La luz irrumpe donde ningún sol brilla.
Dylan Thomas
Eso que la primavera pone a brotar en los intersticios del desasosiego, eso que se inclina y renuncia a la banalidad de toda rectitud, que cede al vaivén de lo vivo, a su impureza, eso proclive al desvío, a la diseminación frondosa de la cercanía.
Eso que se desprende del salario para apostar al número quimérico del imprevisto.
Eso que se insinúa en el dolor y sabe a fuego y agua, a serenidad en el sueño.
Las lenguas del mundo se inclinan húmedas, reverentes, ante la inmensidad de la palabra que acaricia el misterio: amor.
Desvarío de la lengua esa palabra bañada en el flujo de los cuerpos.
Palabra jugosa dando de beber la milenaria sed.
Porque de los cuerpos la ansiedad que pone en fricción la piel del mundo, que da de nacerlo en la incertidumbre.
Misterioso brota el amor. Rara avis en cielos plásticos, presentimiento de vuelo en la tierra arrasada del consenso.
Erguido orgulloso factum que se desprende de las manos ingeniosas de las generaciones, eso que damos en garantía cuando no tenemos nada, eso, nuestro mundo, alucinada morada en la desnuda existencia.
Misterioso brota el amor entre las piedras de la civilización.
Clorofílico corazón en los cuerpos cansados, magullados en la fragua civilizatoria. Verde hendidura en lo inerte del automatismo, tibia inconsistencia de lo efímero que aletea en la postración del logo.
Pasan los hombres y las mujeres por el camino de los días con la palma de la mano hacia arriba, como si el amor fuera lluvia mansa o vendaval a punto de brotar.
Amores germinan en la carnadura del instante y brillan las circunstancias.
Salta de las pulidas lápidas y sabe andar por fuera de la métrica del sentido, de su lógica de prudencial distancia, de su moderación de usurero en el dar y el recibir, de su mojigata timidez siempre a punto de escándalo en los derrames de esta pulsación de infinito.
Porque el sentido común aspira a sobrevivir, del amor la vida.
Traigan la furia de los humillados y su puño en alto, hagamos el amor.
Traigan la dulzura del jardinero que silencioso acaricia las flores, hagamos el amor.
Traigan un cuerpo y otro cuerpo y otro, todos en celo, hagamos el amor.
Ese que camina entre los trastos del mundo, enredado en desdichas y desencuentros, vestido en la fastuosidad del odio. Pasa por los cuerpos y hace luz donde el destino quiere devorarlos. Y es gesto de invención en la vida, gesta de la vitalidad en las ríspidas uñas del espíritu de posesión, en las cloacas de lo canallesco donde bebemos diariamente.
La gota de horror nuestra de cada día titila en su boca con sigilo de diamante.
El amor no teme la mezcla, se deja mestizar en el polen andariego del deseo.
Fuerza trashumante pone a arder las fronteras de la ajenidad, otro ese no yo, y desteje las lógicas patrimoniales de cualquier identidad.
Crianza los cuerpos en la fragua del amor, anidan pensamientos, sueños, que contagian y transmigran como pájaros o presentimientos en el vasto cielo de la existencia.
¿Y dónde esta lucidez a deshoras? Del amor saber eso que aún no sabemos, la ciencia de soñar embrionarios mundos en los pliegues de lo perdido.
No una ciencia del sentimentalismo, sino la fuerza de buscar, ardua, inexorablemente, a través de lo inimaginable.
Impúdica inquieta poderosa fe que se agita en los cuerpos, caldo eléctrico que se viste de proliferación.
Mutantes esos cuerpos que toca el amor para que todo camino sea fundación.
Traigan el hambre de saber, hagamos el amor.
Traigan las estrellas brotando en la noche más negra, hagamos el amor.
En el silencio, la danza invisible de las sensibilidades. Silencio en la circunvalación de cada palabra, silencio como perlas del oscuro océano en que se engarzan todos los seres.
El amor es una vaca que nos mira desde siempre revolver la olla de los días, raspar la necesidad, mientras el fuego pone a arder las horas. Los pechos donde brota la leche antigua, esa que germina en el fondo del corazón y erecta muge.
Traigan la tierra parturienta y sus dolores, hagamos el amor.
