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Pequeña historia de las ventanas

 
(interiores y exteriores de la subjetividad moderna)

I Sombras, nada más

“Cuando se acerca el mediodía, las sombras son todavía bordes negros,
marcados, en el flujo de las cosas, y están dispuestas a retirarse quedas,
de improviso, a su armazón, a su misterio”

Walter Benjamin, Sombras breves

¿Acaso la subjetividad no es también como una sombra, que se evapora ante la luz que quiere comprenderla? Si partimos del nivel inmediato de la vivencia, encontraremos que nuestra subjetividad nos es ya siempre dada. “Hacemos cuerpo” con ella. Pero basta que nos preguntemos por sus determinaciones para que en el acto se convierta en una cosa. Se cristalice como algo que está ahí, delante nuestro, incluso adentro nuestro; pero por lo mismo, algo que ya no somos. Nuestro “ser sujeto “se convierte en objeto. Por eso interrogarnos sobre nuestra subjetividad precisa un método que no sea otra cosa que un rodeo. Una iluminación lateral que la haga comprensible en su oscuridad originaria.

El método como rodeo es uno de los énfasis fundamentales de la obra Walter Benjamin. Y entre esos rodeos hay uno que quiero resaltar especialmente. Se trata de un pequeño fragmento[1]que da cuenta de una forma subjetiva que se expresaba en las modos de habitar. En el primer tercio del siglo XIX, en el reinado de Luis Felipe[2]–que produjo la autoafirmación de la burguesía francesa ya no solo como clase dominante, sino también como clase dirigente–encuentra Benjamin el momento de la irrupción del individuo privado (en tanto que burgués) en la esfera de la política. El rey mismo es considerado más el administrador delos negocios de la burguesía que el sostén político de la nación. De modo que toda la política se redefine entonces en estos términos privados, administrativos, tan opuestos al carácter público o “general” que gravitaba en torno a la figura del “ciudadano” (citoyen) de la época de la Revolución. Para este individuo particular, dice Benjamin, “el lugar de residencia se encuentra por primera vez en oposición al lugar de trabajo”. Pero la esfera universal de lo público difumina los contornos del individuo; sus rasgos personales se vuelven invisibles o por lo menos irrelevantes. En la oficina el hombre privado es también público; sus actividades y negocios son modos de la política. Pero como ese carácter público recién ganado contradice su definición de hombre privado (burgués). La privacidad es entonces transferida y reforzada en la interioridad de la vivienda, ahora bajo la forma de intimidad. De modo que como reacción a esta despersonalización surge un espacio interior, opuesto a lo público, en el que el sujeto privado afirma sus huellas individuales: el interior de la vivienda. No se trata simplemente de protegerse de la intemperie de lo público, sino de afirmar al mismo tiempo dos niveles contradictorios de trato con el mundo: “El individuo particular –agrega Benjamin–, que en la oficina lleva las cuentas de la realidad, exige del interior que le mantenga en sus ilusiones”.

La afirmación simultánea de estos dos registros constituye entonces lo fundamental de esta nueva forma subjetiva: una escisión que se expresa en el modo de habitar. Dos lógicas diversas, que podríamos asimilar a los procesos primario y secundario de Freud (principio de placer y principio de la realidad), rigen cada espacio. Por un lado, el proceso secundario (la realidad) que monopoliza la oficina, es decir, el espacio público del hombre privado; por el otro, el proceso primario (la ilusión) que queda encapsulada en el hogar, en la privacidad del interior. La tarea fundamental de la vivienda es entonces la separación de ambos espacios: mantener a distancia el fulgor de la realidad, que podría quebrar la penumbra de la privacidad. La ilusión, que es el medio en que el hombre privado pretende vivir su intimidad, precisa suavidad de contornos y formas mudables; la realidad, en cambio, exige los límites arduos del mediodía de la razón. Por esto las ventanas de esos interiores son pequeñas y están protegidas por gruesos cortinados. El mundo exterior solo ingresa a la vivienda bajo la forma de objetos –nos dice Benjamin– que tienen una función menos artística que ornamental, y harto menos ornamental que atmosférica; es decir que su función es espesar el aire íntimo del interior. La afición de coleccionar, ejercicio de un valor de uso inútil, separa al objeto de sus determinaciones mercantiles. Así el carácter “fantasmagórico” de la mercancía, su ser “físicamente metafísico”, pasa del objeto al ambiente, a su atmosfera. De la que podríamos decir lo que Marx dice de la producción: que es la “iluminación general donde bañan todos los colores, y que les da su singularidad (…) un éter particular que determina el peso específico de todas las formas de existencia que allí toman relieve”.[3]El interior funciona entonces como el doblez ilusorio (no falso) del ámbito demasiado nítido de la “realidad externa”. De modo que en su doble vida de hombre privado, el burgués afirma dos sistemas contradictorios: la realidad exterior de la oficia y la ilusión interior del hogar. De no hacerlo, se unificarían en él los aspectos contrarios de su existencia en tanto que burgués, es decir, debería asumir la responsabilidad social (política) de sus actos privados (económicos).

