Nancy Caro Hollander es una psicoanalista e historiadora residente en Los Ángeles, California. Es miembro del Centro Psicoanalítico de California y presidente electa de la sección de “Psicoanálisis para la responsabilidad social” de la Asociación Norteamericana de Psicología. Es profesora de historia de la Universidad de California. Ha publicado artículos sobre diversos temas como el capitalismo patriarcal y las mujeres en América Latina, la historia del psicoanálisis en la Argentina y la vida y obra de Marie Langer. Milita en diferentes organizaciones comunitarias de EEUU. Entre 1969 y 1974 vivió en Buenos Aires y recorrió el resto de Latinoamérica. Escribió un libro donde relata los procesos sociales y políticos y su relación con el psicoanálisis en la Argentina y Latinoamérica durante las décadas del 60’ y el 70’: El amor en los tiempos del odio. Psicología de la liberación en América Latina (2000).
Este texto fue enviado especialmente para nuestra revista. Aquí analiza cómo se manifiesta la forma neoliberal del capitalismo en la subjetividad de paciente y analista, a partir de dos casos clínicos. Para poder avanzar en la tarea clínica muestra cómo es necesario trabajar con la propia contratransferencia.
El hombre, ya sea miembro de un sindicato o un psicoanalista es, por naturaleza, un animal ideológico
Althusser, 1996
Aún lo llamamos “el sueño americano” porque tienes que estar dormido para creer en él
George Carlin, 2005
Vivimos en tiempos dolorosos. Conocemos bien los síntomas: terrorismo, sequías, guerras, inundaciones, casquetes polares que se derriten, elevación del nivel de los océanos, crisis económicas, amenazas de bomba, epidemias, brutalidad policial. Y convivimos con múltiples pérdidas -especies, democracia, casas, privacidad, seguridad laboral, pensiones, infraestructura, optimismo, educación universitaria y un futuro saludable para nuestros hijos y nietos-. La tecnología informática produjo un colapso temporal y espacial de modo que ahora, a través de los medios de comunicación, padecemos la experiencia de atravesar y experimentar una crisis tras otra como si ocurriera justo aquí y ahora, no importa cuál sea el lugar del mundo donde acontezca.
Nuestra continua dieta de violencia ha creado una cultura traumatogénica que en cualquier momento podría hacer estallar nuestros esfuerzos por mantener lo que Winnicott ha denominado como un sentido de continuidad del seguir siendo.
Buena parte del tiempo que nosotros mismos perdemos, se destina a preocupaciones personales privadas, que en apariencia estarían divorciadas de la inestabilidad social que nos rodea. Considero que esta apelación a desestimar el nexo existente entre las fuerzas sociales y la vida personal, no sólo implica la amenaza de ser abrumados psíquicamente, sino también, la ética del individualismo que está en el corazón de nuestro ambiente social. ¿Cómo podría estar jugando en el encuentro psicoanalítico ese divorcio cultural entre lo personal y lo político? ¿Reflexionamos en conjunto con nuestros pacientes acerca del impacto de nuestra desordenada realidad social sobre nuestro psiquismo? En caso afirmativo, ¿cómo lo hacemos? Si no lo hacemos, ¿cuál es el motivo?
¿Cuáles son las implicaciones de nuestras respuestas a estas cuestiones? ¿Podemos escapar de tomar posición respecto de las cuestiones éticas que emergen en estos tiempos de malestar social, aún en el encuadre clínico? La poetisa polaca Wislawa Szymorska, en su obra “Hijos de la época” captó la centralidad de lo social en la psique:
Lo quieras o no,
tus genes tienen un pasado político,
tu piel una tonalidad política
y tus ojos un color político.
Cuanto dices produce una resonancia,
cuanto callas suena también
significativamente político.
(Forché, 1993, p. 457).
Mi propósito es mostrar en este ensayo, el modo en el cual la afirmación de Szymorska desafía la tendencia existente tanto en la teoría como en la práctica psicoanalítica, a separar lo social de lo individual, lo público de lo privado, lo clínico de lo político. Desde mi perspectiva, el malestar social compartido de modo colectivo en la sociedad actual, permea el marco psicoanalítico, ya sea que optemos o no por reconocerlo. Infortunadamente, las teorías psicoanalíticas prevalecientes, comprenden los motivos y las potencialidades del cambio terapéutico a través de un foco exclusivamente ubicado en la familia, sus significaciones afectivas y sus dinámicas defensivas, consideradas como la etiología del conflicto psíquico (Ogden, 2004; Bass, 2007; Peltz y Goldberg, 2013; Ferro 2006; Barrangers, 2008; Eizirik, 2009; Stern, 2013). Esta perspectiva ideológica implica un doble problema, ya que en primer término, deniega su índole ideológica, y en segunda instancia, niega que funciona de modo tal, que inhibe la conciencia crítica de los pacientes y su lucha para interpretar los significados y deseos prohibidos escondidos en sus síntomas, para poder desarrollar un discurso acerca de su propio deseo. Esas teorías ignoran ampliamente dimensiones significativas relacionadas con las especificidades históricas y socio-políticas en cuyo contexto evoluciona la familia y a través de las cuales se constituyen, tanto el sujeto como las relaciones intersubjetivas. Su mirada restrictiva pierde de vista el contexto amplio caracterizado por las ideologías e instituciones hegemónicas que fraguan el encuadre y permean el proceso psicoanalítico. Esta proclividad teórica dentro de la profesión, ¿podría constreñir la relación analítica y la experiencia clínica al dominio privado del discurso familiar y funcionar como refugio, un continente que mantuviera escindida la dimensión social de la subjetividad, con el propósito de proteger tanto al analista como al paciente de las ansiedades provocadas por un mundo amenazador?
Al igual de lo que ocurre en otras situaciones abrumadoras, la negación o la desmentida pueden proveer una barricada psíquica, pero en el caso de nuestras prácticas clínicas, una barricada que nos defendería a expensas de limitar de modo paradójico la capacidad del proceso analítico para crear sujetos más reflexivos y críticos.
En un esfuerzo por mostrar que el psicoanálisis ocupa el límite poroso entre el sujeto y el mundo, un principio que considero ignoramos a nuestro propio riesgo y el de los pacientes, deseo enfocarme en un aspecto del tratamiento que considero constituye un componente ubicuo del marco teórico: a saber, que el individuo evoluciona en relación con estructuras colectivas simbólicas de autoridad y poder que son internalizadas como aspectos de la identidad personal, que deben ser reconocidos y a los que se debe prestar atención en el encuentro clínico. Respecto de esto, considero que el psicoanálisis tiene mucho que enseñarnos sobre el conflicto psíquico y el modo en que afecta la dinámica social, pero simultáneamente, estoy convencida de que el psicoanálisis tiene mucho que aprender de otras disciplinas y discursos relacionados, acerca del modo en que las fuerzas sociales construyen las fantasías inconscientes, los afectos y las defensas. El fracaso en reconocer y comprender esas complejas convergencias obstruye nuestra capacidad para funcionar como un recurso para que nuestros pacientes elaboren deseos y libertades contrahegemónicos y corre el riesgo de operar -en términos de Foucault- como una profesión psi que ha transformado el modelo familiar en el leitmotiv de “una interioridad psicológica normativa cuyo efecto (ha sido) la producción disciplinaria de subjetividad” (Binkley, 2011, p. 90) que representa y reproduce a la hegemonía. Por muchas razones la función psi puede ser problematizada de modo creciente en la cultura actual debido a que la función de la familia como el aspecto nuclear de la disciplina ha sido profundamente conmovida por fuerzas corrosivas asociadas con la globalización postmoderna y la creciente velocidad del cambio que se produce cuando tiempo y espacio colapsan en la realidad, tanto actual como virtual.
