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El Psicoanálisis de una vez por semana

 

Desde hace un tiempo que los psicoanalistas trabajamos con pacientes una frecuencia de una vez por semana. Esta práctica se tornó habitual, pero no es mucho lo que se profundiza en las particularidades de este trabajo.
Para desarrollar esta temática invitamos a psicoanalistas para que respondan este cuestionario para poder iluminar este dispositivo.

1- ¿Qué indicaciones y contraindicaciones encuentra para el psicoanálisis de una vez por semana? ¿Qué límites y posibilidades encuentra en esta clase de trabajo?
2- ¿Cómo utiliza las otras variables del dispositivo analítico como el diván o el tiempo de la sesión? ¿Incluye otros recursos técnicos para este trabajo?
3- ¿Encuentra alguna particularidad la asociación libre, las intervenciones del analista, el manejo de la transferencia y el trabajo con los sueños en esta frecuencia?

Mariana Wikinsky
1- La indicación es siempre el resultado de un proceso de entrevistas que evalúa no sólo las cuestiones diagnósticas, sino también el modo en el que el paciente que consulta “imagina” su tratamiento, qué lugar ocuparía en su vida, cómo ha llegado a la decisión de consultar, qué impacto produce en él haber tomado esa decisión, cuánto tiempo le llevó tomarla, con qué expectativas me eligió a mí para desarrollar esas entrevistas, si resulta natural a su historia cultural y biográfica hacer una consulta psicoanalítica. Todas estas cuestiones inciden mucho en la indicación de la frecuencia semanal que formulo al finalizar las entrevistas. Del mismo modo, del trabajo que se empieza a desplegar una vez iniciado el análisis, van surgiendo también decisiones -siempre compartidas con el paciente- acerca de la frecuencia semanal con la que seguiremos desarrollando nuestro trabajo. Con esto quiero decir que la indicación de la frecuencia no es para mí un recurso técnico que se aplica como un reglamento de trabajo, sino que es siempre el resultado del conocimiento de cada paciente singular.
Si entendemos por indicación aquella frecuencia que el terapeuta marca como conveniente para el inicio de un tratamiento, son pocas las ocasiones en las que indico análisis de una vez por semana. Lo que ocurre más bien es que no me opongo a trabajar con esa frecuencia, y realmente encuentro la puesta en marcha de procesos productivísimos con ese ritmo de trabajo. Pero la indicación la hago sólo cuando creo que no cuento con el paciente para trabajar con más frecuencia, o la insistencia en el trabajo con mayor frecuencia podría generar sentimientos de rechazo al tratamiento en su conjunto, con la consiguiente amenaza de interrumpirlo, o cuando me doy cuenta de que el paciente considera absolutamente natural esa indicación, y absolutamente antinatural cualquier otra. Son muy pocas las ocasiones en las que comienzo por oponer mi criterio al del paciente en cuanto a la validez de atenderse más veces por semana, y lo hago sólo cuando la situación clínica lo justifica. Incluso he indicado en algunas oportunidades la disminución de dos veces a una vez por semana en el caso de adolescentes que plantean venir con cierto desgano. Aún convencida de que la frecuencia ideal en algún caso particular sea dos veces por semana, opto por preservar un buen vínculo terapéutico, y renuncio a presionar en un sentido “técnicamente correcto”.
Me encuentro muchas veces con la situación de que los pacientes en sus primeras entrevistas dan por sentado que vendrán una vez por semana, en muchos casos por motivos económicos, en otros casos sencillamente porque de este modo han pensado en todo momento el curso de su terapia. Se sorprenderían si les planteara la necesidad de venir más veces. En estos casos, salvo contraindicación como lo especifico más abajo, decido comenzar a trabajar con esa frecuencia. Más de una vez ha ocurrido que naturalmente se aumenta el número de sesiones semanales, y cuando no ha sido así, lo fue porque con una vez por semana el trabajo ha encontrado productividad.
La contraindicación de la frecuencia de una vez por semana, para el tipo de pacientes que habitualmente atiendo (es decir, adultos neuróticos y adolescentes en general) se sostiene básicamente en dos motivos: a) tendencia a la actuación, b) altos niveles de sufrimiento o angustia.
En estas situaciones puedo llegar incluso a oponerme a comenzar un tratamiento si no se cumple la indicación de dos o más veces por semana, ya que no puedo considerar de ningún modo que en estos casos se pueda poner en marcha un proceso terapéutico cuando no hay espacio ni tiempo disponible para abrir procesos de simbolización.
Encuentro absolutamente natural en mí desde el punto de vista técnico la propuesta de trabajar una vez por semana. Realmente me ocurre a veces que si no existen motivos clínicos como los que especifico más arriba, y no existen motivos de tipo profesional (en el caso de algunos analistas que podrían preferir analizarse con mayor frecuencia) que justifiquen el requisito o la necesidad de trabajar dos o más veces por semana, no surge en mí ningún conflicto respecto de la frecuencia, ni siento que esté traicionando al método psicoanalítico. No tengo compromisos institucionales que condicionen ese pensamiento en mí, ni que me obliguen a dar explicaciones acerca de por qué en muchos casos trabajo una vez por semana. Tampoco aceptaría una discusión en esos términos, si sólo remite a justificar por qué no elijo un tipo de práctica profesional más cercana a la planteada desde las instituciones “oficiales”. Sólo me parece válida la discusión si se plantea en términos de requerimientos de la clínica. Pertenezco a una generación de analistas para quienes -en muchos casos- el análisis tiene el sentido de aliviar el sufrimiento de las personas. O al menos ese es el sentido que el psicoanálisis tiene para mí. Y si ese objetivo se logra sin cumplir con los “cánones oficiales” que cierto terrorismo intelectual propuso (o más bien impuso) como los únicos posibles, entonces sencillamente no me siento obligada a cumplir con esos cánones. Prefiero mantener una discusión en términos francos, una discusión en la que todos contemos lo que efectivamente hacemos puertas adentro del consultorio. No creo que practiquemos el “vil cobre”, ni creo que debamos pensar resignadamente nuestra práctica como si hubiésemos estado obligados a renunciar por circunstancias sociales, económicas, culturales o del sistema de salud, al único modo válido en el que debe ejercerse nuestra tarea. Si fuera así no deberíamos de ningún modo aceptar esos condicionamientos, en ningún caso. Con franqueza, no creo que haya muchos analistas que decidan radicalmente sólo tomar tratamientos si son de dos o más veces por semana, y esto significa que encuentran validez en el trabajo que se despliega con una frecuencia menor. Lamentablemente la discusión acerca de la frecuencia semanal y otros recursos técnicos, ha degenerado en una discusión más de índole institucional que clínica.
Por todo lo antedicho, encuentro muchas posibilidades de trabajo psicoanalítico con esa frecuencia, y los límites me los planteo cuando son límites clínicos, y no un pre-requisito de la técnica. Como lo plantean Ana Berezin y Eduardo Müller en su trabajo “Cuando la técnica es una resistencia al método”, lo que debemos garantizar es la construcción de las condiciones en las que el método psicoanalítico pueda desarrollarse. Y estas condiciones no necesariamente están asociadas a la frecuencia semanal.

