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Los intelectuales, la cultura y el poder

 

La función de los intelectuales tiene una historia de ideas y conceptos marcados por los acontecimientos sociales y políticos de cada época. Pierre Bordieu sostiene que para cambiar el mundo, es necesario cambiar las maneras de hacer el mundo, es decir la visión del mundo y las operaciones prácticas por las cuales los sujetos son producidos y reproducidos. Este poder simbólico es un poder de hacer con palabras que generan pasiones. Evidentemente esto no implica un pensamiento común y homogéneo. Por lo contrario la multiplicidad de ideas hacen a un debate siempre necesario en situaciones de crisis sociales. Debate que pone en juego prácticas sociales y políticas que atraviesan todos los campos de la sociedad. De allí que convocamos a tres reconocidos intelectuales de nuestro país que se referencian en distintos espacios políticos: Horacio González (Carta Abierta), Maristella Svampa (Plataforma) y Eduardo Grüner (Asamblea de intelectuales, docentes y artistas del Frente de Izquierda).  

      

1º) -La noción de intelectual tiene una larga historia que va desde el affaire Dreyfus y continua con las ideas de Antonio Gramsci sobre la “hegemonía cultural”, el compromiso sartriano, los trabajos sobre los intelectuales y el poder de Bourdieu hasta los debates sobre la función de los intelectuales entre Antonio Tabucci y Umberto Eco para citar algunos ejemplos. En este sentido, ¿Cuál es la función del intelectual  en la actualidad?

2º) -¿Cuáles son los efectos de la crisis del capitalismo mundializado en la cultura y en los intelectuales?

3º) -¿Cuál es el grado de autonomía de la cultura en relación a las distintas fracciones del poder? En este sentido, ¿Cómo se entiende la idea de “batalla cultural”?

4º) -Es evidente que se ha producido en nuestro país un hecho nuevo: el agrupamiento de los intelectuales para tomar posiciones sobre diferentes circunstancias políticas, económicas y sociales (Carta abierta, La Asamblea de intelectuales, docentes y artistas del Frente de Izquierda, Plataforma, el grupo Aurora) ¿Cómo entiende este hecho? ¿Cuál es su importancia? ¿Qué influencia tienen los intelectuales en el devenir de la sociedad?

 

Horacio González

Sociólogo, ensayista, Profesor de varias Universidades Nacionales y Director de la Biblioteca Nacional. Algunos de sus libros son: La ética picaresca (1992), El filósofo cesante (1995), Arlt: política y locura (1996), La crisálida. Metamorfosis y dialéctica (2001), Paul Groussac: La lengua emigrada (2007), Kirchnerismo, una controversia cultural (2011) y Lengua del ultraje. De la generación del 37 a David Viñas (2012)

 

 

1º) La noción de intelectual es al mismo tiempo odiosa y atractiva. Preferiría que fuera una noción sin sujeto, es decir, que “nadie” fuera intelectual. Y que tan solo hubiera problemas de tipo intelectual. Pero en ese caso ¿cuáles serían esos problemas y quienes los definiría? Los intelectuales, por cierto. Pero de esta manera, los intelectuales serían todas las personas que ante cualquier núcleo de problemas, se dispusieran a reflexionar colectiva o individualmente sobre ellos. A esta momentánea idea de intelectual, un intelectual situacionista, digamos, le agregaría que sería necesario advertir o seleccionar el lenguaje con el que se habla de tales núcleos problemáticos. A mi juicio, una dilucidación intelectual puede tener varios rangos de lenguaje, que recorran desde el plano más expresivo y vitalista hasta el más conceptual. No puede faltar, sin embargo, la cualidad argumental y el sentimiento de que se está pensando un tema “por primera vez”. Esas son a mi juicio las características, sino de una vida intelectual -tal cosa, creo, no existe- sino de una actitud intelectual frente a los enigmas de la vida y la ética de las relaciones. En todo lo demás, estoy de acuerdo en intervenir en los asuntos públicos con un sentido de justicia, e incluso de escribir sobre la misma condición intelectual, como lo hizo Gramsci. El “caso Dreyfus” es uno de los tantos episodios que escinden la opinión pública nacional. Este tipo de escisiones establecen la fisura intelectual por excelencia. Todos deben pronunciarse, todas las relaciones sociales entran en tensión y un único dilema ético bifurca de un tajo el cuerpo nacional. Terreno ideal para la manifestación del intelectual aislado, que apela a su conciencia genérica sobre lo tolerable o intolerable en una sociedad y explicita lo que sería una muestra selecta de su espíritu vulnerado. No hay intelectual sin una exhibición pudorosa de un espíritu vulnerado. El caso de Grasmci es diferente al de Emile Zola, pues si éste, con su intervención a favor de Dreyfuss fue un hombre singular al servicio de la conciencia colectiva, Gramsci siempre tuvo el proyecto del “hombre colectivo” aunque su drama de encarcelado es estrictamente individual. Sus escritos son los de un encarcelado, la escritura surge de sus condiciones de encierro. Son dos formas biográficas de las herencias intelectuales del siglo XX.

