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Sobre los niños actuadores

 

Ya hace muchos años, exactamente hace 34 años, publicamos junto a David Liberman, Ruth Podetti e Irene Miravent un manual de Psicopatología infantil, que se diferenciaba agudamente de los manuales clásicos, porque tomaba como base el desarrollo de la conducta del niño en la sesión Psicoanalítica, a semejanza del maravilloso libro de David que apareció bajo el título de La Comunicación en Terapéutica Psicoanalítica (1962). El nuestro tomó el título Semiótica y análisis de niños (1983) porque habíamos aplicado al juego la famosa tripartición de Pierce que divide la semiótica en tres áreas. A saber: las áreas sintáctica, semántica y pragmática. De la preeminencia de la distorsión en alguna de esas tres áreas se derivaba una construcción psicopatológica. A raíz de la gentil invitación de Topía, publicación a la que me une un lazo de profundo respeto, de presentar un escrito clínico sobre la actuación, me decidí a releer con temor “aquello” que habíamos escrito ya hace tanto tiempo sobre el tema. Y fue para mí una gran sorpresa que “eso” no estaba nada mal, más bien todo lo contrario. Muchísimas observaciones clínicas ya daban cuenta de la gran cantidad de experiencia que habíamos acumulado en el psicoanálisis de niños, un análisis, por decirlo así pre lacaniano. Quiero trasladar a este escrito las observaciones generales que hicimos sobre los niños actuadores en su modo de manifestarse en la sesión de “juego”. Es decir, su estilo. Comentábamos que encontrábamos un nexo entre algunos niños que veíamos en la clínica y los pacientes adultos que habían sido estudiados y descriptos en la clínica psicoanalítica sobre neurosis impulsivas y perversas -como por ejemplo- lo hecho por O. Fenichel (1945), B. Joseph (1960), P. Greencare (1945), H. Rosenfeld (1965) y por los trabajos dedicados a neurosis impulsivas y perversiones de Liberman y Maldavsky en 1962 y en 1964. Como observarán, ya había un gran trabajo previo a la impronta que luego dejó Lacan y que tememos puede haberse perdido ante su enorme influencia. Este pequeño escrito clínico es en parte un homenaje a esa época.

La verdadera acción destructiva peligrosa está planificada y organizada, hay una estrategia, y esto marca una diferencia esencial con la acción meramente impulsiva

