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CON TEXTO DE VIOLENCIA. Reflexiones desde el trabajo psicoanalítico con adolescentes

 

Presentamos reflexiones extraídas de historias de adolescentes que en un contexto de violencia, han podido transitar de la posición de víctima a la de partícipes de su propio relato. A través de lo que nos cuentan en el espacio de consulta, surge un mayor acercamiento a lo que les sucede, les preocupa y anhelan. De tal forma, que se infiere en la necesidad de crear espacios donde con mayor libertad de expresión, se les permita el paso a la madurez, lo cual resulta por demás difícil en un ambiente actual cargado de violencia y exigencias para con los adolescentes.

Así, a raíz de escuchar adolescentes establecemos tres momentos que han de presentarse en el proceso de análisis al cual acceden. La demanda de alguien que escuche su texto de violencia, el tiempo de la descarga o catarsis (desahogo, dirán ellos), y el momento de la re-invención del texto. A partir de dichos momentos y de atestiguar su palabra, sabremos los alcances que para ellos tiene el psicoanálisis, y deduciremos qué tipo de especificaciones pudieran existir en el trabajo analítico con los mismos.                                                                     

Su voz se alzo bajo el negro humo, ante las ruinas de la isla, y los otros muchachos, contagiados por los mismos sentimientos, comenzaron a sollozar también. Y en medio de ellos, con el cuerpo sucio, el pelo enmarañado y la nariz goteando, Ralph lloró por la pérdida de la inocencia, las tinieblas del corazón del hombre y la caída al vacío de aquel verdadero y sabio amigo llamado Piggy.

El Señor de las Moscas. William Golding

INTRODUCCIÓN

Las reflexiones que aquí desplegamos, son extraídas de la experiencia en la escucha de adolescentes, que se presentan ante nosotros, a veces de forma voluntaria, otras por demanda de los padres. Llegan con un texto de violencia que forma su historia; una historia que encuentra un espacio para el desciframiento palabra por palabra. Espacio de imparcialidad, que no contiene un guión en cuanto a qué decir y la forma de abordarse el decir. Es el caso por caso, lo que indica por dónde acompañar al adolescente en su palabra. La percepción de violencia en los adolescentes no se escapa a nuestros oídos, dicen ser presas de abusos, de acosos, de maltratos verbales o físicos. Las derivaciones que pretendemos aquí, gracias al testimonio de los casos, son las de una re-posición del adolescente frente a lo que le sucede, esto es, a través de un espacio adecuado de expresión libre, facilitar el paso de la posición subjetiva de sentirse víctima al de la posición de saberse partícipe de su propio texto.

Se interpretan a partir de la clínica con adolescentes, textos de violencia, de historias donde la violencia ha dejado su marca y sus efectos. Así, lo que descubre el sujeto adolescente en el espacio de consulta es una oportunidad para confrontarse con él mismo (Winnicott, 1971), y con el mundo adulto al que va accediendo en la medida que se aleja de una infancia que se va quedando cada día más atrás, pero que en ese alejamiento se muestra un duelo, el cual ha de ser un espectro importante a trabajar en el desarrollo del análisis. El adolescente va a “desahogarse” como él dice, de una novela cargada de violencia que lo ha hartado de repetir los mismos errores y accidentes, o dejar su testimonio de algo acontecido que siendo traumático, es abandonado en un sitio de contención que le ofrece seguridad y confianza.

En este sentido, abordamos a partir de la clínica con adolescentes tres aspectos que resuenan de la misma escucha: a) un contexto violento y sus correspondientes efectos en el adolescente, b) la importancia de un espacio para “desahogarse”, como terreno de contención y viabilidad de análisis en su referente al trabajo con el significante, y c) la re-invención del texto, que cambia la posición de víctima. Además parece interesante el tipo de vinculación que se pude deducir a partir de la relación escuela-alumno, en el supuesto del adolescente estudiante, donde en muchas ocasiones es la violencia la que opera como mediadora en el acto educativo.

