El entorno informativo personalizado en el que nos miramos al enfrentar la pantalla conforma un poderoso alter ego al que solemos defender a capa y espada, no sin consecuencias psicológicas y políticas
La intoxicación con mensajes agresivos en Twitter no solamente nos genera la sensación de habitar un mundo amenazante y hostil; no es que el mundo real sea un dechado de libertad, igualdad y fraternidad, desde luego; pero el medioambiente en que se desarrollan las narrativas tuiteras se mueve en un plano representacional por cuya relación con lo real difícilmente pondríamos las manos en el fuego. Alguna relación ha de tener, pero es difícil especificar cuál.
Más que “noticias falsas” que buscan adrede confundir a la población o hacerle creer hechos que no son ciertos, las fake news instalan narrativas
A ese carácter ilusorio desde el vamos se le suma una curiosa fenomenología que nos hace pensar en la red social como una casa llena de espejos curvos, reflejándose y distorsionándose unos a otros. Cuanto más les creemos a las redes como medio de comunicación, más manija le damos a la lógica de la polarización política, dentro y fuera de nuestra mente. Y eso pasa sea cual fuere nuestra orientación política.
Lo primero que buscamos al abrir la página de Twitter es evidencia de la consabida “grieta” política tal como nosotros la percibimos. Así, quien se considera “moderado” verá a conservadores y a progresistas a la derecha y a la izquierda del arco político, respectivamente, en tanto que un votante de izquierda percibirá a un candidato conservador como “de extrema derecha”. Hasta aquí, todo aparentemente normal: verse entre medio de la izquierda y la derecha es lo que le reafirma al “moderado” la medida de su moderación política.
Hacia los extremos del arco político la cuestión cambia, porque surgen afinidades y rechazos emocionales que influyen en la apreciación de cuán de derecha o de izquierda es un candidato. Puesto a tener que optar entre dos candidatos “del sistema”, un elector de izquierda elegirá a quien sea “más de izquierda” o “menos de derecha”; el caso es que, a caballo de esa misma lógica subjetiva, podrá elegir indistintamente a un candidato ubicado a la izquierda o a la derecha del votante “moderado”, según los niveles de agrado o de desagrado que le susciten. Vamos de nuevo: no lo elijo por estar más a la izquierda o menos a la derecha, sino que está más a la izquierda o menos a la derecha porque yo lo elijo. La misma lógica aparece del otro lado del arco político, cuando los autodenominados “libertarios” defenestran en carácter de “zurdo” a un político al que cualquier “moderado” ubicaría claramente a su derecha.
Toda esta fenomenología, descripta y documentada minuciosamente en estudios empíricos y trabajos de metaanálisis1 hechos tanto en Argentina como en otras partes del mundo, nos lleva a un axioma que parece estar oculto en ese juego de espejos, en el que somos susceptibles de caer no importa cuál sea nuestra tendencia o filiación política: Yo soy el punto de referencia de todo el sistema político. Parafraseando un poco burdamente a Ortega y Gasset, podríamos aventurar un segundo axioma: Yo soy yo y mis reacciones emocionales en Twitter. “Mi verdad”.
La propia polarización entre las fuerzas políticas se ve amplificada por estos fenómenos de asimilación y contraste que requieren de nuestra subjetividad, necesariamente, para poder funcionar. La carga afectiva que ponemos en juego está en primer plano, antes de la política. Hay factores -como la percepción de “honestidad”- que no sólo pesan más que la afinidad ideológica, sino que determinan la afinidad ideológica; y no porque seamos proclives a adoptar las ideas del político en cuestión, sino más bien porque lo identificamos “cerca nuestro” sin que sus ideas y su capacidad política nos importen demasiado.
Emile Durkheim sostenía hace ya mucho tiempo que la percepción del mundo exterior es la proyección del mundo psíquico hacia su medio social. Que en lo que vemos hay más de nosotros mismos que del mundo tal-como-es. Vale provisoriamente, al menos para ese nuevo “mundo exterior” que es el recorte informativo personalizado (que es un mundo, y también es exterior) que nos proporciona la pantalla del celular.
Las neurosis y psicosis protegen nuestro mundo interno de ciertas acechanzas de lo real. ¿Qué ocurrirá cuando la psiquis se proyecta de manera tan clara y evidente en un soporte externo, que para colmo es dinámico y accesible? ¿Saltará lo patológico hacia esa exterioridad que llamamos “virtual” y pasará a hacer de las suyas en esa red de información que ya no forma parte del sujeto?
