas centradas en mejorar las condiciones de la salud de cada uno de los habitantes. Voy a abordar la situación de los médicos de la CABA como un analizador del sistema, cuya comprensión y arreglo requiere esfuerzos mucho más complejos. En la Argentina trabajan 200.000 médicos.3 El 54% son mujeres; la mitad tiene menos de cuarenta y cinco años y el 15% son mayores de sesenta. Hay diecisiete provincias que no alcanzan la media de 4 médicos cada 10.000 habitantes. Esta aberración estadística se produce porque la CABA, donde trabajan 12 mil médicos, tiene cuatro veces más médicos por habitante que el resto del país. Soy uno de ellos; son familiares, amigos y pacientes. Durante el primer año y medio de pandemia, sus crisis fueron intempestivas (en medio de una tempestad) o extemporáneas (dislocadas de su propio tiempo vital), en ocasiones no propicias.

En la Argentina trabajan 200.000 médicos. El 54% son mujeres; la mitad tiene menos de cuarenta y cinco años y el 15% son mayores de sesenta. Hay diecisiete provincias que no alcanzan la media de 4 médicos cada 10.000 habitantes

Un hospital general tiene alrededor de veinticuatro servicios médicos; sólo la mitad interna pacientes, el resto trabaja desde los consultorios externos. Entre las primeras medidas para afrontar la pandemia se exceptuó de prestar servicio a los mayores de sesenta años. Se suspendieron: las cirugías y la atención ambulatoria. Los especialistas implicados desaparecieron de los hospitales y enormes cantidades de pacientes fueron estructuralmente abandonados.

Mientras la inflación totalizó un 150% en 3 años, el cargo de ministro de salud incrementó 250% su remuneración, y la plebe un 69 %

Partiendo de una fuerza de trabajo de 12000 médicos, si 1800 fueron eximidos por su edad y los 6000 dedicados a tareas ambulatorias dejaron de asistir, quedaron 4200 médicos aptos para enfrentar la pandemia. La gremial de médicos municipales tiene la misma conducción desde hace más de 30 años. Cada uno de los últimos tres años, incluido el primero de pandemia, convalidaron con la patronal un aumento salarial tres veces menor a la inflación real. Mientras la inflación totalizó un 150% en 3 años, el cargo de ministro de salud incrementó 250% su remuneración, y la plebe un 69 %.4

La mitad de los servicios de internación son quirúrgicos. Las cirugías se redujeron un 70% durante la pandemia, a la par que las camas asignadas a pacientes quirúrgicos se reconvirtieron en camas COVID, pero no estuvieron a cargo de cirugía. Recalculando, llegamos a un pequeño total de 2900 médicos a pleno. Por supuesto que hubo hospitales o servicios en donde las cosas se organizaron con un mínimo de sensatez, no digamos solidaridad porque en los hospitales, escasea. En ningún momento de los 18 meses, los médicos cuyas tareas habituales estuvieron suspendidas se organizó para alivianar la tarea de aquellos, casi exclusivamente clínicos e internistas, que permanecieron en el frente durante meses. En ningún momento los colegas ociosos dieron la más mínima ayuda a sus colegas, sobrecargados dentro del hospital, ni idearon formas de no abandonar a la población.

La obscenidad de esta malversación de recursos humanos no se planteó en las provincias, porque no llegan a tener cuatro médicos cada 10.000 habitantes. La municipalidad más rica de toda Latinoamérica, dio un ejemplo de federalismo y afrontó la pandemia con solo el 24% de sus médicos, para igualarse a sus hermanas del interior. ¿Fue por prevención sanitaria o para impedir la litigiosidad por demandas laborales? Por suerte, hubo una cantidad suficiente de médicos en sus casas para recibir los aplausos de las 9 P.M; si ellos no hubieran estado despiertos, los 2900 hubieran desperdiciado el homenaje por estar exhaustos.