CON TEXTO DE VIOLENCIA

Llegan jóvenes a consulta, algunas ocasiones por su propio pie, apenados, temerosos de lo que habrá de suceder dentro del consultorio. Algunos arriban con preguntas, otros con preocupaciones. “Quiero saber algunas cosas de mí mismo”, decía un joven paciente de 13 años que aseguraba haber pasado algunos problemas en la escuela debido a su comportamiento que acentúa como de “juegos agresivos” con sus compañeros. Así mismo, considera que dichos juegos –los cuales no mostrará en palabras, hasta después de varias sesiones-, sólo le divierten. Otras veces el entorno escolar se muestra agresivo, diríamos hasta cruel con el adolescente, de acuerdo a lo que nos dicen. A veces los propios maestros no miden el alcance de sus palabras, “dice la maestra que soy un psicópata…y usted está sacando si yo soy”. Tipos de violencia que van en detrimento de su salud. Sabemos que ciertas psicosis en la vida adulta son crisis de la adolescencia que han sido impedidas o no resueltas (Mannoni, 1996), es decir; que si a la crisis de la adolescencia, que ya contiene en sí sus propios argumentos acerca de carencias, dificultades, se le agregan presiones-agresiones externas como las que escuchábamos arriba por parte del mundo adulto, las expectativas no resultan nada halagadoras para ellos.

Cuando un adolescente habla, también intenta explicar y darle un sentido a sus actos fallidos, a los múltiples accidentes de los que es presa en la escuela o en ambientes donde convive –cortadas, raspones, torceduras y hasta fracturas-, que luego en análisis relacionan con una posible corresponsabilidad de su parte, “es que no tengo cuidado… ¿como si yo quisiera hacerme daño?”. Como mantiene Freud desde los inicios del psicoanálisis, cuando se abre la palabra para otorgarle un sentido a la sintomatología adviene la cura; las palabras son la herramienta del tratamiento (Freud, 1890/2000).

La violencia que experimentan en su vida -de manera pasiva algunas veces y muchas otras de forma activa-, se declara durante su trabajo en análisis. Algunas sesiones hablando de temas referentes a la escuela, surgen conceptos sobre el tema de la sexualidad, como un joven que aclarándose sus dudas respecto a tal tema, menciona el de prostitución, que logró descomponer y recomponer en una nueva palabra, la que aparece ante la intervención de una tercera voz, la voz reflexiva (Lacan, 1964/1999); “prostitu-yon”, articuló. ¿Qué significaba tal expresión? Contesta el joven: “Yon, se me ocurre que es un chiquillo; es un chiquillo que se llama Yon y que se prostituye, porque lo amenazan y es obligado”. Un tal Yon que había enunciado y a partir de entonces, se despliega cierta libertad para hablar y moverse entre sus diferentes lapsus que sufrió durante su trabajo en análisis.

Las palabras algunas veces resultan insuficientes para confrontar lo que en su lenguaje de acción se dramatiza. Esto es, a diferencia del niño que juega para acercarse al mundo que le rodea, el adolescente se acerca al entorno a través de su movimiento, de su cuerpo, el cual con una mayor solidez y control del mismo, le ofrece una experiencia de contacto distinta a la que ejercía de niño. Los cambios corporales y nuevas sensaciones, lo llevan a un sentir de cosas nuevas, “de niño yo pensaba en juguetes, ahora pienso en salir a la calle, en las mujeres”.

Cuando un adolescente acepta sin mayor inconveniente “entrar al psicólogo”, pide “consejos para cambiar”. Lo que no sabe es que en el trabajo analítico no se dan consejos ni es del interés buscar que cambien, aunque dichos cambios sucedan consecuentemente. Por tal motivo, resulta importante desde la entrevista inicial conocer al sujeto, saber algo de su problemática y delimitar cuál es la demanda, además de saber de dónde viene dicha demanda. Un trabajo analítico inicia con una demanda de curación y como tal, ha de ser considerada en nuestra práctica. Pues como señalará Maud Mannoni, al respecto del tratamiento de niños y adolescentes, cuando la demanda viene de los padres, debe considerarse en el plano fantasmático de estos últimos (Mannoni, 1987).  Quiere decir, que es importante el lugar de dónde surge la demanda de un tratamiento: ¿quién está sufriendo, quién pide un análisis?

 “He visto tantas cosas que me hicieron daño. Todo eso me dejó traumado”. Suena a casos de víctimas, donde la violencia brinda una posición como tal. Pero a partir del trabajo con los significantes “he visto cosas”, “traumado”, se irá deshilvanando poco a poco y no sin dificultades -sesiones canceladas y lo que resulta muy común en el trabajo con adolescentes: impuntualidad-, un testimonio de violencia activa-pasiva, donde existe una dinámica conversiva entre ser víctima y victimario. Casi siempre nos topamos con esta conversión sado-masoquista, cuando confiesan que han pegado a alguien querido, pero que también se han vivido pegados en su historia. Aspectos que son importantes atender prontamente, en el sentido de limitar los impulsos agresivos que puedan arrastrar al sujeto a una tragedia. Así como en el trabajo con adultos, los signos de auto violencia, ideas de suicidio, auto escarificaciones, deben escucharse y lograr que el paciente confronte estas ideas de muerte. Facilitarle la escucha de lo que dice, para en alguna medida lograr que la pulsión se canalice por otra vía representacional. En este asunto, la apuesta del psicoanálisis es que la pulsión se encauce en la palabra. Referente clínico que ciertamente resulta dificultoso con el adolescente, en tanto el problema de la economía del vocabulario, que es propio de esta edad, y que por tal motivo es imperioso apoyar y hasta cierto punto influir, en la puesta en palabras de las acciones que se dibujan en el acontecer del adolescente, como si fuera un texto a leer, a escuchar.  Ahí radica gran tiempo de trabajo, ubicando al sujeto en su quehacer diario, su lenguaje de acción o corporal, como decíamos, al cual buscará darle un sentido y una razón. 