Considero que podemos expandir los horizontes del tratamiento psicológico en nuestro trabajo clínico cuando buscamos localizar dónde y cómo los patrones neoliberales de responsabilidad, privatización, marketing y negación del otro se manifiestan
A través de proveer una contextualización social para dos viñetas clínicas que presentaré, deseo analizar el fenómeno contemporáneo del neoliberalismo, al que considero como un constructo fundacional del actual malestar psicológico al que asistimos en nuestras prácticas. Con este propósito, extenderé el relato relacional sobre el desarrollo psicológico temprano y sus vicisitudes, elaborado por el psicoanálisis en el contexto de la familia, hacia su locación y dinámicas que transcurren en el contexto social más amplio. Deseo ampliar la feliz expresión de Winnicott, cuando dijo: “No hay tal cosa como un bebé” (Winnicott, 1960, p. 587) para argumentar que no hay tal cosa como un cuidador/bebé o un analista/paciente. Esto significa que no existe ninguna experiencia intersubjetiva, ya sea mutual o complementaria (Benjamin, 1990) que exista por fuera de nuestra inserción en una historia de fuerzas sociales hegemónicas e ideologías vigentes. Propongo una formulación socio psicoanalítica que dé cuenta de la complejidad dialéctica de la formación del sujeto y de la posición subjetiva, en la cual el individuo está sumergido en experiencias que no son internas ni externas, sino que se caracterizan por una fluidez que está bien representada por la cinta de Moebius (Frosh y Baraitser, 2008).
Alan Grey escribió: “Un psicoanálisis liberado de la cultura se adapta de modo ideal a pacientes que se consideran liberados de la cultura, tratados por analistas que coinciden en considerarse libres de la cultura.[1] Pero tales criaturas son inexistentes, porque no pueden existir en esos términos” (Grey, 2001).
¿Qué significa estar integrado en la cultura y comprender que la cultura está integrada en nosotros? Mi pensamiento inicial sobre esta cuestión se desarrolló durante algunas experiencias vividas en Argentina, siendo una joven historiadora de Latinoamérica, cuando en el contexto de mi exposición personal e investigación acerca de los efectos psíquicos traumáticos padecidos por individuos y familias que vivían bajo regímenes políticos opresivos, hice contacto con un grupo de argentinos, chilenos y uruguayos políticamente radicales dedicados a la lucha por los derechos humanos y la justicia social. Ellos desarrollaron e implementaron una comprensión teórica acerca de la interfase entre las fuerzas sociopolíticas y las dinámicas inconscientes, en el contexto de las situaciones sociales extremas que acontecieron durante las dictaduras que en esa época dominaban el Cono Sur, y las guerras civiles y movimientos revolucionarios que se produjeron en América Central durante las décadas de los ’70 y ’80. Esos colegas ofrecieron sus habilidades clínicas a diversos sectores sociales y grupos étnicos, recurriendo a una variedad de encuadres no tradicionales. Su política antiautoritaria y su identificación con movimientos políticos progresistas, con frecuencia implicó poner sus propias vidas en riesgo. Este fue un psicoanálisis de trinchera, construido en torno a la elaboración sobre la represión psicológica y la opresión social, y se transformó en un modelo para mí (Hollander, 2010).
Las relaciones hegemónicas de clase y de etnia se habían ido jugando en la “etnotransferencia” compartida con mi paciente: ambas somos blancas y de clase media, y habíamos establecido una alianza no reconocida y no expresada
En los años que siguieron, realicé mi propio entrenamiento psicoanalítico, y mientras desarrollaba mi práctica clínica mantuve el interés por construir un psicoanálisis implicado con lo social, que buscara dilucidar los significados de vivir negociando con un tercero traumatogénico (Gerson, 2009). Me siento agradecida por mi colaboración con mis colegas latinoamericanos, cuya perspicacia psicosocial continuaría madurando a lo largo de varias décadas, mientras teorizaban sobre los significados psicológicos de las crecientes polarizaciones políticas que se produjeron en sus países, las crisis económicas y las nuevas formas de trauma social que se transmitían de una generación a la otra. En mis primeros esfuerzos por elaborar mi propio enfoque teórico acerca de los sentidos psicológicos de esos fenómenos históricos y otros eventos traumáticos similares que se produjeron en los Estados Unidos (ver Hollander, 1992), apliqué la teoría kleiniana y el psicoanálisis relacional de las relaciones objetales para la comprensión de los fenómenos sociales. A lo largo de ese camino fui incorporando algunos aspectos de otras orientaciones psicoanalíticas y elaboré de modo sistemático marcos conceptuales que tomaran en cuanta la constitución del sujeto al interior de un contexto cultural preexistente. Desarrollé una perspectiva analítica que da cuenta del modo en que el Otro social resulta internalizado a través de procesos identificatorios que conectan a los individuos que pertenecen a un determinado orden social, de modo que enfatizan sus similitudes, y por ende los lazos narcisísticos que establecen entre sí a través de ansiedades compartidas, fantasías, impulsos y defensas. Esos estados defensivos, organizados en torno a mitos y recuerdos grupales, pueden ser movilizados como respuesta a manipulaciones políticas en lo que Vamik Volkan denomina “traumas elegidos” y “glorias elegidas”. Asimismo, esos procesos identificatorios implican la instalación al interior del inconsciente individual y grupal, de particulares relaciones jerárquicas de poder y de los discursos hegemónicos que las racionalizan y refuerzan (Weinberg, 2007, Dalal, 2001). El individuo se ubica a sí mismo/a en una posición subjetiva específica que le proporciona una identidad integrada y la asignación de un lugar en el orden social, basada en la intersección de atributos asociados con la clase, la etnicidad, el género y la sexualidad (Brennan, 1993, Fink, 1995). En términos lacanianos, cada sujeto nace al interior de un Orden Simbólico donde se inscribe su identidad con fuerza ideológica e institucional.
La subjetivación, el proceso que crea un sujeto, es un término que captura la paradoja de ese impacto. Al tiempo que habilita a los individuos para crear una autoimagen coherente, que recubre el estado originario de descentramiento que caracteriza a la vida psíquica temprana (Elliot, 2002), también crea sujetos que se identifican de modo acrítico con el orden social represivo, con las relaciones asimétricas de poder que lo constriñen, así como con las ideologías que los racionalizan (Althusser, 1984; Guralnik y Simeon, 2010). En términos de Althusser, somos “interpelados” o llamados a ocupar nuestro lugar en el orden social, reproduciendo la hegemonía, no sólo en el orden de las ideas, sino afectivamente, a través de las conductas concretas de la vida cotidiana (1971; Hollander, 2010, p. 12).
Es importante desafiar el sacrosanto principio de neutralidad psicoanalítica, para reconocer que siempre estamos posicionados en relación con los valores y con la ética de nuestra matriz social, aún en el encuadre clínico
El concepto althusseriano de interpelación, e igualmente el de la agencia movilizada para resistirse a la misma, resulta destacado por la noción gramsciana de hegemonía. Gramsci mostró el modo en que, aquellos que ocupan posiciones de poder en el orden social, que él denominó como “el bloque histórico”, obtienen su autoridad, primariamente, a través de medios consensuales, no coercitivos. Ejercen control sobre los recursos materiales y las estructuras institucionales del Estado y la sociedad civil, el que es facilitado por sus “intelectuales orgánicos” cuyo diseño del aparato ideológico permea y es reproducido a través de la familia, la iglesia, los medios de comunicación, el sistema educativo, los partidos políticos y los “expertos”, que tienen las claves y promulgan las reglas para alcanzar los ideales sociales (Gramsci, 1971). La hegemonía nunca es absoluta, aunque el diseño elaborado por el bloque acerca de los símbolos sociales dominantes en la cultura es poderoso, porque ha sido construido como universal y abstracto, y experimentado, entonces, por la mayor parte de los individuos, como el sentido común de todo el orden social (Boggs, 1984), que resulta internalizado y modela sus identificaciones, operen o no en su real interés. Judith Butler lo expresa de este modo: “... el poder que aparece inicialmente como externo, impuesto sobre el sujeto, imponiéndole la subordinación, asume la forma psíquica que constituye la autoidentidad subjetiva” (Butler, 1997).
