Juan Carlos Volnovich | Topía

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Juan Carlos Volnovich

JUAN CARLOS VOLNOVICH

Estamos ante un libro de historia que hace historia y que hará historia.

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Hace historia por que organiza y construye los eventos más significativos del psicoanálisis y la salud mental de los 60.

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Hará historia por que se postula como una obra mayor destinada a ser un texto de consulta ineludible.

Estamos ante un libro de historia que más que un libro de historia es un texto acerca de la memoria. De la memoria colectiva.

Un abismo separa la historia de la memoria colectiva. El pasado que la historia como disciplina científica intenta restituir -ese pasado perdido, ese pasado total y objetivo-, está muy lejos de aquél que la memoria colectiva evoca. Si bien la historia de los historiadores es selectiva, los criterios de selección, las leyes que la regulan, son internos a la disciplina. En cambio, la memoria colectiva hace uso del recuerdo y del olvido en el presente, cuando el pasado es transmitido a las nuevas generaciones a través de lo que Yerushalmi[1] llamó “los canales y receptáculos de la memoria”, y a lo que Pierre Nora prefirió aludir como “lugares de la memoria”. Y es por eso que la historia no puede reemplazar a la memoria colectiva.

No ignoro que en el mundo que hoy habitamos la vocación por la historia tiene más urgencia que nunca, pero su vigencia definitiva no se afirma sobre el terreno abonado por la memoria colectiva. En cierto sentido, la memoria colectiva se convierte en garante del patrimonio heredado frente a los que violan la conciencia del pasado deformando los datos aportados por las fuentes y los archivos; la memoria colectiva atesora el patrimonio heredado desafiando permanentemente a los que construyen mitos funcionales a los poderes de turno; la memoria colectiva pelea palmo a palmo con los militantes del olvido, con los traficantes de documentos, los revisores de enciclopedias y los conspiradores del silencio.

Entonces, antes que frente a un libro de historia, estamos frente a las huellas de la memoria colectiva.

Como Laplanche y Pontalis; como Deleuze y Guattari; Carpintero y Vainer se constituyeron en un dúo dinámico dispuestos a capitalizar la diferencia generacional que los separa –quién puede ignorar el fruto que supieron sacarle a la fusión de la inquieta juventud de Enrique con la rigurosa madurez de Alejandro-; capitalizaron la diferencia generacional, decía, para saldar la deuda que los intelectuales y los psicoanalistas tenemos con los gigantes que nos precedieron, los que supieron abrir el camino que nosotros recorrimos; para saldar la deuda con los acontecimientos que le dieron al psicoanálisis y a la salud mental en la Argentina su rostro más original y una voz propia; para saldar la deuda que teníamos, también, con nosotros mismos.

Dije antes que éste era un libro de historia que hace historia. Pero, no es éste un eslabón más que se une a la cadena. No es éste un libro más que se inscribe en la serie que inauguró “Historia, enseñanza y ejercicio legal del psicoanálisis”, el libro de los “chismes” que la Negra Aberasturi y Fidias Cesio publicaron allí por el 67, al que luego se sumó el buchoneo infame de Germán García con “La entrada del psicoanálisis en la Argentina”, la versión edulcorada del “Cuéntame tu vida” de Jorge Balan y el tendencioso “Freud en las Pampas” de Mariano Plotkin, entre otros. Este libro ni siquiera se inscribe en serie con el riguroso texto de “La locura en la Argentina” que nos entregó Hugo Vezzeti, tan fiel a los principios de la historia. Si algún antecedente reconoce es, justamente, El amor en tiempos del odio que Nancy Hollander escribió hace muchos años ya. Por eso “Las huellas de la memoria” es, si acaso, el ejercicio del recuerdo, los usos del olvido al estilo del Coloquio de Royaumont, la práctica de la memoria como aquello que permanece sin interrupciones y, también, la reminiscencia de lo ausente que la anamnesis actualiza.

Lo que éste libro evoca, lo que minuciosamente describe, son los efectos de la potencia instituyente; es el impacto de una increíble fuerza transformadora; es la intensidad de la ola que durante una década intentó arrasar con lo instituido, lo conservador y lo reaccionario.

Estas huellas hablan de la fuerza instituyente del psicoanálisis cuando la psiquiatría manicomial se jactaba de ocupar el amplio campo de la enfermedad mental; habla de las marcas que dejó el Servicio de Psicopatología del Policlínico de Lanús; registra la impronta que en su etapa inicial impuso la Asociación Psicoanalítica Argentina; nos trae el eco de esa aventura jubilosa que emprendieron las primeras alumnas -y unos pocos, muy pocos alumnos- cuando organizaron la Carrera de Psicología en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA para instalar allí a Bleger y a Ulloa como sus maestros elegidos; recupera a los grupos marchando por el camino del psicoanálisis, y al psicodrama haciendo su entrada triunfal en el espacio público; pero, por encima de todo, lo que queda plasmado en el libro es la maravilla de la confrontación de ideas, ese hervidero intelectual que supimos ser y hacer, ese inconmensurable espacio abierto y dispuesto para el despliegue de los grandes discursos emancipadores cargados de mesianismo e ingenuidad pero, también, cargados de críticas a las injusticias sociales, a la lógica del capitalismo y a la perpetuación de lo instituido.

¿Qué permanece hoy en día de todo eso?