Traigan el fuego que deshace el hambre, que pone en cocción las nutrientes, hagamos el amor.
Darse a la espera de lo que se presiente en la yema de los dedos.
Índice, el extremo del cuerpo que señala el horizonte y abre la ventana. Talón que lame el surco en la marcha, voraz la lengua que, analfabeta, balbucea fonemas.
Traigan las semillas de la intuición, hagamos el amor.
Largo mugido de la vaca milenaria en el umbral del mundo.
Aquí y allá todo a punto de precipitarse en su seno, hervor molecular naciéndose naciéndonos, y el rictus amargo de la soledad que se desliza suave en su beso inefable.
Caldo de cultivo lo llamado a nacer, no porque de fusiones se trate, no en el rejunte de unidad ninguna.
Traigan los muertos que caminan junto a nosotros, hagamos el amor
Traigan todo el dolor del mundo, los cuerpos sufrientes, hagamos el amor.
Insurrecto incorrecto errático amor que no acierta, encuentra.
Pulsación en el cautiverio civilizatorio de los cuerpos, desata los cordones de las zapatillas con los que se ahorca, órbitas haciendo centro en el vacío germinativo, los inciertos sexos, nexos ya no géneros, se deslizan de la certeza de la máquina antropomórfica.
Nadie sabe del amor ni su nombre ni su paradero.
Del miedo los restos del banquete, migajas de la bacanal para las bestias.
Del amor la primavera infinita.
Pasos incapturables con los que sabe andar entre las nominaciones de una época, las que nos adoctrinan sobre lo que debe ser y no, lo que puede ser y no, pasos de danza que iluminan el borde del gesto civilizatorio donde la vida como fósil se hace de a poco pieza de museo, pasos que devuelven el cuerpo al cuerpo.
¿Y en qué niebla entonces la palpitación sin nombre, la desnudez de lo presentido en la exaltación de los sentidos y del corazón?
¿Renegaremos del misterio que nos une a la vida?
El flujo amoroso derrama la potencia de crear y seguir creando lo dado, siempre abierto el mundo que contempla.
Puente sobre la inexistencia de lo que no puede imaginarse, camina sobre lo abismal y pone a vivir mundos girando en el desconcierto.
Lo inacabado del cuerpo nace una y otra vez del amor que irradia, como savia de alguna arteria fugada de la mano del anatomista en la mesa de disección. Ni exterior ni interior ni de alguien ni de nadie, los flujos del amor van por los cuerpos como si nacieran para marcharse una y otra vez, lumínico andar, hacia todos los puntos del universo. Tibio régimen de luz esa conectividad que nos hace hijos de lo vivo.
Tintineante algarabía pasa muda entre las recitaciones de la contemporaneidad, en sus gestos-y sus gestas- enunciativas, afanosas de conquista. Soy tuyo dice el amante y espera el eco de lo poseído. Las fabulosas posesiones se nos escapan como agua entre las manos, la cosa mía, hijos, amantes, patria, juventud, belleza, prestigio, saberes, la cosa conquistada en los nichos identitarios simula eternidad, y enseguida algo del destello de la vida, desdice la promesa para dejarnos solos.
Como si el ejercicio de enunciación imprescindible a la tarea humana de vivir se fundiera, confundiera, con el de poseer irremediablemente lo que se nombra, y esa garra que se cierne sobre la vida criara desiertos en torno nuestro. Porque lo que puede poseerse no es más que sombra de lo que estuvo vivo alguna vez. Extravío de la antigua humedad, ponemos los fósiles, la cosa seca en que nos hemos transformado, en vitrinas brillantes, y como si de un museo se tratara, exhibimos los abalorios, la colección de objetos que nos da existencia.
Identidad solemos llamar al ejercicio consagratorio.
Mundo estéril el que puede reducirse a lo poseído por los poseedores.
Crece un desierto de soledad entre nosotros a fuerza de ambición, la ambición de ser alguien.
Como si vivir no nos alcanzara y la fragilidad de los cuerpos reclamara las prótesis de lo poseído.
¿Cómo fue que aprendimos a desconfiar en la incompletud del cuerpo, en sus huecos germinativos de encuentros?