La hegemonía opera, no sólo en el reino de las ideas, sino también en las manifestaciones corporales y psíquicas de identificaciones basadas en una membrecía interseccional en categorías de clase, etnia, género y sexualidad. Hacemos efectivas esas identificaciones de modo reiterado, a través de los gestos más íntimos -cómo comemos, caminamos, hablamos, reímos y gritamos, el modo no verbal y afectivo en que expresamos nuestras conexiones, identificaciones y desidentificaciones. Esas conductas, que el sociólogo Pierre Bourdieu ha denominado “hábitus” (Bourdieu, 1984), iluminan el modo en que reproducimos inconscientemente las interpretaciones simbólicas de las relaciones jerárquicas de poder, que son experimentadas de un modo tan normativo, que permanecen ampliamente inconscientes. La teoría postcolonial ha mostrado el modo en que la posición de cada sujeto en términos de jerarquía social, agrega una capa adicional sobre la alienación inherente a la formación subjetiva. Como observa Kelly Oliver, las estructuras relacionales de opresión, racismo y colonialismo, constituyen un fenómeno social que emerge de los sujetos (blancos y masculinos) privilegiados, “que intentan definir su autonomía y su acceso privilegiado al sentido, contra otros a quienes consideran inferiores” (Oliver, 2004, p. 25).
Los grupos oprimidos son absorbidos dentro de un universo de sentido que ellos no han elaborado, donde son definidos por el discurso hegemónico como seres humanos inferiores y abyectos, incapaces de agencia. La posición social resulta identificada y traducida a través de la escisión binaria socialmente construida sobre los atributos humanos, que divide entre algunos rasgos altamente apreciados que se asocian con grupos cuyo status, poder y riqueza son elevados, y rasgos que son denigrados porque representan a los sujetos vulnerables y privados de poder, que incluyen a las mujeres y a otros clasados y racializados. Esas escisiones socioculturales internalizadas, afectan nuestras más íntimas experiencias sobre nuestro ser y sobre las relaciones interpersonales.
Ya sea que lo denominemos como Orden Simbólico, el Otro, ideología, hegemonía, interpelación, hábitus o el tercero traumatogénico, el contexto social es internalizado y da cuenta de diferentes versiones, dependientes de la ubicación social, de la alteridad en el núcleo del sujeto. Deseo exponer el modo en que pienso que esas perspectivas que teorizan la convergencia de fuerzas sociales, ideología y subjetividad, nos ayudan a comprender el sufrimiento existente en nuestros tiempos de malestar social, que se relaciona con las amenazas múltiples a las que me he referido al comienzo de este ensayo. Podemos considerar a esas amenazas como manifestaciones de una realidad latente que consiste en la concentración globalizada de los recursos, riqueza y poder, en manos de las elites financieras, corporativas, políticas y militares, que ponen a los pueblos del planeta en situaciones de vulnerabilidad intensificada, tanto al interior del imperio como en las regiones neo coloniales del mundo. Las múltiples amenazas antes enumeradas, desde la desestructuración económica hasta las políticas autoritarias, desde el fundamentalismo terrorista hasta las armas de destrucción masiva o hasta el desastre ecológico, nos hacen susceptibles al “miedo líquido”, tal como lo ha denominado el sociólogo Zygmunt Bauman (Bauman, 2007), un término que captura el modo en que nuestros terrores se desplazan continuamente desde una amenaza potencial hacia la siguiente. Tal como argumenta Bauman, en nuestro planeta negativamente globalizado, con un mosaico de diásporas religiosas y étnicas, ya no podemos hablar de “adentro” o “afuera”, o del “centro” o la “periferia”, ya que todos los límites, geográficos, culturales, políticos y demográficos, se funden virtualmente ante nuestros ojos. Desde mi perspectiva, el desarraigo actual, causado por las crisis económicas y políticas internacionales, y afectado de modo creciente por el cambio climático, (Klein, 2016) transforma al migrante o al refugiado en el significante primario de los extremos estados de ansiedad experimentados por los ciudadanos a través del mundo en respuesta a la poco confiable e imprevisible existencia, propia de la vida en el Siglo XXI.
El encuadre psicoanalítico constituye el contexto adecuado donde, en adición a las dinámicas edípicas infantiles, podemos elaborar el modo en que lo social afecta las experiencias intrapsíquicas e intersubjetivas
Considero que los “miedos líquidos” descritos por Bauman se comprenden mejor si se los considera como el producto inevitable de la imposición universal del capitalismo neoliberal, que ha creado el contexto social hegemónico que construye nuestro psiquismo contemporáneo y nuestra experiencia psicológica, lo que incluye nuestras respuestas al terror con el que convivimos diariamente. El neoliberalismo, en tanto teoría, ideología y política, es un complejo sistema global caracterizado por una inconsistencia y plasticidad que dependen del momento histórico y de la situación geográfica en los que ha avanzado. Sus raíces intelectuales datan de la década del ’30 y de la revisión realizada por la Escuela de Friburgo del modelo estatista del fascismo, y nuevamente, décadas más tarde por los economistas de la Escuela de Chicago que se opusieron de modo terminante al Keynesianismo y sus principios redistributivos (Foucault, 2004, p. 172; Palley, 2005). Estos abogados filosóficos de la economía de mercado, han servido de modo paradójico, para proveer la justificación ideológica de políticas estatales cuyo activismo extremo quedó sepultado bajo un discurso de “gobierno pequeño”-o Estado pequeño- y privatización de las fuerzas del mercado, consideradas como el principio rector de la vida económica, política y personal (Binkley, 2016, p. 94; Brown, 2015, pp. 151-173). El desencadenante inmediato para la implementación de la gobernanza neoliberal se produjo a comienzos de los años ’70 como una crítica al Estado de Bienestar, que surgió en respuesta a la Gran Depresión como una estrategia para salvar al capitalismo de su tendencia inherente a generar desigualdad. Durante el período posterior a la guerra, durante los años ’50 y ’60, las políticas redistributivas del Estado de Bienestar supusieron que la riqueza producida por el capital y el trabajo, beneficiaría tanto a los capitalistas como a los trabajadores. Sin embargo, en los años ’70 la torta económica comenzó a achicarse y el neo liberalismo se desarrolló como una estrategia de concentración de riqueza y poder en las manos de las elites financieras. Ese propósito requirió de la privación de derechos económicos y políticos a la gente trabajadora, a través de ataques perpetrados contra las leyes laborales, los sindicatos, los programas de bienestar social tales como Medicare, Medicaid, y la legislación protectora del medio ambiente (Harvey, 2005; Hollander, 2010).
En América Latina, el neo liberalismo patrocinado por los Estados Unidos, debió ser impuesto a través de Estados terroristas que reprimieron con violencia las ideas y los movimientos sociales políticamente progresistas (Hollander, 1997).
Este fue un fenómeno continental. En Chile, la dictadura de Pinochet, aliada con el economista Milton Friedman y sus “Chicago Boys”, permanece como un símbolo del matrimonio entre la gobernanza autoritaria y las políticas de austeridad.
En los Estados Unidos, el neoliberalismo obtuvo consenso por parte de la población porque sus principales sostenedores estuvieron de acuerdo con nuestros valores tradicionales: el individualismo, la propiedad privada y la competencia. El término resulta sin embargo confuso, porque no representa realmente el restablecimiento del liberalismo clásico. Esa teoría construyó principios de laissez-faire y abolió la intervención gubernamental en materia económica, entendiendo que esa sería la mejor estrategia de crecimiento económico nacional, debido a que la competencia fue considerada como una característica primaria de la especie humana. El discurso liberal reconoció también que las condiciones de desigualdad y explotación generadas por la competencia debían ser encaradas en el terreno de la política, a través de luchas para actualizar los principios de inclusión social, y los ideales de igualdad, libertad y soberanía popular (Brown, 2015, p. 44-45; Thorsen y Lie, n. d.). En contraste, el neoliberalismo considera que la competencia económica es necesaria, pero no es natural, por lo que se requiere, de modo reiterado, la intervención gubernamental con el fin de construir y reproducir las condiciones de competición. El Neoliberalismo extiende las condiciones del mercado a todas las esferas de la existencia y configura a los seres humanos, siempre y en todas partes, como “Homo œconomicus” (Brown, 2015, p. 21), que tienen escasa necesidad e interés por la polis, es decir, en el compromiso político que enfrenta de modo colectivo cuestiones compartidas de justicia social. El neoliberalismo reduce las funciones del Estado, esencialmente, a la generación de crecimiento económico, que es entendido en el sentido de que garantiza la capacidad de los ciudadanos para prosperar y protegerse a sí mismos frente a los riesgos. De allí provienen las políticas de austeridad, que implican la mercantilización y tercerización de todos los proyectos sociales, el desmantelamiento de las instituciones públicas y de los espacios políticos, y el traspaso de la responsabilidad, desde el Estado a los ciudadanos privados, que deben hacerse cargo de su supervivencia en una atmósfera de desempleo permanente y condiciones recesivas. Esta postura requiere que el Estado organice el ejército, la defensa, la policía y las estructuras legales que garantizan los derechos de propiedad, y cuando se requiera, utilizar la fuerza para asegurar el adecuado funcionamiento de los mercados (Harvey, 2005).