Al niño actuador se lo suele catalogar como niño desadaptado o antisocial, lo cual ya indica un trastorno que se manifiesta en el área pragmática. Si bien no se puede hablar en la niñez de un cuadro acabado, sí se ven prevalecer en sus tratamientos conductas perversas, impulsivas y psicopáticas, que por su frecuencia y su forma, están más allá del caudal normal. Mostrábamos especialmente la diferencia entre un niño impulsivo que puede entrar golpeando a la sesión, de otro niño que puede llegar pulcro y compuesto, con un actitud muy formal y a lo largo de la sesión va revelando que trae un arma escondida entre sus ropas. (Llama la atención lo formalmente bien vestidos que actuaron los últimos protagonistas de las matanzas acaecidas especialmente en USA.) Definimos el estilo del paciente actuador en la sesión, como un tipo de conducta en el que el lenguaje de acción se organiza con una finalidad destructiva. La verdadera acción destructiva peligrosa está planificada y organizada, hay una estrategia, y esto marca una diferencia esencial con la acción meramente impulsiva. Por ejemplo: un niño actuador cuenta a su terapeuta como planeó el robo de la libreta con sus malas notas. Esto incluía toda una estrategia para llegar desde su banco hasta el escritorio, aprovechando un momento de distracción de la maestra, la búsqueda de una excusa para acercarse al escritorio cuando ella estuviese lejos , tomar la libreta , rápida y disimuladamente, y planear la forma de hacerla desaparecer tirándola por la ventana a un pozo de aire. Este niño puede lograr una adaptación social ficticia, de fachada, que esconde su odio, el que va a ser expresado mediante una serie coordinada de acciones destructivas. Con Liberman pensábamos que lo que diferencia a los pacientes actuadores de los perversos es el predominio que tienen en los perversos las pulsiones libidinosas narcisistas. Un paciente perverso buscará pervertir la sesión transformándola en un show pornográfico, mediante un relato minucioso de los detalles sexuales que aparentemente cumple las reglas de la asociación libre. Niños con posibilidades de desarrollar más adelante una perversión arman constantemente una escena masturbatoria en la cual trata de implicar al analista. Su finalidad no es destruir, sino construir un objeto especular, alguien que sea él mismo proyectado, observándose en su goce. La actuación violenta solo se produce al romperse el equilibrio narcisista que la escena sexual está destinada a proveer. En la actuación psicopática el otro contiene la parte del self dañada sorpresivamente que el niño antes sufrió. Nos parece importante diferenciar el Acting, que tiene un carácter ocasional y es desatado por la necesidad de presentar al analista la escena traumática; y la Actuación, donde el trauma ha sido transformado en un goce. En la Actuación Psicopática, el analista sufre concretamente el daño o el ataque de furia sexual que el niño experimentó frente a la exclusión. Lo traumático puede actuarse de dos formas. El niño “actuador-impulsivo” se comportaría como aquel que pega un tirón a la cartera del distraído, es un arrebato sorpresivo de violencia, en cambio el “actuador-estratega” es el carterista profesional, el escruchante que debe ir armando un sistema escalonado de praxis meticulosas donde el otro solo se percataría del daño un tiempo después. Esta organización estratégica está tempranamente presente en la subjetividad del niño. Es el rasgo de la astucia lo que sorprende, tan contrapuesta a la inocencia infantil. Los compañeros de aula son muchas veces objetos de esa astucia. Así aparecen muchas veces conductas mortificadoras, que toman la forma grupal y organizan el bullying, cuya finalidad es elevar lo más posible el sufrimiento en el otro. Llevarlo a la desesperación. Allí se percibe la unión del goce sádico y la proyección del sufrimiento fuera de los propios límites. Hemos encontrado en nuestra experiencia los niños digamos “simples” que -por ejemplo- hacen trampa en los juegos y niños que trampean muy sofisticadamente: verbigracia, una niña de 5 años después de largos períodos de actuaciones abiertamente agresivas, parecía haberse mejorado y calmado muchísimo. Solía llegar a la sesión alegre y entusiasmada y se ponía a trabajar entusiasmada con collages y cerámica dando la impresión de estar muy complacida con la tarea y con la analista. Cuando la analista estaba bien confiada, la niña aprovechaba la mínima salida de la analista del consultorio para atacar elementos de partes que le estaban vedadas del mismo consultorio o de otros ambientes de la casa .La analista tardó bastante en descubrir el daño que se producía en su ausencia porque no dejaba rastros a la vista. Es también muy frecuente la técnica de volver en contra del analista sus propios recursos terapéuticos, por ejemplo, presentar la suspensión de la sesión que le hace un analista como un triunfo personal, es decir, que él ha logrado que el analista le suspenda la sesión y así lo ha vencido y también luego presentar a los padres la acción del analista como una falta o un descuido en su trabajo. El tema del dinero es importante, porque el actuador siente siempre que hay una deuda con él, que debe ser resarcido, es a él a quién se le debe pagar, y su acto se encuentra justificado. La clave del estilo es que la codificación de su estado mental no pasa por la palabra, sino por la acción, que toma la forma de un vínculo sadomasoquista donde el sufrimiento es el protagonista de la relación. La palabra es utilizada para la acción o para seducir o para impulsar a una acción determinada (es hacer “hacer”), predomina el nivel pragmático o conativo del lenguaje, sus palabras llevan órdenes ocultas para conseguir algo del otro. La palabra y las escenas que se arman tienen una finalidad precisa. Un niño que tratábamos, se golpeaba a mismo y se dejaba cicatrices y moretones y luego nos venía a decir que sus padres o hermanos le habían pegado, haciéndonos horrorizar y citando a la familia. Primero nos habíamos tragado el Acting, solo luego comprendimos que era una puesta en escena vengativa, que deseaba crear culpa en sus padres, que fuesen ellos los que recibieran el castigo. Consideramos un factor etiológico importante las perturbaciones de la decodificación en el circuito paternal. A nuestro entender la familia, no solo la madre, deben decodificar adecuadamente, en términos de pensamiento verbal, las necesidades del niño cuando aun éste no está en condiciones de pensar y darle una respuesta a través de una frase y un esquema de acción que resuelva la tensión.