Partiendo de la teoría del trauma de Freud, decíamos que el sujeto ofrece en su discurso una visión donde ha sido objeto de agresión, llámese ésta, golpes, agresiones verbales o violación, entre otras. Lo que descubre Freud, es que en la mayoría de los casos, la violencia que aseguran fueron objeto los pacientes –casi siempre de carácter sexual-, es una mera ficción de algo que aconteció de manera imaginaria en su propia vivencia subjetiva, o un deseo que surgió en determinada edad, es decir; no hay trauma que venga de un objeto real externo, el propio sujeto lo crea, o como suponía otra paciente “no era mi papá el que no me dejaba salir, yo le tenía miedo, pero no sabía por qué, él nunca nos regañó…es como si yo hubiera inventado ese miedo”.

El trauma es definido por Freud como: un acontecimiento que aporta a la vida psíquica, en un breve lapso de tiempo, un aumento de excitación a un grado tal que la eliminación o elaboración de esta misma fracasa en su forma normal o habitual, de lo que normalmente se derivan perturbaciones duraderas de la empresa psíquica, y que arrojará por consecuencia la represión original (Freud, 1916/2000, p. 11). Hemos escuchado jóvenes que aseguran una experiencia traumática, y que relatan hasta con cierta facilidad -no les cuesta mucho trabajo centrar su relato en lo que llaman “mi trauma”-, a lo cual el psicoanálisis nos ha enseñado a dudar, pues como puntualiza Daniel Gerber: La verdad se dice en una estructura de ficción, pero la ficción en sí misma no dice la verdad sino cuando se produce el encuentro fallido con lo real que en ella –la verdad-, no llega a designarse (Gerber, 1997, p.124).

Esto supone para el analista un doble momento –cuando se exponen de manera tan abierta acerca de su trauma-, primero, escuchar lo que dice, y segundo, suponer que existe otro trauma encubierto por el primero, ante el cual, el adolescente se muestra reacio a dilucidar. Consideramos que la causa de esto, se establece a partir de que la edad de la adolescencia engloba una serie de dificultades “normales”, que ya de por sí demandan la atención del sujeto para su elaboración. En otras palabras, cuando el trabajo analítico apunta hacia ciertos nudos en la historia, el sujeto prefiere dar rodeos sobre el asunto, consideraciones que no son ajenas a pacientes de otras edades, claro, pero que en los adolescentes, diríamos se magnifica, puesto las arremetidas que experimentan en su nueva subjetividad y nuevo cuerpo, en tanto un desarrollo corporal y psíquico que está teniendo lugar a una velocidad vertiginosa.

Hablando de dificultades para sobrellevar el análisis con adolescentes, consideramos que son efectos de la resistencia ante un dispositivo de trabajo subjetivo, y que de acuerdo a las especificidades del mismo, el paciente quiéralo o no, funciona el dispositivo, haciendo mostrar las resistencias del sujeto que serán objeto de aclaración y análisis.

Regresando a los textos de violencia, una joven de 15 años acude a consulta ante la angustia de que su cuerpo se paralice otra vez. Expone que en un momento determinado estando en clases sufrió lo que ella misma denominó como “un ataque de nervios”, el cual consistía en una parálisis de brazos y piernas, además de cierta dificultad para respirar. “Estaba muy cargada”, dirá. A la cuarta sesión de trabajo, expone un sueño de transferencia donde despliega lo siguiente: “soñé que se me hacía tarde para venir a terapia”. Había algo que no podía esperar más tiempo y su cuerpo le estaba cobrando la factura ante la postergación, ante un silencio insoportable considerando de lo que se trataba y de la edad que estaba en pleno manifestándose en ella. Aún con esto, pasan varios meses hasta que se lanza sobre su fantasma, entiéndase por tal, la frase, el axioma que está íntimamente vinculado al deseo del Otro; una novela, una pequeña historia o escena que tiene ciertas reglas internas propias, la cual se irá desplegando en el acontecer analítico. Lacan dirá: …una frase con estructura gramatical… (Lacan, 1966/1999, p. 110).