 

2- Nuevamente, no utilizo el diván a reglamento, sino cuando resulta adecuado para el paciente, y esto es no sólo qué situación clínica presenta, sino si desea trabajar de esa manera. Respeto las contraindicaciones para el uso del diván que todos conocemos. Lo propongo para tratamientos de una vez por semana o más, cuando existe capacidad asociativa, cuando el diván no se transforma en sí mismo en una fuente de angustia, cuando el paciente no lo vive como un rito extraño a su cultura. Difícilmente imponga el uso de diván, y la frecuencia no es determinante en esa decisión, sino que lo son los motivos clínicos, de diagnóstico, y -como lo decía más arriba- la puesta en marcha del método. No en todas las ocasiones lo propongo, y no insisto cuando el paciente ofrece resistencias que me parecen atendibles. Durante mi etapa de formación, mucho antes de que me tocara dirimir en mi propia clínica este tipo de cuestiones, leí un texto en el que el autor (psicoanalista) planteaba que a veces los analistas, entre la técnica y los pacientes, eligen la técnica. Si pensamos que difícilmente una persona consultaría si no sintiera un alto monto de sufrimiento, si pensamos que el comenzar a analizarse implica siempre -desde la primera entrevista- un impacto subjetivo y emocional importante, si pensamos que quien consulta debe aceptar la idea de hablarle a una persona que acaba de conocer, de lo que quizás represente sus secretos más íntimos, o lo que más pudor le produce, entonces se vuelve indispensable que “hospedemos” a nuestro paciente en un ámbito cómodo y confiable, en el inicio de un proceso en el que la técnica no se vuelva un obstáculo.
En relación al tiempo, las sesiones duran habitualmente 50 minutos. Sobre todo en pacientes adolescentes, extiendo (si puedo) o reduzco el tiempo en alguna sesión específica si considero que el cierre unos minutos antes o después puede favorecer el trabajo.
Estoy disponible para hablar por teléfono si un paciente lo necesita, y también utilizo el e-mail en algunos casos. Lo ofrezco cuando hay distancias geográficas importantes (por vacaciones o por viaje), y también he recibido y contestado -es cierto que en poquísimas oportunidades- mails de pacientes que aún estando en la misma ciudad que yo, han preferido entre una sesión y otra comunicarse conmigo de ese modo. Accedo primero a esa forma de contacto, y luego eventualmente retomo personalmente en sesión la pregunta acerca del por qué han elegido esa forma de comunicarse conmigo.

