En los Estados Unidos desde el 11 de septiembre de 2001 se vive una situación de intimidación política y profunda corrupción. Tratando de encontrar una forma de entender esta coyuntura comencé reflexionar sobre las experiencias que atravesaron varios de los psicoanalistas latinoamericanos que conozco; ellos durante años vivieron inmersos en la cultura del terror creada por el terrorismo de Estado de los años 1960-80 y hoy en día padecen las crisis económicas y la terrible violencia social que son producto de las políticas neoliberales que impunemente marcan el paso de estos países.
Todas estas circunstancias los enfrentaron con la necesidad de desarrollar una teoría y una práctica psicoanalítica que tomara en consideración el profundo impacto que el mundo social tiene sobre la psiquis individual y grupal. En estas condiciones extremas, nuestros colegas latinoamericanos debieron enfrentar un doble desafío: por un lado adaptar su práctica psicoanalítica con el fin de abordar el trauma sufrido por sus pacientes, y por ellos mismos también, producto de la terrible realidad social y política; y por el otro, en tanto psicoanalistas que poseen un saber particular respecto de la dinámica intrapsíquica y el comportamiento grupal, desarrollar un entendimiento de la naturaleza de las crisis sociales y sus implicancias psicológicas, así como un compromiso en la lucha por los derechos humanos y la justicia económica. Me remito a estas experiencias porque, a pesar de que las circunstancias son distintas, es claro que, como psicoanalistas estadounidenses, cada vez más nos enfrentamos a desafíos similares.
Vivimos en un ambiente que traumatiza, que se manifiesta de varias maneras. En la medida que cuestionemos la cultura del miedo que se ha ido desarrollando en los Estados Unidos, creo que los psicoanalistas podemos contribuir al diálogo que busca respuestas y resoluciones no violentas a la crisis mundial en ascenso. Vale la pena abrir un espacio en el que entre todos podamos pensar el tremendo vuelco que significó el 11 de septiembre para nuestro país. Los atentados terroristas al World Trade Center y al Pentágono al principio fueron percibidos como un golpe devastador al excepcionalismo norteamericano. Como nación, sentimos una vulnerabilidad y una impotencia sin precedentes, a la vez que nos identificamos con el dolor y la pérdida de aquellos cuyos seres queridos habían muerto en los ataques. Instituciones gubernamentales rápidamente convocaron psicoanalistas y otros profesionales de la salud mental para ayudar a la gente a trabajar sobre la inevitable secuela psicológica. Al mismo tiempo, el gobierno de G. W. Bush presentaba una retórica y una serie de políticas de represalias, con las que muchos ciudadanos norteamericanos se identificaban, que reflejaron una respuesta maníaco-defensiva que buscaba evitar esa sensación de vulnerabilidad tan típica de las reacciones al trauma.
Sin embargo, creo que esta reacción inicial al ataque perpetrado por el fundamentalismo islámico sobre los Estados Unidos representa un fenómeno más complejo que el psicoanálisis puede ayudarnos a comprender. Los ataques del 11 de septiembre ocurren en un momento en el cual nuestra sociedad ya estaba en crisis producto de una serie de factores complejos que hace varias décadas vienen golpeando desde dentro la sensación de estabilidad, seguridad y bienestar de millones de ciudadanos norteamericanos. Las causas sistémicas de la creciente violencia cotidiana en este país eran más o menos invisibles, y por lo tanto no era posible nombrar o señalar claramente sus manifestaciones inmediatas. Los síntomas incluían una creciente brecha entre los que tienen y los que no tienen, la erosión de la familia y la comunidad, la corrupción gubernamental asociada a los ricos y poderosos, un descenso marcado de las oportunidades para los trabajadores, una creciente discriminación racial y de género, conflictos urbanos, una juventud drogadicta y medios de comunicación adictos a la violencia que reproducen y motivan la creciente violencia en el mundo real. Creo que, paradójicamente, además de su impacto traumático, el 11 de septiembre también fue una tregua momentánea a esa sensación de deterioro y división interna porque estimuló una renovada sensación de vitalidad: las profundas divisiones internas en este país cedieron temporalmente frente a una ola de nacionalismo, en parte espontánea y en parte producto de las campañas de los medios masivos de comunicación, en la que un pueblo unido se enfrentaba a la agresión externa. Al mismo tiempo, la generosidad, la solidaridad y el sacrificio personal que los estadounidenses expresaron entre sí, reafirmó nuestra percepción de nosotros mismos como buenos y capaces de lograr sentimientos positivos de amor, empatía y solidaridad. Relaciones sociales que habitualmente estaban fracturadas fueron enmendadas momentánea y simbólicamente. El enemigo –la amenaza a nuestra integridad como nación y a nuestro sentido de continuar siendo- no era ya esa compleja red de fuerzas internas tan difíciles de tolerar, comprender y cambiar, sino un enemigo simple e identificable, externo a nosotros, claramente marcado por su diferencia, su alteridad y su pavoroso e impenetrable carácter “no-civilizado” y pre-moderno. Tanto los lideres políticos como muchos ciudadanos se sintieron aliviados gracias a la oportunidad de proyectar los impulsos agresivos hacia un enemigo externo fácilmente deshumanizado, a quien pudieran atacar y destruir justificadamente.
