Partamos de una advertencia sobre la dificultad de superar la censura en el fundamento del discurso teórico:
“la posibilidad de examinar los discursos allí donde ellos censuran sus fundamentos, porque él mismo está constituido por esas figuras rechazadas”. Esta afirmación pertenece al artículo de Juan Bautista Ritvo que apareció en Página 12 en torno a la polémica desatada respecto de la articulación del marxismo con el psicoanálisis. Es, para usar un término recurrente en los artículos, “sintomática”. Sintomática de un olvido en que el propio síntoma aparece como límite del pensar. Un límite que no es extraño a la temática aludida, centrada fundamentalmente en “El fetichismo de la mercancía y su secreto”, en esas relaciones entre seres humanos que aparecen como relaciones entre cosas. Quizá, el punto donde Marx parece más cercano al campo psicoanalítico.
Dos son entonces los territorios del límite que Marx describe: el primero son las relaciones entre personas; el límite, es ese casi aséptico “aparecer”; el segundo territorio es el de una relación contra natura: la relación entre cosas.
¿Qué es lo que nos queda? Un territorio dividido; pero lo fundamental parece ser la división misma: ese muro que describe la palabra “aparecen” y que señala a sus costados como diciendo “yo no fui”. Por supuesto que hace tiempo se ha reconocido su culpabilidad y se lo ha llamado síntoma. Caso cerrado.
“Del otro lado de la reja está la realidad de/ este lado de la reja también esta/ la realidad, la única irreal es la reja…” La incomodidad que perdura tras esta resolución por el síntoma nos trajo el eco de estos versos de Paco Urondo. Es que parece que en estos días nos han dicho que el síntoma es lo único real, ni los sujetos ni las cosas, sólo el síntoma, sólo la reja. El fetichismo de la mercancía fue encerrado en sí mismo, nos propusimos cruzar del otro lado del espejo de Alicia, para ir al mundo en que las cosas son sujetos, pero nos encerraron en la imagen bidimensional de nuestro reflejo. Ambos lados han sido obturados. Pero así y todo la pregunta por el fetichismo sigue presente con su aire de esfinge distraída.
Una cita de Zizek que aparece en el artículo de Sergio Sabalza nos pone sobre la pista de lo buscado: “Esta es la razón de que haya que buscar el descubrimiento del síntoma en el modo en que Marx concibió el pasaje del feudalismo al capitalismo.” Es precisamente ese pasaje el que se apoya en lo que buscamos, cuando buscamos una Cosa diferente a la que tanto Ritvo, Zizek y Sabalza buscan. Remontémonos entonces a la “tenebrosa Edad Media”:
“La sujeción personal caracteriza, en esta época, así las condiciones sociales de la producción material como las relaciones de vida cimentadas sobre ella. Pero, precisamente por tratarse de una sociedad basada en los vínculos personales de sujeción, no es necesario que los trabajos y los productos revistan en ella una forma fantástica distinta de su realidad” (El Capital: 76.) Esto nos dice que el fetichismo, en el modo de producción feudal, no está centrado en los productos. “Aquí, los trabajos y los productos se incorporan al engranaje social como servicios y prestaciones”. Pero si los productos aparecen en el engranaje social en su justa medida, es decir como trabajo, ¿dónde radica la dominación en el modo de producción feudal? Nos lo aclara Marx enseguida, después de decir que aquí las relaciones de dominación son diáfanas para quienes las sufren: “El diezmo abonado al clérigo es harto más claro que las bendiciones de éste” (P.77). El producto del trabajo (en el feudalismo) es claro, diáfano, cuerpo transparente que no retiene la luz de la interrogación; tiene las manos limpias. En cambio de la bendición nos dice algo más; de ella dice Marx que es oscura.
¿Qué quiere decir esto? Que es la bendición la que enselva, en la opacidad de su palabra, todo el espesor de la estructura feudal, cuerpo opaco que retiene en su densidad el brillo mudo de la dominación. Una relación fetichista que no se da en el nivel de las cosas, sino en una estructura anterior, en su posibilidad misma: en el nivel de la Cosa. Entonces aquí aparece una articulación posible con Freud (aunque no necesariamente con el “psicoanálisis”).
Ese ámbito imaginario, pero posible, de confluencia debe centrarse en aquella satisfacción primera en la que Freud vio el origen del yo: la relación arcaica del lactante con la madre. Esa vivencia de la primera satisfacción que abre la carne, desde la muda necesidad a la doble naturaleza del deseo, y que reverbera a la Cosa (materna) en cada actualización de las cosas deseadas, cuando el deseo dobla al mundo como una presencia “físicamente metafísica”.
Sin embargo, este camino de confluencia está cerrado. Aquella solución por el síntoma, ha cerrado el paso a todo pensar que exceda esa instancia. Dejando poco espacio (y sobre todo poco interés) a la confluencia de Marx y Freud. Pero hay algo más en este camino que se cierra, algo relacionado a sus afluentes subterráneas.
Descendiendo, entonces, al fundamento mismo de este pensamiento encontramos la oscura operación de la transmutación de la carne que estas teoría soslayan; no ya en la conocida objetividad del ser, es decir en el trabajo (como fetichismo de la mercancía) sino, y mucho más profundamente, en la posibilidad misma del deseo. No es otra que la operación fundamental del cristianismo (algo maquillada), esa que sustituye a la madre arcaica, pura carnalidad gozosa, por la inodora, incolora e insípida virgen madre. Operación que coloca, en ese núcleo que anima nuestra más profunda mater-ialidad, a la espiritualidad paterna; ahora la madre ya no es ni siquiera virgen: la prestidigitación fue completa y el espíritu patriarcal, cristiano y capitalista saca de la galera una paloma: ahora la madre es espíritu santo.
Es el fetichismo del sujeto que vio Marx como soporte de la dominación feudal, sólo que él no vio (no podía verlo) que debía prolongarse, mutatis mutandi, en la forma mercancía, o en otras palabras: que para que haya habido fetichismo de la mercancía tuvo que haber antes fetichismo del sujeto. Pero, y más importante aún, que el fetichismo de la mercancía solo puede existir sobre la forma del fetichismo del sujeto, superado y conservado. Hablamos no de otra cosa sino de ese sujeto como “núcleo de verdad histórica” al que se referían Carpintero y Vainer.
Esto, pensamos, es precisamente el fundamento que se escapa al discurso de esta polémica, no por censura sino por castración. Esa castración que aparece como lo único real y nos encierra en nosotros mismos.