La población joven que nos interesa tomar para pensar las crisis subjetivas durante la pandemia es una que se suele encontrar en el centro de las prácticas públicas, pero en los márgenes de sus conceptualizaciones: se trata de aquella que ha sufrido formas sostenidas de desamparo psíquico y social, cuyos efectos se relacionan a las actuaciones compulsivas, la ruptura de lazos y que, además, se encuentra estigmatizada mediante formas de subjetivación que hacen a figuras de peligrosidad y exclusión.
Una ganancia de la palabra juventud como diferenciación respecto de adolescencia tiene que ver con que los desarrollos en torno al proceso adolescente no dejan de basarse en la práctica clínica de consultorio con jóvenes de clase media o media alta en sociedades moderno-occidentales
Para estas situaciones, la pandemia más que interrumpir un proceso de exogamia adolescente, lo que hizo fue acrecentar los procesos histórico-políticos de desamparo preexistentes.
Hemos introducido así unas diferenciaciones que ahora continuaremos, afirmando que no toda juventud es adolescente y que no toda adolescencia es puberal. Pubertad tiene que ver con un proceso madurativo biológico, que implica cambios corporales, cambios en el esquema corporal, y un enorme impulso a nivel de la sexualidad y de la agresividad. Mientras que la adolescencia tiene que ver con un proceso psíquico particular, alguno de cuyos elementos fundamentales son: 1) el duelo por esos objetos amorosos idealizados que han sido los adultos significativos de la infancia; 2) el duelo por el lugar que, como niño, se tuvo ante esos objetos de amor; 3) la búsqueda exogámica a nivel de espacios sociales, valores, ideas, estética; 4) la emergencia de nuevos amores ideales y/o pasionales; (5) la construcción fundamental del par y de la dimensión de ese erotismo no culminatorio que es la amistad y que funciona como un sostén fundamental ante esa nueva escena social y psíquica que el adolescente se encuentra en proceso de transitar.
Por otra parte, una ganancia de la palabra juventud como diferenciación respecto de adolescencia tiene que ver con que los desarrollos en torno al proceso adolescente no dejan de basarse en la práctica clínica de consultorio con jóvenes de clase media o media alta en sociedades moderno-occidentales. Hablar de juventudes es abrir a la consideración de otras formas de pasaje a la adultez.
Cuando el desarrollo es saludable, el empuje puberal brindará las condiciones para el comienzo del proceso adolescente -si es que ya no comenzó antes-, pero a diferencia de la pubertad, la adolescencia es algo que puede iniciarse mucho tiempo después, iniciarse y quedar inconclusamente eternizada o acaso no suceder nunca.
Cuando trabajamos con jóvenes ¿observamos las características mencionadas? ¿Se encuentran en proceso de duelar esos objetos de amor que son los padres, así como el lugar que han tenido ante éstos? ¿Se encuentran construyendo nuevas referencias morales, al tiempo que criticando las recibidas? ¿Construyen referencias de pares al modo de la amistad? ¿Qué uso de los espacios sociales realizan?
Es fundamental poder realizar diagnósticos diferenciales de aquello que hace a un proceso saludable como es la adolescencia (…), respecto de ciertas presentaciones en jóvenes que tienen que ver con expresiones graves de desamparos sufridos
Es fundamental que los que aportamos la lectura de la subjetividad de los jóvenes podamos discriminar si se encuentran en un proceso adolescente o no, o si detectamos elementos que tengan que ver con el mismo. Por otro lado, es fundamental poder realizar diagnósticos diferenciales de aquello que hace a un proceso saludable como es la adolescencia (aún con todos sus riesgos y duelos dolientes), respecto de ciertas presentaciones en jóvenes que tienen que ver con expresiones graves de desamparos sufridos. De otro modo, el resultado suele ser psicopatologizar aspectos saludables o bien, tomar como saludables ciertos aspectos psicopatológicos.
