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Creencia y realidad en las alucinaciones

 

La ubicación de la realidad en las alucinaciones1 no presenta ninguna dificultad para nuestro sentido común; éste simplemente afirma que las “voces” o las “visiones” que el alucinado cree percibir y ubicar en la realidad, en realidad no existen más que en su imaginación. Sin embargo esta afirmación, como veremos, es errada: los alucinados, en verdad, no creen que su alucinación sea parte de la realidad.
Esta recaída en un prejuicio tan común y silvestre viene hoy injustamente asociada al nombre de Jacques Lacan, de quien se dice que despejó y estableció la diferencia entre dos tipos de creencia bajo una fórmula que diría más o menos así: “el neurótico duda, el psicótico tiene certeza”. Sin embargo Lacan no sólo no dijo eso sino que afirmó todo lo contrario: “Los psicólogos —dice— por no frecuentar de verdad al loco, se formulan el falso problema de saber por qué cree en la realidad de su alucinación... Antes habría que precisar esa creencia, pues, a decir verdad, en la realidad de su alucinación, el loco no cree”2.

1.- DOS TIPOS DE REALIDAD: LA COTIDIANA Y LA ALUCINADA
En lo que respecta a la alucinación, no hay duda de que “ese sentimiento de realidad es la característica fundamental del fenómeno elemental”3. Las dudas aparecen cuando se interroga ese sentimiento y se intenta aclarar el sentido de la realidad allí aludida.
Una paciente del Equipo de Salud4 llamada P. escucha “voces”; algunas conocidas y otras desconocidas. Entre las primeras se encuentra la de un amigo muy cercano. Ahora bien, cuando P escucha alucinatoriamente la voz de su amigo, al mismo tiempo tiene absolutamente en claro que el amigo no se encuentra presente ante ella; más aun, ha sido frecuente el hecho de haberlo escuchado estando ella con otra persona, a la que a su vez ella le informa acerca de la conversación que en ese momento mantiene con el ausente: “ahora me está diciendo que vaya a su casa”, le dice. Como cualquiera puede imaginar, escuchar aquí y ahora la voz de un amigo ausente no es una experiencia muy tranquilizadora que digamos. ¿Cómo hace P para explicar y conciliar el hecho de escuchar la voz de su amigo, con el otro hecho patente de que ese amigo no está presente? El asunto no es nada sencillo, y ella intentó resolverlo así: “hablamos por telepatía”.
Si por “realidad” entendemos lo que habitualmente entendemos, entonces cuando se afirma que “el alucinado cree en la realidad de su alucinación” deberíamos entender que el alucinado cree o considera que las “voces” que escucha son exactamente iguales e indistinguibles de cualquier otra voz escuchada en la realidad. Pero si hay algo que deja en claro el testimonio de P es, justamente, que ella no cree que la “voz” que escucha de su amigo sea igual e indistinguible de aquella otra experiencia que tiene, por ejemplo, cuando ella escucha a ese mismo amigo hablándole frente a frente. La paciente tiene muy en claro que la realidad de su experiencia alucinada es muy diferente a la realidad de su experiencia cotidiana, y ante ese hecho queda tan sorprendida y perpleja como cualquiera. El sólo hecho de que por lo general los alucinados nombren estas experiencias como “voces” o “visiones” ya indica suficientemente bien que distinguen perfecta y tajantemente ese tipo de realidad de la realidad que comparten con el resto de los mortales5. Y esta diferenciación, nunca está demás aclararlo, no es una operación que haga el profesional o quien sea que lo asista, sino que es el mismo alucinado quien, de una y mil maneras, nos alerta sobre ella.
Sin embargo, el sentido común de nuestra cultura sigue concibiendo estas cosas exactamente al revés: se obstina en afirmar que el alucinado cree que su alucinación es parte de la realidad compartida por todos, dándolo como un hecho obvio y evidente, y asegurando que este hecho, justamente, es una de las características esenciales de la experiencia alucinatoria. Este prejuicio tan arraigado se encuentra plasmado en el antiguo y conocido dicho popular: “Loco es aquel que no se da cuenta de que está loco”, de lo cual, si lo aceptamos al pie de la letra, tendríamos que concluir que aquel que se da cuenta de que está alucinando en realidad no puede estar alucinando. Sin embargo es un hecho irrefutable que los alucinados por lo general aceptan espontáneamente y de buen grado el hecho de que su experiencia es diferente a la de todos los días. Me atrevo a afirmar incluso que todo alucinado debe poder distinguir entre su experiencia de la realidad alucinada y de la realidad cotidiana; y que si algunos, como todos sabemos, no lo hacen, no por eso debemos concluir apresuradamente que esos casos verifican una supuesta imposibilidad interna de la experiencia alucinatoria, sino más bien lo que deberíamos hacer es preguntarnos e investigar si en realidad no son el testimonio y la manifestación de un deterioro general, tanto psíquico, familiar como social, de tales enfermos.
En el ámbito de los profesionales de la salud mental, lamentablemente, las cosas no son muy diferentes que en los ambientes profanos. También aquí mayoritariamente resulta obvio y hasta evidente que el enfermo cree que su alucinación es parte de la realidad compartida, aunque en lugar de “creencia” se diga que tiene la “certidumbre” de… Pero la confusión no queda allí: de manera alarmante muchos profesionales llegan a un extremo peligroso e irresponsable al considerar como signo evidente de «falta de conciencia de enfermedad» a esa supuesta creencia en la realidad de la alucinación que sólo ellos, los profesionales, suponen que el alucinado tiene. ¿Cómo calificar de otro modo que no sea de “perversa” a esta maniobra consistente en adjudicarle al enfermo la propia confusión y después, encima, levantarle cargos por ello?
Dentro de este panorama, entonces, no resulta nada extraño encontrar, tanto en teoría como en práctica, la pretensión de que la cura del alucinado debería consistir en que el enfermo lograra reducir las “falsas percepciones” a “verdaderas percepciones”, o lo que es lo mismo, como muchas veces estos profesionales dicen, que no siga confundiendo la ficción con la realidad. Es difícil imaginar una posición “terapéutica” más extraviada. Nada de esto pasaría de ser otra torpeza profesional de las tantas a las que ya estamos acostumbrados si no fuera por el hecho de que estos profesionales, que se creen la encarnadura misma de los verdaderos valores de la salud mental y, por ende, la imagen ejemplar que el alucinado debería imitar a fin de volver al redil de la normalidad, estos profesionales, decía, son fiel reflejo y representación de lo que nuestra sociedad considera normal. Después de tantas y semejantes supercherías, por supuesto, nadie ya se acuerda (ni le importa) del único hecho que en realidad debería contar: que de esta manera al alucinado no sólo no lo ayudan a enfrentar sus padecimientos; sino que además de dejarlo solo le endosan las confusiones de los profesionales transformadas y legalizadas en una pertinaz acusación moral: “no aceptás que estas enfermo”.

