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Identidad, exilio y salud mental

 

Expondré una perspectiva psicoanalítica sobre el tema que nos convoca y me mantendré estrictamente en ese terreno, porque considero que puedo opinar con buenos fundamentos sobre estas cuestiones tan polifacéticas, desde la óptica de mi oficio. Lo dicho implica reconocer que desde otros ángulos y disciplinas -filosofía, sociología, literatura, política, poesía, antropología y también desde las experiencias personales al respecto- se pueden abordar estos mismos asuntos con miradas diferentes, a veces complementarias, a veces divergentes de la razón psicoanalítica. Propongo el siguiente esquema que anticipa gráficamente algunas ideas que expondré:

La identidad es, de estas tres problemáticas, la más amplia; universal, diría. Desde ella encararé la cuestión del exilio, porque -como pueden apreciar en el diagrama- está en continuidad diferenciada respecto de la identidad; por último, el círculo más pequeño indica que lo psicopatológico puede hacerse presente en los otros dos territorios, pero ocupa tan sólo una pequeña parte de ambos.

Al ser imposible exponer extensamente estos tres asuntos en un cuarto de hora, referiré aquellos aspectos que considero más significativos. Dadas estas condiciones, mis afirmaciones pueden parecer tal vez como demasiado taxativas; seguramente serán menos argumentadas de lo que me hubiera gustado; habrá también mucha concisión. Dejo para el debate la posibilidad de introducir matices.

1) La identidad

Abordar este tema me lleva necesariamente al concepto de identificación y, desde él, al enigmático y misterioso surgimiento de lo psíquico en el recién nacido humano. Y ello es así porque la identidad es efecto de la identificación. Hago, entonces, una primera aproximación a ambas nociones: la identificación es el mecanismo que estructura nuestro psiquismo, nuestra subjetividad. Gracias a ella, se van haciendo propios, de manera inconsciente, los rasgos o atributos de quienes nos rodean. Así pues, desde los albores de la vida, comienza a estructurarse la psique en un nuevo sujeto. En la adolescencia y juventud se remodela esta estructura básica, pero el proceso continúa a lo largo de toda la vida: somos sujetos en construcción permanente.

¿Y la identidad? Ella implica sentirse y reconocerse poseedor de determinadas marcas o características singulares; cuando algunas de ellas se las asumen como compartidas con otros semejantes -que también las manifiestan y despliegan- la identidad adopta una dimensión social. Por la forma en que se constituye, es difícil -aunque necesario- diferenciar lo estrictamente personal y lo social en la identidad; la dificultad para discriminarlas se debe a que lo subjetivo nace simultáneamente con la sociabilidad. La noción de identidad en su vertiente social supone la idea de ser partícipe de un colectivo que tiene una historia y un presente, connotados generalmente como valioso, vital, potente. Se considera, también, que los atributos generadores de ese sentimiento de pertenencia a un grupo, son los que diferencian la identidad propia de las ajenas.

Es obvio que estas definiciones de identificación y de identidad no recogen todos los sentidos posibles de ambos términos, pero ponen de relieve dos aspectos fundamentales: a) la capacidad subjetivante de la identificación y b) la dimensión subjetiva de la identidad.

Dicho en otras palabras, los adultos identificamos, es decir, trasmitimos a las generaciones siguientes nuestras pautas, rasgos y características personales. Ellas fundan lo psíquico en el recién nacido y van otorgando, simultáneamente, identidad. Diferentes factores entran en juego en esa estructuración de un nuevo sujeto: formas de cuna y de mesa, caricias, cuentos contados, olores y músicas, mar y literatura, climas familiares y sociales, latitudes y altitudes. Quien identifica adquiere presencia en el nuevo sujeto de un modo minimalista: a través de rasgos o detalles muy parciales, circunscritos; quiero subrayar especialmente esto último: la pequeñez de estas marcas. En tanto estos trazos provinieron de los otros, la nueva subjetividad permanecerá ligada -en la intimidad de su estructura psíquica y en los vínculos cotidianos- a tales otros.