En esa suerte de vomitiva del cuerpo –en cuanto la explosión de sensaciones y cambios físicos-, el adolescente espera a que exista alguien que sepa escuchar lo que se manifiesta. No se trata de calmar el dolor, la angustia, por medio de pastillas o remedios como se intenta muchas veces. Cuando se hace tarde para atender algo que ha estado gritando ser escuchado, no es para que se diga, “sólo está llamando la atención, ya se le pasará”. Si algo llama la atención es porque requiere de atención.

Continuamente escuchamos historias de violencia, de abusos, cargas que impiden el tránsito adecuado de un adolescente en los distintas áreas en las que se desarrolla, y afirmaríamos, son visualizadas sobre todo en el ambiente escolar, el que diríamos, es el espacio en el que se escenifican los dramas de los que aseguran fueron presas anteriormente. Esto significa que en ciertos casos donde existe un antecedente de abuso, la escuela será el escenario donde se reviva la novela que con diferentes actores, contiene la misma trama. Son sujetos-alumnos que cargan el personaje de víctima y por lo tanto, son presas del abuso de otros, fenómeno social que ahora las instituciones del campo de lo político y educativo, dan un nombre para su mejor detección e intervención: bulliyng. 

Muchas películas contemporáneas sobre adolescentes, retratan una realidad a veces apocalíptica o futurista que se pensaría irreal, en cuanto la violencia extremada que engloba la historia. Sabemos que el cine, como forma artística responde y corresponde con un contexto social el cual refleja en cada una de sus imágenes. Tal vez la escenografía –como sucede en una película-, no corresponda con la cotidianidad que experimentan los adolescentes de hoy, pero la trama puede ser la misma; son historias con un texto de violencia.

Destaca en el trabajo con adolescentes, no perder el foco de la demanda de análisis, puesto que en muchos casos se ven impelidos de abordar su fantasma ante las diferentes salidas al acto del que son protagonistas, pero que no por eso y por lo que tal cosa entretiene, deja de desplegarse su palabra. Es la emersión de significantes que se encadenaran mediante relación transferencial y dentro de un dispositivo analítico, lo que pacientemente permitirá al sujeto descubrir y reinventar la trama de su novela. Antes escuchemos lo que un espacio de libertad representa para el adolescente. Como decíamos, un espacio imparcial y transicional ante el cual se desdoblará hasta ciertos alcances su palabra liberadora.

 

EL ESPACIO PARA “DESAHOGARSE”

Si el sujeto cuenta con un lugar para exponerse sin temor a la crítica, al regaño o a la censura, se pueden dar efectos propositivos para el mismo. Las escuelas, la misma familia, al escuchar a sus miembros más jóvenes, regularmente lo harán a expensas de un pre-supuesto, de una ideología o cierta línea ética. Lo cual dificulta que el sujeto se explaye abiertamente acerca de sus fantasías, sus sentimientos y sus deseos. Ante la emergencia de lo inconsciente en los adolescentes –su lenguaje de acción, sus pleitos, actos fallidos, accidentes, etc.-, que molesta al mundo adulto que no entiende lo que sucede, suelen surgir respuestas inmediatas, que en la mayoría de las veces, van encaminadas a intervenir de manera “comprensiva” y otras de tipo autoritaria. Dejando al adolescente en una segregación respecto de su entorno y de su verdad (Tizio, 2005). No hay quién escuche realmente al adolescente, cuando hablamos de las instituciones encargadas de su formación. Por tal causa, es importante contar con espacios de transición entre lo disruptivo de una acción inmadura o violenta a los efectos catárticos o de “desahogo”, como son nombrados por los que aprovechan el espacio de análisis.

El ataque histérico del que son objeto algunos adolescentes, sirve en su momento como lo señalará Freud, como un sustituto de auto satisfacción antigua (Freud, 1909/2000). Carga de recuerdos mezclados con fantasías de un abuso sexual, que mientras tanto se manifiesta en el cuerpo en una conversión que lleva el goce de la carga a un límite intolerable, pues se atraviesa con una realidad actual en el adolescente donde el noviazgo y el amor, requieren de su espacio, cosa que no está en condiciones de otorgar en tanto un síntoma que lo mantiene temeroso de aparecer. Es sobre este tipo de conversiones, de lo que intentan desahogarse, desprenderse, a pesar de la satisfacción que ya de entrada conmina, para dar lugar a otras preocupaciones y anhelos.