El caso J. Ilustrábamos nuestras observaciones generales con la profundización de un caso que sintéticamente traeremos acá. En general describíamos tres etapas en el tratamiento de estos niños actuadores a)una etapa caracterizada por una impulsión descontrolada, dentro y fuera de la sesión b) una etapa donde el impulso era escondido detrás de una fachada obsesiva y c) la aparición de juegos de pasaje, situados entre la Actuación y el verdadero juego, que caracterizamos como una acción de concentración que involucra al analista solo como una presencia con la que se puede crear la actividad de jugar solo, a la manera en la cual lo entiende Winnicott en su célebre artículo: “Jugar sólo en Presencia de Alguien”. La Terapia busca llevar al paciente de la Actuación en la sesión, al Jugar en la sesión.

El Acting tiene un carácter ocasional y es desatado por la necesidad de presentar al analista la escena traumática; en la Actuación, el trauma ha sido transformado en un goce

J. es traído al análisis por su madre, alarmada por su tenaz enuresis que no cedía a pesar de haber cumplido sus ocho años. Si bien ese fue el motivo inicial, bien pronto se agregaron otra serie de problemas más graves. Uno de los que más impresionaba a la madre era que a cualquier logro del desarrollo, le seguía una pérdida de la capacidad recientemente adquirida. Finalmente, llegaba un momento en el cual no había nada con lo cual el chico pudiera gratificarse a sí mismo o a sus padres, lo cual era desesperante para todos. Una aguda tendencia a enfermarse no estaba ausente del desarrollo. J. presentaba serios problemas dermatológicos, a algo que empezaba con una ronchita le seguía una erupción que explosivamente le cubría todo el cuerpo. En J. parecían cumplirse plenamente las equivalencias que Sami Ali, en Lo visual y lo Táctil, plantea sobre la alergia y la paranoia. Al ceder una aparece la otra y viceversa. Pero, lo que más nos interesa acá, es que los robos y las mentiras, síntomas que a los padres al principio no les parecía nada importantes, fueron adquiriendo una posición central dentro de sus motivos de preocupación. La madre tenía una gran dificultad para saber lo que le pasaba a J. Nosotros llamábamos a ese rasgo “dificultad de decodificación” y lo consideramos un factor muy importante en el establecimiento del cuadro, pues no se decodifica acertadamente ni el lenguaje somático del niño, ni su lenguaje de acción. Y esto hace que no se lo traduzca acertadamente al lenguaje verbal. Por ejemplo, desde el llanto y la decodificación “¡ah, tenés hambre!”, hasta la inquietud en “ah, tenés sueño”, o el berrinche en “te molesta que no te dé todo lo que pedís”. Esa dificultad de pasar a lo verbal impide la construcción del pasaje del cuerpo y la acción al pensamiento verbal y el sujeto no puede poner en palabras su deseo. Lo actúa. Ayudábamos a la madre a percibir tal dificultad en ella y en J. El padre, peor aún, se manifestaba “ideológicamente” en contra del psicoanálisis y en las entrevistas se entregaba a la destrucción ideológica del psicoanálisis al cual veía al servicio del capitalismo. El padre aparecía idealizado y con un poder intelectual superior a la madre, poder que a J. no le servía para nada. Solo se identificaba con el sadismo de los argumentos intelectuales del padre para torturar a la madre y al analista. El fondo paranoide de J. ya se dejó traslucir en la primera entrevista con la madre. Ella contó que le llamó la atención que J. volvió de un cumpleaños diciendo que el padre de un amigo lo había querido matar con un cuchillo. El sesgo paranoide apareció también en el centro del tratamiento cuando J. comentó a sus padres que él creía que el analista le había puesto un bebé en el canasto de juegos porque creía que él era un maricón. Toda la primera infancia de J. se caracterizó por la preeminencia del desarrollo muscular sobre el intelectual, caminó muy tempranamente -antes de los diez meses- y tuvo siempre la tendencia a constituirse en el forzudo o el matón en presencia de cualquier niño. La separación de los padres coincidió con el inicio del control esfinteriano y lo marcó. Cada uno de los padres constituyó una nueva pareja y J. se convirtió en el elemento de desasosiego, enfrentando a la madre con su nuevo marido. Éste, que inicialmente fue muy cariñoso, terminó cansándose del permanente odio y desprecio y acabó por demandar alejarlo de su casa y que volviese con su padre, que no estaba en condiciones de hacerse cargo de él. Un problema similar se le creaba al analista. Hasta dónde soportarlo en algunas sesiones muy violentas.