3- Francamente, no. Ni las asociaciones, ni el relato y análisis de los sueños, ni la interpretación de la transferencia, ni mis modos de intervención han sido distintos en los análisis de una vez por semana, que en los que trabajé dos veces por semana, o en los pocos en los que trabajé tres veces por semana. Insisto en la validez de ocuparnos de la puesta en marcha del método psicoanalítico, y estoy convencida de que se logra también con una frecuencia de una vez por semana. Estaría dispuesta a pensar en las diferencias que una y otra frecuencia podría generar en el despliegue de estas producciones (sueño, asociación libre, transferencia, intervenciones e interpretaciones del analista), y seguramente las habrá. Pero no estaría dispuesta a discutirlas, por ejemplo, en términos de psicoanálisis vs. psicoterapia, ni en términos de la invalidación del trabajo de una vez por semana, porque con absoluta franqueza, cuestionarlo no se desprende de mi experiencia ni como analista ni como paciente.

 

Mariana Wikinsky
Psicoanalista
mwikinsky [at] fibertel.com.ar

 

Cecilia Sinay Millonschik
Se me pregunta acerca de este asunto de tratar a la gente una vez por semana; indicaciones, contraindicaciones, otras variables del dispositivo psicoanalítitco, etc.
Debo comenzar diciendo que nunca me ha sido fácil responder preguntas y menos en forma ordenada. Por suerte mis tiempos son de antes del multiple choice, sino no sé cómo habría hecho para aprobar un solo examen. Aunque supongo, también, que si mis tiempos hubieran sido los del multiple choice, quizás habría aprendido a hacerlos. Volviendo a este asunto de las preguntas, soy medio caprichosa: si me preguntan, me dan ganas de dar pararespuestas (porque me siento encorsetada) y, si no me preguntan, digo que para qué voy a contestar si nadie me preguntó nada. Suelo decir, también, que respuesta tiene la misma etimología que responso, que es la oración que se reza por los muertos, o sea. De modo que, mejor que responderlas, voy a preguntarlas, voy a preguntarle a las preguntas mis propias preguntas. Me gustan bastante más las preguntas que las respuestas. Lo grande de las preguntas es que, si en vez de responderlas, uno las pregunta, crecen preguntas más y más sorprendentes, más y más interesantes. Para mí, claro.
Quiero aclarar, también, que nada de lo que voy a decir tiene que ver con el dispositivo psicoanalítico. No porque tenga nada en contra de él, sino porque me parece como decir supositorio filosófico. Y en seguida se me vienen Borges o Cortázar muertos de risa con el oxymoron.
Bueno, a ver si la emprendemos con el meollo de la cuestión.
Para mí el Psicoanálisis no pasa por ninguna cosa concreta. Ni el diván, ni la frecuencia, ni el tiempo, ni los honorarios hacen que lo que hacemos mi paciente y yo sea Psicoanálisis. El Psicoanálisis es una cosa demasiado compleja como para definirla en dos palabras. Pero como acá -por suerte- nadie me pide que lo defina, me limitaré a decir que -para mí- el Psicoanálisis es una manera de pensar lo humano. Ahora, si bien yo puedo pensar lo humano en cualquier momento y en cualquier posición, o no; en el consultorio psicoanalítico establezco (porque los necesito) ciertos parámetros que me ayudan. A mí me ayuda todo lo que me permita moverme con libertad y todo lo que deje en claro que el diálogo entre un paciente y un analista es tan distinto de un diálogo habitual entre dos personas que no vale la pena hacer nada para disimularlo.
Para que yo pueda pensar en Psicoanálisis con mi paciente tengo que poder trabajar cómoda y para que eso suceda necesito sentir que, entre nosotros, eso está vivo, que está pasando algo. Necesito pensar, asociar, escuchar, imaginar, hablar, vibrar, hamacarme, flotar, hundirme, volar, dejarme llevar, volver, que acuda a mí lo que fuere, usarlo o no..., que mi paciente y yo hagamos eco uno en el otro y que, en algún momento, con lo que aportó cada uno, se junten las dos partes (como en esas medallas mágicas de los cuentos) y ¡ffsssttt! salgan luces.
Si me dan a elegir: diván y dos veces por semana. Ya lo he dicho: sólo porque así me siento más cómoda. Naturalmente, no siempre me dan a elegir. En ese caso, yo explico qué prefiero, pero suelo aceptar las condiciones que prefiere el paciente.
