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La multitud por fin encarnada. O, de cómo Baruch de Spinoza se hizo marxista

 

Y la época tiene necesidad de que la ventilen. Y solo el pensamiento libre puede cambiar el aire enrarecido de lo contemporáneo.
H. Meschonnic

1.

Es altamente improbable que Karl Marx -“el filósofo de Tréveris”- haya podido ver el autorretrato perdido de Baruch de Spinoza -“el filósofo de Ámsterdam”-, en el que al parecer éste había colocado, en lugar de su rostro, el de Masaniello (Tommaso Aniello d’Amalfi), pescador napolitano que había conducido una masiva rebelión contra el virreinato español. De haberlo hecho, con toda seguridad hubiera incorporado una copia del retrato (se dice que Marx era un dibujante razonablemente apto) a ese curioso artefacto llamado los Cuadernos Spinoza. El joven Marx, en efecto, tenía la costumbre de transcribir en gruesos cuadernos, párrafos o citas de los pensadores que por alguna u otra razón le interesaban. Conocemos más de treinta de esos cuadernos. En el caso de Spinoza, reproduce largas citas del Tratado teológico-político, en una secuencia aparentemente arbitraria, y con la curiosidad ulterior de que firma el conjunto con su propio nombre, como si hubiera tenido la intención de publicarlo como obra suya. No vamos a psicologizar a Marx hablando de una obvia identificación -ya que poner su nombre en lugar del otro no es poca cosa-. Limitémonos a decir que es una operación intelectual notable: no se trata desde ya de un burdo plagio, sino de un montaje que anticipa en casi un siglo ciertos recursos surrealistas, o más específicamente el Libro de los Pasajes de Benjamin.

Sea como sea, de lo que no queda duda es del interés que el de Ámsterdam despertó en el de Tréveris. Permítasenos, antes de abordar la cuestión, un breve preámbulo. El judío marrano1 y (muy) heterodoxo Baruch de Spinoza fue expulsado de la Sinagoga, fue perseguido y amenazado, sus libros prohibidos o destruidos, entre otras cosas por sostener la identidad de Dios con la Naturaleza. Hay que entender aquí la palabra identidad en su sentido más literal, directo y preciso. Spinoza no es lo que vulgarmente se denomina un “pagano”. En el paganismo se conserva todavía una diferencia entre el Ser divino y la materialidad. Pero Spinoza no dice que Dios se expresa, se encarna, se muestra o se revela en la Naturaleza. Para Spinoza Dios es la Naturaleza: no son dos entidades en relación, sino un único Ser divino-material. Es comprensible -que no quiere decir defendible- que este inmanentismo radical, esta completa obliteración de la Trascendencia, haya causado el horror sacro de la teología del siglo XVII, hasta el punto de hacer de su autor un agente demoníaco, un príncipe negro del ateísmo más insalvable. Deus cive natura es, a partir de allí, una sucinta fórmula malvada, condenada al peor de los infiernos. Porque lo que está diciendo la fórmula -sacrilegio supremo- es que Dios no existe sino como naturaleza, y solo como naturaleza: si se retira ésta, solo queda el cielo vacío, como hubiera dicho Sartre.

La potencia del individuo concreto conserva toda su irreductible singularidad, pero está  “sobredeterminada” por la potencia de la multitud

Spinoza está, pues, en una posición muy especial, quizá única, en la filosofía moderna (y posiblemente en la filosofía sin más). Porque no es exacto su “ateísmo”, al menos en el sentido vulgar de este epíteto. Subjetivamente, no carece de fe. Es decir, que sus censores lo han leído bien, aunque no lo sepan: el escándalo intolerable es, precisamente, que siga siendo un creyente pese a su materialismo. En todo caso, eso debería colocarlo -en las grillas dicotómicas de las tradiciones filosóficas- del lado del idealismo o el espiritualismo. Pero la naturalización de su Dios lo transforma en un materialista radical. Lo cual no significa -el concepto es muy posterior- que Spinoza sea un cultor del “naturalismo” (corriente de pensamiento bien idealista, por cierto). La fusión del Espíritu con la naturaleza retiene el nombre “Dios” como impronta de la materia viva: es como si -invención extraordinaria de la que todavía no hemos extraído suficientes consecuencias- Spinoza hubiera creado, casi de la nada, un concepto material. En otras palabras: el soplo aparentemente etéreo de la palabra, incluida la divina, forma parte de la materialidad de la naturaleza, de su “totalidad”. Totalidad abierta y cambiante, como es sabido, porque ese Deus naturalis es una realidad en movimiento perpetuo en pos del crecimiento de la potencia, de la pulsión (conatus) de persistir en el Ser. Y eso no se detiene nunca. Otra vez, aquí hay que tomar literalmente la noción de que Dios-Naturaleza es in-finito: nunca terminado, siempre en vías de desarrollo y transformación.