No tengo gran cantidad de datos directos sobre la situación fuera del AMBA y los profesionales de la salud, pero entiendo que fue igual o peor, en condiciones laborales y en consecuencias del burnout. Pero prefiero reconocer mi ignorancia y no hablar sin saber. El grado de rostridad de los médicos para la comunidad y de la comunidad para los médicos es inversa y exponencialmente proporcional a la población. Con menos de 50 mil habitantes, todos se conocen y, quizás, haya sido un factor protector frente al ninguneo.

El ritmo de trabajo se incrementó constantemente durante 12 meses. En cada pico de contagios verificaban que lo cotidiano puede volverse trágico y que su trabajo era realmente de trincheras. En cada pico volvían a decepcionarse: tampoco esa vez sus jefes habían planificado un abordaje colectivo; el azar y la improvisación estructuraban el día a día. Fantaseaban con vacaciones, pero las directivas al respecto se mantuvieron fragmentarias y contradictorias, impidiendo anticipar un descanso real, rebajando sus deseos a ensoñaciones morbosas por la imposibilidad de su concreción.

El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires tiene un dispositivo preventivo que otorga días de licencia por estrés a los médicos hospitalarios. Como era esperar en una organización entrópicamente organizada, nadie pudo tomarse los días por estrés, ni hubo forma de detectar eficazmente el estrés de un colega para que fuera reemplazado transitoriamente por otro.

No solo trabajaban el doble o el triple, sino que lo hacían en las mismas condiciones de siempre, bregando con las miserias hospitalarias de: alguien que se roba los oxímetros; algún enfermero o camillero que se niega a atender a un paciente COVID porque lo considera trabajo extra; algún interconsultor que, descubierto en el bar del hospital, se niega a ver al paciente porque tiene miedo de contagiarse; algún jefe de servicio que se olvida de pedir los guantes, barbijos o máscaras que los enfermeros consiguen por medio de la gremial; la central de ambulancias y de traslados bastardea a los residentes y concurrentes y solo hacen lugar a los pedidos de los médicos del staff, en persona, luego de prolongadas amenazas telefónicas. Esta inmanencia en la organización del trabajo, supongo, fue funcional para negar la angustia inusitada a la que esos actores sociales se enfrentaban.

Frente a la ignorancia generalizada, todo se hacía por si acaso, de todo se sospechaba porque podía ser infectante. Mientras la OMS titubeaba, las pocas directivas que emitía el ministerio de salud eran tamizadas y retransmitidas en cada servicio: un teléfono-descompuesto, infantil en su estructura, al que se agregaban las distorsiones producidas por las pujas de poder mediáticas, definitivamente no-políticas y nada pueriles.

Con menos gente en el hospital, se reforzó la falta de comunicación. Los Comités ad hoc, abrían y cerraban salas, ofertaban guardias simuladas como pago por trabajar en sala de COVID, o los fines de semana, o por las tardes… que los médicos más jóvenes e inexpertos, no afiliados a la gremial, aceptaban. No hubo nuevas contrataciones ni se pagaron horas extra.

Es de Perogrullo que el estrés crónico, con grandes niveles de incertidumbre sobre la utilidad y la seguridad de la tarea, va a producir un aumento en la tasa de errores del personal. Quienes detectaban esos errores no eran escuchados y eran tratados por sus jefes con hostilidad. En esto tampoco hubo demasiada novedad: los hospitales no son instituciones horizontales. Ni sanas.

Los pacientes estaban separados y aislados mientras los médicos se apiñaban en torno a una única mesa, en un único cuarto de reunión. Así, en grupo, se contagiaban. Frente a esas “bajas”, los restantes cargaban con el trabajo propio, que ya era mucho, y el de los colegas enfermos. No se organizó ningún tipo de relevo. Esta epidemia no requería tantos especialistas: había que estar atento a las medidas básicas de prevención, tomar la temperatura, ofrecer cuidados básicos a la mayoría de los pacientes, hisopar. Cualquier médico hubiera podido colaborar.