El 11 de septiembre también permitió que surgiera una nueva perspectiva respecto de la contradicción fundamental del mundo. Momentáneamente se oscureció el discurso de los movimientos internacionales antigloblaización que ven a las corporaciones transnacionales estadounidenses y a las instituciones financieras internacionales como responsables de la explotación laboral, los abusos sobre los derechos humanos y el deterioro ambiental del planeta. El 11 de septiembre, también, le permitió al gobierno de G. W. Bush instalar un nuevo discurso que presenta al conflicto fundamental como la oposición de dos polos, donde el mundo se debate entre el bien y el mal, “civilización” y terrorismo fundamentalista. Así, el gobierno norteamericano que durante años estuvo marcado por su alianza con los intereses de las poderosas corporaciones transnacionales, se recreó a sí mismo presentándose como el defensor nacionalista de los intereses del pueblo estadounidense. Por un tiempo, el patriotismo se apropió del duelo y el dolor de los ciudadanos mientras que el militarismo explotaba sus miedos y ansiedades; así se construyó un consenso pasivo para con este gobierno crecientemente autoritario en materia de política exterior, y que en el ámbito nacional embestía contra los derechos civiles. El 11 de septiembre contribuyó para sustentar la tradicional tendencia de este país a no hacerse cargo de los aspectos agresivos y destructivos que resultan de la modalidad y el tipo de relaciones que establece con los pueblos de todo el mundo, que han sido víctimas de las políticas gubernamentales y corporativas de los Estados Unidos. En este sentido, se deslindaron responsabilidades por la amenaza que ellos representan para la humanidad, resultante del rol prominente que jugaron en la carrera armamentista de la segunda posguerra, y en su lugar proyectaron la amenaza inmediata de terroristas. Seguramente los terroristas bien podrían habérselas arreglado para comprar o robar los componentes de las armas químicas, bacteriológicas o las bombas atómicas de fuentes que eran financiadas o a quienes proveyeron durante largos años los propios Estados Unidos, por lo que la escalada militar de los EEUU a la que asistimos no es más que la expresión de un intento de defenderse de sí mismo.
Como psicoanalistas sabemos que la gente moviliza una variedad de defensas inconscientes, incluyendo identificación con el agresor, represión, disociación, y defensas maníacas, a fin de protegerse a ellos mismos de la insoportable ansiedad provocada por las amenazas a su sentido de continuar siendo. En este sentido el gobierno de George W. Bush ha hecho todo lo que esta a su alcance para sostener esa aprobación acerca de sus políticas y junto con la ayuda y la complicidad de los medios masivos construyó consenso al manipular las necesidades que las personas tienen de escaparle a la ansiedad y al miedo. De este modo ha logrado crear una ciudadanía expectante que voluntariamente acepta un poder autoritario (en ascenso) que, como precio a cambio de un futuro prometido de seguridad y estabilidad, demanda negación y desconocimiento. Pero uno no puede escapar a la ansiedad persecutoria en tanto resulta cada vez más difícil diferenciar entre amenaza potencial de terrorismo y la amenaza real que representa su propio gobierno. Por ejemplo, todos hemos sido testigos de cómo el gobierno dice representar la “civilización”en una lucha en contra de la “barbarie”, cuando al mismo tiempo proclama el derecho a realizar ataques nucleares preventivos que podrían significar la muerte de millones de civiles inocentes; nos atacan con los mensajes esquizofrénicos inherentes a sus Códigos de Alerta, que nos urgen a prepararnos para ataques terroristas con armas de destrucción masiva mientras la vida sigue como siempre (preferentemente practicando el patriotismo estadounidense aún cuando se trate de un vuelco maniático al consumismo); y asistimos a las mentiras inherentes a sus promesas de proteger el frente nacional, cuando la evidencia constantemente muestra que se ha invertido muy poco esfuerzo en la preparación militar en el ámbito local y estadual, que la inversión en recursos para protección y desarrollo de las comunidades es ínfimo, y que peligrosamente se ha desatendido la seguridad de los que sí son potenciales objetivos de ataques como por ejemplo nuestras plantas de energía nuclear.