Los más extremistas ilustrados del siglo XVIII no llegaron a esos límites: ni Rousseau ni Diderot perdieron nunca un vago teísmo. Marx o Nietzsche, en el siglo siguiente, no entran en este juego: ateos decididos y desde el vamos -aunque la idea nietzscheana de la muerte de Dios es un tanto sospechosa para un auténtico ateo-, no podían generar una extraña (anti)teología política materialista como la de Spinoza. Habrá que esperar al primer tercio del siglo XX para tropezar con algo parecido en marxistas bastante herejes como Ernst Bloch o, sobre todo, Walter Benjamin, o, más tarde, teólogos anarco-izquierdistas como Jacob Taubes. Sin embargo, que recordemos, y siendo todos ellos judíos, en ninguno de ellos aparece Spinoza como influencia importante. Curiosamente, en Marx sí. Aunque raramente lo cite, su interés por el filósofo holandés está más que establecido. Ya hemos recordado los Cuadernos Spinoza, pero hay componentes menos, por así decir, anecdóticos.

Es comprensible ese interés de Marx, incluso en términos que podríamos llamar metodológicos. Desde sus primeros escritos importantes de juventud (La Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel o La Cuestión Judía) Marx venía sosteniendo la tesis de que la crítica de la política debía empezar por la crítica de la religión. Y esto es exactamente lo que encontrará en el Tratado teológico-político de Spinoza, cuya segunda parte -que incluye la crítica de las filosofías políticas de su época- se desprende claramente de la primera -la crítica de las teologías “oficiales”-. Más importante aún para lo que devendrá en el materialismo histórico marxiano, encontrará la idea de la potencia de la multitudo, donde -justamente contra las teorías contractualistas que separan al Estado de la sociedad- la multitud, en el curso de su propio movimiento, absorbe dentro de sí las instituciones políticas, vale decir un esquema de democracia radical que será lo más aproximado que pueda imaginar el siglo XVII a la “utopía” comunista de Marx (en efecto, hay que recordar que el Tratado spinoziano es estrictamente coetáneo al Leviatán de Hobbes, texto que funda la teoría contractualista del Estado, según la cual la formación de la sociedad es una ruptura definitiva con el “estado de naturaleza”. Asimismo, en la misma época, el cogito de Descartes tuvo que soportar las advertencias de las pasiones tristes de Spinoza, que precarizan las potencias del Ser, incluyendo y, sobre todo, el Ser colectivo, algo inexistente en el cartesianismo). Agréguese el postulado de que solo la más completa libertad en el seno de la multitud garantiza la más absoluta libertad individual, y tendremos otra prefiguración, la del pasaje del “reino de la necesidad” al “reino de la libertad”.

Analizando las revoluciones de 1848 o la Comuna de París de 1870, Marx reencontrará -esta vez en la historia material, y no solo en la filosofía- aquella potencia de la multitud, aquel conatus colectivo, que permitió que el proletariado y los estratos populares, quizá por primera vez en la historia, desarrollaran su propio movimiento, su propio “partido” independiente de la clase política dominante. En 1848 esa novedad todavía no había alcanzado la suficiente madurez, y en 1870 fue aplastada a sangre y fuego. Pero este final trágico no niega el hecho de que en esos procesos emerge el protagonismo autónomo de las “clases peligrosas” en búsqueda del crecimiento de su propia potencia, que podría volverse a activar en otra etapa. Porque “nadie sabe lo que puede un cuerpo”, la Historia no termina, necesariamente, con las derrotas.