2.- AUNQUE NO SON REALIDAD, LAS ALUCINACIONES SON REALES.
Ahora bien, que los alucinados no crean en la realidad de su alucinación y acepten de buen grado el carácter alucinado de su experiencia, en absoluto quiere decir que la consideren mera “ilusión” o “espejismo”, y menos que menos que reniegen de la realidad de tal experiencia. Aunque no sea parte de la realidad compartida, no por eso consideran que la experiencia que deben enfrentar es menos real que la realidad cotidiana; se trata —lo aclaran de mil maneras diferentes— de otro tipo de realidad que puede llegar a ser, incluso, más real que la misma realidad. Pocos son los que han llamado tanto la atención como Lacan sobre el tema de que el propio alucinado es el primer sorprendido ante el hecho de que su experiencia tiene el carácter de una “nueva dimensión a la cual accedió”6.
Para aclarar este asunto citaré un extenso fragmento del famoso caso Schreber:
«Que yo sepa —dice Schreber—, se entiende por experiencia alucinatoria toda experiencia interna vivida por sujetos cuya constitución nerviosa mórbida los expone a ciertas estesias que los llevan a comportarse como si sintieran una sensación o una percepción —sobre todo en el campo de la vista o del oído— cuando las condiciones exteriores normales de esas sensaciones o de esas percepciones no se hallan realizadas.
«Por lo que leo al respecto en Kraepelin (Psiquiatría, tomo I), la ciencia parece negar a todas esas alucinaciones, sin excepción, el menor fundamento de realidad. Yo sostengo decididamente que, por lo menos formulada bajo esa forma de generalidad, esta posición es errónea… Es, indiscutiblemente, lo que ocurre en ciertos casos que todos conocen, incluso un profano como yo: durante el delirium tremens, por ejemplo, cuando el sujeto pretender ver “hombrecitos” o “lauchas” que naturalmente no existen en la realidad… No obstante, ante este tipo de interpretaciones racionalistas o, diría yo, puramente materialistas, hay que oponer las más severas reservas cuando se trata de voces de “origen sobrenatural” (cf. Kreapelin tomo I). Sólo puedo pronunciarme con absoluta certeza en lo referente a mi propio caso: efectivamente, en mí es un origen exterior el que actúa en esas estesias, y es precisamente un origen exterior el que debe investigarse; obviamente partiendo de mi propio caso, presumí que podría ocurrir lo mismo con otras personas, o que podría haber ocurrido lo mismo: inferí que lo que se tiende a considerar en esos alienados como provocado por estesias de origen subjetivo (ilusiones de los sentidos, alucinaciones, o hablando en lenguaje profano, quimeras vacías) dependía, por el contrario, aunque en una medida incomparablemente menor que en mi caso, de una causa objetiva; en otros términos, que lo que aquí prevalece es la influencia de factores sobrenaturales.
«Las personas que tienen la dicha de gozar de un buen equilibrio nervioso no pueden (por lo menos por regla general) tener “ilusiones de los sentidos”, “alucinaciones”, “visiones” o cualquier otra expresión que se quiera elegir para designar las cosas de este tipo… Pero que yo admita esto no quiere decir de ningún modo que esos procesos, cuya constitución mórbida ha sido la reveladora, carezcan de realidad objetiva; no quiere decir que deban considerarse como provocados por estesias sin causa externa. Y es precisamente sobre esta base que me niego absolutamente a unirme a Kreapelin cuando tacha de “rareza” el hecho de que las “voces”, etc., posean ese alto e irreductible poder de convicción que permanecerá incólume a pesar de “todo lo se diga o no se diga en el mundo que lo rodea”. El hombre nerviosamente equilibrado —frente a alguno de sus semejantes que, debido a su constitución nerviosa mórbida, está en condiciones de percibir impresiones sobrenaturales— practicamente es ciego intelectualmente; no podrá convencer al visionario de la irrealidad de sus visiones, de la misma manera que un ciego tampoco podrá convencer a un vidente de que no existen los colores, de que el azul no es azul, que el rojo no es rojo, etc.»7.
