En la vida, para progresar necesitamos duelar un sinfín de circunstancias. Es cierto que, del mismo modo que lo hacen las situaciones estancadas, los vertiginosos cambios nos empujan a encarar uno que otro duelo. Porque las variaciones del contexto siempre conllevan algún replanteo o crisis personal. Entonces, en más de una oportunidad la vivencia es extrema. Y sentimos “morir un poco”, como si perdiéramos definitivamente referencias o algún remanente de añeja inocencia. En un capítulo específico titulado “La muerte”, me referí a tales peripecias (Billiet, 2011). Momentos de la vida que varían según se sea niño, adolescente, adulto o anciano. No obstante, sabemos que hay pérdidas de otro calibre que, aunque no sean la muerte de nadie, marcan un antes y un después. Decimos, entonces, que no somos los mismos. Sin embargo, de algún modo siempre atravesamos duelos. Se plasman en cada nuevo intento de des-identificación de aspectos parentales arraigados, en la menor o mayor dificultad para “enterrar” lo que –en tanto “maneras familiares compartidas”- no pudo ser de otra forma, pero sentimos que en nuestro “hoy en día” nos urge cambiar esos aspectos que ya no dan para más, en el grado de resistencia a darnos el derecho a vivir “a nuestra manera” lo que deseamos protagonizar en algún área de nuestra vida, en aceptar –sin por ello caer en la resignación- como son los demás, etc. Pero las extremas situaciones sociales han despertado –y despiertan- al que denomino Niño Indómito. Se trata de un aspecto de nuestra temprana vida que puede ser lo más salvaje. Pero que si lo domamos[1], puede derivar en lo más creativo de nuestra parte. Como veremos, este Niño Indómito remite a un momento previo a lo ya descrito desde S. Freud, M. Klein y A. Aberastury. De ahí que –en lo que a “duelo” respecta- veremos una diferencia con lo que Freud describió. Para lo cual, primero conviene definir el significado de duelo.
Entonces, el duelo tanto refiere a la pena por la muerte de alguien, como a la lucha, desafío o guerra entre dos contendientes (Etimologías, 2011). Sentidos que, aunque sea intra-psíquicamente, el mismo Freud aludió. Haciendo una apretada síntesis, recordemos que el duelo –o aflicción- constituye un proceso normal, mientras que lo patológico es la melancolía. El duelo es “la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.” (p.241)... “por regla general sólo es desencadenado por la pérdida real, la muerte del objeto” (p.253). En el caso del duelo no se perturba el sentimiento de sí. Y aunque lo perdido continúe en lo psíquico, “se ejecuta pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y de energía, de investidura”. Mantenemos el “acatamiento a la realidad... cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento de la libido...una vez cumplido el trabajo del duelo el yo se vuelve otra vez libre y desinhibido” (p.242-243). Pues, “la realidad pronuncia su veredicto: el objeto ya no existe más; y el yo...se deja llevar por la suma de satisfacciones narcisistas que le da el estar con vida y desata su ligazón con el objeto aniquilado...esa desatadura se cumple lentamente” (p.252). En otros términos, el sentimiento de sí no está perturbado (p.242) y de la mano del acatamiento a la realidad se puede renunciar al objeto a cambio de permanecer con vida (p.254).