 

2º) Siempre la vida intelectual fue afectada por el mercado -que consiste también en formas de escritura y de investigación- y siempre hubo un sueño de desconexión de místicos y anacoretas. Respeto tanto a un Marx como a un Henry Thoreau. La idea de situarse en el centro del mundo para analizar, prever y trabajar sobre las crisis de la dominación imperante, o de situarse en un deliberado anacronismo estético para hacer de la conciencia íntima la sede de ese mismo trabajo contra el impulso de dominio, me parecen igualmente respetables. Los intelectuales son el efecto de esas crisis, pero si le diéramos mucha importancia a la noción de intelectual, también pueden ser su causa.

 

3º) El descubrimiento general del terreno de la subjetividad fue reforzado por la novela romántica del siglo XIX y no sería difícil seguir el rastro de la noción de consumo cultural como el hilo histórico de formación de las clases medias y los ideales de vida burgueses. La consideración de que para cada opinión o cada creencia hay una “visión del mundo”, pertenece a la filosofía idealista alemana y al trabajo crítico de Grasmci, que lo puso en términos de un realismo crítico llamándolo “sentido común”. Esa es la encrucijada de su pensamiento: ¿la vida intelectual es parte de ese sentido común o tiene una instancia diferencial? Si fuera este último caso, como parece apuntar la filosofía de Gramsci, el intelectual es un segmento relativamente apartado de los conocimientos simples, lo que hace dificultoso decir que “todos son intelectuales”, aunque esa tesis genérica es lo que intenta desarrollar, a la manera de lo que mucho tiempo después aparecerá como el problema del “intelecto general” -viejo tema de Marx, por otra parte-, en el que toda la sociedad es poseedora de prácticas de conocimiento. En Gramsci el “intelectual aislado” de cuyo populista-dostoyeskiano todavía tiene sentido, mientras que no parece ser así en las reelaboraciones de Toni Negri a partir de algunas líneas dispersas del pensamiento del marxismo originario.

 

4º) No hay una corporación de intelectuales en ningún lado. Si hay diferendos sociales necesariamente deben construir distintos horizontes de expresión intelectual. No obstante, entiendo la vida intelectual como la creación de un estilo. Por lo que puede haber opiniones conservadores de gran estilo así como opiniones de izquierda de estilos bajos, divulgativos y empíricos.  Lo ideal sería mantener estilos altos -es decir, de la gran herencia intelectual que pasa por Sartre y su contradictor Bourdieu (ya que en la cuestión anterior fue mencionado), para manifestar nociones de “izquierda”, antes que sostener fórmulas de izquierda con estilos aparentemente difusionistas, lo que por sí puede albergar una idea de lo popular tan alejada de las herencias de aquel signo como de lo popular entendido también como tesoro de saberes y no como desesperante vulgata a la que hay que adecuarse. En términos generales soy partidario de la antigua idea de Lukacs, aceptada y rechazada alternativamente por éste, en relación a que la vida intelectual parece ser el raro sostenimiento de una ética de izquierda con la capacidad de encarar cualquier linaje plural del pensamiento humano.