Como podrán imaginar, yo no pienso que todos los “una vez por semana” sean iguales. No todos los pacientes son iguales ni yo soy siempre igual, a pesar de ser la misma.
Hay situaciones en las cuales “una vez por semana” me suena bien y lo propongo yo misma. Y hay veces en las que me suena mal, ya de entrada. Pero, naturalmente, no es la única situación que hace que, de entrada, yo sienta que el asunto va a ser más o menos difícil, con más o menos encuentros o desencuentros.
A veces, “una vez por semana” puede querer decir: es lo que hay. A veces “una vez por semana” puede tener la connotación de una ganga o de una pichincha. A veces “una vez por semana” puede querer decir: es el tiempo y el espacio que yo puedo, en este momento, otorgarles a lo sagrado. A veces “una vez por semana” puede querer decir: vivo a 500 kilómetros de acá. Hay tantas cosas... Es ridículo hacerlas girar alrededor de un elemento cuantitativo: veces por semana. Sólo cuando la cantidad se hace calidad. Allí, por lo menos, hay que patalear.
Lo que sí sucede es que, como los analistas hemos hecho tanto barullo con las veces por semana, los pacientes creen que es algo importante y, en ocasiones, están dando su opinión sobre nosotros, están hablando de sus esperanzas en relación con el asunto, están evaluando cuánto apuestan a la relación..., a través de la frecuencia que eligen. Lo más importante, entonces, no es esa frecuencia sino lo que la elección conlleva.
A propósito de la frecuencia, pero dejando en claro que no es más que el eje acerca del cuál se me invita a hablar aquí -porque hay otros muchos lugares en los que se pone en evidencia- yo creo que otro elemento importante en una relación psicoanalítica (como en otras) tiene que ver con las cosmovisiones que se tienen del mundo y de la vida. Es un desencuentro en la cosmovisión lo que, a veces, pone en riesgo la relación.
Cuando hablo de cosmovisión quiero decir más o menos lo siguiente: hay dos modos extremos de ver la vida: como la ven los libros de autoayuda (que parecen creer que la vida tiene solución) o como parecía verla Discépolo, como una herida absurda, trágica. En el medio, toda la gama. Y a los costados, me imagino, también. Y dosis de cada una. Del encuentro o desencuentro entre todas estas variables depende que la cosa entre paciente y analista resulte o no.
Yo creo que muchas veces se establece entre dos personas un diálogo de sordos porque no está claro este asunto de las diferentes miradas sobre la vida. A veces esto cristaliza también en una discusión sobre la frecuencia de las sesiones si se homologa “una vez por semana” con un tratamiento más corto o más largo, en el que se van a ver antes o después “los resultados”; o si se piensa que “veces por semana” abre juicio acerca de “la gravedad del cuadro clínico”; o si se considera que el interés (económico o de cualquier otro tipo) rige las sugerencias del analista o del paciente, etc. Todas estas cosas tienen que ver, a mi juicio, con la filosofía que uno tiene acerca de la vida y, por ende, del análisis. Porque nada que se haga en un análisis es ajeno a la forma en que uno se compromete con cualquier otra faceta de la vida (se trate del paciente o del analista).
Todo esto tiene que ver, también, con la concepción que se tiene de la luz y de la sombra o del sonido y del silencio. Personalmente, doy mucha importancia a la sombra y al silencio. Quiero decir con esto que hago mío el proverbio que señala que “El lugar más oscuro está siempre bajo la lámpara”. Hay personas, en cambio, que se manejan mejor de otros modos. Y esto no es bueno ni malo. Pero creo que es necesario saberlo porque sino puede ocurrirles a cualesquiera dos que se pongan de acuerdo para buscar algo lo que a los dos payasos del chiste. Tal vez lo conozcan, pero se los cuento: un payaso está en escena buscando afanosamente algo; llega otro y se propone ayudarlo. “¿Qué buscás?”, le pregunta. “Un anillo que perdí”, la respuesta. Buscan y rebuscan sin éxito hasta que el segundo le pregunta al primero: “¿Estás seguro de que lo perdiste aquí?”. La respuesta: “No, lo perdí allí, pero lo busco acá porque acá hay luz”.