 “Hay un rosal en mi casa que me atora y yo la quiebro…mi mamá a veces si me desespera y me hace sentir mal”. Escuchamos el origen de las agresiones, de los miedos que se personificaban en pesadillas, que cuando relatan en un espacio para hablar, confiados de que no serán criticados, dejan de causar la angustia que de lo contrario prevalecería. En el espacio de análisis descubrimos de quién se quieren alejar, pero tal verdad, resulta intolerable, a tal grado que se hacen rodeos estridentes, transgresores y violentos para manifestarse, a pesar de la represión.

A este supuesto, usa el espacio de consulta para abrir temas que en otros lugares no sucederían. “Me gusta venir porque se abren cosas en mi mente”. Una vez que le otorga cierto sentido a su lenguaje de acción, después de “desahogarse” –catarsis-, surge el momento del florecimiento de deseos, que muchas veces se encaminan hacia la cultura. Una transición desde un síntoma hasta la creación cultural.

El tema del cambio en la adolescencia es trascendental. A nivel social, se espera que el muchachito cambie su estatus de niño por el de adulto, paso que se quiere y se exige, sea lo más rápido posible. A nivel personal, el adolescente piensa mucho en el cambio: cambio de intereses, de juegos, de amigos, y por supuesto, de escuela. Pero el más grande cambio es vívido en el cuerpo: estatura, peso, pelos, fluidos, sensaciones, etc. De esto casi no se habla a nivel social. Los prejuicios son muchos, y diríamos, los adultos pocos, para escuchar a un adolescente que de manera tempestiva se ve amenazado por un sinnúmero de transformaciones. Pocos adultos, que sin embargo, cruzaron el mismo umbral de la adolescencia para llegar a ser lo que son, y que curiosamente, no logran “entender” al adolescente que tienen enfrente. En la experiencia del análisis, sabemos que no se trata de entender, es un acto de escuchar, confrontar y acompañar, para que se recorra de la mejor manera posible esta etapa.

 “Vengo porque soy malo y quiero cambiar…”. También en eso aprovechan el espacio, en vengarse. ¿De qué? Del mundo adulto, que primero experimentan violento y agresivo, y que después, exige madurez a expensas de no escuchar las necesidades reales que le ocupan al adolescente. Nace el significante: “vengo-viniendo”, que ulteriormente re-significan como: “al venir a hablar aquí me desahogo y también me vengo de los que me hicieron daño”.

 

LA REINVENCIÓN DEL TEXTO

Hay adolescentes con un gusto por las películas de terror y esa especie de obsesión en dibujar monstruos con rostros maléficos, con los cuales procuran alejar a los que les rodean en una relación transferencial con los mismos. En análisis descubrimos con ellos, que en ocasiones de quién se quieren alejar es de una madre que les obliga a quedarse en casa, se ven amenazados y obligados por una madre que los compra con regalos costosos, -consolas carísimas de videojuegos, celulares-, en otras palabras, se prostituyen. Sin embargo, el deseo no queda conforme, y los múltiples actos fallidos, accidentes que se repiten, son reclamos contra sí mismo por lo que hacen. La violencia con la que se relacionan hacía sus compañeros y maestros, es parte de la misma novela de violencia: yo me quiero alejar-no me dejan salir-me dan regalos-prostitución-accidentes-violencia-monstruos-miedo. Ante eso, no se dejan ganar tan fácilmente, consecuentemente, su rebeldía, el carácter disruptivo de la adolescencia, edad donde la identificación con figuras de ciertos contextos transgresivos está a la orden del día. Son representantes y voceros de una generación que elabora un discurso de inconformidad ante el cual somos testigos, cuando lo escuchamos.

“No está el papá”, es un tema recurrente en las consultas con adolescentes. Un paciente que se enfrentaba constantemente por teléfono a un padre que vive lejos, por exigencia de la madre que ya no lo “soportaba”, nos relata que tiene un “padre ausente” que le grita palabras que lo van destrozando por dentro: “me duele lo que me dice mi papá...me pongo a chillar.” El padre no sólo insultaba, lo amenazaba: “cuando vaya, voy a matar a tu mamá y a toda su familia”. Llegó a decirle que ya no era más su hijo, que se largara. Lo desconocía como hijo y esto claramente lo perjudicaba en lo familiar y escolar, donde cada vez estaba peor. Aquí se trata del padre genitor, que se entremete en una imagen paterna anterior, con una fuerte dosis de violencia –experiencia de un padre violento, no amoroso-, colocando nuevamente al sujeto en la victimización. Este adolescente como muchos otros, culpabiliza a ese padre de lo que es y de lo que hace ahora. Si tomamos en cuenta que la adolescencia es un período de reavivamiento del Edipo, donde los sentimientos agresivo-amorosos tienen lugar predominantemente, es de considerar que si a la conflictiva edípica se le suma un entorno de violencia, de despojo, estamos ante una versión desfigurada del padre, que en otros términos llamaremos perversión. Rasgos que han de presentarse en el acto del adolescente, como una inflexión de su conflictiva interna hacía el exterior. Lo que este joven confesará sobre sus placeres privados con sus “hermanitas”, deja ver ese carácter perverso desde esta edad y con ello el derrumbamiento de la autoridad, de la ley.