 

Maristella Svampa

Licenciada en Filosofía, Doctora en Sociología, Investigadora independiente del Conicet y Profesora titular de la Universidad de la Plata. Algunos de sus libros son: La sociedad excluyente. La Argentina bajo el signo del neoliberalismo (2005), El dilema argentino: Civilización o Barbarie, (1994, reeditado en 2006), Cambio de época, Movimientos sociales y poder político (2008), Certezas, Incertezas y Desmesuras de un pensamiento político. Conversaciones con Floreal Ferrara (2010) y 15 mitos y realidades de la minería transnacional en Argentina (2011)

 

1º) El concepto de intelectual, su función y el rol del pensamiento crítico articulan una serie de debates de gran contenido histórico y político, tanto en Europa como en América Latina. Podría decirse que hay un cierto consenso en la extensa bibliografía sobre intelectuales: por un lado, para hablar de intelectuales debe haber una vocación por la intervención pública. Esto implica  romper con los límites endogámicos que impone el saber experto; vincularse con otros actores sociales y mundos de vida, en función de la defensa de ciertos valores éticos, políticos e ideológicos. Por otro lado, esta intervención pública implica una determinada relación -de compromiso o de distancia- con lo político y el poder. Así, la presencia de estas dos dimensiones es lo que permite distinguir un académico, un artista o un profesor universitario de un intelectual como actor público. Finalmente, para algunos el carácter gregario o el recurso a la acción colectiva es una dimensión originaria a la hora de hablar del intelectual, aunque desde mi perspectiva, ésta no sea una condición ineludible. Aún hoy podemos encontrar modalidades vinculadas a la figura del intelectual político como “francotirador” (el caso de E. Said, por ejemplo). 

Así, y más allá de los aportes esclarecedores realizados por Gramsci o por Foucault; el primero para generalizar un concepto, estableciendo nuevas tipologías vinculadas a la función del intelectual; el segundo para tomar distancia de la definiciones más genéricas y enfatizar la idea de “intelectual específico”;  los elementos enunciados más arriba continúan siendo dimensiones fundamentales del “devenir intelectual” en la sociedad contemporánea.

A estas consideraciones generales, agregaría que, tradicionalmente, en América Latina las fronteras entre intelectuales y política han sido porosas, ya que tempranamente los intelectuales se convirtieron en actores de la vida pública, en función de la defensa de ciertos valores éticos y políticos. La difícil tarea de consolidación de un campo intelectual autónomo, que comienza a operarse a mediados del siglo XX aparece ligada a este vaivén de los intelectuales latinoamericanos entre ambas esferas, y al involucramiento constante de los intelectuales en la vida política y social de su país.

¿Cual es la particularidad que debe tener el desarrollo de un “pensamiento crítico”?

Existe una importante tradición de pensamiento crítico en América Latina. Este extrae no sólo sus tópicos, sino su talante teórico y su potencia de los conflictos sociales y políticos de su tiempo, del análisis de la dinámica propia de acumulación del capitalismo en la periferia y sus diferentes fases; de las formas que asumen las desigualdades sociales, raciales, territoriales y de género en nuestras sociedades; de los procesos de movilización de los sectores subalternos, sus demandas de cambio social y sus gramáticas políticas. Ideas como las de Desarrollo y Modernidad, Dependencia y Revolución, Democracia y Derechos Humanos, Posneoliberalismo y Post-desarrollo, entre otros tópicos, son conceptos y categorías del pensamiento crítico latinoamericano, que atraviesan y estructuran diferentes períodos de nuestra historia.

En la actualidad, dichos saberes y disciplinas críticas no se nutren solamente de una tradición cosmopolita -que fagocita e invoca las más variadas escuelas y corrientes críticas de la modernidad occidental-, sino también de otras tradiciones, anteriormente invisibilizadas o denegadas en términos epistemológicos, sobre todo en lo que se refiere a los saberes vernáculos y las cosmovisiones de pueblos originarios. En esta línea, en América Latina existe una incipiente “ecología de saberes”, como diría Boaventura de Sousa Santos, que en mi opinión incluye también la recuperación de ciertos temas y debates que han recorrido la historia de las ciencias sociales y humanas en América Latina, las cuales -como es sabido- se han caracterizado por un déficit de acumulación, que ha conspirado contra la posibilidad de un real reconocimiento dentro y fuera del  continente.

Por otro lado, una de las exigencias que atraviesa el pensamiento crítico es la de pensar las luchas y conflictos de su tiempo, no solamente desde la elaboración de “conceptos críticos” (del neoliberalismo; del desarrollismo, entre otros) sino también a través de “categorías-horizontes”, esto es, desde un pensamiento propositivo, innovador, instituyente, que apunte a generar alternativas emancipatorias.