La identificación es el mecanismo que estructura nuestro psiquismo, nuestra subjetividad. Gracias a ella, se van haciendo propios, de manera inconsciente, los rasgos o atributos de quienes nos rodean

Si me he sabido explicar, se habrá entendido que al nacer carecemos de identidad; ésta se gana, se adquiere, a través de un complejo proceso en que el entorno familiar y social aportan trazas específicas y singulares. Gracias a las identificaciones el sujeto va adquiriendo su identidad, por pizcas. La combinación de tales migajas da forma a la identidad, a la manera de una constelación o de un caleidoscopio; es decir, por composición de partículas. Por eso, todas las identidades, incluso las bien logradas, serán siempre fluctuantes, vacilantes, inestables, móviles; es decir, todo lo contrario a la coagulación o petrificación. Esto, sin embargo, no le quita fuerza ni consistencia. La identidad es un tejido vivo que se hace, deshace y rehace de manera continua; no está hecha de una sola pieza, no es una estatua.

Una frase del tipo “todos somos iguales, todos somos distintos”, podría condensar buena parte de las ideas recién vertidas. Justamente, la alta singularidad de los rasgos posibilita que, dentro de una sociedad dada, cada sujeto pueda discriminarse de los otros, sin hacer masa. Las semejanzas y las diferencias transportadas por la identificación se replican dentro del grupo identitario.

Varias fuentes dan vida a las identidades; las principales serían cuatro:

Los factores culturales, geográficos y étnicos, que son amplios, abarcativos; es decir, determinantes efectivos para la mayoría de los miembros de una comunidad; intervienen en la formación de los ideales de cada sujeto -Ideal del yo, Yo ideal-, reflejo a su vez de los ideales comunitarios. Otorgan, asimismo, las referencias mitológicas que también dan sustento a las identidades.

Los determinantes singulares; son altamente específicos, particulares, muy relacionados con lo psíquico de quienes conformaron el entorno familiar y social más inmediato del niño/a. El psicoanálisis, como saben, presta especial atención a la dimensión inconsciente de esa trasmisión; cabría incluir en esta categoría los acontecimientos muy exclusivos y únicos -tanto afortunados como traumáticos- que a cada uno le tocó vivir.

Otros manantiales que alimentan la identidad son los valores éticos, morales, religiosos, los oficios, las ideologías, las relaciones con personas que tienen otros rasgos identitarios, los nuevos lugares de acogida, etc. Este último factor es muy importante, como veremos enseguida, en los exilios.

Un último grupo de motivaciones proviene de los niveles de cohesión que un colectivo determinado alcanza entre sus miembros; cuanto mayor sea la consistencia lograda más se refuerza dicha identidad; en este caso, desde “dentro”. También influye el “afuera”, con sus críticas o elogios. Si los integrantes de un grupo identitario son o se sienten atacados desde el “exterior”, suelen hacer piña.

Presto más atención a los aspectos que hacen al sentir una identidad que al ser identitario. Es la diferencia entre el me siento vasco, catalán, tibetano, judío, mediterráneo, gitano, gallego, español, psicoanalista, urbanita- , y soy vasco, catalán, tibetano, judío, gitano, etc. Me interesa más la dimensión subjetiva de la identidad que la aparentemente objetiva, que acaba instalando la cuestión en el campo ontológico, esencialista, sustancialista o en la determinación exclusiva por el origen geográfico.

No hay una esencia de la identidad, todas se sostienen en lo parcial y fragmentario. No existe un elemento único, último, exclusivo que sólo y por sí mismo otorgue una identidad específica; todas las identidades son combinaciones de diversos ingredientes. Cuantas más pizcas la conformen, ¡mejor!, porque dan mayor flexibilidad a La identidad y proveen prismas diferentes para el análisis e interpretación de la realidad. En otros términos: habrá menos verdades únicas.