Aún cuando creo en el valor de abrir el encuadre para considerar el impacto psíquico de lo social, debo superar una ansiedad momentánea que me invade por el temor de estar violando alguna regla psicoanalítica y ser, entonces, visitada por la policía psicoanalítica
La paradoja que se plantea en la raíz del neoliberalismo, consiste en que el apoyo ideológico a un Estado reducido que evita asumir funciones regulatorias, esconde sus reales conductas, que garantizan el acceso libre de los intereses financieros y corporativos que prosperan a través de la construcción de un poder económico concentrado.
La politóloga Wendy Brown considera que esas políticas producen estructuras económicas caracterizadas por “la socialización del riesgo, acompañada por la privatización de la ganancia” y una práctica que reposa sobre los principios de “demasiado grande para fracasar” y “demasiado pequeño para ser protegido” (Brown, 2015, p. 72). Mientras el Estado delega sus responsabilidades, los valores políticos de de igualdad y libertad se reconceptualizan, entendiéndolos como una responsabilidad individual de los ciudadanos, alcanzable a través de su éxito en el ámbito económico. El Estado deja de asumir el rol de garante de una distribución responsable de niveles aceptables de salud y bienestar accesibles a toda la población. Esos derechos han sido privatizados: se ha pasado de promover una mejor educación pública a una educación financiada de modo privado, de la seguridad social al ahorro individual y el empleo de por vida, de infraestructuras públicas al pago de tasas por el acceso a su utilización, de la provisión de servicios de salud para la edad avanzada, al aseguramiento privado. Este cambio desde lo público a lo privado, del financiamiento de los requerimientos de la vida cotidiana, exacerba la desigualdad y profundiza las ansiedades relacionadas con la supervivencia.
La responsabilización neoliberal se torna ideológicamente neutral cuando se refiere al género. Pero la relocalización en la esfera privada de las actividades destinadas al bien común, penaliza a las mujeres (Marcal, 2016). De acuerdo con un estudio encargado por las Naciones Unidas, la privatización neoliberal del cuidado de los muy jóvenes y de los muy mayores, los enfermos y los discapacitados, al apoyarse en la red invisible de contención provista por el trabajo no pago de las mujeres, que es desconocido y desvalorizado (Elson, 2015), continúa creando desventajas para la mitad de la población, en un contexto económico hobbesiano.
Una visión distópica plantea como alternativa que, o las mujeres continúan proveyendo las tareas domésticas no remuneradas o mal pagas, que constituyen el pegamento no reconocido de un mundo que de otro modo no se podría sostener, o resultan absorbidas en la economía y en la cultura neoliberal, de modo que ellas también adopten el rol de “homo œconomicus”, y en ese caso, tal como lo expresa Wendy Brown, “el mundo devendría inhabitable” (Brown, p.104).
El punto de vista prevaleciente, que considera al ser humano como “homo œconomicus” en lugar de percibirlo como “homo políticus”, ha reemplazado a otras perspectivas acerca de lo que significa ser humano, considerándolo, por ejemplo, esencialmente político, religioso, ético, social o moral. Los valores neoliberales han permeado el psiquismo de las personas porque encarnan un análisis social cuyos principios prescriptivos extienden los valores del mercado a todas las instituciones, las prácticas sociales y la psicología individual. Los principios de responsabilización, privatización y marketización, que caracterizan al orden neoliberal, forman a los sujetos para que adopten una postura de competitividad y oportunismo (Binkley, 2016, p. 92; Harvey, 2005). En este énfasis sobre el “hombre económico” existe una asunción implícita acerca de que la proclividad humana natural consiste en actuar sobre la base del interés personal, el egoísmo y la gratificación narcisista, por sobre la generosidad, el deseo de compartir, la empatía y el compromiso con el bienestar colectivo. La inversión en sí mismo y en los demás, mensurable en una planilla que registra ganancias y pérdidas, deviene en la meta cuya evaluación permite definir lo que se considera una vida exitosa. En términos psicológicos, el sujeto es concebido como una empresa cuyo éxito individual se obtiene mediante un compromiso con los objetivos empresariales, mientras que los demás son experimentados, más como recursos a ser utilizados, que como otros en los que la investidura psicológica proporciona seguridad emocional y satisfacción recíproca.
Foucault consideró que el énfasis neoliberal en los valores del privatismo es responsable del achicamiento de los lazos comunitarios y de la responsabilidad comunitaria. Esta política e ideología requiere que los ciudadanos desarrollen una identidad basada en la ética empresarial y una autonomía moral reflejada en la capacidad de “responsabilidad personal” y “auto cuidado”, (Lemke, 2005). La hegemonía ideológica neoliberal caracteriza al ciudadano modélico como alguien que acepta la responsabilidad individual por su destino, un ciudadano que no percibe el mundo social en términos de relaciones diferenciales de poder, reificadas en estructuras sociales, políticas y económicas que benefician a las clases privilegiadas y evisceran los derechos de la mayoría.
Los impedimentos sistémicos para obtener oportunidades, logros, éxito, seguridad y bienestar, se tornan invisibles en el discurso neoliberal que reinterpreta el significado de la libertad y democracia en términos individualistas. Este cambio de enfoque se refleja en las profesiones psi, así como en el público lego. Lo que en una época fue apreciado como interioridad psicológica y exploración terapéutica de las propias raíces históricas o metas y deseos en conflicto, tiende hoy a ser reemplazado por un foco en los impedimentos externos para la realización de la agencia al servicio del éxito, un punto de vista enfocado en el futuro más que en el pasado, y una preferencia por las medidas preventivas en lugar de las restaurativas (Binkley, 2016, p. 94).
Mientras que el individualismo y el darwinismo social son endémicos al capitalismo, su lugar prominente en el discurso neoliberal resulta especialmente problemático dadas las transformaciones económicas que han aumentado de modo significativo la brecha de poder y privilegios existente entre las elites financieras y políticas, y los millones de gente trabajadora que habita en las áreas urbanas y rurales devastadas por la exportación de capitales y recursos, que dejó un saldo de desempleo masivo, semanas laborales de al menos 60 o 70 horas, remuneradas con un salario más bajo que el mínimo, la pérdida de hogares, de planes de retiro y de cuidados de salud, Estados en bancarrota, comunidades asoladas, un enorme endeudamiento de familias y estudiantes universitarios y la erosión de las posibilidades de los ciudadanos de proveer un mejor futuro para sus hijos. El excepcionalismo americano está bajo sitio en un país cuyas estructuras económicas son de modo creciente, inequitativas, sus instituciones políticas están corruptas, y los asaltos a las libertades civiles y a los derechos humanos tornan el único Superpoder del mundo similar a los países del Tercer Mundo. Para ilustrar esta perspectiva bastará saber que en la democracia americana los 20 individuos más ricos -aquellos que fueron infamados por el movimiento social Occupy Wall Street, donde se los identificó como el 1 por ciento -pero ellos en realidad representan la cúspide del 10 por ciento-, poseen una riqueza mayor que la mitad más pobre de la población combinada, que asciende a 152 millones de personas, (IPS-dc.org, 2015). El economista francés Thomas Piketty demostró en su best seller El Capitalismo del Siglo XXI (Piketty, 2014), que la porción de la riqueza nacional que pertenece al 14 por ciento de las capas medias de la población ha declinado desde el 30 por ciento hasta representar el 20 por ciento en la última década, con consecuencias psicológicas que podemos observar en nuestras prácticas clínicas.