Pero el duelo, transitoriamente, comparte características con la melancolía. Ambas, se manifiestan frente a la pérdida de alguien/algo, se produce cierta “cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo” (p.242). Las premisas de la melancolía son haber perdido un objeto ideal, la extrema ambivalencia, pero lo esencial es la elección de objeto narcisista y la regresión al narcisismo. De ahí que dijera “... sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él... (p.243)...este delirio de insignificancia....se completa con el insomnio, la repulsa del alimento y un desfallecimiento...” (p.244)... “una parte del yo se contrapone a la otra... la conciencia moral” (p.245)... las “querellas...se ajustan a otra persona a quien el enfermo ama, ha amado o amaría... se disciernen los autorreproches como reproches contra un objeto de amor, que desde éste han rebotado sobre el yo propio... por obra de una afrenta real o un desengaño de parte de la persona amada” (p.246-247). Y aclara que la libido vuelve sobre el yo por la fuerte fijación pero también para, antes dificultades (escasa resistencia de investidura) regresar al narcisismo e identificarse con el objeto resignado. Lo incorpora oral-canibalísticamente, a la par que “el odio se ensaña con ese objeto sustituto insultándolo, denigrándolo...y ganando en este sufrimiento una satisfacción sádica” (p.249).... la “angustia de empobrecimiento... deriva del erotismo anal arrancado de sus conexiones y mudado en sentido regresivo” (p.250). Lo que complica la relación con el objeto es el conflicto de ambivalencia (constitucional y reprimida, o por vivencias amenazantes que activaron traumas reprimidos –p.254-). El odio pugna por desatar la libido del objeto, mientras que el amor insiste con no hacerlo. Por eso, a diferencia del duelo, la melancolía es una “herida abierta... que... vacía al yo hasta el empobrecimiento” (p.250). Además, suele alternar con la manía, en la cual “queda oculto para el yo eso que él ha vencido y sobre lo cual triunfa”... (pp.251-252). Y la “regresión libidinal sobre el yo... cursa con afecciones somáticas” (p.241, Freud, 1917).
Volvamos ahora al Niño Indómito. Sabemos que A. Rascovsky se refirió a la importancia de la vida prenatal, y que otros autores se refirieron a remanentes de contenidos inconscientes arcaicos, por ejemplo W. Bion, J. Bleger, L. Chiozza y F. Cesio. Sin embargo, se tendió a remarcar el vínculo prenatal de manera disociada, poniendo el acento unas veces en la madre, otras en el feto. Y menos en el vínculo. A mi entender, el período prenatal se caracteriza por ser un estado siamés, y el remanente postnatal del estado siamés prenatal vivenciado por todas las personas lo denominé Niño indómito. Aunque se entremezcla, es previo a las fases del desarrollo descritas por Freud S., Klein M. y Aberastury A. Lo indómito-indomable se verá potenciado por la propia biografía y el contexto en el que vivimos. Y lo reconocemos como menor o mayor Lucha Fratricida. Incluso, de no ser conscientes de él, se potenciará y evidenciará en los inconscientes conflictos específicos inherentes a cada uno de nuestros trastornos físicos[2].
Para comprender lo anterior, recordemos el mito de la horda primitiva descrito por Freud (1912). En dicha horda, el macho-padre se reservaba todas las mujeres y dominaba a sus hijos. Luego, éstos se rebelaron, mataron y devoraron al padre. Y presos de remordimientos y temor, perpetuaron lo anterior en la comida totémica de un animal. El mito fue tomado por diversos autores. Por ejemplo, V. Von Weizsaecker decía que Freud encaró el Complejo de Edipo “a medias” porque lo interpretó hacia atrás, contra el padre. Y que “la misma tendencia se dirige hacia delante, del padre contra el hijo...” (p.314, Weizsaecker, 1956). Rascovsky se refirió al filicidio, a las agresiones intencionales de los padres hacia sus vástagos (Rascovsky, 1970; Rascovsky et al, 1971). Y en 1980 A. Fonzi remarcó tanto la hostilidad del padre hacia sus hijos, como que Freud hablara solo de Edipo y no de Layo. Añadió que, cuando un padre daña por su propósito egoísta, pierde la función paterna –aunque materialmente siga siendo padre–. Y que, más que padre, actúa como un hermano. Así, en vez de filicidio se trataría de fratricidio (Fonzi, 1980).