Por último, aunque uno estaría tentado de afirmar el carácter irreductible de la crítica intelectual frente al poder, más allá de los valores o sujetos sociales que se invoquen como fundamento (el Partido, el Sujeto social o el Estado revolucionario), no siempre es así. Fueron los debates en torno a las revoluciones realmente existentes los que pusieron en jaque la autonomía del pensamiento crítico: por ejemplo, la revolución cubana todavía continúa siendo una suerte de punto ciego una parte importante de la izquierda latinoamericana. En esta misma línea, en la actualidad no son pocos los intelectuales que aparecen vinculados a los procesos políticos liderados por los gobiernos progresistas del continente y que alimentan nuevas obturaciones y puntos ciegos de la crítica, frente al peligro “del retorno de la derecha”.

Desde mi perspectiva, estos debates y reposicionamientos han traído consigo una nueva fractura en el campo del pensamiento crítico latinoamericano. Así, a diferencia de los `90, cuando el continente aparecía reformateado de manera unidireccional por el modelo neoliberal, el nuevo siglo viene signado menos por los discursos únicos que por un conjunto de tensiones y contradicciones de difícil procesamiento. El pasaje del Consenso de Washington al Consenso de los Commodities instala nuevas problemáticas y paradojas que tienden a reconfigurar el horizonte del pensamiento crítico, enfrentándonos a desgarramientos teóricos y políticos, que van cristalizándose en un haz de posiciones ideológicas, al parecer cada vez más antagónicas.

 

2º) Sin duda, lo que ha sucedido en las últimas décadas (crisis del marxismo, derrumbe de los socialismos reales, ingreso a la globalización neoliberal), ha trastocado los contornos políticos y epistemológicos de la tarea del intelectual. Por un lado, la demanda de profesionalidad y la especialización del saber repercutieron sobre las figuras realmente existentes del intelectual y terminaron por otorgarle centralidad a la figura del intelectual experto. Atrás parece haber quedado la figura del intelectual legislador (independientemente del signo ideológico) y su pretensión de universalidad (en muchos casos, ligada al Partido Revolucionario). Como bien señala Z. Bauman, éste ha sido paulatinamente reemplazado por figuras más modestas, por ejemplo, la del intelectual intérprete, que se define más como un traductor y comunicador de saberes, sin pretensión legislativa alguna. A esto agregaría que las últimas décadas han visto surgir también a la figura posmoderna del intelectual ironista, aquel que a partir de la crisis de los lenguajes emancipatorios y de los paradigmas totalizantes, plantea la distancia irónica y provocativa respecto de la realidad, situándose como tal entre el escepticismo político y el rechazo a cualquier posibilidad de acción colectiva para la transformación de dicha realidad.

Así, creo yo, hoy existen una pluralidad (o fragmentación) de figuras posibles del intelectual, definidas de manera más acotadas, tanto desde una perspectiva epistemológica como política.

 

3º) Antes dije que el pensamiento crítico se nutre de la nueva gramática de las luchas sociales, de esos otros lenguajes de valoración que se construyen a distancia del poder -acerca de la sociedad, la democracia, las luchas sociales, la expansión de los derechos-. No hay que olvidar que, desde fines de 2001, en Argentina, la academia vuelve a ser interpelada políticamente, esta vez por los movimientos sociales populares y contestatarios. Producto de esta interpelación es el surgimiento de nuevas figuras del intelectual, entre ellas, la del intelectual anfibio. Dicha figura está vinculada a la repolitización de academia, a la emergencia de una nueva generación de intelectuales ligada a la militancia social, y por ende a las tensiones que se generan entre “pensamiento militante” y “discurso del experto”. Entiendo por “intelectual anfibio” aquel que se define por su pertenencia a varios mundos, que es capaz de habitar y recorrer esos varios mundos y disciplinas, de desarrollar, por ende, una mayor comprensión y reflexividad tanto sobre las diferentes realidades sociales como sobre sí mismo. Asimismo, esta conceptualización sostiene, a la manera de Bourdieu, que “un pensamiento verdaderamente crítico debe comenzar con una crítica de los fundamentos económicos y sociales del propio pensamiento crítico”. La auto-interpelación, esto es, la indagación sobre las propias condiciones de producción del pensamiento, es otro de los elementos que atraviesa las nuevas figuras del intelectual crítico, vinculadas a organizaciones y movimientos sociales.

