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Primo Levi: el recuerdo de los ultrajes

 

La memoria humana es un instrumento maravilloso, pero falaz. Es una verdad sabida, y no sólo por los psicólogos sino por cualquiera que haya dedicado alguna atención al comportamiento de los que lo rodean, o a su propio comportamiento. Los recuerdos que en nosotros yacen no están grabados sobre piedra; no sólo tienden a borrarse con los años sino que, con frecuencia, se modifican o incluso aumentan literalmente, incorporando gacetas extrañas. Lo saben muy bien los magistrados: casi nunca ocurre que dos testigos presenciales de un hecho lo describan del mismo modo y con las mismas palabras, aunque el suceso sea reciente y ninguno de los dos tenga interés en deformarlo. Esta escasa fiabilidad de nuestros recuerdos se explicará de mono satisfactorio sólo cuando sepamos en qué lenguaje, con qué alfabeto están escritos, sobre qué materia, con qué pluma: hoy por hoy es una meta de la que estamos lejos. Se conocen algunos de los mecanismos que falsifican la memoria en determinadas condiciones: los traumas, y no sólo los cerebrales; la interferencia de otros recuerdos 'recurrentes'; estados anormales de la conciencia; represiones, distanciamientos. Incluso en las condiciones más normales se opera una lenta degradación, una ofuscación de los contornos, un olvido que podemos llamar fisiológico y al cual pocos recuerdos resisten. Es probable que podamos reconocer aquí una de las grandes fuerzas de la naturaleza, la misma que convierte el orden en desorden, la juventud en vejez, la que apaga la vida con la muerte. Es verdad que el ejercicio (en este caso, la evolución frecuente) conserva los recuerdos frescos y vivos, del mismo modo que se conserva eficaz un músculo que se ejercita con frecuencia; pero es verdad también que un recuerdo evocado con demasiada frecuencia, y específicamente en forma ensayada de la experiencia, cristalizada, perfeccionada, adornada, que se instala en el lugar del recuerdo crudo y se alimenta a sus expensas.
Trato de examinar aquí los recuerdos de experiencias límite, de ultrajes sufridos o infligidos. En ese caso, entran en acción todos o casi todos los factores que pueden obliterar o deformar las huellas mnémicas: el recuerdo de un trauma, padecido o infligido, es en sí mismo traumático porque recordarlo duele, o la menos molesta: quien ha sido herido tiende a rechazar el recuerdo para no renovar el dolor; quien ha herido arroja el recuerdo a lo más profundo para liberarse de él, para aligerar su sentimiento de culpa.
Aquí, donde como en otros fenómenos, nos encontramos ante una paradójica analogía entre la víctima y el opresor, necesitamos aclarar las cosas: los dos están en la misma trampa, pero es el opresor, y sólo él quien la ha preparado y quien la ha hecho dispararse, y si sufre, es justo que sufra; pero es inocuo que sufra su víctima, que es quien sufre, aun a decenios de distancia. Debemos constatar una vez más, dolorosamente, que el ultraje es incurable: se arrastra con el tiempo y las Erinnias, en las que es preciso creer, no acosan tan sólo al torturador (si es que lo acosan, con la ayuda de la justicia humana o sin ella), perpetúan el ultraje cometido por él al negar la paz al atormentado(...)
La mayor deformación del recuerdo de un crimen cometido es su supresión. (...) detrás de los 'no sé' o 'no recuerdo' que se escuchan en los tribunales existe a veces el propósito de mentir, pero otras se trata de una mentira fosilizada, encorsetada en una fórmula. Lo memorable ha querido convertirse en inmemorial y la ha conseguido: a fuerza de negar su existencia ha expulsado de sí el recuerdo nocivo, como se expulsa una secreción o un parásito. (...)
El mejor modo para defenderse de la invasión de recuerdos que pesan es impedir su entrada, tender una barrera sanitaria a lo largo de la frontera. Es más fácil impedir la entrada de un recuerdo que librarse de él después de haber sido registrado. Para esto, en última instancia, servían muchos de los artificios elegidos por los jefes nazis para proteger la conciencia de quienes estaban dedicados a los trabajos sucios, asegurándose así sus servicios, desagradables incluso para los asesinos más endurecidos.
En el campo de las víctimas mucho más vasto de las víctimas también se observa una desviación de la memoria, pero aquí, evidentemente, falla la intención de engañar. Quien recibe una ofensa o es víctima de una injusticia, no tiene ninguna necesidad de inventarse mentiras para disculparse de un crimen que no ha cometido (aunque pueda, por un mecanismo paradójico del que hablaremos luego experimentar vergüenza); pero ello no excluye que sus recuerdos puedan también sufrir alteraciones. Se ha observado, por ejemplo, que muchos supervivientes de las guerras o de otras experiencias complejas o traumáticas tienden a filtrar conscientemente sus recuerdos: cuando rememoran entre ellos o se los cuentan a terceros, prefieren detenerse en las treguas, en los momentos de respiro, en los intermedios grotescos, extraños o distendidos, y sobrevolar por encima de los episodios más doloroso. Estos últimos no son llamados voluntariamente de la reserva de la memoria. Por eso tienden a nublarse con el tiempo, a perder sus contornos. (...)
Con fines defensivos, la realidad puede ser distorsionada no sólo en el recuerdo sino también en el momento que está sucediendo (...muchos prisioneros) se hacían y se suministraban generosamente consoladoras ilusiones ('la guerra va a terminar en dos semanas', 'ya no va haber selecciones', 'los ingleses han desembarcado en Grecia', 'los partisanos polacos están apunto de liberar el campo', eran cosas que se oían casi todos los días y que, invariablemente, eran desmentidas por la realidad).

 

Primo Levi
Los Hundidos y los salvados
Muchnick Editores SA, Barcelona, 1995.
 

 
Articulo publicado en
Agosto / 2004

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