Como se puede apreciar, Schreber separa clara y tajantemente tres tipos de experiencias: en primer lugar, ciertos espejismos subjetivos “que naturalmente no existen en la realidad”—dando como ejemplo de ellos a los delirium tremens; en segundo lugar, aclara que estos espejismos son muy diferentes de las alucinaciones, las que, insiste, son realidades “exteriores y objetivas”; y en tercer lugar, afirma que este carácter —el de ser “exteriores y objetivas”— no las vuelve, sin embargo, iguales a la realidad ordinaria, puesto que en las alucinaciones, dice Schreber, lo que “prevalece es la influencia de factores sobrenaturales”.
¿Podemos fiarnos del testimonio interesado de un loco como Schreber? En primer lugar deberíamos recordar lo que dijo Freud acerca del testimonio de Schreber: “No temiendo a la crítica ni a la autocrírica, no tengo motivo ninguno para eludir la mención de una analogía que quizá perjudicase a nuestra teoría de la libido… Los «rayos de Dios»…no son propiamente más que las cargas de libido objetivamente representadas y proyectadas al exterior y dan al delirio de Schreber una coincidencia singular con nuestra teoría... El porvenir decidirá si la teoría integra más delirio del que yo quisiera o el delirio más verdad de lo que otros creen hoy posible”8. En segundo lugar, no citamos el testimonio de Schreber más que para corroborar el simple hecho de que es el propio alucinado quien realiza la separación entre la realidad alucinada y la realidad cotidiana, pero que, a pesar de todo, la primera se le sigue presentando como real.
Como ya adelanté, no voy a analizar aquí los caracteres “exterior” y “objetivo” que también Schreber adjudica a la alucinación; este asunto lo abordaré en próximos artículos. Pero donde sí creo que es necesario detenerme aunque sea un momento es en la afirmación de Schreber de que en las alucinaciones lo que “prevalece es la influencia de factores sobrenaturales”. Como todos sabemos, hablar de “factores sobrenaturales” no es algo muy bien visto en los ambientes profesionales de la salud mental. Sin ir más lejos, la propia palabra “sobrenatural” siempre es sospechosa de sotana y sacristía. Sin embargo, si alcanzamos a sacudir de nuestros ojos las varias y diversas capas geológicas de progresismo reaccionario que los recubre, veremos que “sobrenatural” sencillamente alude a todo aquello que está más allá de lo meramente “natural”. Y a “natural” debemos entenderlo naturalmente, es decir, tanto como lo obvio y dado para nuestras costumbres y tradiciones, como también lo puramente “objetivo”, es decir, como pura “naturaleza” o, lo que en este aspecto es igual, como pura “objetividad”—es decir, aquello que reacciona siempre de la misma manera sin interferencias caprichosas o subjetivas. Lo “sobrenatural”, entonces, es todo aquello que aunque real, no puede llegar a ser integrado a la realidad cotidiana y a formar parte de ella, y que, por lógica consecuencia, dentro de la realidad esa compartida es tildado de “subjetivo” e “irreal”.