Cualquier aspecto del análisis y, por ende, también el contrato; implica estas visiones del mundo. Entonces “una vez por semana” puede querer decir, por ejemplo: “Vamos a excluir la sombra y buscar exhaustivamente para aprovechar el tiempo”. Cuando pienso que quiere decir eso lo aclaro y aclaro, también, que -a mi juicio- en el análisis se trata más de encontrar que de buscar y que los empeños voluntarios y conscientes que se hagan no suelen dar mucho fruto. Que las cosas, mucho o poco, tienen tiempos imprevisibles y que, a veces, es como le atribuyen a Napoleón: “Vísteme despacio que estoy de prisa”. En cualquier caso, el tiempo de la comprensión no se puede imponer; si esto está claro, no creo que haya frecuencia que lo altere.
Aunque probablemente resulte obvio, quiero traer a cuento algo que aprendí cuando supervisaba el trabajo de algunos colegas que se desempeñaban en una institución en la que se llevaban a cabo “Terapias de tiempo limitado”. Allí aprendí que en un tiempo dado sólo se puede hacer lo que se puede hacer en un tiempo dado (manteniendo fijas las otras variables: personas involucradas, tarea que se propone, etc.).
Por supuesto, pienso que es un arte personal el modo en que cada uno de nosotros dispone del tiempo que le ha sido dado (el de la vida quizás sea el más importante).
Creo que queda claro que si “una vez por semana” quiere decir sólo eso, sin valores agregados, para mí no hay problema.
Por qué, entonces, prefiero dos. Porque para mis ritmos y mis características, dos veces por semana favorecen mi manera particular de buscar o de encontrar. El diván también. Las perentoriedades de cualquier orden (o lo que yo sienta así): miradas de exigencia o de búsqueda de opinión, forzamiento de tiempos, pedidos de rendiciones de cuentas, relatos informativos de lo sucedido “en estos días”, “puestas al día” de las novedades, etc., me coartan en mi libertad para trabajar. Por distintas razones, en mi experiencia, yo logro un mejor clima de trabajo en esas condiciones.
Me parece importante volver acá a lo que mencionaba hoy acerca de las preguntas multiple choice. Tienen para mí el carácter que tienen las adivinanzas o los enigmas: admiten una sola respuesta. Y una sola respuesta no es sinónimo de haber entendido. Varias respuestas, tampoco, naturalmente. Ni sinónimo de saber. Pero a mí me parece que si uno da una sola respuesta parece que supiera. Y me parece que si uno da varias respuestas, o abre nuevas preguntas, no transmite una imagen tan acabada de saber, sino de estar tratando de saber. En gerundio, no en pretérito perfecto (así se llamaban en mis tiempos).
Para eso de los enigmas y las adivinanzas quiero traer a cuento a Edipo y al Mula Nasrudin.
Edipo adivina el enigma de la esfinge: contesta “El hombre” a la pregunta acerca de cuál es el animal que anda a la mañana en cuatro patas, al mediodía en dos y por la tarde en tres. Es decir, Edipo conoce el misterio del ciclo vital. Pero, como buen héroe trágico, no sabe ni conoce nada y, por lo tanto, desconoce eso mismo que conoce y transgrede, fatalmente, el ciclo vital. Así lo dicen, incontrovertiblemente, Les Luthiers: “Esto (el incesto) trae larga secuela; de sus propios hijos Yocasta es abuela.”
En cuanto al Mula Nasrudin, especie de tonto del pueblo, hace una adivinanza a sus amigos. Les pregunta qué animal es un animal verde que está arriba de un árbol y habla. Sus amigos le dicen que es un loro. Él dice que no, que es un pescado. Los amigos hacen las protestas y aclaraciones del caso: que cómo un pescado arriba de un árbol, etc. Él dice que sí, que él lo pescó, lo pinto de verde y lo colgó del árbol. Ya desesperados, sus amigos le reprochan: “Dijiste que hablaba”. “Sí. ¿Y?”, contesta él y aclara: “Si se tratara de un loro no sería una adivinanza”. Así es, el Mula Nasrudin no acepta -en su estulticia, diría Erasmo- las adivinanzas con respuestas obvias. Él no cree que las adivinanzas sean para adivinar. Una cuestión de código, dijérase.
No sé si habrá quedado algo claro en todo esto que he escrito. De todos modos, como ya se sabrá a esta altura del partido, a mí me gusta que quede un poco claro y un poco oscuro, así quien lee o quien escucha le echa sus propias luces y sus propias sombras.
Lo que sí queda claro, quizás, es que alguien podría echarme en cara: “Dijimos una vez por semana”. “Sí. ¿Y?”, quizás contestaría.