Mi aporte se basa en todo lo anterior (Billiet, 2011). Pero agrego una interpretación de la prehistoria que difiere de la freudiana. Porque muchos arqueólogos, pre–historiadores y paleontólogos coinciden en que hubo 2 épocas primitivas en la evolución: la época de la horda primitiva, y la del régimen de clanes. En ésta última, luego de la igualdad de sexos, predominó el matriarcado, el prestigio y poder de las mujeres. En términos de parentesco, se sigue considerando la sociedad primitiva de Lewis Morgan -1946-, retomada por A. Bauer. Se trata de que la primera familia, llamada consanguínea, fue la horda primitiva, porque en ella reinaba la promiscuidad completa de hombres y mujeres. Lo anterior significó que los hermanos –incluidos en ellos los primos- eran al mismo tiempo esposos. Fue la más antigua, universal, duradera y siguió vigente en mitos y dinastías. Y tuvo que evolucionar y reconocer diferentes generaciones porque la paternidad resultaba desconocida y la maternidad no distinguía entre madre carnal, hermanas y primas. De ahí que, estableciendo la 1ª forma de incesto, consideraron ilícita la unión sexual[3]. Entonces, hubo una época ‘de todos con todos’, incluso la propia madre. Y relacionado con el “poder materno”, la lucha más primitiva comenzó por ser fratricida. Pues, internamente, a cada uno se le despertó la huella del lugar único que –habiéndolo tenido- quería recuperar. Así, la lucha fratricida es más regresiva que la lucha del padre autoritario freudiano. De modo que, de la mano del salvajismo e inmadurez, la lucha fratricida es lo más indomable de la filogenia. Cuestión que resurge ante profundas inseguridades, apuntalándose en una experiencia ontogenética y universal plena de sentido para todos nosotros: el estado siamés prenatal “en y con mamá”. Por esto, cuando nos invaden inseguridades extremas, tendemos a juntarnos en grupos cerrados, re-catectizamos la huella mnémica de aquella modalidad salvaje filogenética y universal: el “todos con todos en forma indiscriminada”. Pero hay un problema, en algún momento, en el intento de recuperar equivalentes al lugar en y con mamá, tenderemos a evidenciar el “todos contra todos”. Para que se comprenda la lucha fratricida, tengamos en cuenta la llamada “implantación diferida” de algunas familias de canguros. Se trata de que aunque la madre haya vuelto a quedar preñada, el hijo –a veces durante un año- insiste con seguir mamando dentro de la bolsa marsupial. Al punto de que, el embrión hermano no suele implantarse hasta que el mayor haya dejado de mamar. La esencia de esta resistencia, en tanto hijos la vivenciamos frente al nacimiento de hermanos o equivalentes, y la re-conocemos en hijos o nietos u otros. Esta es la fuerza de nuestro niño indómito. Remite a la huella inconsciente de una seguridad anclada en cuando éramos “en y con” nuestra madre, donde uno iba…iba el otro...era natural, no había lugar para otro[4]. Esta época prenatal -plena de sentido- la denomino estado siamés y, como tantas experiencias infantiles, no tenemos registro consciente de ella. Sin embargo, más de uno sigue adoptando la posición fetal para dormir. Así, la huella del estado siamés perdura como visceral convicción de que la seguridad solo es posible en y con alguien. Y su representante postnatal es el niño indómito que insiste con constatar que solo existe en y con otro. Todo lo anterior significa que, aunque crezcamos en otros aspectos, este aspecto tan regresivo nos aleja de formar vínculos maduros. Porque la actitud siamesa de nuestro niño indómito la transferimos a un progenitor, a una pareja, un hijo, nieto o equivalentes, a la familia política, amistades, a la relación empresarial, a creencias institucionales o ideologías políticas. Las demás personas –equivalente a hermanos– son las que –como en una implantación diferida– en algún momento tendrán que quedar boyando. Es aquí cuando evidenciamos la lucha fratricida.