Un paciente perverso buscará pervertir la sesión transformándola en un show pornográfico, mediante un relato minucioso de los detalles sexuales que aparentemente cumple las reglas de la asociación libre

¿Qué conducta debe seguir el analista ante actuaciones delictivas o violentas que van en escalada? El analista no es policía, ni juez, ni padre. Su rol no es educar. Es interpretarle los ataques hostiles contenidos en su comportamiento y las consecuencias que esto le acarrea. Es importante aclarárselo a los padres que, a menudo, esperan que sea el analista el que tome el lugar de poner los límites, es decir, la función paterna. Aunque no sea el padre, hay sí un límite que el analista debe poner. La sesión, si bien significa asociar libremente, no significa actuar libremente. La persona y las cosas del analista no están allí para ser destruidas. Están para que el niño las use para su desarrollo. En la destrucción demasiado aguda lo que queda del objeto no permite la reparación, de modo que el ataque debe ser interrumpido antes de la destrucción total. Lo mismo sucede con los cambios que los padres quieren introducir en el encuadre. El analista debe preservarlo para significar que el cambio no pasa por cambiar al analista ni su encuadre, sino por cambiar ellos mismos sus cosas. Los límites de este escrito nos obligan a ir cerrando. El episodio del padre asesino que J. contó en un cumpleaños mostró la fuerza de la presencia del asesinato concreto en su fantasía. Lo cerca que estaba lo Real. Esto inicialmente lo concretó destruyendo todo objeto que el analista le daba. No dejaba nada con vida. Con el proceso del análisis, fue dejando juguetes con vida y empezó a desarrollar juegos en los que “ponía en juego” su rivalidad edípica. Por ejemplo, el juego del fuerte, lo que también aludía al lugar de “fuerte” o “forzudo” que siempre quería ocupar. En el juego del Far West, J. mostró su deseo de destruir al analista cumpliendo así el deseo de su propio padre, siendo su mano ejecutora. Pero lo hizo en un juego organizado. En una sesión J. trajo un fuerte del Far West que su padre le había regalado. En ese juego dos indios a caballo tenían que atacar el fuerte -que estaba muy defendido- para matar al Jefe. La técnica para hacerlo era infiltrarse en el fuerte y buscar la pólvora para hacerla explotar dentro de aquél. Allí mostraba su técnica de destruir al Jefe con su propia pólvora. Eso es lo que hacía en su entorno y en la sesión. Conseguía poner al analista fuera de sí con agresiones rápidas y violentas que lo tomaban por sorpresa, y el analista debía hacer grandes esfuerzos por no ser dominado por su propia pólvora. La técnica de hacer estallar al otro con su propia pólvora se vio reflejada en el relato de los padres que le decían a J.: “Andá a ponerte los zapatos, sabes que no podés caminar descalzo.” Entonces J. se quedaba en su camita. Al rato la madre, impaciente por la espera, le decía -“¿Qué hacés ahí sentado todavía, por qué no vas a ponerte los zapatos?” Entonces J. respondía: “¿Y vos no me dijiste que no podía caminar descalzo?” La madre se sentía encerrada, entonces, en un falso dilema y explotaba. El juego del fuerte ya ponía ese problema en un juego para ser pensado, como si fuese un sueño. Otro juego que mostraba el camino de la cura fue el de atarse las manos: este juego difería de hacer estallar con la propia pólvora. Estaba asociado generalmente al libreto de un robo que el analista debía impedir o, por el contrario, era el policía sometido por un ladrón. No se sabía quién triunfaba, pero lo constante es que uno debía atarle las manos a otro. Más allá de la problemática de la masturbación, el juego implicaba una tentativa de control de sus impulsos. Sería como un tiempo de pensar antes de actuar. Y finalmente el juego del robot: en él J. representaba a un robot que estaba roto y tenía que ser reparado. Para eso se recostaba en una mesa a la que tomaba como un diván y le pedía al analista que debía hacer como “médico-mecánico”, que lo reparase. A tal fin debía sacar la parte delantera de su cuerpo y de la cabeza, hallar la parte dañada y con los elementos del canasto repararlo. El robot simbolizaba aquello que J. fue y que ahora no funcionaba más: una fuerza destructiva e imparable, tipo Golem, tipo Frankestein, también significó el no querer seguir siendo el muñeco de su padre. Su ruptura significaba la destrucción de ese personaje. La reparación, si bien era concebida como una restauración mecánica, implicaba que el robot fallaba, ya no podía actuar sin sentir.

La sesión, si bien significa asociar libremente, no significa actuar libremente

Bibliografía

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Articulo publicado en
Julio / 2016

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