 

Cecilia Sinay Millonschik
Psicoanalista
sinay [at] shbbs.com.ar

 

Marta Gerez Ambertín
El Consejo de Redacción de Topía me invita a contestar un interesante cuestionario sobre “el psicoanálisis de una vez por semana”. Me parece fundamental -y felicito a la Revista por abordarla-, ocuparnos de esta cuestión en la teoría y la clínica psicoanalítica, porque se trata de un dispositivo instalado en nuestro país del que es preciso dar cuenta.
Pero, antes de entrar de lleno al cuestionario, quisiera especificar algunas cuestiones que permitirán enmarcar las respuestas.

Prolegómenos

a) Los tiempos de la transferencia y la escucha
Los psicoanalistas, aún en nuestra diversidad -y, por suerte, en nuestras divergencias-, compartimos algunas cuestiones básicas para llevar adelante un análisis. Precede a todas: la ética del analista. Dando prioridad a ella -y desde ella- destaco tres aristas: el sostenimiento de la transferencia, la necesidad de la escucha y el reconocimiento de la singularidad de la demanda de cada analizante, atendiendo la pulsación temporal del inconsciente, caso por caso.
Sostener la transferencia y la escucha considerando la singularidad de la demanda
-caso por caso- implica re-crear los tiempos de las sesiones y la frecuencia semanal de las mismas, atendiendo la singularidad del deseo y el goce de cada analizante sin ajustarse a los tiempos que marcan las consignas pre-establecidas. Esta re-creación no implica que el analista puede hacer lo que le venga en gana; su deseo depende del Otro, y de ello da cuenta la preocupación por atender el tema que nos ocupa.
La modalidad de la escucha del analista y la demanda del analizante hace a la de la transferencia y, a la vez, en la modalidad de la transferencia se juegan los tiempos de la escucha que van contorneando los tiempos de la demanda y sus variaciones. La frecuencia de encuentros con el analizante no puede quedar por fuera de esto, todo lo contrario, depende de esto.

 