Lo anterior significa que, seamos niños, jóvenes o adultos, luchamos fratricidamente cuando no “domamos” esta visceral vivencia de que no tenemos porqué dejar el equivalente a una bolsa marsupial donde somos en y con alguien que simultáneamente nos promete ser nuestro proveedor siamés. Y a quien que no lo haga, insistimos con imponérselo. Pues, por lo indómito de nuestros propios padres, nunca domamos el equivalente y transferimos dicha expectativa a los demás vínculos. En fin, nos sentimos inseguros de que pueda haber otro lugar que –evolución y esfuerzo mediante– también satisfaga. De ahí que, inconscientemente, atraemos personas que fomentan nuestra creencia, que –subliminal o explícitamente- ofrecen perpetuar la visceral vivencia siamesa. Claro que, a la vez, tales figuras indómitas nos necesitan para que les alimentemos su ilusión de proveedor-siamés. Todo lo cual, tarde o temprano, refrescará la original lucha fraterna. E interpretaremos que “otra vez” alguien nos quiere quitar el único referente de seguridad. Por eso, nuestro niño indómito establece peleas “de igual a igual” y ve como contrincantes a un hermano, a la pareja, a los padres, amigos, jefes, empleados, a colegas, etc. Hemos dicho que recrear vínculos cerrados provee de la ilusión de seguir “seguros en y con alguien, equivalente a mamá”. Pero ello no nos protege del impacto que sufrimos cuando -por ejemplo- inmersos en tanto esfuerzo de nuestra parte, vuelve a aflorar la inseguridad al compararnos con otros pares. Incluso, entre diferentes generaciones, el niño indómito cobra fuerza cuando, enfrascados en un sinfín de actividades laborales, sentimos que no sabemos cómo acercarnos a cada hijo -o equivalente- para interiorizarnos de sus necesidades individuales. Y en vez de admitirlo, se asoma nuestro niño indómito y recrea su lucha fratricida en el cotidiano “quién le impone a quien”. En fin, del mismo modo que nosotros ya veníamos arrastrando esta problemática de antaño, la lucha fratricida generacional entre los papás –niños indómitos- va potenciando el niño indómito del hijo o equivalente. Por eso, la lucha fratricida se reitera cuando –bajo diferentes argumentos- entre hermanos se desplazan o pelean para constatar que siguen ocupando un único espacio en la vida de la madre. Lo cual, siempre depende de la evolución del niño indómito paterno. Si damos un paso más, podemos corroborar que lo anterior se reitera con la pareja o entre amistades. Entonces, lejos de escuchar, intercambiar o colaborar, todo se transforma en una lucha fratricida por comprobar “quién desbanca a quién” de equivalentes actuales de la bolsa marsupial. Es más, tratándose de jóvenes, es frecuente que se relacionen con actitudes de niños indómitos en situaciones de grandes. Por ejemplo, depositan la ilusión de “ser todo para el otro”, una sucursal materna con un nulo límite paterno adecuado. En mis libros anteriores de SIDA (Billiet, 1993, 1995, 1999, 2011) ya me referí a la modalidad de seducción y destrucción/cortar el rostro presente entre jóvenes, pero también entre muchos adultos que podrían ser sus padres. Actualmente, muchas relaciones se centran en “desbancar” a un amigo/a. Porque algunos jóvenes se seducen mutuamente todos con todos, huyen sintiendo vergüenza de la ternura, se avergüenzan de las ganas de conocer a alguien para compartir. Y aunque suceda en ambos sexos, pensemos la frecuencia con que una joven rivaliza con otras, tanto… que se apura a relacionarse con varones. Menos por el interés por el varón, y más para estar a la altura de las circunstancias de equivalentes a hermanas percibidas más seguras. Es más, nuestro niño indómito no puede dejar de aflorar en reuniones sociales o siendo profesionales. Pues, en nuestra labor –lejos de un natural deseo de progreso y respeto por parte del contexto- podemos desvivirnos por acaparar la atención o por imponer una idea. Imaginando que alguien lo mira dando signos de aprobación, nuestro Niño Indómito habla de sí, la seguridad de su discurso se apuntala en corroborar que excluye a equivalentes a hermanos-pares. Por eso, enceguecidos en esta postura, mientras otro habla... ni lo escuchamos, o pensamos a mil con qué objetar o qué agregar que el otro no sepa y nosotros sí. Lo anterior se reitera en el ámbito laboral que tengamos como referencia, incluso social. Porque podemos ser mujeres u hombres con alguna capacidad indiscutible. Pero, perteneciendo por ejemplo a una empresa, la tendencia es vivir constatando la propia fuerza en un mar de rivalidades fraternas con pares, o autoridades como si fueran pares.