Podríamos hacer una digresión y postular las formas históricas de la subjetividad (al menos occidentales) como la creación y la articulación de determinadas relaciones entre una interioridad y una exterioridad. Por poner un ejemplo, hagamos el experimento mental de comparar esos interiores del siglo XIX con los de la actualidad. Lo primero que vamos a notar es que nuestras modernas viviendas han modificado lo esencial de esa privacidad, que ya no se intenta proteger. Las ventanas se han ampliado progresivamente hasta ocupar el frente íntegro; las cortinas mudaron a una transparencia sugerente para el exterior, pero neutral para el interior. Algo como un panóptico inverso: permiten ser visto, pero no ver. Las sombras de la privacidad se han desplazado a otros espacios. Los ejes subjetivos son los mismos (interioridad y exterioridad), pero su articulación es otra. Podría intentarse una historia de la subjetividad construida sobre la base de una historia de las ventanas o de las cortinas: modos objetivos de articular lo interno y lo externo del sujeto. Pero volvamos a nuestras sombras.

 

II Espectros

Los espectros son sombras del pasado y,
en consecuencia, nos imponen esta pregunta:
¿Qué ha sido alguna vez ese espectro,
cuando era todavía un ser de carne y sangre?

Ludwig Feuerbach

Al pasar, hemos rozado un segundo aspecto de esta relación entre el interior y el exterior del sujeto que organiza el mundo objetivo. Se trata de las mercancías. Benjamin conjeturaba que el entramado de mercancías –lo que supone su circulación y realidad social– era en su vivencia un tejido de fantasmagorías. Es decir que el tránsito entre el adentro y el afuera –su conexión íntima como así también su separación–tiene una materialidad fantasmal. El exterior ingresaba en la privacidad–la vivienda burguesa– solo al desprender de los objetos su fantasmagoría mercantil, que pasaría entonces a engordar la atmósfera del interior. La contraparte es que también las mercancías hacen relumbrar en la superficie de lo real algo del brillo húmedo de lo íntimo: toda mercancía es así la exhibición de una promesa de intimidad. Yuxtaposición fantasmal, entonces, entre interior y exterior, tal como esas fotografías de Eugène Atgeten las que una vidriera funde en una imagen única el adentro y el afuera (ver figuras I y II). Pues las ventanas son fronteras entre el adentro y el afuera; su exacta realidad no es completamente interior ni exterior, sino que consiste en articular y definir ambos espacios. Parafraseando a un olvidado filósofo argentino: no hay que entender a los sujetos como mónadas sin ventanas (como quería Leibniz), pues en el sujeto no hay otra cosa que ventanas.

Ahora bien, esta dinámica o dialéctica de las mercancías puede pensarse desde diferentes aspectos. Por un lado, el carácter espacial del interior y el exterior, pero también, como ya señalamos, bajo la modalidad afectiva de un ámbito de “realidad” y otro de “ilusión”. Debemos aclarar que en esta en noción de “realidad” no se agota todo lo que “hay” y que “ilusión” no significa una imagen falsa que no se condice con lo existente, sino que más bien deben asimilarse a las lógicas afectivas de los procesos primario y secundario de Freud. ¿Pero cómo se articulan en la mercancía esas lógicas afectivas?

Como es sabido, Marx llamó “fetichismo” al modo de gravitar de nuestra vida en torno a la forma-mercancía. Su mecanismo era simple, la personificación de las cosas y la cosificación de las personas; sus efectos, algo más complejos: la representación de todos los vínculos sociales (la riqueza en términos amplios) como un “inmenso arsenal de mercancías”. Pero no hay que confundirse, Marx no entiende esos vínculos sociales como relaciones externas entre individuos, sino como la constitución misma de cada cuerpo humano. No solo en el lenguaje o en el mundo objetivo, sino que esa cooperación que significan los vínculos sociales late en lo más íntimo de la sensación de cada cuerpo, pues los sentidos para Marx “son el resultado de la historia universal” (el ser genérico). Entonces, en ese carácter espectral del mundo de las mercancías, eso que Marx llama el fetichismo, lo que aparece representado en las cosas como atributo suyo no es sólo una relación externa con los otros, sino también lo más íntimo de cada existencia. 