En este marco,  el sentido que adoptaba la “batalla cultural” estaba vinculado a la necesidad dar cuenta de luchas invisibilizadas por el poder político, económico y mediático; de contribuir a la desestigmatización de esas voces bajas, de tratar de establecer puentes y vínculos entre realidades diferentes, interpelando el sentido común hegemónico, para colocar otros temas y conceptos en el debate público. En términos políticos, nos confrontaba también a otros dilemas e interrogantes, que constantemente retornan, como por ejemplo, el de pensar la relación con la cultura política peronista, su legado y las vías de su actualización.

A partir de 2008, asistimos a la actualización de una lógica cultural de carácter binario, lo cual contribuyó a rediseñar y reducir los escenarios o los diferentes frentes de conflicto, a una oposición central. Este contexto de polarización cambió el sentido mismo de la llamada “batalla cultural”. Como en otras épocas de la historia argentina, los esquemas dicotómicos, que comenzaron siendo principios reductores de la complejidad en un momento de conflicto, terminaron por funcionar como una estructura general de inteligibilidad de la realidad política. Al mismo tiempo, este marco de fuerte polarización torna mucho más compleja la tarea del intelectual crítico, de cara a los poderes enfrentados, produciendo simplificaciones, nuevos silenciamientos e invisibilizaciones.

Creo que la conciencia de esa notoria dificultad (la de hacer audible una voz fundada en la doble disidencia, en la crítica a las diferentes formas de poder -político, económico, mediático-), es la que ha generado la necesidad de pensar en la creación de nuevos nucleamientos de intelectuales.

 

4º) Los intelectuales argentinos somos bastante gregarios y la capacidad de nuclearnos en colectivos no es algo novedoso. Desde el período democrático inaugurado en 1983, ha habido distintos nucleamientos y numerosos proyectos culturales colectivos, tal como lo analiza el reciente libro de Héctor Pavón sobre los intelectuales argentinos. El caso más emblemático es el del Club Socialista, que arranca en 1984 y cierra sus puertas en 2008. Este fue uno de los lugares por excelencia en el cual los intelectuales argentinos de la generación del exilio procesaron colectivamente la ruptura con los ideales revolucionarios, e incorporaron una visión pluralista (y cada vez más formalista) de la democracia. Fue también un lugar con proyección política.

En un contexto de polarización más reciente, nacieron otros colectivos de intelectuales. En su momento, Carta Abierta tuvo una gran capacidad de interpelación, al redefinir el conflicto que se estaba viviendo en 2008 como “destituyente”; o hablar de un “golpismo sin sujeto”, aún si luego tendió a seguir la agenda del gobierno, con críticas más bien tímidas. Asimismo, con el paso de los años, Carta Abierta ilustra también la consolidación de una nueva figura del intelectual político; ya no la del “consejero del príncipe” -que fue la figura que se difundió bajo el alfonsinismo, con el Grupo Esmeralda-, sino la del “intelectual funcionario”, asociado a la política como gestión.

Y en el marco de dicha polarización, tratando de escapar a ella, nació también Plataforma, en enero de 2012, como un espacio colectivo que nuclea a intelectuales y trabajadores de la cultura provenientes de diversos ámbitos, preocupados por los derechos humanos, de ayer y de hoy, así como de las diferentes formas de desigualdad que atraviesan la sociedad argentina actual. Surgió de la necesidad de crear una voz independiente de los diferentes poderes (políticos, económicos, mediáticos), tratando de no caer en el peligroso juego de los reduccionismos y las polarizaciones descalificadoras que tienden a encapsular el debate en una disputa entre posiciones pro-k y anti-k. En este sentido, antes que plantear un “debate entre intelectuales” como cierta lógica mediática pretendió instalar, Plataforma 2012 propone debatir abierta y públicamente los grandes temas nacionales -algunos de los cuales no figuran en la agenda política-.La repercusión positiva que tuvo la creación de Plataforma 2012, reforzó en nosotros la idea de avanzar en este tipo de apuesta colectiva. Así, no sé cuanta puede ser su influencia real en la sociedad, probablemente casi nula, pero son numerosas las personas que desde distintos puntos del país, desde diferentes ámbitos de la cultura, del pensamiento, de la militancia social y ambiental,  de pueblos originarios, nos hicieron llegar su saludo entusiasta y apoyo activo, subrayando a través de ello la existencia de un pensamiento popular y crítico, por fuera y más allá de la hegemonía cultural del oficialismo.

