Cuento: Los caprichos de la fauna | Topía

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Cuento: Los caprichos de la fauna

 

El autor es médico y escritor. En diciembre de 2018 editamos su novela Un día como cualquier otro (Topía, 2018). Aquí aborda en este relato una posible arista de la situación actual.

Como creía haber escuchado que la nueva y peligrosa pandemia afectaba solo a los humanos y que la ciencia se mostraba impotente frente a la truculenta realidad y la impiadosa devastación, Juancho pensó: “No parecen enfermarse, pero es un hecho que los bichos no piden permiso para invadir nuestras ciudades, la televisión los muestra pavoneándose por las calles, subiéndose a los autos, paseándose por los cementerios, dentro de poco invadirán las casas, comerán nuestros alimentos y arruinarán todo. Entonces, ¿aceptaremos quedar desprotegidos a la intemperie?”

Como si le hubiese adivinado el pensamiento, Aurora le hizo la pregunta fatal concerniente a la idea que le rondaba la cabeza, a pesar de sus esfuerzos por ignorarla.

-¿Qué podemos hacer nosotros aquí en el medio del campo, si los de las ciudades, por lo que se sabe, no los pueden detener? ¿No te parece una venganza por lo que les hemos hecho durante tanto tiempo?

-La maestra nos enseñó, Aurora, -aseveró él preocupado- que estos que criamos encerrados, ni siquiera son de aquí, los trajeron los españoles, pero resulta que a España los llevaron los árabes y los judíos desde sus países, creo. También aseguró, que el gallo y la gallina son de más lejos todavía, de un país que queda a miles de kilómetros hacia el sol naciente.

-¿Y el chancho?

-Dicen que era de la misma zona que la vaca.

-No entiendo Juancho.

-¿Qué?

-Te acordás cuando fuimos al pueblo ese que fundaron los judíos, pero ahora pocos quedan allí, pasando Humberto Primo.

-¿Qué tiene que ver?

-Que una vecina me dijo que muchos judíos no comen el cerdo ¿Si era de esos pagos y lo tenían, porqué se privaron de su carne que es tan sabrosa y sirve para tantas cosas?

-Parece que algunas familias turcas de Santiago tampoco lo quieren probar. Capricho no debe ser, casi seguro que les da miedo y sus razones tendrán.

-La gente tiene sus cosas Juancho, nosotros no comemos carne los Viernes Santos y algunos, más estrictos, toda esa semana.

-Pero es un día apenas, o unos pocos, lo veo diferente Aurora. Nosotros lo hacemos por respeto a Nuestro Señor, al que no tememos, sino que lo amamos, como él a nosotros.

-Además, ningún cristiano que se precie come perro, y no es por miedo que no lo hacemos, es porque son como de la familia. Los respetamos y ellos nos respetan, nos cuidan y fuera de alguna travesura cuando son cachorros, saben guardar su lugar -sentenció, mientras acariciaba el lomo de Travieso el macho de la parejita que les hacía compañía.

-Del gato mejor no hablemos, bien sabemos que algunos han hecho guiso con su carne.

-¿Será la epidemia la venganza de los otros animales por tanto maltrato?

-Pero si es natural que los comamos, nunca fue diferente. Además, se cazan entre ellos.

-No todos, no lo olvides Juancho.

-Porque no pueden, sino ya los verías.

-Dios los hizo así, a esos sólo les dio las herramientas para comer pasto o bichitos ¿Esa diferencia los hace mejores? -Dijo ella muy seria.

-Una vez que están acorralados o enloquecidos, todos se vuelven peligrosos, señal de que hay que tener cuidado.

-Si esta plaga sigue y los animales mansos se infectan, nos dejan sin todo lo que tenemos, desvalidos. Sólo basta con saber lo que pasa en las ciudades, para advertir que esto es muy serio. Hace poco se arrimaron unos tipos que decían que eran de Rosario y buscaban comida, gallinas, huevos, algún lechón, lo que pudiese ofrecerles. Me acerqué a ellos para decirles, bien clarito, que no vendía y parece que lo entendieron, se disculparon y dieron la vuelta sin insistir, quizás porque vieron que tenía la escopeta en la mano.