No es lo mismo el experienciar propio de la salida a los espacios públicos en el proceso adolescente, que la errancia en jóvenes que han sufrido desamparo
Por ejemplo, no es lo mismo la confrontación adolescente que un acto antisocial: el primero es una operación relacionada a la agresividad que tiene la función saludable de buscar superficies de choque a los fines de poder producir una diferenciación propia respecto del lugar del adulto y del niño que se quiere dejar de ser, mientras que en el segundo caso supone un elemento patológico vinculado al desamparo, que da lugar a un llamado a que el adulto significativo retome su lugar de tal y reconozca que no cumplió total o parcialmente con esa presencia -que el adolescente sí tuvo garantizada-. De igual modo no es lo mismo el experienciar propio de la salida a los espacios públicos en el proceso adolescente, que la errancia en jóvenes que han sufrido desamparo: la primera se trata de una circulación que tiene que ver con el experienciar propio del espacio tópico intermedio, mientras que el segundo es un efecto de graves formas de desamparo que empujan a una fuga permanente como forma defensiva primaria contra inscripciones con potencial traumático.
En general, podemos decir que si la adolescencia es un proceso de duelo frente a ciertas posiciones libidinizadas, aquellos jóvenes que han sufrido diversas formas de desamparo psíquico y social, ven interrumpido ese proceso o directamente nunca logran entrar en él porque todo su esfuerzo está aún puesto en poder tener un lugar filiatorio y simbolizante de lo padecido. No es posible ni habitualmente deseable para un joven duelar lo que no se fue y lo que no se tuvo.
Cuando hablamos de desamparo psíquico aludimos a que, en los momentos de mayor dependencia respecto del adulto, estos no pudieron ofrecerle al niño un cuidado sostenido. Cuando además nos referimos a desamparo social, aludimos a que estos adultos e hijos tampoco contaron con condiciones histórico-políticas de sostén.
Si la adolescencia es un proceso de duelo frente a ciertas posiciones libidinizadas, aquellos jóvenes que han sufrido diversas formas de esamparo psíquico y social, ven interrumpido ese proceso o directamente nunca logran entrar en él
En términos de Winnicott (2012), se genera una deprivación (si existió un sostén previo) o una privación (cuando ese sostén nunca fue consistente), a partir de la inscripción de disrupciones psíquicas. Para lidiar con lo que no se puede lidiar aún, el psiquismo recurre a mecanismos radicales como la disociación (en la deprivación) o la escisión del Yo (en la privación), y eventualmente constituye una cáscara, un falso-self protector que actúa con indiferencia ante la indiferencia o crueldad padecidas, volviéndose insensible e incapaz de experienciar.
En principio los niños realizarán ciertos actos destinados a alertar a los adultos respecto de un cuidado que no se está prodigando. Son los actos antisociales teorizados por Winnicott. Ahora bien, cuando transcurrió determinado tiempo sin que se restablezca algo de ese cuidado perdido ni se dio un reconocimiento y una reparación de lo padecido por parte del adulto, lo que tendremos por resultado es la autonomización tan característica de los jóvenes que recibimos. Esto supone dos cosas: se autonomizan ciertos actos que en otro momento pudieron tener estatuto de acting out dirigidos a los adultos significativos, perdiendo su dimensión de mensaje y, por otro lado, el falso self se cristaliza y adquiere mayores motivos para conservarse dada su capacidad adaptativa.
Un joven autonomizado es alguien que tuvo que hacer lo imposible: cuidarse a sí mismo. Entonces lo que tenemos es una mímica de adultez, que se traduce en una especie de autosuficiencia a veces confundida con autonomía.
Un joven autonomizado no sólo rechaza la dependencia, sino que le rehúye como el mayor de los peligros: ha confiado y lo han desamparado, y de ese horror psíquico se defiende. Por eso la actitud de muchos jóvenes es la del sobreviviente: desconfían del mundo adulto, hacen su propia ley para subsistir, nos manipulan para ganarse un lugar en nuestro afecto, saben que han atravesado por tragedias tan profundas que piensan que nadie los podrá nunca comprender, sienten que el mundo les debe y exigen un trato especial.