2.

Y finalmente, la concepción de un Espíritu que se desarrolla a sí mismo en tanto acción de la naturaleza, era demasiado evocador de la noción marxiana de praxis como para dejarla escapar. Para Spinoza, en efecto, la res cogitans (la “cosa” del pensamiento) es inescindible de la res extensa (la materia como tal). O, si se quiere traducir así: una teoría de la historia es el “momento” pensante-crítico de las transformaciones de la propia historia; es la práctica teórica inseparable de una teoría de la práctica. El materialismo histórico de Marx es la historia misma pensándose, bien o mal, en la cabeza de los hombres y mujeres que la viven. El concepto marxista de praxis -que Marx toma, por supuesto, de los antiguos griegos- no es simplemente, como suele decirse, el de la “unidad” de la teoría y la práctica: dicho así, esto supondría que teoría y práctica son dos entidades originarias y autónomas, preexistentes, que luego la praxis (inspirada por el genio de un Marx, por ejemplo) vendría a “unir” de alguna manera y con ciertos propósitos. Pero su lógica es exactamente la inversa: es porque ya siempre hay praxis -porque la acción es condición del conocimiento y viceversa, porque ambos polos están constitutivamente coimplicados- que podemos diferenciar, pero solo analíticamente, distintos “momentos” (lógicos, y no cronológicos), con su propia especificidad y “autonomía relativa”, pero ambos al interior de un mismo movimiento. Todo esto es espinozismo puro. Y es desde ese movimiento inmanentista que debería leerse, sin ir más lejos, la célebre Tesis XI sobre Feuerbach.

Ahora bien: en cuanto se plantea la cuestión en esos términos, aparece, sin remedio, el problema-Hegel. Tanto Kant como Hegel -una cosa muy diferente es Fichte, para mantenernos en la gran tradición del idealismo alemán- habían des-materializado a Spinoza, alarmados, probablemente, por la radicalidad verdaderamente “subversiva” de aquel inmanentismo. En Hegel, la Historia como puro despliegue dialéctico del Espíritu (Geist) “encarnándose” en la realidad social y política, es una amputación del Deus naturalis, un retroceso “reaccionario” a la separación entre espíritu y materia de la cual Spinoza había renegado. Aquí no es cuestión de negar la mucha o poca influencia que Hegel haya tenido sobre el “joven” Marx (con todo lo discutible que ya sabemos que tienen las periodizaciones). Pero cuando Marx formula la famosa afirmación a propósito de que la revolución que en 1789 los franceses habían hecho en la historia concreta, los alemanes solo pudieron hacerla “en la cabeza de los filósofos”, ¿cómo no advertir que está “cometiendo” espinozismo en contra de Hegel? ¿Cómo negar que su señalamiento indique que, al menos en este punto que no es cualquiera, paradójicamente Spinoza ya había “superado” a Hegel un siglo y medio antes de que este apareciera? Por otra parte, y aunque Marx no haya sacado inmediatamente todas las consecuencias de ello, el célebre llamamiento a poner a Hegel, que está “de cabeza”, de vuelta sobre sus pies, no era suficiente. Una simple inversión no hace más que asir por el otro extremo la cadena de la misma lógica, cuando de lo que se trataba (y es lo que hizo Marx, pese a esa imperfecta metáfora) era de romper la cadena: de mostrar, “espinozianamente”, que cabeza y pies (Dios y la naturaleza, res cogitans y res extensa, teoría y práctica, concepto y objeto, pensamiento e historia, Idea y Materia) son “partes” del mismo cuerpo en acción. A partir de allí, la posibilidad de un gran debate al interior del marxismo y del movimiento social-histórico en general (Hegel o Spinoza, para citar un título programático si los hay de Pierre Macherey) quedó subterráneamente planteado, si bien recién un siglo después adquirirá toda su “potencia” -y, por momentos, su virulencia-.

3.