La fragmentación y el aislamiento respecto de los sólidos lazos comunitarios y los vínculos interpersonales se van intensificando a medida que los individuos buscan una posición al interior de las estructuras económicas y sociales que se desintegran. Tal como ha escrito Anthony Elliot “Hay pocas maneras, si es que existe alguna, de recuperar la tendencia hacia el logro de ocupaciones estables” (Elliot, 2009, p. 6).[2] En 1997, Pierre Bourdieu comenzó a referirse a la “precariedad” como una de las características fundacionales de la sociedad neoliberal. En la actualidad, la precariedad se ha transformado en un concepto ubicuo, utilizado por los sociólogos para referirse a la incertidumbre económica, y a la angustia existencial producida por la disolución de los empleos estables, los lazos sociales, las identidades ocupacionales, las protecciones sociales y una conciencia colectiva de autovaloración generada por el orgullo del trabajo bien realizado. Existen debates acerca de si la existencia de clases precarias constituye un fenómeno social novedoso, o si se trata de una característica tradicional de la vida de las clases trabajadoras, que hoy se ve exacerbada por la disminución de las oportunidades, salarios y niveles de vida, provocada por un ejército globalizado de desempleados que está en expansión, y que constituye un factor generalizado de presión hacia el desclasamiento de los trabajadores, en todas partes (Seymour, 2012; Standing, 2013). A esto se agrega el deterioro de la calidad de vida a medida que los empleadores reclaman una disponibilidad de los trabajadores durante las 24 horas del día a través de la conectividad electrónica, mientras la vida familiar cae presa de la incapacidad parental para controlar y predecir los tiempos y estilos de las demandas patronales.
El encuadre psicoanalítico nos proporciona algo que lamentablemente se está perdiendo en la cultura actual: un espacio para pensar y reflexionar de modo crítico acerca de sí mismo y el otro en una relación que promueve la autenticidad y el reconocimiento
La precariedad tiene un impacto desorganizador sobre el sujeto, sin precedentes en esta cultura neoliberal globalizada. El nuevo campo de los Estudios sobre Identidades (O estudios identitarios), ha producido una literatura que se enfoca sobre el impacto psicológico que genera la existencia en un mercado laboral neoliberal: contratos laborales de corto plazo, incesantes reducciones de personal y carreras múltiples que demandan una fuerza laboral dotada de capacidades flexibles, gran plasticidad e incesante reinvención (Elliot, 2009, pp. 46-48). Los sociólogos se refieren a una tendencia que denominan DIYs[3] (identidades auto construidas o “hágalo usted mismo”), que puede resultar liberadora con respecto del clásico modelo de la fabricación fordista para las elites, o para algunos individuos dotados de capital o de extraordinarias ambiciones emprendedoras. Pero para la mayor parte de la gente, DIYs funciona como una fuente de ansiedad e inseguridad constante acerca de su prescindibilidad personal.
Estas condiciones sociales desesperantes, resultan difíciles de procesar psicológicamente, en función del énfasis neoliberal sobre la autonomía, la auto confianza y la competitividad. La negación de toda clase de conexiones, constituye lo que Lynne Layton denomina inconsciente normativo. Tal como observa Layton, se promueve un carácter narcisista, basado en la denigración de las necesidades de apego y la sobrevalorización de las capacidades de agencia, lo que requiere que aquellos que ocupan posiciones privilegiadas en diversas jerarquías sociales, depositen su dependencia y necesidad sobre los menos poderosos (Layton, 2004). La vergüenza, una emoción esencial asociada con la incapacidad de encarnar el ideal cultural de autonomía y autosuficiencia, constituye una aliada afectiva de la hegemonía. El fracaso es experimentado como una prueba de inadecuación personal, en lugar de ser percibido como una catástrofe social. La vergüenza genera con frecuencia accesos de furia vengativa que se expresan de modo caótico. Aquellos sujetos que devienen más profundamente abyectos al interior, y por causa, de la jerarquía neoliberal basada en la clase social, con frecuencia recurren a estados mentales omnipotentes, como recursos para defenderse contra la fragilidad y la inestabilidad. Un ejemplo dramático se encuentra en el caso de Robert Lewis Dear, un varón blanco que el 27 de noviembre de 2015 mató a tres personas e hirió a otras nueve dentro de una clínica de Colorado dedicada a la planificación parental. Era un vagabundo que vivía en una casa rodante sin agua corriente ni electricidad, y tuvo un ardiente exabrupto en la Corte, donde manifestó ser “un guerrero defensor de los niños”, lo que fue interpretado como un signo de trastorno mental que lo descalificó para ser juzgado. Sin embargo, su declaración constituye una brutal ilustración de un fenómeno social: cuando el privilegio de los hombres blancos es puesto en riesgo en varones cuya capacidad para controlar sus vidas se ha deteriorado, muchos de ellos buscan compensación en una identidad masculina violenta cuya agencia se expresa mediante una disociación perversa: la agresión de Dear fue desplazada sobre las mujeres en lugar de agredir al sistema que ha atacado su integridad. Su vulnerabilidad y desamparo son desmentidos y proyectados sobre el feto al que, armado con un revólver, pretende salvar exitosamente de la aniquilación. Irónicamente, esta acción individual desesperada de un solo hombre, resultó más visible para la gente que las cuarenta y siete nuevas restricciones establecidas a través de todo el país contra los derechos reproductivos de las mujeres, por legislaturas estatales dominadas por la perspectiva androcéntrica.
He destacado anteriormente que la teoría postcolonial ha elucidado las vulnerabilidades asociadas con la posición subjetiva abyecta de los grupos que están en la parte más baja de la jerarquía social. La “alterización” (u “otrificación”) genérica se produce a través de prácticas institucionales y actitudes discriminatorias, de modo que los negros, latinos e inmigrantes musulmanes en general, son también utilizados por los discursos ideológicos neoliberales para canalizar la agresión experimentada por varones blancos que se desclasan y que se sienten amenazados por la misma inseguridad ontológica que caracteriza a la gente de color, tanto en este país como en todo el mundo.
Mientras tanto, las ambiciones de los poderosos, de sostener y expandir su influencia y control sobre los recursos sociales, resultan facilitadas y justificadas por una gama de operaciones psíquicas que incluyen la omnipotencia, la denegación de la reciprocidad interpersonal y la desestimación de la realidad, incluyendo la desmentida de su impacto negativo sobre los seres humanos y los ecosistemas. La subjetividad neoliberal de los poderosos produce una cultura de la impunidad cuya clave consiste en un oportunismo egocéntrico y en el (ab)uso del poder para el logro de ganancias financieras y empresariales. Este “bloque dirigente” para usar la expresión de Gramsci, y la hegemonía que representa, es el modelo con el cual muchos ciudadanos se identifican, en detrimento de su capacidad para organizarse e involucrarse en luchas contrahegemónicas en pro de la responsabilidad social y de la solidaridad comunitaria. La fragmentación social nos expone, a cada uno de nosotros, a una búsqueda solitaria de soluciones individuales para afrontar crisis generadas socialmente. Este es un tercero traumatogénico, que ya no está por fuera de la experiencia normal, sino que por el contrario, constituye la nueva normalidad. Al desviar nuestra atención de los males sociales que nos rodean, y condonar el destino aciago de los demás, buscando un escape al interior de los estrechos confines de las metas personales disociadas de las cuestiones sociales más amplias, buscamos estrategias defensivas para protegernos de sentimientos de desamparo e impotencia. El riesgo es que esta negación y desestimación contribuya a crear una población cómplice que refuerce a través de la inacción las condiciones reales que promovieron inicialmente esas defensas.
De todos modos, nuestra inserción dentro de los intersticios del poder no transcurre sin tensión ni resistencia, puesto que los sujetos tienen el potencial de reafirmar su agencia y de resistir a ese poder.