 

Eduardo Grüner

Sociólogo, ensayista, Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras y de Ciencias Sociales de la cual fue Vicedecano. Algunos de sus libros son: El ensayo, un género culpable (1995), Las formas de la espada (1997), El sitio de la mirada (2000), El fin de las pequeñas historias (2002), La cosa política (2004) y En La oscuridad y las luces (2010)  

 

1º) Intus-legere , “el que sabe leer”, es el origen etimológico de la palabra “intelectual”. Obviamente, esto no se refiere al que sencillamente puede leer -en el sentido de que no es analfabeto- sino al que sabe  hacerlo: el que lee más allá  de lo que “salta a la vista”. Aclaremos: “leer” es aquí una metáfora (aunque no una cualquiera, ya que testimonia un privilegio del lógos en la cultura occidental a partir al menos de los presocráticos); intelectual puede ser también, por ejemplo, el que sabe escuchar  más allá de lo que se oye, o sabe mirar más allá de lo que se ve. Sin embargo, es verdad que suele identificarse al intelectual con una praxis de intervención en la esfera del lenguaje, de las palabras. Posiblemente esto tenga que ver, en efecto, con la generalización del concepto a partir del J’Accuse  de Émile Zola interviniendo en el affaire Dreyfus, como indica la pregunta. Y esto es interesante, porque entonces la inflexión “moderna” del término implica no solamente una relación con la palabra, sino con la palabra política  y para más incluso “panfletaria” (la recusatoria de Zola es efectivamente un panfleto, como lo es, digamos, el Manifiesto Comunista  de Marx y Engels: un buen intelectual también es el que le devuelve su dignidad a ese género degradado). No hay nada recusable en que un intelectual escriba panfletos. Pero, por supuesto, esa no puede ser su única ni principal “función”. Nunca me ha conformado esta palabra, como tampoco me gusta hablar del “rol” del intelectual. Para mí, un intelectual es estrictamente dis-funcional e in-enrolable. Esto no significa, desde ya, que no pueda afiliarse o apoyar a un partido, movimiento o agrupación política, incluso a un gobierno (aunque yo, personalmente, tengo una fobia neurótica grave hacia todo lo que huela a poder): pero no lo hace principalmente en tanto intelectual, sino como sujeto o simple ciudadano -más allá de mi enorme respeto por Gramsci, la noción de “intelectual orgánico” me resulta muy discutible-. En tanto intelectual, su lugar (o mejor, su no-lugar) es insanablemente solitario: es el famoso tábano socrático que hace preguntas para las que casi nunca tiene respuestas, o que dice siempre lo que los otros no quisieran oír. Se ve entonces la tensión “esquizofrénica” en la que tiene que vivir: como ciudadano, militante o simpatizante de un colectivo político, tiene que tener respuestas; en tanto  intelectual, no tiene más que interrogantes. El “modelo” literario por excelencia es aquí, claro, Hamlet, a condición de que se advierta que Hamlet no es el sujeto de la duda o la indecisión -como se suele pensar- sino el que pregunta por las razones del Ser y de la Nada (ya que la pregunta cita a Sartre). Y tampoco es, aquella soledad, incompatible con el trabajo colectivo: en general, todo intelectual que se precie hace, por ejemplo, revistas. Es decir: se da una política también para el campo intelectual. Pero en última instancia, cuando escribe, está solo con su alma dividida. Y allí sí que no puede ser indeciso: cada palabra es una decisión de la que ya no se puede volver atrás. Es lógico, pues, que a los partidos y movimientos políticos les cueste tolerar ese “individualismo colectivo” (valga el oximoron) del intelectual. Es así, qué le vamos a hacer.