El retorno a -o de- Spinoza, en la segunda mitad del siglo XX, saltó por encima, y casi que anuló para siempre, el aut / aut del siglo XIX: el o bien la naturaleza (la res extensa) o bien la historia (o la cultura) (la res cogitans), que va desde el hegeliano Espíritu Absoluto (Geist) que se encarna separadamente en esas dos aventuras terrenales, hasta la escuela neokantiana de Dilthey et al, con su dicotomía dura entre las ciencias nomotéticas y las ideográficas (las de la naturaleza y las del “espíritu”). Dentro del marxismo -de un marxismo que ya nada indecisamente en las aguas de la nueva marea del estructuralismo-, entre fines de la década del 50 y principios de la del 60, Louis Althusser y sus discípulos2 descubren cómo sustraer al propio marxismo de lo que perciben como las “trampas” de Hegel (el idealismo, la teleología, el historicismo, la ideología del “progreso”, la inevitable Aufhebung, etcétera): la llave para esa puerta de salida se llama Spinoza -y secundariamente, Maquiavelo ( esta “secundariedad” es cifra de una dificultad: en el marxismo, la vía hacia Maquiavelo pasa por Gramsci, quien, discípulo rebelde de Croce, es más hegeliano de lo conveniente)-. Dentro y fuera, o en los márgenes, del althusserismo estricto, hay una suerte de efecto dominó: Macherey publica seis gruesos volúmenes sobre la Ética además de uno de “divulgación” con el ya citado título de Hegel o Spinoza, Etienne Balibar con Spinoza y la política, Antonio “Toni” Negri su Spinoza: la Anomalía Salvaje -aunque prácticamente toda su obra está atravesada por ese nombre-, Deleuze tres o cuatro textos dedicados al holandés, y siguen las firmas. Casi todos ellos, por otra parte, marcados por otros descubrimientos simultáneos y cruzados: el “giro lingüístico”, el estructuralismo, Lacan (o tal vez habría que decir el lacanismo, para no desestimar los posibles equívocos entre un nombre de autor y ciertos discursos que lo adoptan).

Nuestra actualidad preapocalíptica requeriría un replanteo profundo de las posibilidades revolucionarias, y en ese replanteo, casi con seguridad, Spinoza tendría un lugar tan protagónico como Marx

Como sea, para Althusser y su escuela el descubrimiento-Spinoza se aparece como una eficaz huida de todo horizonte de Trascendencia -por ejemplo, la del proletariado en tanto “clase universal”-, así como del centramiento en la subjetividad (en el Espíritu Absoluto), rémora hegeliana que todavía lastra, según Althusser, a las teorías del llamado “marxismo occidental”, como las lucáksianas, frankfurtianas o sartreanas. Es archiconocida la crítica althusseriana al método de la totalidad expresiva -que Lukács hereda de Hegel-, según el cual cada parte de la totalidad es, en su lógica interna, perfectamente representativa de la lógica del Todo. En la relación Parte / Todo reina, pues, una completa simetría. Hay que aclarar aquí, aunque Althusser no lo haga, que esta no es en absoluto la posición -es más bien la contraria- de la Escuela de Frankfurt, y muy en especial de Adorno, cuya “dialéctica negativa” se apoya, justamente, en el conflicto entre la Parte y el Todo. Pero hay que concederle a Althusser un punto: la noción de la totalidad expresiva está en la base de la (in)famosa “teoría del reflejo” del segundo Lukács, que si bien es harto más sutil que la reflexología o la estética del realismo socialista del estalinismo, despacha a la nada cualquier posible intervención de la contingencia en su articulación sobredeterminada con las estructuras (y el último Althusser, en efecto, dará un nuevo “giro” spinozista con su materialismo del encuentro, donde -siempre en batalla con la teleología- la noción de contingencia “sobredetermina” a la de estructura).

4.