Tampoco existe sustancia material en la identidad; ni cromosómica ni de ningún otro tipo. Que la identidad sea de naturaleza psíquica y surja por identificación la condena a fluctuaciones, a la movilidad, a la vacilación; lleva a someterla a interrogaciones permanentes: ¿qué es lo vasco, lo gallego, lo urbanita? Esa inestabilidad, compartida por todas las identidades, genera malestares; si no se las sobrelleva bien, dan pie a las certezas inamovibles, a las convicciones profundísimas, a los esencialismos respecto de lo identitario. Estaríamos delante de los puristas de la identidad; se les reconoce enseguida porque recubren las diferencias con pautas valorativas; de ellas surgirá aquello de “lo mío es superior”. Millones de seres humanos han muerto -y siguen muriendo- por ese dislate; entraríamos ya en el territorio de la psicopatología.

Por la forma en que se constituye, es difícil -aunque necesario- diferenciar lo estrictamente personal y lo social en la identidad; la dificultad para discriminarlas se debe a que lo subjetivo nace simultáneamente con la sociabilidad

En lo personal, me interesan más los enigmas que encierra una identidad que los dogmas forjados en torno a ellas. Los excesos de certidumbre, los abusos sobre lo auténtico, la anquilosan.

¿Existen determinaciones objetivas de la identidad? Las pongo en duda; las más habituales dentro de esta categoría son aquellas que se asocian al lugar de nacimiento, a la nación o a la etnia; pero éstas son también subjetivas, porque pasan obligadamente por el filtro personal: cada uno siente a su manera el haber nacido en Portugal, Argentina o Galicia; ser de raza blanca, negra o amarilla, psicoanalista o de izquierdas. Hay un real que marca, sin duda, pero ese elemento es rápidamente capturado por lo imaginario y simbólico de cada quien. En contrapartida, que alguien se adscriba o se sienta partícipe de un grupo identitario es incuestionable: nadie debería discutir la identidad que un sujeto se atribuye a sí mismo. Cuando las incertidumbres y los interrogantes que generan la propia identidad son bien procesados se crea un contexto ético de aceptación de las diferencias; en ese ambiente, el derecho y el reconocimiento a la identidad propia exige ser respetuoso de la identidad y de las prebendas del otro.

2) El exilio

Es un subcapítulo dentro de las migraciones; son aquellas que se hacen porque las circunstancias la fuerzan o porque algún poder la impone contra la voluntad del interesado. En coherencia con lo dicho hasta ahora, sostengo que habrá tanto exilios como exilados. En tanto psicoanalista me intereso más por la singularidad de cada uno de ellos.

Cuando llega a la tierra de acogida suele sentir una cierta euforia por haberse liberado de las persecuciones y padecimientos que vivía en su país. Ansía desarrollar actividades e integrarse lo antes posible. La duración de este primer momento es variable pero, indefectiblemente, la alegría acaba combinándose con los efectos del choque entre su identidad y la predominante en el nuevo lugar. Esta colisión le genera una especie de tsunami psíquico, del que puede surgir lo mejor y lo peor de sí mismo. Como todo trauma, la intensidad del mismo dependerá de la personalidad de cada exilado y del grado de elaboración que pueda hacer de esa nueva situación, que supondrá conocer y asumir las diferencias de lenguas, códigos, climas y hábitos. Lo cierto es que el exiliado emigra con su identidad y ésta se queda sin el soporte que los otros -el contexto social de origen- le prestaban. Deja de compartir la identidad con sus paisanos. Recién entonces valora en toda su magnitud la importancia de tal sostén, que habitualmente funciona de manera eficaz, aunque sin dar señales de existencia.