Nuestro gobierno y las corporaciones de medios masivos de comunicación prácticamente nos han privado de un espacio para reflexionar sobre los peligros del mundo actual. Es claro que el gobierno no toma en consideración lo que fue su contribución histórica a los profundos problemas que plagan el Cercano Oriente y Asia a la hora de evaluar causas y consecuencias de esta coyuntura. Es más, continúa presentando la guerra como la única estrategia posible de resolución para este problema. El mundo entero está amenazado por la ratificación de los Estados Unidos de su derecho a realizar ataques preventivos y orquestar políticas de “cambios de regímenes”. El gobierno de Bush se rehúsa a desarrollar auténticas políticas de colaboración para resolver los conflictos; esto lo convierte cada vez más en una súper-potencia aislada y resentida. Su falta de voluntad para reconocer la necesidad de reestructurar creativamente nuestra relación con los pueblos y los recursos del mundo hace que sea inevitable que existan y se desarrollen más generaciones de terroristas que decidirán incluirnos entre las víctimas de los eternos ciclos de violencia. Es más, el gobierno de Bush optó por “una guerra sin fin” como estrategia para asegurar el imperio estadounidense, cuyo costo sin precedentes recae principalmente sobre los contribuyentes norteamericanos. Los dólares de nuestros impuestos que tanto nos costaron ganar están financiando esta maquinaria de guerra que asegura grandes ganancias a las corporaciones transnacionales norteamericanas; mientras tanto los programas sociales que podrían asegurar a un gran número ciudadanos el acceso a la educación, seguro médico, techo y vivienda y otros tantos indicadores de una vida decente, son descuidados y relegados. No vaya a ser que la agenda neoliberal que fundamentalmente representa los intereses gubernamentales y corporativos norteamericanos -con la cual los latinoamericanos están más que familiarizados- no sea profeta en su tierra, resultando en problemas económicos y sociales que afectan a un número creciente de ciudadanos estadounidenses. Guerra, miedo, inseguridad, vulnerabilidad, son reflejo de la calidad de vida de la gran mayoría de los ciudadanos estadounidenses, muchos de los cuales todavía están bajo el influjo de las terribles campañas ideológicas del gobierno y los medios masivos de comunicación que buscan justificar su accionar político. Además de la creación de una cultura del miedo, el gobierno de Bush sistemáticamente ataca los derechos constitucionales y las libertades civiles buscando institucionalizar su capacidad represiva sobre aquellos ciudadanos que presenten una oposición seria a sus políticas.
Sin embargo, y por suerte, hasta ahora los disidentes continúan expresándose y movilizándose en contra de las políticas del gobierno de Bush. Las voces disidentes crecen cada vez más y aportan al entendimiento de la naturaleza de la presente crisis y la relación entre sus causas y el poder hegemónico, los privilegios de clase y la expansión imperialista. El doble discurso que desde el 11 de septiembre vienen proponiendo tanto el gobierno como los medios masivos de comunicación es cuestionado y discutido por un movimiento pacifista vociferante y militante cuyas perspectivas críticas están abriendo un espacio en el que se puede reflexionar de manera profunda respecto de los motivos y las consecuencias de las políticas internacionales e internas de los Estados Unidos y su relación con el profundo antagonismo que el fundamentalismo islámico tiene para con este país.
Es más, los movimientos anti-globalización corporativa han resurgido al interior de un movimiento pacifista internacional que a la vez que lucha por parar la guerra, expresa y defiende sus preocupaciones por la equidad laboral, los derechos humanos y las políticas de desarrollo sustentable para el planeta. Tanto es así que en la noche previa a la invasión estadounidense sobre Irak, el New York Times publicaba que hay dos superpotencias en el mundo actual, los Estados Unidos y el movimiento internacional por la paz. Si bien este movimiento no logró disuadir las agresivas políticas norteamericanas hacia Irak, no por eso dejó de articular una creciente crítica a las aspiraciones y metas de las políticas estadounidenses en general; de esa manera, propone un discurso alternativo que busca solucionar las causas de la deterioración del tejido social que tuvo lugar en las últimas décadas, y la ansiedad persecutoria que eso provoca, a la vez que da cuenta de la necesidad de una seria reflexión respecto de la importancia de llevar adelante una reforma de las instituciones políticas y económicas de este país.
En mi opinión, este discurso alternativo ofrece la posibilidad de pensar asuntos relacionados a los intereses geopolíticos, de clase y de la ideología dominante, que los psicoanalistas debiéramos considerar al examinar la relación entre psiquis y realidad externa. De modo que nosotros, los psicoanalistas, tenemos mucho que contribuir a este discurso dado nuestro entendimiento de las consecuencias psicológicas que resultan de una realidad social opresiva. Podemos aportar cierta luz sobre cómo podríamos tolerar y llevar adelante el duelo por la pérdida de nuestra invulnerabilidad y desarrollar la capacidad de reflexión crítica. Podemos luchar por hacernos responsables por lo que los Estados Unidos han aportado para que el mundo esté como está más que proyectar toda la maldad sobre un enemigo denigrado. Este proceso abre un espacio para trabajar sobre los efectos del trauma y fortalecer las capacidades reparadoras. Necesitaremos tales capacidades en nuestra lucha por salvar y revigorizar lo mejor de las tradiciones democráticas, de oportunidad y en materia de derechos y libertades ciudadanas que ofrece este país.
Nancy Hollander, Ph.D.
Traducido por Florencia Rodríguez