En cuanto un joven que viene en proceso de autonomización se encuentra con un ambiente adulto capaz de devenir confiable, comienza a recuperar la esperanza de que su sufrimiento podrá ser reconocido y reparado. Relajan sus defensas y dejan salir sus oscuridades durante la convivencia cotidiana: cuando más originario o profundo es un padecimiento más probable es que se reactualice en forma de actos y no de palabras, pues su inscripción ha sido a nivel de huellas mnémicas con expresión somática y no en el lenguaje. Por lo cual tomamos esos actos como fragmentos de una historia que quiere ser contada. Retrocedemos desde la escucha de la palabra del joven a la observación y vivencia del acto del joven.
La particularidad de estos actos es que se nos presentan como crisis paradojales: justo cuando se avanza en un proceso de inclusión y producción de salud, de pronto se producen actos disruptivos al modo del estallido (robos, peleas, autolesiones, querellas hacia los adultos, colapsos psíquicos, etc.) o bien silenciosos (jóvenes que un día simplemente desaparecen del cotidiano poniendo a prueba si los extrañaremos y saldremos a buscar). Esos momentos son los que las instituciones tradicionales (disciplinarias) suelen no poder sostener o francamente rechazar.
Para el caso de las deprivaciones con un mecanismo disociativo, ante la recuperación de la esperanza las crisis se presentarán como actos antisociales (Winnicott, 2012), mientras que en las privaciones de cuidados con un mecanismo de escisión del Yo, ante una experiencia de cuidado las crisis podrán revestir la forma de crisis de desamparo (Rodríguez Costa, 2021).
Clarice: la crisis que no fue
A los fines de ilustrar la diferencia y articulación entre desamparo, autonomización y crisis paradojales, presentamos la situación de Clarice, una joven de 22 años que a sus 17, a raíz de reiteradas denuncias de abuso, tuvo una medida excepcional que devino definitiva. Desde entonces comenzó un derrotero de “lugares”: instituciones públicas, privadas, de gestión civil, hoteles, hostels y pensiones. La presencia más estable y confiable que tuvo a lo largo de esos años, fueron el Centro de Día2 (CDD) y un equipo de niñez. Finalmente fue alojada en una Casa Asistida (CA).
En el transcurso de ese proceso nos encontramos con la siguiente situación: la joven comenzó a hacer circuitos callejeros en los cuales compulsivamente encontraba “novios” con los cuales fantaseaba vidas hogareñas. En los períodos de noviazgo se ausentaba del CDD y de la CA. Ante la pregunta acerca de por qué con todo lo que le había costado conseguir un lugar que ella misma había definido como “un lugar para siempre”, no permanecía en él o se ausentaba durante días para estar en situación de calle, argumentaba peleas con las otras jóvenes, problemas con los acompañantes convivenciales, entre otros. Hasta que un día nos dijo que para ella una casa es un lugar que tiene una mamá. De hecho, notamos que en los momentos de mayor incomunicación telefónica con su madre o que se reproducían situaciones en que ésta actuaba con indiferencia, Clarice se lanzaba a las calles por tiempos aún más prolongados.
En una de esas ocasiones llegó al CDD tras una ausencia de casi dos semanas, con los pies destrozados, con problemas para respirar (es asmática), con la piel de la espalda lacerada por un corpiño muchos talles menor que su cuerpo, y con el olor del desamparo. Los responsables de la CA entendían que sus salidas eran un proceso saludable de ejercicio de su autonomía, al modo de un proceso adolescente, volviéndose indiferentes al sufrimiento que nos dejaba ver.
El desamparo de Clarice es la indiferencia materna ante el abuso. Cuando algo de este reclamo de maternaje comienza a reactualizarse en la casa y se enfrenta a la posibilidad de construir una nueva dependencia, entonces ella primero realiza una serie de actos al interior de la casa, para finalmente hacer una crisis con valor de mensaje: se muestra autónoma y sale disparada hacia las calles. ¿Acaso la extrañarían y saldrían a reclamarle presencia? En principio no.