Además, la clínica del COVID es extremadamente monótona: todos los pacientes se parecen muchísimo. Esa falta de variabilidad taladró el psiquismo de los trabajadores, que no podían anotar en historias clínicas o libretas, fómites potenciales. Entonces grababan, en sus celulares, registros orales de los pacientes, que escuchaban y actualizaban en sus hogares, para mantenerse al día, en vez de descansar. Los ateneos estaban suspendidos, las rondas de sala, también.

Podríamos suponer que los hospitales públicos de la ciudad de Buenos Aires proveen un contexto laboral óptimo, en cuanto a los recursos disponibles. Pero si esos recursos no se disponibilizan, no constituyen un factor protector de las crisis potenciales. Tengo la hipótesis de que ellos sufrieron las consecuencias de la locura institucional, del desamparo de las autoridades, la indiferencia y el ninguneo de sus supuestos colegas.

Los médicos se disociaron y siguieron trabajando como si la catástrofe no estuviera ocurriendo. Desarrollaron afecciones psicosomáticas, lesiones físicas, síntomas psiquiátricos y debacles vinculares

En la CABA, como habitualmente, los médicos se disociaron y siguieron trabajando como si la catástrofe no estuviera ocurriendo. Desarrollaron afecciones psicosomáticas, lesiones físicas, síntomas psiquiátricos y debacles vinculares. Tardaron meses en reconectarse con sus terapeutas o hacer su primera consulta. Luego de pasar no menos de cuatro horas diarias en un traje de astronauta, respirando bajo tres barbijos sofocantes, con tres guantes en cada mano ¿una consulta por Zoom hubiera sido vivenciada como un alivio para pacientes(médicos) saturados de aislamiento?

Sandra Giménez5 propone captar las múltiples dimensiones, no excluyentes, que expresan la precariedad, aumentando el espesor y los matices del concepto. Destaco la desprotección sindical, la baja calidad remunerativa, la desmesura del esfuerzo laboral (incluida la imposibilidad de descansar, de encontrar un ritmo acorde con la sobrecarga), las condiciones de exposición a un virus desconocido y el malestar y la frustración con respecto a la institución en la que trabajan. La precariedad laboral preexistía; la sobrecarga cuantitativa inhibió aún más una respuesta de alarma normal.

Me centré en los médicos porque son, supuestamente, la “cima” de la jerarquía de los trabajadores de la sanidad. Pero, de modo análogo, muchos otros trabajadores de la salud cohabitaron el espacio hospitalario, con sus factores similares y disímiles (el grado de protección gremial de los enfermeros es notoriamente más concreto que el de los médicos, aunque el valor de su salario no refleje la importancia del mismo).

Creo que los médicos atravesaron un proceso de disipación subjetiva, del tipo que describimos con la licenciada Aznar6: “Es un proceso de subjetivación que busca insustancializar, borronear o reducir los conflictos. Se constituye como un modo de ser y estar en el mundo, silencioso, crónico, poco llamativo. Externamente se observa a la persona inhibida y pasiva; raramente consultan por sí mismos. Internamente, se infiere un vacío existencial”. Estos médicos sufrieron en silencio algo inefable. Hubieran podido poner palabras para pensar y pensarse a ellos en situación, pero cursaron esos meses como autómatas, porque no se forjaron modos colectivos de contención. La precariedad y la disipación subjetiva se potencian y los dejan más allá de Kairós (el tiempo cualitativo), sumidos en el tiempo cronológico, traumatizados porque, materialmente, no hubo oportunidades, ni lugar para la esperanza.

Diego Piñeiro7 realizó un trabajo donde, combinando las condiciones objetivas del trabajo con el grado de satisfacción de los trabajadores rurales con el mismo, logró describir cuatro perfiles de precariedad, cuyos dos extremos son satisfechos e insertos y excluidos e insatisfechos. Su estudio, numeroso, obliga a pensar la precariedad de forma contextual y no categorial. Por ejemplo, la valoración del salario no solo se basa en el monto recibido, sino que está mediada por la construcción del valor social de su trabajo, compartida con sus pares: lo que los trabajadores entienden como posible y lógico recibir. Esos peones de campo y zafreros conservan su lucidez para pensar sobre su trayecto vital. Quienes están disipados subjetivamente, viven en piloto automático; sin Kairós no hay reflexión.