Calmado este primer idilio, el exilado descubre con temblor que todo es distinto a lo que le era usual, hasta las cosas más básicas, como el agua y el pan. Va calando como lluvia fina el sentirse un gran desconocido para los demás; está allí sin que nadie le haya llamado. Deambulan -en palabras de la filósofa y poeta María Zambrano- como “vencidos que no han muerto, […] supervivientes”.2 La identidad del exilado, carente de soporte, clama rescate; al perder sus raíces disminuye la savia que circula por sus venas. Se aferra a la que le queda. Si logra un punto de apoyo podrá no perderse en el paisaje o en el fondo de la historia.

Gracias a las identificaciones el sujeto va adquiriendo su identidad, por pizcas. La combinación de tales migajas da forma a la identidad, a la manera de una constelación o de un caleidoscopio

Aprovecho el poder evocador de las palabras para describir muy sucintamente momentos posibles de un exilio: alegría inicial, choque de identidades, desamparo, añoranza, “la moriña del caliu”,3 perplejidad, deambular errante, aspiración a regresar a tiempos pasados, con los consiguientes reacomodos ante ese imposible; sobredosis de esfuerzo, adaptación progresiva a lo autóctono, asimilación de fragmentos de lo nuevo; no ser de aquí ni de allá, ilusión de amalgamar lo mejor de los dos mundos; aceptación del exilio, agradecimiento al exilio por lo nuevo que pudo vivir. Estos momentos nunca se transitan a paso firme; siempre suele haber tropiezos, marchas y contramarchas, detenciones, caídas, recobramientos, reanudaciones tras las parálisis, nuevos emprendimientos.

El exilio logrado presupone la realización exitosa de un trabajo de duelo por las pérdidas sufridas. Queda siempre una cicatriz; la concibo como una línea de sutura entre el allá -el país de origen- y el aquí -la tierra de acogida-. Es imposible y quizá innecesario deshacer completamente esa partición; podría ser enriquecedora.

3) Salud mental

Entraré al campo de la llamada Salud Mental con Freud. Gracias a él sabemos que en cada uno de nosotros existe un territorio ignoto y desconocido -lo inconsciente- que nos habita y determina. De esa tierra pretendemos huir, pero lo inconsciente insiste y nos recuerda que algo de nosotros está allí, como en exilio. Por eso cada ser humano tiene algo de extranjero. El exilado amplifica, sin proponérselo, la “extranjeridad” del autóctono; la encarna. Su sola presencia agranda lo que el lugareño no puede o no quiere ver de sí mismo, porque sus rasgos se le aparecen demasiado naturales; le son sintónicos; entonces proyecta sobre el exilado no sólo lo que rechaza de sí mismo, sino y también los rasgos que aprecia en él y que le gustaría tener como propios.

Aparte de esta “sana” dialéctica, toda la variedad de síntomas psíquicos -también somatizaciones y enfermedades orgánicas- pueden hacerse presentes tras ese choque de identidades y pérdida de raíces que vive el emigrado forzoso. Su vulnerabilidad y desamparo se potencian entre sí, favoreciendo la aparición de manifestaciones sintomáticas; entre las más habituales: las desadaptaciones, las sobreadaptaciones -por ejemplo, encandilarse con lo autóctono y desvalorizar lo propio-, fobias, ansiedades, angustia ante la remoción de los rasgos identificatorios, cuestionamientos de la identidad, añoranzas, tendencia a los posicionamientos dicotómicos (lo otro, lo que perdí, es fantástico; con lo nuevo no conecto); controles obsesivos de la inseguridad derivada de estar pisando territorios desconocidos. También, colapsos narcisistas al comprobar que lo propio no era lo único ni, menos aún, lo mejor. Depresiones y a veces -pocas- desencadenamientos de cuadros psicóticos y melancolías. Como telón de fondo: revivir las pérdidas padecidas, una noche sí y otra también, en sueños pesadillas e insomnios. Cualquier elemento de la vida cotidiana les recuerda su terruño, sus familiares y amigos. Todo esto se hace más intenso si vive amenazado -los famosos papeles, la documentación-, rechazado o marginado.