b) Los tiempos de los honorarios
Ligada a las cuestiones de la transferencia, la escucha y la demanda, está la del pago y del dinero. Modos de la transferencia, modos de la singularidad del sujeto del inconsciente, modos de la temporalidad del inconsciente, modos singulares de la castración, de la falta y modos de la “deuda” que crea la demanda al Otro. Deuda que implica un pago y pago que implica dinero, porque el dinero es el patrón de medida que crea equivalencias, equivalencias que permiten el intercambio, lo que, a su vez, supone que se rehúsa el goce. El analista no recibe del analizante el pago por la vía de una libra de carne, sino de una sustitución simbólica que implica al dinero. Pero si el pago se hace con “medida de equivalencia”, también es cierto que dichas equivalencias son diferenciales aún en un mismo analizante por sesión y entre el conjunto de analizantes. Así entonces, está claro que un analista no trabaja “gratis” -lo que expondría al peligro de cobrar de otros modos, modos de goce que están interdictos- pero que tampoco cobra estandarizadamente por hora, por minutos o segundos. Escuchamos decir: “mi hora cuesta x pesos” olvidando la posición y la situación de cada analizante. ¿El precio de la supuesta “mi” hora, no tiene relación alguna con las circunstancias del que va a pagarla? ¿Quién, o qué, pone el precio a una sesión analítica? ¿No son acaso las vicisitudes de la demanda y de la cura las que lo determinan? ¿No es acaso preciso plantear las estrategias de los analistas con pacientes o analizantes de varios años que entran en la brecha del desempleo o sub-empleo? ¿Cómo re-creamos ahí la práctica psicoanalítica sin ceder en el deseo de analizar? Esto supone una inventiva diaria, y si no nos animamos a hacerla, expulsaremos a los analizantes hacia otros campos de terapias alternativas.
Poner sobre el tapete estos temas casi carecía de interés mientras en el país la clase media (la gran usuaria del psicoanálisis) podía permitirse tanto el análisis de tres o cuatro veces a la semana como la prepaga, el colegio privado de los chicos y las vacaciones de un mes. Hemos de admitir que hoy la situación es otra. La pauperización progresiva de ese sector social, la inestabilidad laboral, los recortes salariales, en fin, la caída del nivel de vida de la población en general y de la clase media en particular, presentan un panorama que debemos afrontar dejando de lado estandarizaciones vacías o clichés inadmisibles en un país que sufrió la década infame del menemato la cual completó el “trabajo sucio” en lo económico-social de la dictadura. Habría que dejar de llamar “resistencia al análisis” a lo que es, simplemente, escasez de dinero, lo cual, admitámoslo, deviene estructuración de prioridades en quien cobra 100 y necesita 200. Obviamente, no me estoy dirigiendo, con lo que digo, a aquéllos -no faltan- para quienes el psicoanálisis sólo es para quien puede pagar el precio que han puesto a la sesión y, así, el psicoanálisis no sería sino para una más que reducida elite. ¿Qué hacer, entonces, en la cuestión del pago de honorarios en medio de una situación económica no estabilizada? ¿No es imprescindible replantearnos el tema y elaborar nuevas respuestas? Conviene recordar que Freud ya advertía en 1933: “Nos limitaremos, a la antigua usanza, a sustentar nuestras propias convicciones, arrostraremos el peligro del error porque es imposible ponerse a salvo de él (...). Y en lo que respecta al derecho de modificar nuestras opiniones cuando creemos haber hallado algo mejor, en el psicoanálisis hemos hecho abundante uso de él” (34º conferencia).
Es preciso, entonces, entrecruzar lo que planteo en el punto a) Los tiempos de la transferencia y la escucha, con el punto b) Los honorarios y los “pagos”, para arribar así al punto:

c) La frecuencia de sesiones con el analizante
1- Entre las indicaciones que puedo destacar está, desde luego, la posibilidad de la instalación de la transferencia. Sin tal instalación no es posible establecer de antemano el dispositivo analítico que implica, por cierto, pactar -con quien va a entrar en análisis- la cantidad de encuentros semanales a sostener.
Con mucha frecuencia la instalación de la transferencia no se produce de entrada, es preciso el recorrido por las entrevistas preliminares que, efectivamente, conviene, según mi experiencia, pautarla en más de una entrevista semanal.
Así entonces, considero que podría pactarse con un paciente una sesión semanal cuando el tiempo de la transferencia y la escucha analítica pueden anudarse a la demanda del analizante. Pero… es preciso dejar abierta la posibilidad de aumentar dichas sesiones cuando se producen momentos cruciales en un análisis, que ni analista ni analizante pueden prever. Del mismo modo que un recorte salarial, una mala cosecha, una baja en la Bolsa, o una pérdida del trabajo -que implicarán crisis en la disponibilidad de dinero en el analizante- tampoco pueden ser previstos cuando comienza el análisis. El punto sería qué hacer de producirse una situación como la señalada, cuando el analizante no puede afrontar el costo de las 2 ó 3 sesiones semanales que tenía, ¿no lo atendemos más?, ¿la consigna es “¡¡2 (ó 3) sesiones o nada!!”; o bien “lo lamento, ya no puedo atenderlo”? Así, no nos diferenciaríamos del acreedor hipotecario que, indiferente a los motivos de la cesación de pago, remata la casa y la familia va la calle. Estas cuestiones no son ociosas: no es lo mismo bajar a una sesión semanal “porque me recortaron el salario” que hacerlo porque “no creo necesitar venir 2 ó 3 veces”.
Esto me permite pasar a la otra parte de la pregunta: los inconvenientes de una sesión semanal. Cuando el dispositivo está instalado en torno a la transferencia, la única sesión no es un obstáculo intransitable. En todo caso, el obstáculo queda más del lado del analista, quien debe azuzar la escucha y estar más que pronto a la estrategia del acto analítico, lo cual, sabemos, muchas veces genera resistencias del lado del analista. El paciente de una vez por semana supone más trabajo para el analista, tal vez por esto genera tanta resistencia en algunos. Indudablemente lo óptimo es el trabajo de dos sesiones semanales; pero no siempre lo óptimo es lo posible.
Ahora bien, en ciertos casos, como neurosis que atraviesan momentos de impasses en torno a la demanda, la transferencia y las resistencias -con marcada tendencia a la “actinización” y al pasaje al acto-, la única sesión no es aconsejable, tampoco en las psicosis que requieren, sin duda, más frecuencia de sesiones semanales. Resumiendo, entonces, con los recaudos señalados, sostengo que la “única sesión semanal” no impide un análisis.
A partir de esto paso a responder las otras dos preguntas. Las respuestas no serán puntuales, en todo caso se irán anudando entre sí.