Presenciamos otra vez, la posición de víctima que lleva a una confesión. En la confessio o declaratoria, el individuo que la realiza se reconoce como el autor de algo que cometió, aspecto que para el psicoanálisis no pasa desapercibido en tanto vía transferencia, el sujeto se re-conoce a sí mismo y tal hecho, manufactura el carácter de responsabilidad que es requerido para detener y re-direccionar a la pulsión gozante, que en caso contrario avanzaría a la destrucción.

En la siguiente secuencia de palabras en pleno uso de la asociación libre, un paciente adolescente como muchos otros, establece un circuito parecido al que nos sugiere Freud para el sadismo-masoquismo (Freud, 1915/2000): “Cuando me enojo, me pego en la pared, me lastimo yo mismo…mi primo me pegaba…tal vez yo mismo me cierro las puertas”. Pegar-ser pegado-pegar (se). El sujeto toma parte de lo que sucede, se compromete con su dolor, algo hace con éste, lo apalabra, lo enfrenta desde varias perspectivas; bordea su fantasma, elaborando un sentido de lo que aconteció, donde ya no es más una simple víctima, sino alguien que en aquel momento no podía entender, ni defenderse ante lo que pasaba. “Necesitaba sacar lo que traía…ya no me duele adentro”. Los sentimientos de venganza se elaboran en el proceso de análisis, transferencia mediante, otorgando un lugar distinto al sujeto.

“Yo sentía que no podía”, poco a poco da lugar a poder estudiar-poder trabajar-poder estar bien yo solo. Logran dejar su carga en el consultorio en alguna medida, se escuchan mucho más fluidos en su discurso después de cierto tiempo, alcanzando de manera más plena la herramienta de la asociación libre y mostrándose más abiertos a una palabra que se apropia de otros espectros de su existencia, dejando la posibilidad de recuperar su vida, después de sentirla que se había cimentado en un evento en otra época, sintiéndose el personaje que hace de víctima en la novela, lo cual se de-construye y re-construye en la medida que tienen acercamiento desde distintas configuraciones al evento que los catapultó al estrellato de la novela, que efectivamente es atractivo, pero que también es cierto, resulta insoportable.

Surge una palabra más libre, más plena, hasta cierto punto poética cuando el adolescente ha hecho suyo el espacio de análisis: “Mi corazón que está enfermo, es de alguien más, pero no quiero que sea…siento que todavía me falta algo, tengo un vacío y no sé cómo llenarlo…”. El dispositivo analítico ofrece la experiencia de la castración simbólica, lo cual tendrá efectos en el sujeto, como el de arribar a la condición de sujeto en falta, y ante eso, el reposicionamiento subjetivo y el surgimiento del deseo.

Lo que requiere el adolescente es un adulto que no abdique ante su tempestad, necesita del adulto que lo confronte y no que lo regañe o lo reprima. Aquí se emplea el vocablo confrontación de modo que signifique que una persona madura se yergue y exige el derecho de tener un punto de vista personal, que cuente con el respaldo de otras personas maduras (Winnicott, D., 1971/2008, p.190). A lo que no ha llegado el adolescente, de lo que adolece, es precisamente entre otras cosas, de la responsabilidad, pero ¡de eso se trata la adolescencia! Esa es la magia de tal edad, y es un momento tan fugaz que como invita el mismo Winnicott, no hay que forzar a que madure. En el análisis con adolescentes, se trata de acompañar y confrontar  en este proceso de maduración, el paso de la niñez a la adultez. En el dispositivo analítico el adolescente se confronta con el analista gracias a la transferencia, pero sobre todo se confronta a sí mismo con su verdad, con su falta y con su deseo. En el caso a caso somos testigos de un importante desarrollo de su lenguaje, del procesual entendimiento de sus decisiones y repeticiones. Por eso el análisis les va muy bien en un gran número de casos, atreveríamos a afirmar, pues en el complejo social que influye para el trato con ellos, se les juzga, crítica y reprime. Pareciera que se graba un estigma normalizante en ellos, al catalogarlos de rebeldes, de ninis, de x, de k´s.