Así parece. Muchos habrán tenido la experiencia, en una reunión o asamblea, de lo que pasa cuando en medio de un debate alguien insulta a otro: el tema de la discusión de pronto se diluye y pasa a ser reemplazado por las reacciones emocionales al insulto, el enojo del ofendido, las justificaciones, enmiendas o pedidos de disculpas del ofensor, la toma de partido del resto por uno de ambos. En el ágora virtual, las discusiones sobre política y otros temas sensibles, divisorios de aguas, ya dejaron hace tiempo de tener su asiento en el contenido semántico de los mensajes, hasta el punto en que se hace muy difícil corroborar en ella la validez de muchas de las teorías de la comunicación social.
A la hora de tratar de entender la dinámica de las fake news cobran mayor peso las teorías pragmáticas, más que las basadas en la forma y el contenido del mensaje. La pragmática de la comunicación se centra antes que nada en el efecto del mensaje, o más bien de la acción comunicativa. Y ese efecto está dado por las reacciones emocionales que suscita.
Hoy las redes reproducen y refuerzan esta lógica en la cual habitamos realidades diferentes según nuestra tendencia ideológica y la de nuestros contactos, pero agregan el condimento de la agresión personalizada
Más que “noticias falsas” que buscan adrede confundir a la población o hacerle creer hechos que no son ciertos, las fake news instalan narrativas. A través de ellas inclinan la balanza cognitiva del público hacia una determinada clase de hechos, de modo similar a como lo hacen, por caso, los medios de comunicación tradicionales. Con su encuadre informativo determinan, digamos, por la fuerza, qué hechos son relevantes y cuáles no, y cualquiera puede corroborarlo comparando dos noticieros televisivos de tendencia partidaria opuesta: a menudo no dan visiones u opiniones diferentes sobre los mismos hechos, sino que hablan de hechos diferentes.
Hoy las redes reproducen y refuerzan esta lógica en la cual habitamos realidades diferentes según nuestra tendencia ideológica y la de nuestros contactos, pero agregan el condimento de la agresión personalizada.
Al margen de ese carácter ilusorio de las redes sociales, las fake news tienen el objetivo general de agredir al adversario, y no de hacer que cambie de opinión
Y hablamos de “agresión” por dos motivos: uno, porque efectivamente se producen importantes descargas de agresión simbólica en redes como Twitter y Facebook pero, además, porque la aparición de información disonante en nuestro encuadre informativo es a menudo percibida -la propia lógica del medio lo facilita- como agresión. Decíamos que la percepción de la red como un entorno hostil retroalimentaba el sentimiento de injuria ante la irrupción de mensajes ideológicamente ásperos.
Pero al margen de ese carácter ilusorio de las redes sociales, las fake news tienen el objetivo general de agredir al adversario, y no de hacer que cambie de opinión (para esto último, por supuesto, haría falta mucho más trabajo, y ni siquiera hay garantía).
De lo que se trata, entonces, es de enardecer a los propios y de herir a los ajenos, una idea de la política que parece haber abandonado toda posibilidad de diálogo entre quienes piensan diferente, y toda ambición de convencer al otro por medios racionales (aunque no es la única ambición abandonada). El complemento perfecto de esta nueva forma de comunicación política, o su consecuencia lógica, es el retraimiento del sujeto a la defensiva, en la conformidad de su entorno informativo.
Como sucede con los vericuetos de nuestro inconsciente, que son parte de la condición humana independientemente de nuestros valores y preferencias ideológicas, no basta con adquirir una ideología determinada para proclamarse libre de estos mecanismos alienantes del capitalismo digital. Cuando se explica la caída en los abismos narcisistas de un encuadre informativo mediante el recurso al sesgo de confirmación se omite el significado político del fenómeno (en el mejor de los casos; en otros, cerrando el círculo narcisista, directamente se piensa que el sesgo de confirmación es un error en el que sólo caen los otros). Como la letal atracción de Narciso por su imagen en la fuente, el desarrollo tecnológico nos lleva por caminos que pueden ser oscuros y peligrosos, pero no insondables ni inexorables.
Se acuñó el término “generación de cristal” para designar a los hijos de la “Generación X” -los nacidos entre 1970 y mediados de los ‘80- por una de las características que supuestamente los distingue: la baja tolerancia a la frustración y a opiniones disonantes con la propia. La “generación de cristal”, se dice, nació con la tecnología incorporada y vive sobreprotegida a la sombra de sus padres. Son inconstantes en el trabajo porque no soportan la disciplina; carecen de la cultura laboral que supo distinguir a las generaciones precedentes.
La marca cultural más distintiva de esta “generación de cristal” -se oye decir- es la cancel culture o “cultura de la cancelación”: hacerle la cruz (diríamos los más entrados en años) a toda expresión pública, preferentemente artística, que no se corresponda con sus valores o con las preferencias seteadas en su entorno informativo. “Cancelar” a un personaje público es dejar de seguirlo, juzgar ad hominem toda su producción y hasta los actos de su vida pública y privada, borrarlo de la lista.