-En mis cuarenta años jamás escuché que pasaran hambre, como dice la radio que ahora les sucede. Aquí, por ahora nos arreglamos como siempre, cuando se acabe lo que no producimos; la yerba, el azúcar, el aceite, el vino, el vinagre, las nueces, y alguna otra cosita, si no lo conseguimos en el pueblo lo vamos a extrañar, pero la comida en la mesa no faltará.

-Sí, no hay que asustarse, después de todo para nosotros las cosas siguen igual, las gallinas se portan como siempre y no dejan de poner huevos. Las vacas y los cerdos no cambiaron su actitud, nacieron amansados, parece que no conocen otra forma de comportarse, igual que el tostado, ayer lo monté para dar una vuelta por el campo y comprobé que tenía la misma docilidad de siempre. Habrá que estar vigilantes por si les llega la locura de otros pagos y se retoban. Bien sabemos que los animales también se contagian sus propias enfermedades, o sus conductas disparatadas.

-La virgen no lo quiera. Yo les tengo más miedo a esos que vienen a buscar comida, o a cualquier forastero.

-Por las dudas voy a andar con el revólver al cinto.

-La gente circula con la cara tapada como si fuesen bandidos, se ven raros, asustan.

-Dicen que es para no contagiarse esta peste, pero yo no lo creo, deben estar tan locos como los animales.

-¿Será para que no los reconozcan?

-¡Quién te dice!

Dos días después Juancho, desconfiado, subió a la camioneta para ir de compras al pueblo. Recorrió sin novedad el largo trecho de camino de tierra que lo separaba del asfalto y luego subió a la ruta hasta que, llegando a Humberto Primo, divisó un inusual retén policial. “Qué habrá pasado, esto parece que tiene que ver con la epidemia o la rebelión de las fieras, es inútil que siga, si en mi campo hay paz para qué me voy a buscar problemas”pensó, y decidió pegar la vuelta.

Ya de regreso.

-¡Qué pasó que volviste tan rápido! ¿No había nadie en el supermercado, no te acercaste a charlar con el negro, tu compadre?

-Había policías parando a los vehículos antes de la entrada al pueblo y pensé que era mejor venirme, porque según vimos, está todo alterado y a la gente la encierran en cuarentena. No quería correr el riesgo de dejarte sola tanto tiempo, no estaba seguro de que no se les ocurriría agarrarme.

-Pero si vos estás sano.

-Desconfían Aurora y, por las dudas, te tratan como si estuvieses contaminado.

Esa noche miraron ansiosos la televisión.

-Parece que nada cambió Juancho, la gente sigue con la cara cubierta y se cuidan de andar bien lejos unos de otros. La policía les mide la calentura con unos aparatos raros; la mayoría de los negocios están cerrados y los supermercados vigilados por gendarmes con ametralladoras porque ya han desvalijado a unos cuantos, según dicen. Por lo que viste en la ruta, en el pueblo debe pasar lo mismo.

-¿Vos crees? Si por aquí nunca ha faltado la comida.

-Mi abuelo me contó que cuando él era chico, la gente en Rosario andaba desesperada por la falta de comida, mientras que aquí, en este mismo campo, ellos dejaron que las vacas se coman el trigo porque no valía nada, nadie lo compraba. Esa vez fue un poco diferente, parece que los animales no se contagiaron y quedaron en su sitio.

-Ni me hables, menos mal que los tenemos. La soja era, según decían, un gran negocio que me estaba perdiendo por cabeza dura, pero ahora, a nosotros sólo nos serviría para darle de comer a los chanchos y para hacer alguna ensaladita de mierda. A propósito, recuerdo que una vez don Leiva me quiso vender un fusil y no lo acepté para no gastar; en este momento nos vendría bien, era uno que cargaba balas y no perdigones como la escopeta. Por las dudas mañana la engraso y también al revolver. Por suerte tengo muchos cartuchos y bastantes proyectiles. Ya comprobamos que andan extraños merodeando.

-No necesitamos vender nada, los pesos que tenemos aquí los usaremos cuando se pueda y el resto está guardado en el banco.

-Ahora me da desconfianza de todo, hasta de los bancos, si hubiese sabido de este desorden, los enterraba en una lata en medio del campo.

-Depositamos los dólares que te dieron cuando vendiste los novillitos, en el otoño de hace dos años.