Desde aquí se abre una posible respuesta a la pregunta de Feuerbach sobre los espectros: “¿Qué ha sido alguna vez ese espectro, cuando era todavía un ser de carne y sangre? “La respuesta es indudable: los vínculos sociales. Oscar Wilde soñó a su fantasma de Canterville como residuo de un mundo perdido, la imagen sobrante del universo feudal que ya no existía. El pobre fantasma choca entonces con la modernidad de los nuevos huéspedes a los que vanamente intenta asustar. ¿Pero qué es lo que esos huéspedes norteamericanos, burgueses, modernos, liberales, etc., le oponen al cansado fantasma feudal? La fantasmagoría moderna: la mercancía. Al rancio linaje del fantasma le oponen in inmenso arsenal de mercancías, que posee además sus propios títulos de nobleza: las marcas. Lo que Wilde muestra en ese genial relato es que no hay lugar en nuestras sociedades modernas para más espectros que la mercancía, sencillamente porque en ellas se consumen y consuman todos los vínculos sociales.[4]

Pero pensar que la mercancía actúa por sí misma es parte del efecto de su fetichismo, es creer en fantasmas. Pues en última instancia ese fetichismo no remite sino a las acciones de los individuos interrelacionados. O como decía León Rozitchner, si hay fetichismo de la mercancía es porque antes hubo fetichismo del sujeto.

 

III La Cosa en la Cruz: los espectros terribles

Ven conmigo, a donde yo estoy en ti mismo,
y te daré la clave de la existencia.
Donde yo estoy, está eternamente el secreto de tu origen
La Messelà-bass
, Paul Claudel

Se trata, entonces, de encontrar en la constitución del sujeto las condiciones de posibilidad del fetichismo de la mercancía y sus fantasmas. Es decir, ver cuáles son los parámetros que han hecho de la forma subjetiva occidental una articulación entre interioridad y exterioridad; o en otros términos, cómo se ha hecho de los cuerpos humanos sujetos “físicamente metafísicos”. Quizás el momento fundante de esa escisión podamos situarlo en la figura de san Pablo.[5]

Para Pablo el pasaje del judaísmo al cristianismo implicaba la trasformación de la ley exterior basada en las obras a la ley interior de la fe. Dice en la Carta a los Romanos: “no es judío (en este contexto por ‘judío’ se refiere a quien está con la ley) el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón.[6]Se trata de una escisión en la constitución misma de los sujetos, que serán ahora la imposible unidad de carne y espíritu. El individuo humano se convierte así en una llaga, una grieta en la que crece la forma cristiana de subjetividad[7] como asiento de la dominación desde lo más propio y sensible.

Y lo que en Pablo comienza como teología política culmina en San Agustín –sitiado por el terror que implicaba la decadencia e irresistible caída del Imperio Romano– en el campo de la subjetividad. Dice León Rozitchner: “En las Confesiones de san Agustín se prepara el Manual con las Instrucciones para la sujeción social por el dominio religioso; una nueva política para organizar la subjetividad de los súbditos del nuevo imperio”.[8] Se trata de la definitiva apertura de una interioridad del sujeto, un carácter metafísico en lo más íntimo de su cuerpo. Estamos ante la fórmula misma de la “extimidad”: “lo más próximo, lo más interior sin dejar de ser exterior”.[9]El lugar de lo más propio aloja ahora como un núcleo irreductible al Otro; para san Agustín a Dios Padre: “estabas más dentro de mí que lo más íntimo mío y más por encima de mí que lo más elevado mío”.[10]

Pero León Rozitchner reinterpreta ese lugar propio, el más íntimo, como el de las huellas de la experiencia arcaica con la madre, de la Cosa, que fulgura detrás de cada cosa del mundo como filigrana del sentido. Detrás “del Deus absconditus, –sigue Rozitchner– (…) en lo más interno y en lo más íntimo de uno mismo, en la profundidad del corazón cristiano, no hay nada más que madre clandestina”.[11] Lo que en esas huellas maternas reverbera es el sentido de la unidad de este cuerpo que soy como cuerpo enamorado. Suplantar esa unidad anterior a mí mismo por una intimidad externa, convierte lo ensoñado y mutuo de todo sentido, en una fría relación de cosas. De la ensoñación que sostiene el sentido humano de las cosas (la Cosa) pasamos a un mundo espectral, vacío como un inmenso arsenal de objetos. El proceso de suplantar la ensoñación materna por el espectro paterno de la realidad no es otra cosa que el terror; la subjetividad cristiana, su resultado. Cuerpos mansos, carne vencida entregada al ejercicio cotidiano de la muerte en nombre del Amor.