En síntesis, mientras justificamos a nuestro Niño indómito, éste permanece salvaje. Porque vivimos pleiteando fratricidamente con otros que atentan contra la seguridad de creernos únicos en y dentro de una relación equivalente al estado siamés de antaño (pareja, creencias institucionales, empresariales, etc.). Derivado de nuestra biografía, tengamos hermanos o equivalentes, en momentos de crisis se refresca esta modalidad de “todos con todos”… o…. “todos contra todos” para reinstalar la ilusión de ser únicos en y dentro de alguien. Y el niño indómito que hubiera podido derivar en algo constructivo, quedó inhibido. Porque nuestra seguridad se montó sobre la base de sólo repetir lo que dijeron o dicen otros.
Ahora sí, demos un paso más. Hubo un momento –prenatal- que tuvo sentido hacer ‘copy-paste´. En aquel momento fue la información genética-ADN “compartida” (papá-mamá) pero “a nuestra manera”. Entonces, en momentos críticos aflora aquella convicción indómita-siamesa de que si seguimos haciendo sólo ´copy´ de alguien que se presenta –y nos necesita para serlo- como “nutridor” absoluto, seguiremos siendo únicos para alguien. Y si los demás hacen ´copy´ de lo que nosotros pensamos-damos-repetimos, también. El problema es que careceremos de la confianza de que –dialogando y difiriendo- se puede ganar otro tipo de seguridad (“el a mi manera”). Así, podemos ser padres o abuelos, hijos, hermanos o primos, suegros, tíos, cónyuges, amigos, compañeros de estudios y labores, profesionales, gobernantes o funcionarios, empleados u ocupar puestos jerárquicos. Todas las relaciones pueden estropearse si insistimos con nuestra postura siamesa-indómita, la cual no admite el lugar de alguien que no sea nosotros (en y con equivalente materno). Fue así, y es así. Pero claro, un día, una circunstancia actual gatilla la fuerza de lo indómito, y nos cuesta admitir tanta inseguridad o que nos equivocamos. Entonces, insistiendo con no querer saber nada de nuestra crisis… la podemos expresar en la alteración física que mejor la re-presenta.
Antes de ir al duelo de nuestro niño indómito, explicitemos su contracara física. Me he referido a generalidades de la física actual que ayudan a comprender la unidad psicofísica que somos (Billiet, 2011). Sabemos que el ADNn es nuestra Identidad, la compartida en familia y “el a mi manera” genético. Porque, en nuestro origen, los 23 cromosomas del espermatozoide se entrecruzaron con los 23 del óvulo (lo compartido), de manera específica (el a mi manera). Eso sí, aunque esa célula se fue dividiendo, las siguientes siguieron recibiendo la copia completa de 46 cromosomas. En esos 46 fascículos, de manera ordenada y compacta estaban -y están- los planos ingenieriles para construir todo nuestro organismo, cada una de nuestras células. Sabemos que nuestro material genético es una composición química, el ADN o ácido desoxirribonucleico, y proteínas. Pero esta composición química presente en el núcleo de cada una de nuestras células –ADN nuclear o ADNn- posee más de 30 mil genes. Lo anterior permite comprender la importancia de lo siguiente. Se trata de que –además- tenemos 1 cromosoma extra, el 47, con cerca de 37 genes, denominado ADN mitocondrial (ADNmt). A la manera del pulmón, las mitocondrias es donde generamos la energía que consumen nuestras células. Entonces, en cada célula tenemos el ADNn (más de 30 mil genes), pero también moléculas de ADNmt -con los 37 genes- que están dentro de las mitocondrias. Aclaremos que este ADNmt puede sufrir mutaciones o trastornos en su circuito respiratorio. Lo cual parece relacionarse con que suframos algunas enfermedades, determinaría los años que vivimos, o que las células se suiciden, o la cantidad de óvulos factibles de ser fertilizados, o que envejezcamos. Para nuestros fines, lo central es que este ADNmt posee la particularidad de no recombinarse. Lo cual significa que lo heredamos solo por vía materna, el óvulo. Más claramente, el ADNmt del espermatozoide (paterno) es prácticamente destruido. Así, en ambos sexos el ADNmt es nuestro refuerzo genético materno. Esto me ha llevado a afirmar que, si tenemos presente la modalidad de nuestro niño indómito-siamés, mientras prosigan las investigaciones genéticas, hasta el momento entiendo que –afectivamente hablando- en ambos sexos, la modalidad niño indómito-siamés en y con mamá.... es el equivalente afectivo del ADNmt materno. Cuestión que –a la vez- subraya la importancia de la intervención paterna.