El concepto de sobredeterminación, en Althusser, proviene de Freud (y de la “determinación en última instancia” de Engels), pero sin duda también de Spinoza -aunque no sea estrictamente con ese nombre-: la potencia del individuo concreto conserva toda su irreductible singularidad, pero está “sobredeterminada” por la potencia de la multitud. Así se evita la abstracción del mero “reflejo” del Todo en la Parte, sin por ello anular la relación entre ambas. Y además, como correctamente lo señala Althusser, “ya Spinoza nos advirtió que el objeto del conocimiento , su esencia, es absolutamente distinguible y diferente del objeto real, pues, para repetir su famoso aforismo, la idea del círculo, que es el objeto de conocimiento, no debe confundirse con el círculo, que es el objeto real”3. Pasmosa anticipación, nuevamente, de la “teoría del conocimiento” de Marx, tal como puede encontrarse, casi con las mismas palabras, en la Introducción de 1857. Pero a condición de que recordemos -a riesgo de extraviar la idea tanto marxista como spinozista de praxis- que, de todas maneras, la Idea forma parte de la materia. Esto es crucial para la teoría marxista (crítica) de la ideología. El pulidor de lentes Spinoza sabe muy bien que las imágenes pueden generar “alucinaciones”, al igual que las interpelaciones del discurso ideológico. Pero esas alucinaciones -también las religiosas- son materiales, en tanto organizan no solo creencias y pensamientos, sino acciones. Que el sol “salga” por el este y “se ponga” por el oeste es por supuesto una alucinación, pero una alucinación objetiva: todos los habitantes del planeta Tierra “ven” lo mismo, y desde hace miles de años orientan su conducta por esa “alucinación”. ¿De qué otra cosa habla la primera parte del Tratado de Spinoza?

Esta es la base del tan mentado antihumanismo teórico de Althusser, que brega por romper con el antropocentrismo abstracto de la modernidad occidental -esa “deificación” del Hombre que Pasolini tacha de perversión, ya que, precisamente, confunde la idea de Hombre con los hombres y mujeres concretos4- para atender al funcionamiento, en la “otra escena” oculta para el cogito, de las susodichas estructuras (categoría que por supuesto no se encontrará en Spinoza), sean las de la economía política, las del lenguaje, las de la ideología, las del Inconsciente. Una controvertida frase de Althusser -“La historia es un proceso sin sujeto”- escandalizó, y hasta cierto punto todavía lo hace, al marxismo clásico. Sin embargo, y sin mengua de cualquier otra reserva crítica que se pueda tener, para quien esto escribe es la frase más marxista (y spinoziana) de toda la obra althusseriana. Basta remitirse a las primeras líneas del Manifiesto Comunista: “La historia de la humanidad hasta el presente es la historia de la lucha de clases”. ¿No resulta obvio que el sujeto, incluso el gramatical, de ese enunciado es la lucha de clases? Vale decir, en efecto, un “proceso” histórico, impersonal, colectivo y anónimo (se diría el Dios-Naturaleza spinoziano), que define en su propio desarrollo el lugar político que ocupan las clases y los sujetos. Es absurdo que un marxista diga -como tantos dicen- que el sujeto de la historia es uno, el proletariado: de esa manera, irónicamente, se suprime la lucha de clases, puesto que, obviamente, para que haya lucha deben existir al menos dos contendientes (dos “sujetos”, si se los quiere llamar así).

Aunque, a decir verdad, si bien es Althusser quien ha acuñado esa expresión (la de antihumanismo teórico), el primero de la época en arrojar la bomba es, paradójicamente, un antropólogo que ha leído su Spinoza, Claude Lévi-Strauss, en su célebre polémica con Sartre al final de El pensamiento salvaje, de 1962. Y ya en 1964 encontraremos el célebre rostro de lo humano borrándose de la arena de la playa en el Foucault de Las Palabras y las Cosas. El antihumanismo teórico queda, al menos en Francia, plenamente establecido, y será llevado al paroxismo por las diversas variantes “postestructuralistas”. Pero si se puede apoyar en Spinoza para concebir ese pliegue crítico, no hay que confundirse: él no es un anti humanista en abstracto, es un humanista concreto.

5.