Foucault denominó como dispositivo al proceso de subjetivación, y con ese término se refirió a los mecanismos, incluyendo la conducta, el comportamiento y los hábitos mentales, que constituyen un reflejo internalizado de la hegemonía. Consideró que la subjetivación neoliberal implica un proceso dialéctico de de-subjetivación de lo que existió previamente (Foucault, 2004), y como deseo agregar, un proceso de subjetivación del dispositivo de lo que puede advenir más adelante. Gramsci reconoció que el “bloque dirigente” es capaz de absorber ideologías en apariencia contradictorias, pero que en determinados momentos históricos, los movimientos ideológicos opositores emergen, y su articulación con las insatisfacciones inexpresadas por los sujetos respecto de la hegemonía, pueden cristalizar en una nueva conciencia y promover su involucramiento en movimientos transformadores. Podemos considerar que tanto Foucault como Gramsci dan cuenta del potencial existente para desafiar al neoliberalismo. Y eso mismo es lo que produce el psicoanálisis. Desde diversos puntos de vista, los psicoanalistas elaboran los componentes de una mente en conflicto, no sólo en su interior, sino también en relación con la autoridad. En nuestra cultura actual circula una multiplicidad de posiciones hegemónicas y contra-hegemónicas que afectan a cada individuo, de modo tal que la complacencia resulta siempre potencialmente desafiada por posiciones críticas respecto del poder social y de los modos en que resulta internalizado como fundamento de la identidad individual. La desconexión con respecto a la hegemonía representa nuevas posibilidades que resultan liberadoras, pero que también se experimentan como potencialmente amenazantes. Como psicoanalistas, nuestro trabajo clínico es el espacio donde se despliega nuestra creencia optimista en que nuestros pacientes puedan, potencialmente, modificar las disconformidades intrapsíquicas e interpersonales, que obturan sus capacidades para devenir como sujetos éticos. En efecto, el crecimiento psicológico puede ser logrado si nuestros pacientes, y nosotros mismos, somos capaces de tolerar el conocimiento, propio de la posición depresiva, acerca de las fuentes, tanto externas como internas, de nuestra destructividad. Este proceso incluye nuestra capacidad para hacer el duelo por nuestras pérdidas, enfrentar la incertidumbre, tolerar la ambigüedad, la paradoja y la vulnerabilidad, de modos que estimulen el desarrollo de resistencia, aunque no uso esta expresión en el sentido que le atribuimos habitualmente en psicoanálisis. Tanto en la situación clínica como en el ámbito social, podemos plantearnos el desafío de dejar de emplear la represión o la disociación para defendernos de aquello que amenaza nuestra identidad intrapsíquica familiar y nuestras conexiones intersubjetivas, defensas que nos encierran en la compulsión a repetir. En lugar de eso, podemos aspirar a ampliar nuestra capacidad de comprensión, y entender las amenazas a nuestro bienestar de modos que habiliten la creación de nuevas posibilidades. Esta clase de resistencia, puede potenciar una autoestima intensificada y ayudarnos a establecer vinculaciones positivas que nos provean de un sentimiento de agencia, y en consecuencia, de esperanza.
¿Cómo se manifiesta en la privacidad del encuadre psicoanalítico el malestar socialmente producido, su replicación y la resistencia potencial contra el mismo? Sugiero que podemos reconocer y elaborar el modo en que la hegemonía neoliberal se experimenta como rasgos de carácter, revelado en las conductas cotidianas y en las relaciones emocionales, mediante la exploración de los modos en que se pone de manifiesto en el proceso analítico y más aún, se reproduce a través de actuaciones en la relación analítica. A través de esa tarea, podemos devenir capaces de facilitar un reconocimiento crítico del modo en que cada uno de nosotros ha internalizado escisiones regresivas que lesionan y obstruyen nuestro desarrollo potencial hacia una subjetividad más reflexiva. Deseo plantear que es importante desafiar el sacrosanto principio de neutralidad psicoanalítica, para reconocer que siempre estamos posicionados, de algún modo, en relación con los valores y con la ética de nuestra matriz social, aún en el encuadre clínico. Recordemos la advertencia de la poeta polaca Wislava Szymorska acerca de que:
“Cuanto dices produce una resonancia,
cuanto callas suena también
significativamente político.”
De modo que, ¿qué podemos decir para evitar la colusión normativa inconsciente que establecemos con nuestros pacientes y que reproduce el carácter narcisista asociado con la cultura neoliberal?
Presentaré dos viñetas clínicas en las que he seleccionado momentos clave dentro de tratamientos complejos, que me permiten ilustrar el modo en que las derivaciones de la hegemonía se manifiestan en el material del paciente y en el encuentro intersubjetivo entre paciente y analista. Deseo mostrar el modo en que el enfoque que se centra en los conflictos del paciente, considerándolos como productos de la etiología familiar, puede ser extendido y ampliado, cuando el lente psicoanalítico se abre para incluir un alerta ante los síntomas de los trastornos culturalmente producidos. Considero que podemos expandir los horizontes del tratamiento psicológico en nuestro trabajo clínico cuando buscamos localizar dónde y cómo los patrones neoliberales de responsabilidad, privatización, marketing y negación del otro se manifiestan, y alteran la experiencia subjetiva del sí mismo y de los otros. Considero que los fenómenos sociales que he descrito en este ensayo están velados, pero visibles en una primera mirada, en el material clínico del paciente. Nuestro conocimiento incrementado acerca de los componentes traumáticos de nuestro contexto social, puede proveer fructíferas oportunidades para interrogar a los síntomas y códigos de los padecimientos psicopolíticos. Ese conocimiento intensifica la posibilidad de que seamos capaces de facilitar un proceso que marche hacia la desidentificación con la hegemonía y hacia la expresión individual e intersubjetiva de la libertad y del propio deseo.
Lis era una mujer profesional blanca, de clase media alta, cuya frenética vida le dejaba escasas oportunidades para estar con su hija pequeña. Sus intentos de ser una super mujer la habían decepcionado tanto como profesional, como en su condición de madre y, en el momento que relataré, su obsesión se enfocaba sobre su niñera latina, respecto de la cual sentía resentimiento debido a la relación estrecha que mantenía con su hijita. Insegura, como toda madre primeriza -por temor a dañar el necesario cuidado profesional de su hija- había tenido dificultades para dar indicaciones a su experimentada niñera. Habíamos explorado la transferencia materna de Lis respecto de su niñera. Ésta se relacionaba con su sentimiento de culpa por haber logrado un matrimonio feliz y un éxito económico que su frustrada y resentida madre nunca había logrado alcanzar. Sus temores inconscientes a la retaliación se detectaban a través de su convicción acerca de que la niñera intentaba apropiarse de su hija. Con frecuencia, había sido experimentada en la transferencia como una figura maternal crítica y Lis había provocado, a menudo, mi resentimiento contratransferencial cuando la experimentaba como frustrante respecto a mis intenciones y, por lo tanto, de mi capacidad de serle útil. Pero a medida que elaboramos los conflictos de Lis, ella comenzó a sentirse más cómoda cuando lograba afirmarse para reclamar su lugar como madre de su hija. Lentamente, desarrolló mayor tolerancia a mis intervenciones sin sentirse criticada ni, en consecuencia, defensivamente agresiva.
Sin embargo, este logro terapéutico había encubierto una dimensión importante del tratamiento, que se relacionaba de modo directo con la internalización de las relaciones jerárquicas neoliberales de clase y etnia. Había algo asombrosamente ausente en el enfoque, hasta que un día lo comprendí, cuando Lis proclamaba orgullosamente que había permitido a su niñera tomar un tiempo libre para asistir a una clase de inglés, como segunda lengua. Cuando decía que esperaba ser compensada mediante el cuidado gratuito de la niña durante los fines de semana, recordé que ella le pagaba a su niñera menos que el salario mínimo y que, además, le reclamaba jornadas diurnas y nocturnas excesivamente prolongadas. Me sentí conmovida cuando reconocí que me había dejado distraer por mi tendencia a enfocarme en las problemáticas dinámicas familiares de Lis, lo que había oscurecido mi percepción sobre el modo en que las relaciones hegemónicas de clase y de etnia se habían ido jugando en la “etnotransferencia” compartida con mi paciente: ambas somos blancas y de clase media, y habíamos establecido una alianza no reconocida y no expresada contra la niñera, latina, inmigrante y de clase trabajadora. Las dos desarrollamos lo que Leary denomina como “una actuación racial”, denominación con la cual esa autora se refiere a interacciones que contienen supuestos sociales sobre la raza, especialmente entre pacientes y terapeutas que comparten condiciones similares (Leary, 2000). A pesar que tengo décadas de historia profesional, política y personal en América Latina, y afiliaciones con las poblaciones de inmigrantes latinoamericanos y que, por otra parte, Lis había sido una orgullosa política progresista durante años, su niñera latina había sido otrificada en el tratamiento. Cada una de nosotras había proyectado sobre ella sus estados disociados de vulnerabilidad. En mi caso, comprendo que había estado evitando una dimensión de la relación existente entre Lis y yo, que expresa las diferencias existentes entre nuestros orígenes de clase: ella creció en el seno de una familia de clase media alta, mientras que mi propia familia de origen perteneció a una clase media baja. Una diferencia que se expresó a través de la actitud autorizada con que Lis se había referido a los tiempos y honorarios de las sesiones, en contraste con mi inhibida reluctancia a tratar esas cuestiones con ella. Una vez que logré comprender mi propia contribución a esa actuación conjunta, me resultó posible involucrar a Lis en la exploración de ese problema co-creado.