Sin duda que los padecimientos de cada uno de estos médiques se inscriben como otro episodio de su vida y que sus vulnerabilidades pueden ser rastreadas a un tiempo previo. Pero intuyo que, sin la pandemia y lo que ella implicó institucionalmente, no se hubieran encaminado hacia el mismo tipo de desenlace.

El hospital, organizado caóticamente (optando por el caos como un modo de organización y gestión, que no es lo mismo que desorganizado), operó como un aparato des-humanizante trans-subjetivo que impidió la utilización de los recursos, humanos y tecnológicos, basado en la eficiencia, permitiendo que el miedo (o la “ventaja”) guiaran las decisiones.

En Argentina, se minimizaron progresivamente, durante décadas, el valor, la pertinencia y la eficacia de los abordajes grupales y se exaltaron los dispositivos individualistas. Todavía quiero creer (puede ser una señal indiscutible de mi envejecimiento), que con grupos Balint funcionando, el deterioro en la vida de estos agentes hubiera sido menor, que el malestar en la cultura no se hubiera vivido pasivamente, que las asambleas hubieran podido emerger y los pedidos de ayuda solidarios se hubieran canalizado de otro modo.

Los médicos no comunicaron su situación en forma eficaz. Intentaron por los cauces establecidos, hicieron dos paros y movilizaciones, sin el aval del gremio, pero no fueron noticia. Una vez, coincidió con la muerte de Maradona. La otra, uno de los manifestantes murió de muerte súbita y la noticia se licuó en la tragedia personal, manteniendo desinformada a la población. Su reclamo era por derecho, no por caridad. No querían ser heroínas ni superhombres, querían un reconocimiento acorde con la desmesura de lo que enfrentaron. Los enfermeros, que se manifestaron en las mismas fechas, reclamando por la insensata negativa del GCABA de reconocer su carrera profesional, tuvieron muchos minutos más de aire.

No creo que estes mediques puedan sanar prescindiendo de la ira. Su cuerpo y sus vínculos se han dañado por ausencia de un pensamiento que limitara y operase con esa cantidad fija, inhumana, que debieron soportar. Los deseos de retaliación, si pueden tomar forma, cumplen la función imaginaria de decir en voz alta que fueron víctimas de una maquinaria anónima sin precedentes por su velocidad.8

No creo que nuestra comunidad pueda sanar ni implementar límites certeros para que no haya olvido de lo deletéreo de los fanatismos, el aislamiento, la degradación de lo público en la mera suma de las individualidades. Es posible que los médicos (y no me refiero a los especialistas mediáticos) alcen la voz y den su testimonio, para que se produzca un aprendizaje social y optemos por un modelo de comunidad progresivamente más justa.

Diego González Castañón (2)
Psiquiatra y psicoanalista
Codirector general de la Fundación ITINERIS.
diegogc [at] fibertel.com.ar

 

Notas

1. Kairos es el dios de la oportunidad, la personificación de la Ocasión (Wikipedia dixit).

2. Codirector general de la Fundación ITINERIS.

3. www.argentina.gob.ar/salud/observatorio/datos/fuerzadetrabajo

4. Datos disponibilizados por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. ¿impudicia, descaro o transparencia de los actos de gobierno?

5. Giménez, Sandra, “Algunas implicancias subjetivas de la precariedad laboral”, VI jornadas de sociología de la UNLP, 2010.

6. Vertex. Rev. Arg. de Psiquiat. Vol. XXI, 2010, pp. 126-135.

7. Piñeiro, D. E., “Precariedad objetiva y subjetiva en el trabajo rural: nuevas evidencias”, Revista de Ciencias sociales Nº 24 (28), 2011.

8. En la última revisión me acordé de Hiroshima y Nagasaki, y me sentí tan ignorante…

 

 

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Articulo publicado en
Noviembre / 2021

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