Posteriormente se convocó a una reunión interinstitucional con los equipos intervinientes: el CDD, un nuevo CDD donde la joven había empezado a asistir, un equipo de niñez y la CA. Se trataba de poder alertarnos sobre los progresivos descuidos de Clarice y construir en conjunto el valor de mensaje que sus actos venían teniendo. En esa reunión donde no hubo representantes de la CA, una profesional de la salud mental planteó: “estos pibes viven en la calle... ¿Vamos a estar preocupándonos por eso?”. Desde luego, el problema no fue la pregunta, sino que ésta fuera retórica.
Se nos fue el cuidado interinstitucional por el agujero que en la red generó esa afirmativa pregunta. Al no tomarse estos actos como crisis con valor de potencial mensaje, Clarice eventualmente dejó de ir a ese lugar. Se asentó en la calle. Prácticamente dejó de vincularse con los equipos de referencia. Tiempo después comenzaría la pandemia estando ella en situación de calle y siendo población de riesgo.
En ese momento asistirá en una ocasión al CDD con su “novio” de la calle, una persona ya denunciada por ejercer violencia hacia ella. Se la hizo pasar sólo a ella, lo cual generó enojo en él. Si bien en principio lo desestimó, pronto Clarice diría que no quería irse con él porque la golpearía en cuanto saliera. Se habló con esta persona explicándole la situación e invitándola a retirarse y volver a hablar al día siguiente, a lo cual accedió. Se habló con el equipo de salud mental que se había constituido en el tiempo de ausencia de la joven, y posteriormente fue enviada en taxi hacia la casa de su madre. Esa misma noche Clarice volvería a la calle con su agresor. Al día y horario que le ofrecimos para que volviera, ya no asistiría.
Para nosotros ya era tarde: sus actos habían perdido valor de mensaje autonomizándose y al desamparo institucional precedente, se había sumado la limitación de la oferta de sostén que introdujo la pandemia. En contacto con personas de confianza algo de su padecimiento podía ponerse en palabras y actos, pero el paso del tiempo y el acrecentamiento del proceso de autonomización, sumado a la reducción de la oferta institucional, determinaron que no pudiéramos más que ofrecer medidas paliativas durante los esporádicos y breves encuentros que podíamos sostener.
Es por ello que planteamos que en este caso la crisis no sólo que no fue producto de la pandemia, sino que la reducción de ofertas de sostén impidió la posibilidad de que la joven permitiera relajar sus defensas y entrar en crisis paradojales en ambientes confiables capaces de contener su padecimiento, acrecentando los desamparos ya sufridos a repetición.
Luciano Rodríguez Costa
Psicólogo, practicante del psicoanálisis1
liclucho [at] hotmail.com
Bibliografía
Rodríguez Costa, L., La violencia en los márgenes del psicoanálisis, Buenos Aires, Lugar, 2021.
Rodríguez Costa, L., “Un fenómeno clínico recurrente en abordajes institucionales: las crisis de desamparo”, Revista Topía, Enero 2021, disponible en https://www.topia.com.ar/articulos/un-fenomeno-clinico-recurrente-aborda...
Rother Hornstein, M. C., Adolescencias: trayectorias turbulentas, Buenos Aires, Paidós, 2006.
Ulloa, F., La novela clínica psicoanalítica: historial de una práctica, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2012.
Winnicott, D. W. (1954), Deprivación y delincuencia, Buenos Aires, Paidós, 2013.
Notas
1. Magíster en Psicopatología y Salud Mental. Psicólogo en Ministerio Desarrollo Social
2. Se trata de una institución situada en Rosario (Santa Fe), dependiente de la Dirección Pcial. de Salud Mental. Recibe jóvenes entre 13 y 18 años en situación de vulneración, y trabaja con una modalidad que llamo de convivencia ambulatoria (se comparte espacios convivenciales como desayuno, almuerzo y actividades recreativas, diariamente de 9 a 16 hs). Se construye confianza y se trabaja sobre los emergentes que los jóvenes van trayendo en el cotidiano.