Comencé a pensar en el modo en que esa desigualdad entre nosotras había inhibido mi capacidad para reconocer, más tempranamente, que ambas habíamos deshumanizado a su cuidadora a través de procesos inconscientes normativos, conectados con nuestras posiciones subjetivas privilegiadas al interior de la sociedad blanca. ¿Cómo plantear esto a Lis de un modo no didáctico y sin que ella se sintiera criticada o atacada? Decidí señalar simplemente que no habíamos hablado demasiado acerca de la vida personal y la experiencia de la niñera, y preguntar que podría significar esa omisión. Mientras Lis luchaba por comprender esa cuestión, expresó, por primera vez, sus sentimientos ambivalentes hacia el idioma español: ella deseaba mucho que su hija creciera como bilingüe, pero se sentía excluida de la intimidad lingüística y cultural que se establecía entre la niña y la niñera. Relacionó estos sentimientos con lo poco que le pagaba a su niñera admitiendo, por primera vez, que el bajo salario violaba sus propios valores políticos y reconociendo que esa situación también le proveía una gratificación enigmática. Esta primera comprensión de Lis devino en un reconocimiento acerca de que su experiencia de exclusión y los sentimientos de denigración concomitantes, podían transformarse en su contrario cuando ella asumía la posición de excluir a su niñera del logro de un salario suficiente, lo que se acompañaba de la pérdida de los sentimientos de dignidad que produce la percepción de una remuneración justa por el trabajo realizado. Este material constituyó una transición para nuestra exploración acerca de la cuestión de los privilegios de clase y etnia que compartíamos y que funcionaron para aminorar nuestras ansiedades no expresadas, surgidas en respuesta a la desestabilización de la vida cotidiana en la América neoliberal. Sin esta dimensión del análisis, considero que ese tratamiento psicoanalítico podría haber reforzado la conformidad con las relaciones sociales jerárquicas existentes. Más aún, hubiera dejado intacta la escisión neoliberal entre el individuo privado y el ciudadano social, una disociación que obstaculiza el desarrollo de empatía y responsabilidad moral.
Con este contexto social en mente, Lis y yo comenzamos a comprender que ella había estado evitando hablar acerca de su experiencia como profesional que sufría los efectos del deterioro económico que amenazaba su posición en la firma donde trabajaba. Comprendimos que ella había negado el grado de ansiedad que le causaban las políticas restrictivas de la firma. Una vez que pudimos reconocer que estaba aterrorizada ante la perspectiva de perder su status de clase media y su estilo de vida, logramos entender que la niñera había funcionado como el repositorio para los estados mentales emocionales, disociados y denigrados, de inseguridad y vulnerabilidad, que Lis experimentaba. Pudo defenderse de los ansiosos sentimientos de impotencia experimentados en su rol de profesional en relación de dependencia, a través de su experiencia de agencia en su rol de patrona con control absoluto sobre su empleada. En esta instancia, el encuadre psicoanalítico constituye el contexto adecuado donde, en adición a las dinámicas edípicas infantiles, podemos elaborar el modo en que lo social afecta las experiencias intrapsíquicas e intersubjetivas. A través de esta lente, Lis pudo comprender una actuación inconsciente y tolerar el tomar conocimiento sobre su reproducción, sintónicamente clasada y etnificada, de lo que Jessica Benjamin denomina un estilo de relación entre hacedor/hecho (Benjamin, 2004). Esta toma de conciencia permitió que Lis evolucionara hacia una relación de mutualidad incrementada con su niñera y sus capacidades de agencia se redirigieron de modo constructivo hacia un compromiso para tomar una clase de español, de modo de poder compartir lo que hasta el momento había experimentado como una experiencia psico-cultural exclusiva (y excluyente), de su niña con la niñera. Devino más dispuesta a reconocer los modos en los que habían bifurcado sus valores políticos progresistas de su interés personal financiero y reconoció que esa estrategia había servido al fin de contener sus ansiedades socialmente generadas, al tiempo que le producía sentimientos de culpa de los que debía defenderse. Hoy lucha para contener y tolerar su ansiedad sobre su inseguridad profesional, sin necesidad de proyectarla sobre la cuidadora de su niña. Este cambio incluye la lucha para superar su resistencia, relacionada con su estado de impredictibilidad financiera, para establecer una remuneración más justa por la tarea de su niñera. Su comprensión sirvió para establecer una relación más genuinamente colaborativa, aunque aún inequitativa, entre ambas mujeres. Este movimiento transformador en el tratamiento, fue facilitado mediante la apertura del encuadre a los modos en que la subjetividad y la posición de los sujetos resultan internalizadas y reforzadas, de modos normativamente inconscientes, que pueden ser desafiados si ambos participantes del proceso analítico están motivados para hacerlo.
En mi segunda viñeta clínica, B., un padre afable de tres hijos, blanco, de 43 años, con una carrera profesional exitosa y de largas décadas de duración en la industria del entretenimiento, había estado desempleado durante dos años y ninguno de sus numerosos esfuerzos por encontrar trabajo había abierto alguna posibilidad profesional. Su esposa, más exitosa que él y que se desempeñaba en el mismo campo de actividad, rehusaba movilizar sus conexiones profesionales para ayudarlo, aún cuando lo desvalorizaba por no estar empleado. B. aceptaba las actitudes denigratorias de su esposa de modo pasivo, como si fueran normales, debido a que había sido criado por una madre dominante y crítica cuya aprobación aún buscaba. Además, coexistiendo con su aceptación consciente de una familia con dos carreras profesionales, estaba comprometido de modo inconsciente con la internalización de una identificación de la masculinidad con la provisión económica. No había respondido de modo favorable a las intervenciones orientadas a explorar su sometimiento masoquista, tanto respecto de su madre como de su mujer y el modo en que sus actitudes complacientes se reproducían en la transferencia, de este modo, B se adhería a los sentimientos familiares de vergüenza por no ser “un verdadero hombre”. Su conocimiento acerca de la crisis económica que también había afectado a muchos de sus colegas, no conmovía su convicción acerca de que su condición de desempleado respondía a algún defecto personal. Intentaba de modo desesperado actualizar su identidad profesional, enviando solicitudes de empleo para diversas posiciones laborales, donde presentaba -de modo creativo- distintas combinaciones de sus talentos y habilidades en el estilo típico de creación identitaria caracterizado como “Hágalo usted mismo”. Subyacía un sentimiento de vacío y desesperanza, mientras intentaba identificar quién y qué era, tanto en ese momento como a futuro. Mientras asumía una mayor responsabilidad por el trabajo doméstico y el cuidado de los niños, se sometía de modo pasivo al rechazo hostil de su mujer para reconocer sus importantes contribuciones a la familia, que la habilitaban para trabajar durante largas jornadas y realizar viajes profesionales durante prolongados períodos de tiempo.