A muchos jóvenes les sucede lo que al protagonista de Las Batallas en el Desierto, cuando los llevan con un especialista –maestro, psiquiatra, médico-: El psiquiatra me interrogó y apuntó cuanto le decía en unas hojas amarillas rayadas. No supe contestar. Yo ignoraba el vocabulario de su oficio y no hubo ninguna comunicación posible (Pacheco, p. 42). Cuando es tiempo de contestar –más que de hablar-, no saben qué quieren escuchar sus interlocutores, por eso el silencio, porque ya se sobreentiende un guión que el adolescente no se sabe, obviamente porque que no es el suyo. No se trata de combatir la crisis de la adolescencia, ni de curarla, ni de abreviarla, sino más bien se trata de acompañarla y, si supiéramos cómo, de explotarla para que el sujeto obtenga de ella el mejor partido posible (Mannoni, O., 1996, p. 20).

Si tomamos en cuenta las propias vicisitudes del mundo del adolescente –el duelo por la infancia, el reavivamiento del drama edípico, el dinamismo de los procesos identificatorios, las presiones externas e internas, etc.-, podremos entender lo importante que resulta para ellos, el que cuenten con un espacio para expresar e ir ampliando su lenguaje en la medida que se amplían sus horizontes. No necesariamente el psicoanálisis ofrece tal oportunidad. La misma escuela y su agente –el maestro-, debe procurar crear momentos para la expresión corporal y verbal, a través del arte y el deporte. Ya Freud en su texto de El Malestar en la Cultura, proponía el acercamiento al trabajo psíquico e intelectual como vía de sublimación para la pulsión (Freud, 1939/2000). Cosa que definitivamente se descuida en las escuelas. Pues lo que vemos casi siempre en el ámbito educativo, es una especie de obsesión por abarcar los contenidos académicos –las clases cerradas-, en detrimento de actividades recreativas o sociales que como hemos podido escuchar en los adolescentes, son las que con más gusto rememoran al finalizar sus estudios. Peter Sloterdijk plantea una crítica impactante sobre los alcances y pretensiones de la educación en el sentido de que ésta, ya está determinada y completamente alejada de los verdaderos intereses del estudiante. Afirma que es una forma de violencia ejercida silenciosamente, pero con efectos de gran duración; la nombra domesticación literaria (Sloterdijk, 2000).

Otras veces somos testigos de una actualidad violenta que no se compromete con las reales demandas de los adolescentes, donde en cambio, son perseguidos, expulsados, en esa visión posmodernista del vigilar y castigar, que denuncia Foucault (1975/2005). Es el caso de los jóvenes estudiantes, que se manifiestan en oposición a políticas injustas, como el reciente evento horrible en Ayotzinapa, Guerrero, que en un absurdo y dramático hecho, dejó muerte, dolor y coraje.

 

CONCLUSIONES

Dimos cuenta de las posibilidades de trabajo analítico con adolescentes, en el presupuesto que a veces se tiene al trabajar con ellos, de que no es posible, de que no se comprometen o que es una edad donde hasta resulta difícil que hablen por su inmadurez. Lo que aquí escuchamos es que no hay diferencia entre un adolescente y un adulto para ejercer el juego del significante. No se trata del sujeto adolescente, del sujeto adulto o niño, se trata del sujeto del lenguaje, y por tanto, del inconsciente. Los ejemplos son más que claros a este respecto, y en algunas ocasiones hasta reveladores, de cierta prontitud y despliegue de palabras, como a veces no escuchamos con pacientes adultos supuestamente maduros. La inmadurez es una parte preciosa de la escena adolescente. Contiene los rasgos más estimulantes del pensamiento creador, sentimientos nuevos y frescos, ideas para una nueva vida (Winnicott, 1971/2008, p. 189).

Escuchamos secuencias, de cómo se despliega el juego del significante en la palabra de los jóvenes, que con su inmadurez maravillan, en tanto una poética efusiva con efectos simbólicos, que admite al mismo tiempo para ellos, otras vivencias, otra especie de comprensión del mundo. “A veces no resisten mis compañeros, no sé aguantan…como la rama que no resis-tría..!.”. Lapsus que el adolescente escucha, se sorprende y establece inferencias que han de confrontarle y reconocerle con su realidad, sus síntomas y deseos. Pareciera que la lengua se le mueve a una velocidad que en cierto momento le es imposible de capturar, como sucede con las cosas cambiantes de su cuerpo. Ahí está la postura del analista, para detenerle en su palabra plena, el lapsus, la falla. Insistirle en que con eso, algo está diciendo, por más irreverente que le parezca. Porque a diferencia de lo que comúnmente se cree sobre que el adolescente no tiene límites o vergüenza, él se muestra hermético a muchos temas, da una impresión de pudor defensivo.