3.- LACAN: REALIDAD Y CERTEZA
Sobre este asunto —el de la supuesta creencia por parte del alucinado de que la alucinación es parte de la realidad— Lacan es categórico:
“Lo que está en juego —dice— no es la realidad. El sujeto admite por todos los rodeos explicativos verbalmente desarrollados que están a su alcance, que esos fenómenos son de un orden distinto a lo real, sabe bien que su realidad no está asegurada, incluso admite hasta cierto punto su irrealidad. Pero, a diferencia del sujeto normal para quien la realidad está bien ubicada, él tiene una certeza: que lo que está en juego —desde la alucinación hasta la interpretación— le concierne.
“En él, no está en juego la realidad, sino la certeza. Aun cuando se exprese en el sentido de que lo que experimenta no es del orden de la realidad, ello no afecta a su certeza, que es que le concierne. Esta certeza es radical. La índole misma del objeto de su certeza puede muy bien conservar una ambigüedad perfecta, en toda la escala que va de la benevolencia a la malevolencia. Pero significa para él algo inquebrantable”9.
CERTEZA. El alucinado, entonces, no ubica su experiencia en el seno de la realidad compartida sino en un orden distinto de realidad, orden del que admite su textura “sobrenatural”. Sin embargo, dice Lacan, hay algo inquebrantable: ¿qué actitud tiene el alucinado ante este nuevo orden de realidad?: “certeza”. ¿Certeza de qué? De que lo que está en juego le “concierne”. ¿”Concierne” quiere decir aquí que hay un implicación con el acto y contenido de la alucinación? Es un hecho por lo general admitido por todos que la alucinación es vivida por el alucinado como un cuerpo extraño, es decir, como algo que el enfermo no sólo no maneja a voluntad sino que, además, le impone un esfuerzo de entendimiento o directamente un sufrimiento. Podríamos, entonces, preguntarnos: este cuerpo extraño ¿qué parentesco tiene con el “síntoma” neurótico? El síntoma, recordemos, a pesar de ser un “cuerpo extraño” sin embargo, desde su opacidad, interpela al sujeto. ¿Es posible que la alucinación pueda llegar a ser sostén de una operación que, aunque no la misma, sea similar? ¿Es posible con la alucinación trabajar esperando producir algo parecido a lo que en la neurosis se llama “rectificación subjetiva” o “poner en régimen” al síntoma, es decir, transformarla en algo que mantenga cierto parentesco con un “síntoma” en sentido analítico?
Al contrario del sujeto llamado normal, «él tiene una certeza, que aquello de lo que se trata —desde la alucinación hasta la interpretación— le concierne». Lacan ejemplifica este asunto de “estar concernido” con el mecanismo de la interpretación delirante: el enfermo ve pasar un auto rojo e inmediatamente sabe que se trata de una señal; puede que la señal no sea clara, incluso puede que no tenga ni la menor idea de qué significa, pero de lo que no tiene duda es de que se trata de un signo y que, por tanto, algo significa. Esta parece ser el tipo de certeza a la que alude Lacan: “en la realidad hay signos que me hablan y sólo están dirigidos a mi”. La interpretación delirante, sin duda, está determinada desde un punto de vista egosintónico y desde allí es leído como signo, de manera precisa y clara, aunque el sentido sea muy diferente al de una lectura habitual. Pero, ¿es equivalente el mecanismo de la interpretación delirante al de la alucinación?; ¿es correcto pensarlos como fenómenos homogéneos?
REALIDAD. “Los psicólogos —dice Lacan— por no frecuentar de verdad al loco, se formulan el falso problema de saber por qué cree en la realidad de su alucinación... Antes habría que precisar esa creencia, pues, a decir verdad, en la realidad de su alucinación, el loco no cree”.
El alucinado, entonces, se da cuenta de que la realidad conque está hecha la alucinación no es la misma que la realidad compartida, sabe y siente que la realidad misma de la alucinación tiembla par los cuatro costados, y es por ello que duda y queda perplejo ante una realidad que, a pesar de todo, de ningún modo puede negar o desconocer. De ahí que no le queda más alternativa que admitir su carácter “sobrenatural” y hasta cierto punto, como dice Lacan, su textura de irrealidad. Percibe claramente que la materia prima conque está hecha la alucinación no es del mismo tipo con la que está hecha la realidad usual: la de una planta, la de una silla, la de un auto, incluso la de un libro. Bien podría decirse que su realidad no es la real ni natural, sino que es surreal y hasta sobrenatural. Sin embargo, si hay algo de lo que no tiene duda es de que la alucinación es.
He aquí la faceta que la emparienta con el mecanismo de la interpretación delirante: así como ésta asegura de que hay signos que —aun cuando no sepa bien qué dicen— algo me dicen únicamente a mí; la alucinación, por su parte, a pesar de que no se ubica en el seno de la realidad compartida, indudablemente es.
Pero ¿qué es? No es, obviamente, algo en el sentido natural y habitual de ser, sino que es de una manera diferente: es en otro sentido de ser. Otro ser.