Si imagináramos una travesía por esos universos, si aprovechando la presencia de Nancy decidiéramos revisitar los escenarios que fueron sede de aquellas epopeyas, nos encontraríamos con el edificio del Borda y el Moyano albergando una psiquiatría manicomial decadente e inconmovible – eso sí, con algún aditamiento lacaniano- allí dónde Pichon Riviere pudo imaginar lo imposible; nos encontraríamos con el Servicio de Psicopatología del Policlínico de Lanús y otros servicios como ese en hospitales generales abarrotados de pacientes malatendidos y de profesionales maltratados y deformados por el desconocimiento de la historia que los precedió y la obcecación con el significante; nos encontraríamos con una Facultad de Psicología feudal, Casablanca habitada por intrigas y conspiraciones, dónde una multitud de jóvenes disimulan los altos índices de desempleo mientras se preparan durante largos años para una profesión que jamás podrán ejercer; nos encontraríamos con una APA vacía de contenido y llena de miembros didactas desocupados, y una APdeBA que repite ceremonias anacrónicas y rituales de un culto inexistente. Y, tal vez, interrumpiríamos ahí el recorrido para que la depresión no nos empuje al prozac o nos invite a darnos un chapuzón en el Riachuelo.

Como ven, las experiencias que éste libro narra, la memoria que estas huellas inauguran, las iniciativas y las aventuras que aquí se evocan y de las que muchos de nosotros fuimos protagonistas, abundan más en derrotas que en victorias. Pero la razón, la fuerza de justicia, la memoria de los reiterados intentos por innovar como valioso patrimonio, sobrevive en nuestra lastimada conciencia de vencidos y no figura en la historia que los vencedores de éste sistema globalizado escriben cada día para convertir la cobardía en hazaña y la infamia en gloria.

Así, por más que se proclame, no hay tal “fin de la historia” y, por lo tanto, no hay victoria final. Tampoco derrotas pasadas ya que lo que éste libro rescata es, justamente eso, el desempeño titánico de quienes jamás se dieron por vencidos y no cesaron de producir, de crear y de apelar a lo radicalmente nuevo.

Nada hay que lamentar. Nada, que temer, por que el psicoanálisis es una disciplina muy particular. El psicoanálisis fracasa cuando triunfa y se instituye. Y cuando fracasa, es decir: cuando evita quedar capturado por el establishment, triunfa. De ahí que lo mejor del psicoanálisis, lo mejor que el psicoanálisis ha producido, lo hizo contra el psicoanálisis; contra la cultura oficial del psicoanálisis; eludiendo ese peligro siempre presente de quedar capturado por el Poder.

En éste primer volumen los autores aluden a las viejas utopías; las que se inscriben en la memoria colectiva, cuya recuperación se torna ineludible para garantizar el presente y el futuro. Sin embargo lo que Enrique y Alejandro proponen nada tiene que ver con la pretensión de rescatar los relatos paradigmáticos de los 60 guiados por la intención de completar lo interrumpido o para ponerlos nuevamente en vigencia. Sí, reelaborar las viejas utopías y garantizar la continuidad real en este presente que es otro, muy distinto de aquel en cuyo seno aparecieron.

La tradición verdadera es la que va cambiando. No la que permanece inalterable, ligada a la nostalgia. Ser consecuente con los viejos ideales -apostar a la identidad del psicoanálisis argentino­ supone reconocer en los titubeos y contradicciones de las nuevas generaciones de psicoanalistas informales, el lugar posible de esa producción original. Tal vez es allí donde se encuentre el germen de la verdadera identidad, en la producción asistemática, desprolija, “ilegal” (si se quiere) de los psicoanalistas informales. Y no solo allí. Debemos, también, perseguir la originalidad de la cultura psicoanalítica en iniciativas como la que viene llevando adelante Topía como revista y Topía como usina de proyectos instituyentes.

Entender este proceso puede aclarar algo sobre la pertinencia o impertinencia de los programas psicoanalíticos asistenciales, de las políticas de formación y reproducción de agentes, de las estrategias universitarias y del futuro de las teorías implicadas.

Supongo que si imagináramos una travesía por esos universos a los que antes aludía, si aprovechando la presencia de Nancy decidiéramos revisitar los escenarios que fueron sede de esas hazañas, si fuéramos al Borda, al Moyano, a la APA, al Lanús o la Facultad de Psicología, podríamos preguntarnos, dónde fuimos a parar o, como en la Valderrama, ¿Dónde iremos a parar? ¿Dónde iremos a parar cuando acabe Valderrama?

Antes dije que estamos ante un libro de historia que hace historia y, también, que Enrique y Alejandro se constituyeron en un dúo dinámico dispuesto a saldar la deuda que habíamos contraído con nosotros mismos. Pues bien: además de relatores, además de su condición de testigos, más allá de su función de cronistas, Enrique Carpintero y Alejandro Vainer son protagonistas de ésta historia. Lo son, también, porque en ellos está Topía. Y Topía se nos aparece como un intersticio, como respiradero en un contexto asfixiante, como brecha abierta en la cápsula que nos oprime. Topía se nos ofrece como espacio privilegiado para que los que no tienen voz puedan decir sus verdades y para que pueda ser dicha la historia que fue silenciada hasta ahora. Por lo tanto no existe casualidad alguna en el hecho de que la memoria colectiva de ésta gesta haya sido asumida por Topía, nuestra Valderrama siempre abierta, referente que combina de manera nada frecuente la dureza incorruptible de una posición ideológica y política del psicoanálisis con la plasticidad y la flexibilidad que le es ajena a cualquier tipo de dogmatismos y de totalitarismos. Topía es fundamental en el panorama cultural del psicoanálisis argentino de modo tal que, llegado el momento, no podrá escribirse la historia de los 90 y de principios del milenio sin mencionarla. Topía está íntimamente ligada a Enrique Carpintero, se encarna en Enrique y es a él, a Enrique y a Alejandro a quienes les agradezco de todo corazón haber abierto la huella por la que transitarán nuestros pasos de aquí en más.