Percibimos que para los adolescentes de hoy, existen preocupaciones urgentes: miedos internos y externos que afrontan cuando se les brinda un espacio de expresión. Lamentablemente, algunos dejan el análisis sin llegar a afrontar su angustia que conforma su fantasma, pero es parte de lo que Mannoni explica al respecto del trabajo con adolescentes al referirse a que no poseemos ningún medio para intervenir en aspectos que pueden ser esenciales pero que deciden no abordar (Mannoni, 1996). Significa darles el tiempo y el espacio para que vayan madurando a su ritmo, para que cuando estén listos puedan confrontarse con su historia, y  puedan hacer su recorrido, su caminata, para llegar a convertirse en un ser revolucionario de la palabra, capital que hemos tenido la fortuna de atestiguar.

El análisis es viable con ellos -a veces hasta maravilla-, es posible que cambien su posición de víctima, que en un proceso de acompañamiento, de escucha, pero también de confrontación, funciona como espacio de transición del mundo del niño al mundo del adulto, cosa que al adolescente le viene como anillo al dedo, en tanto una edad donde se pretende que se haga adulto y responsable lo más rápido posible de acuerdo a las exigencias del mundo actual.

Por último, diremos que encontramos pocas diferencias en el trabajo psicoanalítico de adolescentes y el de adultos, que en nuestra experiencia incluyen acaso el poco léxico, lo cual obliga en algunas ocasiones a facilitarles –no hablar por ellos-, ciertas palabras que representen lo que en su lenguaje de acción se dramatiza, por medio de preguntas o instándoles a recordar lo ya dicho en otras ocasiones. La puesta del encuadre que en ellos se focaliza muy especialmente en la cuestión de las reglas en el consultorio –horarios, costos, confidencialidad-, como una manera de darles un lugar, que a pesar de ofrecer libertad también brinda seguridad. Otro aspecto por demás importante, es la posibilidad de que se sientan contenidos al ingresar a un trabajo de este tipo, pues las angustias que en la adolescencia se experimentan muchas veces resultan difíciles de abordar, lo que implica darles muestra de nuestra confidencialidad cuando se hace necesario. Así mismo, será esencial en tanto el trabajo analítico, la forma como se despierte el interés por los materiales inconscientes que al final de cuentas en el vínculo transferencial que se creará con el analista, será de donde se pueda incidir en las problemáticas inconscientes con las que llega a la consulta.

La vida es de encuentros dice Saramago en El Evangelio según Jesucristo (1991/2012), el adolescente de hoy espera que se le ofrezca tal posibilidad: encontrarse con un adulto que le escuche, le acompañe y le confronte. De nada le sirven los regaños si ni él mismo sabe el por qué de sus fallos. Para que tantas horas invertidas en clases aburridas, cuando a él, a ella, lo que le preocupa y le interesa es hablar de su sexualidad, y enfrente tiene un adulto que de eso ni pensarlo, -“cuando estoy en el salón y la maestra está explicando, no puedo ponerle atención…como que estoy en otro lado…un niño me tocó; en eso estoy pensando”. En la obra de James Joyce, Retrato del Artista Adolescente, versa al respecto de lo que sucede en el pensamiento del adolescente: El resplandor del fuego subía y bajaba por la pared. Hacía como las olas. Alguien había echado carbón y él había sentido que hablaban. Estaban hablando. Era el ruido de las olas. O quizás las olas estaban hablando entre sí, al subir y al bajar (Joyce, 1916 /2004 p. 13)

El adolescente siente que hablan desde el exterior, que algo sucede a su alrededor, como plasma Joyce en su personaje autobiográfico Dedalus, pero el adolescente en lo que está “metido” es en intentar volver la hoja –de ahí la repetición del acto, del síntoma-, de un texto violento que le dice que se confiese, pero que también le ordena que se mantenga con la vestidura de víctima. Texto ante el cual se rebelará con su fuego y su inmadurez creativa, texto que también espera la atención, la lectura y desciframiento, acompañándose de alguien más.

 

REFERENCIAS

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  10. Gerber, Daniel (1997) Ficciones de verdad. En El laberinto de las estructuras. Madrid: Siglo XXI.
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[1] Maestro en Psicología Educativa con Perspectiva Psicoanalítica. Contacto: amstoa78 [at] yahoo.com.mx

  Psicoanalista de adolescentes y adultos. Michoacán, México.

 

 

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Articulo publicado en
Noviembre / 2015

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