Ahora, volvamos al actual duelo de nuestro niño indómito. Dijimos que duelo alude tanto al proceso de penar por la muerte de alguien, como a la lucha, desafío o guerra entre dos contendientes. Si podemos domar nuestro niño indómito, nos apenamos por lo que fue y ya no es, si evolucionamos –a la vez que admitimos el lugar de otros- descubrimos que tenemos oportunidad de disfrutar de otras cuestiones de “más grandes”, de crecer en participaciones o etapas de nuestra evolución. Es indudable que, para lograrlo tendremos que rever identificaciones con lo indómito generacional, y tolerar las inevitables inseguridades previas a ir ganando seguridad. Por el contrario, en base a lo que dijimos de las luchas fratricidas que –incluso con consenso- nuestro niño indómito puede perpetrar, lo indomable se centra en el duelo como guerra entre contendientes-pares-hermanos. Lo cual dista de lo descrito acerca de la melancolía. Más bien, habla del aspecto indómito siamés nunca atemperado, de nuestra pretensión de –excluyendo a otros- corroborar relaciones siamesas en personas, empresas, instituciones y gobiernos.
Por último, Freud subrayaba en el duelo la satisfacción narcisista de estar con vida, el “a cambio...permanecer con vida”. Pero lo anterior no parece específico. Teniendo en cuenta nuestra biografía y características del desarrollo, lo fundamental para “domar” nuestro niño indómito perpetuado generacionalmente, es aceptar el lugar ajeno. Y, soportando la inseguridad de dar por cerrado lo anterior, darnos cuenta que –a cambio- siempre ganamos otro lugar diferente al anterior. Nos damos cuenta de ello cuando compartimos semejanzas pero también diferencias, cuando buscamos crear satisfacción en algún área de la vida en la cual podemos trascender con y en otros (hijos, nietos o equivalentes, alumnos, labores, etc.). Todo ello atempera la huella mnémica de aquel estado siamés original, fuente de añeja seguridad. En esencia, nuestro niño indómito puede derivar en lo más creativo cuando “nos domamos”, cuando ya no nos conformamos con que alguien nos siga proveyendo, para a la vez –repitiendo- hacerle creer que gana seguridad si le proveemos con lo que perpetúa los resabios del vínculo siamés de antaño de todos. En fin, en la medida que proseguimos relacionándonos, el duelo de nuestro niño indómito implica domarlo toda la vida. Solo así evitaremos esa otra connotación del duelo, la del engaño, lucha o desafío entre pares-hermanos contrincantes: la lucha fratricida reeditada en vínculos actuales. Sean relaciones personales, empresariales, institucionales, entre gobiernos y el pueblo, o entre naciones.
Bibliografía
[1] “Domesticar” (domesticus) remite a hacer de la casa (domus) lo salvaje (Etimologías, 2011).
[2] Todos somos una unidad psicofísica. Cada profesional de la salud, simultánea y metodológicamente percibe según su especialidad, e interpreta con el instrumento aprendido durante su formación. No es el propósito de este trabajo fundamentar lo anterior, pero está detallado en el libro impreso de El Niño Indómito y en todas las interpretaciones de patologías de su parte digital (Billiet, 2011).
[3] En cuanto a las demás formas, solo mencionemos que la familia punalúa o de grupo reconocía la segunda forma de incesto, prohibiendo la unión sexual entre hermanos, pero permitiendo matrimonio entre varones de una misma generación del clan (hermanos) con todas las mujeres de una misma generación de otro clan. La familia sindiásmica se caracterizaría por la unión entre hombre y mujer, con libertad de separación a la sola voluntad de cualquiera de los cónyuges. En la patriarcal se daría la cohabitación exclusiva de un varón con varias esposas. Y la monógama consistiría en la unión con cohabitación exclusiva de un hombre con una mujer.
[4] El tema de gemelos y mellizos lo especifico en el libro de mi autoría.