 

2- Como dije más arriba, una vez instalada la transferencia, la escucha y la demanda, el dispositivo analítico está en condiciones de funcionar, sin desatender los impasses que a veces se presentan. La utilización del diván no plantea obstáculos, salvo en los momentos críticos de eclosión de angustia donde conviene trabajar cara a cara con el analizante, pero esto sucede también con analizantes de más de una vez a la semana.
En cuanto al tiempo de la sesión, trabajo con tiempo escandido, no tiempo escondido: esa moda insólitamente instalada en un país en crisis -aludo a los obscenos 5 ó 10 minutos, establecidos como estándar por ciertos lacanianos-. Si me atengo a la mayoría de los casos puedo plantear una variación de 40 a 30 minutos, con todo el abanico de posibilidades que se dan entre esos tiempos. En marcadas excepciones es preciso ir más allá.
No considero necesario implementar otros recursos técnicos. Acuerdo con el analizante -pero también lo hago con los de más de una sesión semanal- que en caso de necesitarlo puede llamar por teléfono para solicitar otra sesión.
Aquí quiero detenerme para referirme a una práctica que observo implementan algunos analistas con la que desacuerdo: la comunicación telefónica, la utilización del mail o, llegado el caso, el chateo (¡increíble!), como complementos de la “única sesión” y, a veces, como sesión en sí misma. Una cosa es que un analizante llame para una cuestión puntual, otra cosa es que quiera hacer del contacto telefónico, del mail o chat “un complemento de sesión o una sesión en sí misma”. Considero que el dispositivo analítico, que el lazo transferencial, precisa de la presencia del analista y del analizante “in situ”, el saludo y la posición de los cuerpos ya marca un sinfín de “significancias” que hacen a la transferencia; asimismo, olores, colores, del orden no textualizado y apalabrado, todo eso conduce también a la otra escena del inconsciente y no puede dejarse de lado en el dispositivo. Tampoco considero que pueda pensarse en la “sesión virtual”. Lamentablemente comienza a ser una práctica muy difundida a la que algunos -por ignorancia, desidia o simple interés económico- se atreven a llamar “sesión psicoanalítica”.

 

3- Voy a ser reiterativa, una vez instalada la transferencia, la escucha y la demanda, hay trabajo analítico. No encuentro particularidad en la asociación libre, la intervención del analista, el manejo de la transferencia y la proliferación de sueños en esta frecuencia. Salvo lo señalado en el primer punto, el trabajo del analista es más arduo, lo que no implica sobreexigido, no puede sostenerse la transferencia en sobreexigencia. Es la transferencia lo que tendrá en cuenta el analista para establecer la frecuencia de sesiones del analizante, y en relación a eso poner a consideración los límites de su resistencia. En verdad -¿hace falta decirlo?-, a esto lo hacemos caso por caso, sopesando los límites del analista y de cada analizante.

 

Marta Gerez Ambertín
Psicoanalista
mgerez [at] rcc.com.ar
 

 
Articulo publicado en
Abril / 2006