Que alguien se adscriba o se sienta partícipe de un grupo identitario es incuestionable: nadie debería discutir la identidad que un sujeto se atribuye a sí mismo

En cada consulta habrá que evaluar si ese exilio singular pertenece a la categoría de experiencias de la vida, es decir, si se trata de un avatar de la existencia -que no cabe psicopatologizar-, o si ha sido, en cambio, el punto de partida de un trastorno psíquico. Conviene diferenciar estos dos grupos, y tener clara la frontera difusa entre ambos. Los del primero no necesitan medicinas ni largos tratamientos; sí, tres antídotos para sobrellevar la dura realidad: a) la elaboración de la nueva situación, que puede ser realizada con o sin ayuda psicoterapéutica; b) cierta dosis -a veces, grandes dosis- de escepticismo, que ayudan a no sentirse fácilmente decepcionado; y c) paciencia; ¡sobre todo… paciencia! Dentro del segundo grupo, es decir, aquellos que padecen un trastorno psíquico, habrá que distinguir entre cuadros clínicos a predominio reactivo -son los más benignos- y aquellos otros en los que el exilio actuó como factor desencadenante que impactó sobre una estructura psíquica traída consigo en el avión, barco o patera. La resolución de estas situaciones dependerá del equilibrio previo entre las fuerzas de Eros y de Tánatos -pulsión de vida y de muerte- en la psique del sujeto, de las experiencias por él vividas antes del exilio; y, también, de cómo solventó las crisis anteriores.

Sobrellevar bien el exilio no depende sólo del exilado; también interviene la capacidad de acogida de los nativos y de su actitud ante lo foráneo. Siempre suele haber -entre los locales- quienes viven mal las incertidumbres que la identidad supone; entonces exaltan de manera fanática las pequeñas diferencias y sobrevaloran lo supuestamente exclusivo y propio. Estos lunáticos de la identidad revelan la desesperación ante lo extranjero que les es constitutivo; refuerzan, además, las ideas sobre lo puro y despliegan actitudes xenófobas, no exentas -a veces- de agresiones físicas directas. El diagrama que mostré al comienzo muestra que la identidad también tiene sus vertientes patológicas. Pero ¡ojo!, también está el lepenismo de smoking, apto, incluso, para programas electorales.

4) Hablando de vida y de muerte

Tal vez algunos de los aquí presentes reconozcan ciertas trazas autobiográficas en lo que dije; no lo niego; confieso que a mi manera también he vivido un exilio. A los demás tampoco se les escapará por el deje de mi hablar, que yo soy hijo de Ulldecona, el último confín de Cataluña, mejor dicho… soy su hijo adoptivo. Como todo confín, Ulldecona limita con el mundo entero. Por otra parte, después de treinta años de vivir en esta ciudad diría que también me siento barcelonés y que ese rasgo forma parte de mi identidad.4 Más aún, casi me atrevería a decir que nací… en Argentina. Si lo piensan un poco, no tiene nada de extraño; al fin y al cabo, se nace y se muere varias veces en la vida.

 

Notas

1. Texto publicado en Korman, V., Trencadís. Gaudianas psicoanalíticas, NC ediciones, Barcelona, 2010. Versión ampliada de mi intervención en la mesa redonda que bajo este título tuvo lugar en el Aula Magna de la Universidad de Barcelona, el 6 de febrero de 2009, en el contexto de la conmemoración de los setenta años del exilio republicano. La presencia de un auditorio no estrictamente psicoanalítico ha sido el determinante fundamental del lenguaje, contenido y tono de esta ponencia.
2. Zambrano, M. (1952); Delirio y destino, Barcelona, p. 266.
3. Palabra gallega, la primera; catalana, la segunda. Reunidas vienen a significar algo así como la nostalgia de lo cálido, del rescoldo, de lo familiar acogedor.
4. En la actualidad son cuarenta años.

 
Articulo publicado en
Noviembre / 2017

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