B. revelaba el impacto pernicioso de su identificación con las jerarquías culturales hegemónicas. Se angustiaba ante la movilidad social descendente, mientras tanto, él como su esposa consumían sus ahorros de modo compulsivo, al intentar mantener un estilo de vida de clase media alta. Además, para B. la categoría de “varón”, estaba permeada por las definiciones hegemónicas que demandan escisiones de los atributos humanos a lo largo de las líneas del género, - ser un hombre en nuestra cultura neoliberal significa encarnar el ideal de “individuo libre”, tener agencia, ser asertivo, ejercer control sobre sí mismo y sobre los demás, ocupar una posición dominante en las relaciones heterosexuales -, mientras que los atributos opuestos de dependencia, empatía, habilidad relacional y sumisión, están asociados con la feminidad y resultan desvalorizados. De modo que B. y su esposa, a pesar de su desafío aparente a los roles convencionales de género, compartían una aversión neoliberal respecto de la interdependencia. Infortunadamente para esta pareja, la mujer de B. funcionaba sobre la base de lo que Foucault y Brown han identificado como el homo económicus neoliberal, para el cual la competitividad y el uso de los otros como objetos para el progreso personal, predominan sobre las capacidades de empatía y cooperación. De hecho, la mujer de B. en su condición de miembro privilegiado de la clase media alta, había internalizado una versión de la autonomía que rechazaba su involucramiento con las relaciones. Aborrecía la compasión y denigraba la vulnerabilidad. B. interpretaba el rechazo competitivo de su esposa para facilitarle conexiones profesionales, como normativo, y sus propios deseos de que ella fuera generosa y lo apoyara, como pruebas de su despreciable debilidad. La autovigilancia de B., que lo presentaba ante sus propios ojos como “no masculino”, le producía una profunda vergüenza e inhibía su capacidad para percibir la especificidad histórica y el contexto cultural de su apremio personal. Las versiones de los valores neoliberales internalizadas por esta pareja, que promueven la responsabilidad individual y la competencia, lesionaron sus capacidades emocionales constructivas para adaptarse a los nuevos desafíos económicos.
Este supuesto fue desafiado en una sesión donde B. se quejaba porque su mujer lo había reprendido por haberse olvidado de comprar papel higiénico el día anterior. Lamentó que ella no reconociera que, habitualmente, él se ocupaba de la mayor parte del trabajo doméstico y del cuidado de los niños. Mientras escuchaba, me encontré asociando con “papel higiénico”, como un significante del sentido compartido por B. y su esposa, de que él no podría limpiar el mugriento desastre que es su vida. Ese pensamiento fue desplazado por otro que me recordó súbitamente mi activismo feminista durante los años 70 y el análisis feminista acerca del impacto psicológico de las tareas domésticas sobre las mujeres, que condujo a la organización de Salario para el Trabajo Doméstico. Recordé que las compañías de seguros, interesadas en determinar los pagos correspondientes a los beneficiarios, calcularon cuánto ganarían anualmente las mujeres si su trabajo doméstico fuera pago. Sus estudios demostraron que las mujeres podrían ganar más por sus tareas como esposas y madres, que el sueldo promedio de la población masculina inserta en la fuerza laboral remunerada. Las feministas argumentaron que el trabajo impago de las mujeres en el sistema capitalista, las tornaban invisibles, a ellas y a su valor económico, con los consiguientes efectos psicológicos deletéreos, consistentes en una pérdida de poder, manifestados a través de una baja autoestima, masoquismo y pasividad. Cuando comprendí dónde había derivado durante la sesión, decidí seguir un impulso espontáneo de relatar a B. esta cuestión de economía política. Así lo hice, consciente de que aún cuando creo en el valor de abrir el encuadre para considerar el impacto psíquico de lo social, debo superar una ansiedad momentánea que me invade por el temor de estar violando alguna regla psicoanalítica y ser, entonces, visitada por la policía psicoanalítica. En conjunto con B., exploramos las implicaciones que tenía esta crítica feminista para su situación personal y el modo en que, en el contexto de la inversión de los roles tradicionales de género que estaba ocurriendo al interior de su familia, él podría padecer efectos psicológicos similares, asociados con su habitual división del trabajo, que darían cuenta, al menos en parte, de la intensidad de su autoagresión. En las siguientes sesiones, B. retornó de modo reiterado a este tema y comencé a notar un cambio en sus sentimientos con respecto a su esposa. Resentía de modo creciente la actitud crítica de ella y tomaba conciencia de su deseo de ser reconocido por sus contribuciones al sostenimiento de la familia. Además, la negativa de su esposa a compartir sus conexiones profesionales, le empezaba a resultar cuestionable, en lugar de considerarla normal. Este cambio en la actitud de B., puede ser comprendido como una reacción a una experiencia de ser reconocido de modo empático en la relación analítica como una persona valiosa cuyas contribuciones sociales son apreciadas, en lugar de sentirse como el desechable objeto de su autodenigración y del desprecio de su esposa. B. pudo utilizarme como una aliada terapéutica en esta mezcla compleja y confusa de experiencias en la cual las posiciones genéricas tradicionales fueron invertidas. Validé el nexo entre los sentimientos de devaluación que experimentaba B. y el rol invisible, feminizado y denigrado que ocupaba en su economía familiar, empleando una comprensión feminista acerca de la conexión existente entre las posiciones de los sujetos en el mundo social y la autorización o la clausura de su sentimiento de agencia y autovaloración. Sugiero que B. comprendió algo importante relativo a las bases culturales de su crisis personal, debido a que sus nociones socialmente construidas acerca de la masculinidad, ya no son tan ego sintónicas. A lo largo del tiempo, lentamente extendió su conciencia en evolución a la comprensión de su descenso profesional y comenzó, al menos en parte, a pensar acerca del mismo, como un síntoma de una crisis socialmente producida, en lugar de percibirlo sólo como efecto de su fracaso personal.
He intentado destacar el valor de estar alertas respecto de los orígenes sociales del sufrimiento psíquico y de confrontar la tendencia existente al interior del psicoanálisis a separar lo individual de lo social y lo privado de lo público, que oblitera lo que observó Stephen Frosh como los ejes sociales que están incorporados en la organización del deseo (Frosh, 1987). El psicoanálisis está particularmente bien situado para realizar una contribución significativa a los discursos críticos acerca del impacto destructivo de la hegemonía neoliberal sobre las personas de todo el mundo. El dolor privado que observamos en la situación clínica, puede servir como testimonio de las intromisiones de un orden social crecientemente traumático. Además, el encuadre psicoanalítico nos proporciona algo que lamentablemente se está perdiendo en la cultura actual: un espacio para pensar y reflexionar de modo crítico acerca de sí mismo y el otro en una relación que promueve la autenticidad y el reconocimiento. Considero que todos padecemos en este clima de malestar social. Nuestro desafío es sustraernos de la posición de espectadores pasivos, que se produce cuando le damos la espalda a la seriedad de la crisis contemporánea. Las apuestas son elevadas. Judith Butler, en Vidas precarias. El poder del duelo y la violencia, escribe: “Duelo, miedo, ansiedad, rabia. En los Estados Unidos estamos rodeados por la violencia, habiéndola perpetrado antes y ahora, sufriéndola, experimentando temor ante ella, planeando nuevas violencias…” (Butler, 2006). Sin embargo, esta violencia contra la gente y la tierra, está promoviendo una resistencia creciente, un nuevo impulso contrahegemónico en este país, uno que lleva la impronta de un nuevo dispositivo, incluyendo la resurrección del homo políticus y los valores de la ciudadanía, activados en busca de la justicia social y los derechos humanos que han sido profundamente atacados por la política y la ideología neoliberal. Si es cierto, tal como plantean Laclau y Mouffe, que la política consiste en una lucha sobre la institución de significados sociales librada en el campo de batalla de la sociedad civil (Laclau y Mouffe, 2001), estamos asistiendo, en el actual estallido de movimientos, tanto progresistas como conservadores, a un rechazo tumultuoso de un sistema social cuyas prioridades son tan profundamente destructivas. Las demandas contrahegemónicas a favor de una política de la sanación -tanto de las enfermedades sociales como de la tierra- hoy son parte integral del entorno social que enmarca el encuadre psicoanalítico. Felizmente, ellas también se abrirán paso al interior del proceso psicoanalítico como agitadoras de las ansias de conexión social y colaboración. Creo que un proceso psicoanalítico social puede proveer un espacio donde sea posible aprender a usar la propia mente para tolerar ansiedades producidas por nuestro entorno traumático y para atreverse a actuar en busca de alternativas, tanto en la vida social como en la existencia personal. Un psicoanálisis social podría facilitar la emergencia de individuos que se reconozcan como sujetos capaces de curar nuestros tiempos de malestar social.
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Notas
* Este texto se expuso en una conferencia dictada en el Foro de Psicoanálisis y Género de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires el 29 de junio. Traducción del inglés: Irene Meler.
[1] Culture-free
[2] Juego de palabras intraducible: “few if any ‘beds’ for reembedding look solid enough to auger the stability of long occupation”
[3] Do-it-yourself identities