 

2º) La actitud intelectual ante la cultura es que esta está siempre en crisis: es un permanente malestar, parafraseando a Freud. Este es el costado del “pesimismo de la inteligencia”: ontológicamente, por así decir, no hay que tener excesivas esperanzas en una humanidad más feliz. Histórica y políticamente, sin embargo, uno hace una “apuesta pascaliana” a ese futuro -es el costado “optimismo de la voluntad”-. ¿Por qué? No es sólo (aunque sea mucho) para que la gente viva mejor: para desear eso no hace falta ser un intelectual. Es porque algo como el “comunismo” (sin que podamos hoy definir qué va a ser eso, simplemente pensando en esa recuperación de lo común de la que habla Badiou) permitiría revelar cuáles son los verdaderos  conflictos de la humanidad, su verdadero  “malestar”, cuando se despejen las urgencias del hambre, la explotación, la alienación económica. Allí va a emerger un desocultamiento de alguna Verdad -si se me disculpa la jerga heideggeriana- que sería interesante ver. Ese es mi único “principio esperanza”, para decirlo con Ernst Bloch. Entonces, la crisis del capitalismo ofrece la oportunidad de redoblar esa apuesta. De pensar  una y otra vez, lo más radicalmente que nos salga, el porvenir de aquélla “ilusión”, anticipando la posibilidad de que la cultura, tal como la conocemos, desaparezca. Anticipando, incluso, la posibilidad de que el futuro sea la barbarie. Es, quizá, un pensamiento trágico, o de una dialéctica negativa, a lo Adorno. Pero no debería ser melancólico: al contrario, es un investimiento “libidinal”, si se quiere, que apunta al mayor realismo posible: si la libertad es conciencia de la necesidad, como proponía Hegel, una crisis como la actual debería ofrecernos la libertad de decir: necesariamente esto no va más.

 

3º) La “cultura” es el poder. Es -como se vuelve a decir ahora, en general con demasiada simpleza- la hegemonía. O, althusserianamente, el cemento, la argamasa que busca mantener unidas las fracciones de las clases dominantes, e idealmente “pegar” con esa mezcla a las dominadas. El intelectual, como el artista, debiera estar en última instancia contra  la cultura. Pero para eso -porque la cultura no tiene “lado de afuera”- tiene que estar dentro de ella, en sus intersticios, fabricándole pliegues, discontinuidades, tajos incurables. Desde ese singular sin-lugar su programa de máxima es ser totalmente ajeno al poder. En la práctica cotidiana, por supuesto, tiene que estar todo el tiempo negociando con el poder, incluyendo esos (no tan) “micro-poderes” que son las “materialidades conducentes” de la cultura: los medios, las editoriales, la universidad, y así. Allí, como Penélope, tiene un doble trabajo: procura destejer simultáneamente lo que él mismo teje, conservando el “horizonte” de su programa máximo a la vista. La relación con el poder propiamente estatal lo complica todavía más: desde Platón, pasando por Maquiavelo o Rousseau, hasta, digamos, Heidegger, Malraux o Semprún, y ni hablemos de la Argentina de ayer y hoy, la tentación de hacerse escuchar por el poder de turno, de influir sobre él, ha sido una insistencia irresistible. Siempre termina en fracaso, desde ya, porque el poder tiene razones que la razón intelectual no entiende: ella está empeñada, como decíamos, en interrogar allí donde el poder necesita respuestas. No obstante, el intelectual -sujeto, como cualquier sujeto, a una suerte de automatismo repetitivo- persiste más allá del eterno retorno de su desencanto (porque si se “encanta” en serio, abandona su no-lugar  intelectual, y estamos en otra cosa). Si el poder no lo convoca, se queja; si lo convoca, se debate en la duda de cómo mantener su “distancia crítica”. Nunca la tiene fácil, y me saco el sombrero ante los que a pesar de saber eso no dejan de intentarlo. Personalmente, soy demasiado débil como para estrellarme una y otra vez contra la misma pared. Prefiero la posición cómoda de quedarme en esa distancia, en lo posible mezclado con los que sufren el poder. Trato, eso sí, de no engañarme: también con ellos hay una inevitable distancia, es una fatalidad sociológica. Pero al menos, mimetizándose ficcionalmente con esa perspectiva, uno puede apreciar mejor que las “batallas culturales” que realmente importan no son las que se libran entre las fracciones del poder, sino contra todas ellas -de distinta manera en distintos momentos, lo admito- y contra los propios límites  de lo que se llama “cultura”. Lo demás, me parece, son tironeos mediante los cuales buscamos alguna forma de transacción entre aquel “horizonte de máxima” y nuestras demandas cotidianas. Hay que hacerlo, y lo hacemos. Pero llamarlas batallas, me parece un exceso: la guerra es una cosa seria, de la cual se puede escapar pero en la que no se entra impunemente.