En el capitalismo digital, que hizo técnicamente posible que tantos negocios dependan de un ente antes desconocido como es la popularidad en tiempo real, la decisión de un colectivo de “cancelar” a un artista o influencer puede tener consecuencias económicas más que considerables. Puede incluso llevar a la ruina -en segundos- a los inversores que apostaron para instalar un producto en el mercado a ese personaje público que de pronto es descubierto en su más rancia faceta de racista o de misógino.
Esta es, probablemente, una de las razones por las que se habla de la cancel culture como una nueva forma de censura: hoy que el material que circula por los medios no depende tan exclusivamente -como en la radio, los diarios o la TV- de la arbitrariedad simple de un editor, sino más bien de la arbitrariedad compleja de ese mecanismo de selección colectivo que es el flujo de información en las redes, el poder de censura ha cambiado de manos -dicen-, o bien existe un nuevo modo de censura: la cancelación (fenómeno que, en sí y con ese nombre, no es tan nuevo: lo conocíamos desde que emergiera la pregunta acerca de si “se puede separar a la persona del artista” en casos como los de Woody Allen, Michael Jackson y tantos otros cuya vida privada los condena; lo nuevo es el poder regulador del tráfico que los medios técnicos le dan a estas conductas colectivas, y cierta obsesión por señalar a la cancelación como signo central de nuestra cultura).
Pero no es esa -la de este inusitado poder de regular el mercado- la única razón por la que ilegítimamente se hace blanco de críticas a la tal “cultura de la cancelación”, que hay que ver si en realidad existe, o si califica para la categoría de “cultura”. Y es que no parece nada casual que las críticas (o más bien los ataques) a la supuesta manía cancelatoria que según dicen se ha adueñado como un virus de la “generación de cristal” se den en concordancia con significativos avances que, a fuerza sobre todo de militancia, van lográndose en materia de derechos y equidad de género. Y muy en especial, con una profunda crisis del sentido común patriarcal, que sólo el futuro podrá decir si es terminal o no.
Por qué, si consideramos que la opresión de género es efectivamente dañina y letal, la opresión de clase no nos lo parece tanto. Para poder pensar es imprescindible trascender los dominios de lo políticamente correcto
Entonces, se puede (y se debe) prestar atención a la intolerancia de los jóvenes a la frustración (y cómo ha impactado en eso la pandemia), se puede (y se debe) discutir si el lenguaje inclusivo es un progreso en las relaciones de género o apenas una nueva app que nos permite “surfear la ola” sobre el mismo vetusto sistema operativo (aunque, claro, prohibir ya es otra cosa); se puede (y se debe) debatir feminismos -y los varones debemos comprometernos también en ese debate, sin aceptar ese grosero error categorial según el cual se dictamina que ser varón es ser hegemónico-, y por qué, si consideramos que la opresión de género es efectivamente dañina y letal, la opresión de clase no nos lo parece tanto. Para poder pensar es imprescindible trascender los dominios de lo políticamente correcto. Pero sería una ingenuidad ignorar que en esos debates suelen buscar consenso quienes hoy, poco a poco o tal vez de golpe, van perdiendo la vergüenza de “ser de derecha”, denuncian la “hegemonía” del “marxismo cultural” e invocan la necesidad de restaurar el orden y los valores tradicionales.
La preocupación por la fragilidad emocional de la “generación de cristal”, por el empobrecimiento discursivo a que nos expone la tan mentada cancel culture o por la pertinencia lingüística del inclusivo se revelan así como tapaderas de la auténtica y justificada preocupación de quienes identifican el bien con el sometimiento a los poderes establecidos: y es que gran parte de la sociedad, efectivamente, ya no tolera ciertas relaciones de poder que parecían naturales, y que estaban institucionalizadas en el lenguaje, en la familia, en la política, en la medicina y en el concepto de salud. Y es muy probable (y deseable) que no vuelva a tolerarlas nunca más. Y que esa desnaturalización se extienda al resto de las relaciones de dominación que están llevando al mundo al colapso.
Creo que la necesaria crítica hacia ese narcisismo por momentos demencial que los medios de comunicación digitales facilitan, no debería dejar de tener en cuenta ese punto; como en una cinta de Moebius, puede no hacer falta más que seguir deslizándose en la misma dirección para terminar, sin darse cuenta cómo, en la cara opuesta. Hay que tomar una distancia crítica para -con suerte, o con ayuda- poder entender lo que pasa.
Nota
1. Ver por ejemplo Calvo, E. y Aruguete, N. (2020), Fake news, trolls y otros encantos; Buenos Aires, Siglo XXI.