 

IV El terror y después: los espectros banales

Partimos del intento de captar nuestra subjetividad en la inasible cópula entre el interior y el exterior. En el trance, nos encontramos con la fantasmagoría mercantil; espectros domésticos, que sin embargo, en su conjunto se tornaban monstruosos al acaparar la totalidad de los vínculos sociales como fetichismo. Finalmente, dimos en la forma cristiana de la subjetividad como la suplantación de los más propio de las huellas maternas (ensueño, es su nombre más pregnante), por el espectro de Dios-Padre, que desde lo más íntimo nos limita con una ley invisible y descarnada, que somos nosotros mismos, o algo más íntimo aún. De modo que entre uno y otro lado de esa escisión que nos constituye sólo está el desnudo ejercicio del terror. Queda, sin embargo, una pregunta posible: ¿Qué nos deja el terror, luego de recoger sus redes?

Tal como habíamos visto en esa(imaginada) historia de las ventanas, nuestra forma subjetiva actual comparte los mismos parámetros que señalan estos textos clásicos (articulación de interioridad y exterioridad) pero su conjugación es otra. Esa articulación nueva, en la que el interior ya no es una privacidad a defender, debería convocar también nuevas formas espectrales. El terror es la condición de posibilidad de la escisión, ¿pero el terror no es ya, en nuestra experiencia, un hecho consumado? ¿Acaso no vivimos más que la acción directa y actual del terror la administración de sus efectos? Los espectros actuales no nos persiguen amenazantes y terribles, sino que más bien ocupan el lugar de todo ensueño colectivo, banalizándolo.

Pero la banalidad no consiste en que estas “ventanas” que somos (nuestra articulación entre el adentro y el afuera) hayan devenido pantallas (celulares, tablets, computadoras, y antes de eso la TV, etc.), sino en qué lógicas afectivas se juegan en ellas. Si el terror es siempre el garante de la oposición entre lo interior y lo exterior, la cuestión no es qué tipo de articulación entre ambos logramos, sino más bien qué ensueños colectivos (cuerpos ampliados que unifican ilusión y realidad) somos capaces de despertar contra este cotidiano gerenciamiento de un terror banalizado.

 

[1] Walter Benjamin, “Luis Felipe o el interior”, París, capital del silgo XIX, en: Libro de los pasajes, Akal, Madrid.

[2]Reinado que se extiende entre los levantamientos de 1830, que acaba con la dinastía de los Borbones en Francia, y de 1848, que dará lugar al II Imperio a cargo de Napoleón III, sobrino de Bonaparte.

[3] Karl Marx, Grundrisse, Elementos fundamentales para la crítica de la Economía Política (borrador), en tres tomos, Siglo XXI, Buenos Aires, 1971, t.1, p. 28.

[4]No es diverso el espectro del padre de Hamlet, acaso es la manifestación de lo más íntimo de los vínculos sociales que constituyen el príncipe, tanto familiares como políticos, su derecho al trono y su propia posición familiar que se le enfrenta ajena y hostil como un mandato.

[5]Freud relata así la operación paulina: “Precursor del retorno del contenido reprimido, un creciente sentimiento de culpabilidad se apoderó del pueblo judío, y quizá aun de todo el mundo a la sazón civilizado, hasta que por fin un hombre de aquel pueblo halló en la reivindicación de cierto agitador político-religioso el pretexto para separar del judaísmo una nueva religión: la cristiana. “Pablo, un judío romano oriundo de Tarso, captó aquel sentimiento de culpabilidad y lo redujo acertadamente a su fuente protohistórica, que llamó «pecado original», crimen contra Dios que sólo la muerte podía expiar”. Sigmund Freud, “Moisés y el monoteísmo”, en: Obras Completas, tIII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972.

[6]Rom, 2:28-29.

[7]Se ha profundizado el dualismo transmitido por el neoplatonismo alejandrino de la traducción de la Biblia Septuaginta: la oposición soma-psyché, de factura platónica es llevada a su límite en la nueva oposición sarx-pneuma.

[8][8]León Rozitchner, La Cosa y la Cruz, Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2014, p. 38.

[9] Jacques-Allan Miller, Extimidad, Buenos Aires, Paidós, p. 17.

[10]“Deus interior intimo meo et superior summo meo”. Conf. III, VI, 11.

[11] La cosa y la Cruz, cit., p. 189.

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Articulo publicado en
Octubre / 2017

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