¿Cuándo fue que perdimos la fuerza de esa fragilidad?
Acaso regresar dados al arrojo de lo incompleto, de lo impuro, de lo imperfecto, dados al arrojo del vacío que nos desposee de la certeza de ser quienes somos, que nos pone a caminar lo ambiguo, lo contradictorio.
Desmentida de la vitalidad esa generosidad de andar en el no saber, no poder, no tener.
Porque los cuerpos aman fugarse en lo informe y desdicen los catecismos, amor esa deslengua, la humedad que pone a rodar lo que dábamos por muerto, visiones de lo otro, trashumancia del amor en el claustro del narcisismo. De los cuerpos la tibia belleza de lo frágil.
¿Qué de nosotros, de nuestra ancestral hambre de amor, sin ausencia?
Dados al naufragio de lo que jamás será saciado acaso podamos encontrar huellas del perfume inefable del amor en nuestra ropa, en nuestros sueños.
Despertar con el presentimiento de ser amados y arrojarnos al abrazo de lo que nos rodea como quien acepta el convite de la vida.
Alegría que supo predicar aquel judío pulidor de lentes.
Del amor el coraje de aventurarnos en lo efímero, en lo que vive pasando y jamás será de nadie.
Mestizaje que pone a andar el arte compositivo de los cuerpos.
Fricción deseante de los sexos que abre la irrupción del cuerpo en los pliegues del cuerpo otro.
Danza líquida, cercanía hormonal, térmica, kinésica, ósea, muscular donde se despliega patria, la intensidad de existir.
De los cuerpos el abrazo que invoca lo llamado a nacer. Brote del amor esos cuerpos que surgen como agua nueva, como amanecer de una perpetua nocturnidad.
Deseados y no, los cuerpos brincan en la multiplicación sexual como fuerza amorosa que desamarrada de persona alguna, trashuma en proliferación incontenible.
Del amor la polinización de los días a deshora del cálculo de tanta abstracta ambición.
Fuerza generativa en la diferencia, en la pulsación de lo vivo. Los cuerpos se manifiestan como torrente abierto a la transformación, intensidades de un diálogo vital que no cesa.
Arrebato del tiempo como si lo amoroso se esmerara en enseñarnos, de cuerpo presente, que la vida arraiga en el aire, en lo provisorio de las formas.
Porque del amor lo informe, el vértigo caleidoscópico que se niega a postrarse en las iconografías de una época.
De nadie, la travesía de los cuerpos, el amor que pasa inaudito.
De todos, el amor entre los cuerpos que opaca las gesticulaciones del yo.
Y abriga soledades y sueños, y despierta la chispa de la comprensión en la repugnancia infinita del otro.
Del amor lo ajeno hecho cuerpos que resisten las taxonomías de los rituales institucionales.
Anormales deformes, cuerpos locos, esos, que giran la rueda de la vida.
Nadie sabe de donde viene el amor, si brota del corazón humano, de algún sol perfecto y lejano, o simplemente, como algunas frutas, aparece grandilocuente en primavera enamorando los cuerpos con su belleza esquiva, dando de comer misterio al espesor de los días.
Exaltación que inunda los sentidos, que los atiborra de olores y melodías inefables, que se derrama en el deleite de los sabores del mundo.
Exuberancia la del amor tocando las infinitas pieles, su temblor húmedo, su quietud, como quien pulsa la cuerda exquisita de un antiquísimo instrumento.
Cada tanto los cuerpos trastabillan y caen posesos de raras enfermedades, cuerpos rotos que el amor no abandona, contrapunto inexplicable la fuerza de esa alegría que sabe perseverar en lo hondo de la herida, que espera en la tormenta en que los cuerpos se derrumban.
Suave desliz en el amasijo de los órganos que deletrean las letanías del dolor, vociferación en que se enturbia la chispa prístina.
El amor sigue allí, en la carne doliente, soplando un aliento suave.
Cuando todo se ha extenuado, lenta o vertical, la muerte llega por lo suyo.
Irán muriendo los cuerpos en esa intensidad en que han vivido. Y cuando solo queden cadáveres en el jardín, el amor que vive en ellos, aún hará brotar margaritas o viento para que, polvo ya, canten en la lengua de la mañana.