Héctor Fenoglio
Psicoanalista
hefenoglio [at] datafull.com

Notas
1.  Antes que nada debo hacer dos aclaraciones: la primera es que solamente me referiré a las alucinaciones, dejando para otro momento la ubicación de la realidad en otros fenómenos conexos, tales como los delirios. Dentro de las alucinaciones, además, sólo me referiré a los fenómenos alucinatorios que en principio son pertinentes al abordaje psicoanalítico, es decir, aquellos que son posibles de alcanzar por medio de la palabra y que no son resultado de causas orgánicas claramente establecidas, tales como las alucinaciones producidas por ingestión de drogas, intoxicaciones, enfermedades orgánicas, etc. La segunda aclaración consiste en que, dentro de la experiencia alucinatoria, me centraré en precisar cómo podemos y debemos entender lo que cotidianamente llamamos realidad y nuestra ubicación respecto de ella, sin meterme en otros asuntos tan importantes que este, tal como, por ejemplo, las tan manoseadas oposiciones “exterior-interior” u “objetivo-subjetivo”.
2.  Lacan, Jacques, El Seminario 3, Las psicosis, Buenos Aires, Ed.Paidos, p. 110.
3.  Idem 2, p. 27.
4.  El Equipo de Salud (continuando la experiencia del SAS-Servicio de Atención para la Salud, continuación a su vez del Plan Piloto Boca-Barracas) es un equipo que desde hace tres años atiende crisis y estados crónicos de locura (psicosis, borderline, adicciones, etc), mediante un dispositivo en red que utiliza todos los recursos terapéuticos comunitarios al alcance (como la consulta e internación domiciliaria, acompañamientos terapéuticos de amigos y otros pacientes, talleres y grupos que trabajan sobre las más diversas actividades y produciendo las más diversas realidades como pensamiento, escritura, cine, etc), a lo que se agrega la integración de los pacientes a la vida concreta que desarrollan los miembros del equipo: familia, trabajo, talleres, publicaciones, etc.
5.  En esta misma línea, Lacan, en el Seminario 3, página 110, dice: «es muy fácil obtener del sujeto la confesión de que lo que él oye, nadie más lo ha oído. Dice: Si, de acuerdo, sólo yo lo oí»
6.  Idem 2, p. 110.
7.  Schreber, Daniel Paul, Memorias de un neurópata, Buenos Aires, Ed. Petrel, 1978; Complementos, Primera serie: Sobre las alucinaciones (Febrero de 1901)
8.  Freud, Sigmund, Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia, OC. Tomo II, Madrid, Biblioteca Nueva.
9.  Idem 2, p. 110.

 
Articulo publicado en
Octubre / 2003

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