 

4º) Me permito tomar con cierto grado de ironía el vapuleado tema del “retorno de los intelectuales”, para preguntar un poco provocativamente: perdón, ¿a dónde nos habíamos ido? Yo escribí cualquier cantidad de cosas en los 90; hice varias revistas, publiqué libros y ensayos, participé de infinitos debates públicos. Y no soy ninguna excepción, sino apenas uno más: todos los que conozco, y son muchos, hicieron lo mismo o más. Y eso se hizo, por definición, en los espacios públicos que supimos mal o bien conquistar. Ahora, si con “retorno de los intelectuales” se quiere decir que nuevamente, después de mucho tiempo, se conformaron agrupamientos explícitamente pensados para intervenir colectivamente en el debate político-cultural, de acuerdo, es algo para celebrar. Pero, otra vez, no es estrictamente un “retorno”, sino una continuidad bajo otras formas. Menos “solitarias”, si se quiere. En cierto sentido, es algo que se hizo siempre, y sobre todo, más “politizadamente”, desde 1955: ¿Hay que recordar Contorno, El Escarabajo de Oro, Literal, Envido, Los Libros, Punto de Vista, Sitio, La Bizca, La Ciudad Futura, El Cielo por Asalto, El Rodaballo, o las hoy aún vigentes El Ojo Mocho, Confines, Conjetural, esta misma Topía a quien estoy respondiendo (y ello sin mencionar las múltiples revistas teóricas vinculadas a partidos o grupos políticos)? ¿Cuándo dejaron los intelectuales de agruparse para intervenir políticamente, ya fuera en la política “grande” o en la de su propio campo? Es cierto que los acontecimientos del 2001 (más que los de 2008, aunque fue a raíz de estos que se hizo más visible) forzosamente provocaron algún reacomodamiento. Sin perder la parte que habíamos ganado (la autonomía del significante, el peso de lo simbólico-cultural, etcétera) el pensamiento se nos materializó mucho más. En el plano nacional, fue toda una revancha (bien amarga en otros aspectos) para los que nos sentíamos más cerca de la trinchera de Viñas o León Rozitchner que de la pista de patinaje de algún fabricante de zoquetes. En este sentido preciso, el 2001/2002 fue importante por haber liberado enormes energías en el campo de cosas como el arte callejero, las intervenciones urbanas, los grupos de teatro, música y cine “al paso” y demás (lo menciono para no circunscribirnos al sempiterno modelo del intelectual “letrado”). Por otra parte, los formatos actuales, sin duda más “masivos”, tienen sus riesgos -aunque por cierto no sean simétricos-: de un lado, el riesgo de perder la famosa distancia crítica -perder “pesimismo de la inteligencia”, para volver a esa expresión-, subordinándola a las (inevitables, parece) necesidades instrumentales o estratégicas de la realpolitik. Del otro, mantener tanta distancia crítica, tanto rechazo a cualquier compromiso con la política de “manos sucias” de la que hablaba Sartre, hasta que esa “pureza” abstracta se vuelva políticamente inoperante, o incluso un obstáculo. Y finalmente, el riesgo más grande: hoy los medios -todos los medios, cada uno a su manera y con sus propias improntas ideológicas- juegan un papel que no tenían en los tiempos de, digamos, Contorno. Es constante el peligro de quedar atrapado por un “liderazgo” mediático que necesariamente aplana la reflexión crítica con sus tiempos, sus inmediateces, sus urgencias, sus inevitables simplificaciones groseras. No se trata de sus contenidos ni de sus intenciones: ellos funcionan así, no son ni buenos ni malos, son incorregibles, como decía Borges (aunque no lo decía de los medios, claro). Como se verá, en la dicotomía de Umberto Eco soy un decidido apocalíptico. En todo caso, es cierto que esta presencia mediática puede darles alguna influencia sobre capas sociales no intelectuales, pero al precio de, otra vez, diluir su lugar propiamente intelectual. Si es en pos de una buena causa política, por ejemplo, bienvenido sea.  Pero hasta ahí.

 
Articulo publicado en
Agosto / 2012

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