Camina segura de sí misma. Los transeúntes se detienen y la buscan. Intercambia autógrafos por una sonrisa, por un suspiro o una frase halagadora. La reconocen. Hoy eso le basta.
Da vuelta la esquina. Un anciano se le acerca. No le pide ningún autógrafo. Menos aún sabe quien es ella.
Ella recuerda a su padre: todos los ancianos se le parecen. Éste arrastra su pierna izquierda como él lo hacía. Pero es más sucio. Ahora lo advierte: un pordiosero.