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El diván

 

Es uno de los descubrimientos básicos de Freud, sin el cual los pacientes hubieran debido recostarse en el piso del consultorio, o bien, quedar suspendidos en el aire. El diván es parte insoslayable del encuadre, tal como los honorarios, el horario, el retrato de Freud, o la presencia del psicoanalista.
Pero el diván no fue utilizado desde los comienzos mismos del psicoanálisis.
Al principio, bueno, al principio fue el Verbo. Después vinieron las Obras Completas. Después la Edad Media, tiempos en que los neuróticos en lugar de recostarse en divanes se sentaban sobre caballos, disimulaban sus fobias cubriendo su cuerpo con unas armaduras que no les dejaban ver nada ni que otros los vean a ellos, y se lanzaban a perseguir a otros neuróticos que también se vestían igual, lo que generó no pocos conflictos de identidad.
En la Edad Media no estaba bien visto analizarse, por lo cual los caballeros solían decirles a sus esposas que se iban a las Cruzadas para disimular, y volvían 7 años después, dados de alta, diciendo que habían hallado el Santo Sepulcro, que quizás era uno de los nombres que se le daba al objeto a en esos tiempos.
Durante la Edad Moderna los pacientes encontraron una manera de sublimar sus neurosis y se pusieron a inventar cosas, descubrir territorios hasta entonces negados a la consciencia, y protestar contra el psicoanálisis ortodoxo, episodio denominado “Reforma Protestante”.
A fines del siglo XVIII surgió en Francia una importante escuela, pre-lacaniana, que sostenía una nueva trilogía evolutiva: oraluité-analité-genitalité. Después de esta verdadera Revolución Psicoanalítica Francesa, volvió el Napoleonismo con Narcisón Bonaparte. Pero de diván, nada.
El mismo Freud, un siglo después, no usaba el diván en sus primeros casos. El correo era el medio idóneo para analizarse. Freud le enviaba cartas a Fliess contándole sus problemas (Freud mismo fue el primer caso de Freud) y recibía señalamientos a vuelta de correo. En estas misivas, Freud le planteaba a Fliess sus propios conflictos inconscientes y, a vuelta de correo, Fliess le contestaba con un “ajá”, “ejem”, “dejamos aquí por hoy” o bien “¿a vos qué te parece?”.
Ahora bien, estábamos a fines del siglo XIX, en Austria. Si un siglo después, con toda la tecnología y la informatización con la que se cuenta, aún no se ha conseguido un correo cien por ciento eficaz, imagínense lo que ocurría un siglo atrás, con un correo estatal, en un Estado que dependía de un emperador a quién nadie podía quejarse de que “el correo no funciona como debería” y vivir para contarlo.
Cabía la posibilidad de que el cartero tardase tanto, que cuando la interpretación llegara el paciente ya estuviese curado, o que el mismo cartero abriese la carta, y luego la entregase a su destinatario con una cínica sonrisa, o incluso que incluyera sus propios señalamientos o interpretaciones, aunque en esos tiempos era muy difícil que un psicoanalista trabajase de cartero, y viceversa.
Cansado de esta situación, Freud rompe la correspondencia con Fliess (la relación, no los sobres) y decide analizarse con alguien que viviera más cerca.
Intentó con varios vecinos de la cuadra pero no resultó, porque los vecinos eran muy chismosos (Freud no se animaba a contarles sus sueños y fantasías reprimidas por temor a ser señalado luego por todo el barrio).
Finalmente Freud se da cuenta de que todo lo demás es inútil, y crea el análisis “en persona”, en el consultorio, que es la forma más conocida actualmente.
En el consultorio de Freud había un perchero, una mesa, un sillón y un diván-camilla. Al principio los pacientes se colgaban del perchero, ponían sus abrigos en el sillón (recordemos que algunos eran muy neuróticos) y Freud se recostaba en el diván.
Como solía quedarse dormido, cambió y se colgaba él del perchero, mientras los pacientes se tiraban sobre la mesa y colocaban sus abrigos en el diván-camilla. Esta postura teórica cansaba mucho a Freud, y además, más de un paciente no quería acostarse en la mesa por temor a ser comido.
Finalmente decidieron que el abrigo del paciente quedara colgado en el perchero, y que tanto Freud como el paciente se sentaran en el sillón. Como no cabían ambos, hubo un conato de lucha entre Freud y su paciente para ver quién se quedaba en el sillón. Ganó el paciente, pero Freud se lo interpretó como un deseo de desplazar a su analista, y el paciente cedió su lugar, y, cansado por la pelea, se recostó en el diván. De pronto se sintió muy cómodo allí, y no se levantó nunca más, por lo que aún hoy lo sigue utilizando.

Rudy

 

Articulo publicado en
Marzo / 2000

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