Marx fue duramente crítico con su maestro Hegel, sin nunca abandonarlo por completo. Hasta el fin de su vida sostuvo que en las entrañas de la filosofía hegeliana había un “carozo” racional que podía ser utilizado contra el propio Hegel. No vamos a embarcarnos ahora en un debate con la escuela althusseriana a propósito de cuán definitiva fue la ruptura del Marx “maduro” con el idealismo hegeliano. Pero no cabe dudar de que Spinoza fuera un decisivo “correctivo” mediante el cual someter a una crítica radical no solo el aspecto idealista de la dialéctica, sino teorizaciones abstractas (y en última instancia reaccionarias) como las del Estado Ético Universal levantándose “bonapartistamente” sobre los conflictos de la sociedad. Spinoza, lo hemos visto, piensa exactamente al revés: es el movimiento de la multitud, su potencia, su conatus, sus deseos, lo que encarna lo político en estado de “revolución permanente”.

De todos modos, lo que nos importaba aquí es preguntarnos por el origen no solo marxista sino spinoziano de aquellos desarrollos del marxismo. Más arriba calificábamos al movimiento de la multitud, con su búsqueda incesante del crecimiento de su potencia, como una versión avant la lettre del comunismo de Marx (del cual el propio Marx afirmó, justamente, que era un movimiento hacia, y no una finalidad perfectamente predeterminada). Hemos revisado, asimismo, la idea de praxis, el problema del método que opone / articula lo abstracto y lo concreto a través de la contingencia y la sobredeterminación, la crítica de la política partiendo de la de la religión, la crítica de la ideología, etcétera, etcétera. Todo esto, está claro, no agota en absoluto el carácter multifacético de la relación entre Spinoza y el marxismo. Pero es suficiente para ubicar un núcleo fundante de esa relación, que hasta el día de hoy, en pleno siglo XXI, resulta intolerable para el poder: el del (otro) poder constituyente de la multitud, que intermitente pero peligrosamente, a veces pone en jaque el poder constituido de los sectores dominantes.

Esto lo vio bien un marxista spinoziano, Antonio Negri5; pero mucho antes de él, y sin necesidad de citar a Spinoza (pero sin duda flotando en la estela de su recorrido), lo hizo Walter Benjamin, reflexionando compleja y problemáticamente sobre el deseo fundacional de la multitud, que el poder instituido debe hacer abortar a cualquier precio6. Nuestras “democracias” actuales -totalmente degradadas, vaciadas de contenido, ahuecadas de toda auténtica politicidad por el imperio global de los grandes poderes económicos, financieros y mediáticos, deslegitimadas hasta el punto de generar los múltiples neofascismos que la amenazan- son cómplices de una verdadera cruzada contra la potencia de las masas, aunque no lo sepan o se lo disimulen a sí mismas. Y ello sin mencionar otra impronta spinoziana que incluso nuestras izquierdas suelen descuidar: la de la destrucción de la naturaleza, y en consecuencia de la especie humana, sobre la que un Spinoza que reviviera hoy tendría mucho que decir. Contra todo eso, nuestra actualidad preapocalíptica requeriría un replanteo profundo de las posibilidades revolucionarias, y en ese replanteo, casi con seguridad, Spinoza tendría un lugar tan protagónico como Marx. ◼

Eduardo Grüner
Doctor en ciencias sociales (UBA) Escritor, ensayista y crítico cultural
egruner1 [at] yahoo.com.ar

Notas

1 Sobre la importancia del marranismo de Spinoza, ver Carpintero, Enrique: Spinoza: militante de la potencia de vivir, Buenos Aires, Topía, 2022, así como varios textos, conferencias y seminarios de Diego Sztulwark.

2 Los más connotados son Etienne Balibar, Pierre Macherey, Jacques Ranciére, Roger Establet, todos ellos coautores de Para leer El Capital. Pero no está de más recordar que en esa escuela revistó asimismo Jacques-Alain Miller.

3 Althusser, Louis, “De El Capital a la filosofía de Marx”, en Para leer El Capital, México, Siglo XXI, 1969.

4 Pasolini, Pier Paolo, “De Sade e l’universo dei consumi”, en Per il Cinema, Milano, Mondadori, 2003.

5 Además del ya citado La anomalía salvaje, Barcelona, Anthropos, 1993, ver El Poder constituyente, Madrid, Prodhufi, 1989.

6 Benjamin, Walter, “Para una crítica de la violencia”, en Angelus Novus, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1975.

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Articulo publicado en
Abril / 2023

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