-Quién iba a suponer, Aurora, que el mundo enloquecería de este modo. Andá a saber si esos papelitos verdes van a conservar su valor.

-Sos un poco tacaño Juancho, tu sobrino, el Ariel, se ofreció para comprarnos uno de esos teléfonos satelitales, los únicos que andan aquí, y no quisiste porque salía muy caro. Con él podríamos hablar con los del pueblo o algún vecino, y saber lo que ocurre en la zona, enterarnos si esa locura de las ciudades llegó hasta el pago.

-No te aflijas, en este campo todo sigue igual, nada ha cambiado y nos podemos arreglar sin el mundo, tenemos todo lo que necesitamos.Y, que ni se le ocurra a alguno venir a joder.

II

No había pasado más que una semana, durante la cual pudieron gozar de una bucólica felicidad, cuando una hermosa mañana divisó una lejana polvareda que anunciaba la aproximación de un vehículo. Juancho, que estaba renovando la comida en el gallinero, reaccionó velozmente y sin dudar un segundo, entró rápidamente a la casa, alertó a su mujer, ordenándole que se pusiese a cubierto y tomó las armas para ir a parapetarse detrás de un árbol de grueso tronco. La camioneta no era de la zona, él se preciaba de conocer a todas las que usaban sus paisanos, además era de las cuatro por cuatro caras y parecía nueva. Venían dos dentro de ella, pararon delante de la tranquera y uno que bajó, gritó para ver si alguien respondía, pero el silencio fue total, entonces, el que quedó a bordo tocó varias veces la bocina. Esperaron un rato y después hablaron entre ellos, hasta que, el que había aguardado al volante también se apeó, dirigiéndose decidido hacia la entrada. Cuando Juancho vio que amagaba levantar la traba que impedía el paso, disparó la ruidosa escopeta apuntando por arriba de ellos, como advertencia, e inmediatamente los encañonó, calculando que, a esa distancia, les daba a los tres blancos al mismo tiempo: ellos y la camioneta que veía claramente entre los intrusos.Las visitas quedaron unos segundos inmóviles, luego reaccionaron corriendo velozmente hacia el automotor que arrancó de inmediato, para perderse por el sendero de entrada. “Menos mal que recularon, no me gustaba nada la situación, pero si insistían les descargaba la perdigonada”-reflexionó Juancho que de inmediato se dirigió al galpón donde se había escondido Aurora.

La llamó desde afuera para tranquilizarla: -Se fueron, podés salir.

-¡Les tiraste!

-Como aviso nomás. Con eso bastó para que se retiraran, creo que eran de la ciudad, sospecho que estaban merodeando para conseguir comida.

-¿Con semejante camioneta?

-¿Quién te dice que no era robada?

-Buen susto me pegué ahí adentro, tirada entre los aperos.

-Tranquila, vamos a tomar unos mates y comer pastelitos de dulce, con este asunto me vino el apetito- le dijo para calmarla, mientras la tomaba cariñosamente de los hombros rumbeando para la casa.

Al otro día, después del almuerzo, Juancho prolongó inesperadamente su siesta y estaba temblando cuando lo despertó el crujido de la puerta que Aurora había abierto con cuidado, extrañada por la ausencia de su marido.

-Mejor quedate en la cama- le aconsejó ella, maternalmente -debiste tomar frío, hoy a la mañana había viento del sur, te alcanzo una aspirina.

Esa tarde no tuvo voluntad de levantarse, después de transpirar copiosamente por la acción del medicamento, prefirió quedarse en la cama mirando televisión pues se sentía decaído, hasta que se durmió. Estaba tosiendo cuando ella lo despertó para ofrecerle un plato de sopa.

-Tomala que te va a hacer bien, te resfriaste por andar poco abrigado.

-Creo que tenés razón, me siento helado otra vez.

La noche que siguió fue agitada, los cada vez más frecuentes accesos de tos no le daban tregua a él, y a ella no le permitían descansar. Aurora se levantó temprano, porque tuvo que encargarse de alimentar a los animales que tenían cerca de la casa y echar un vistazo a los vacunos en el potrero. Después cocinó un puchero, con eso se arreglarían, Juancho parecía más abatido y afiebrado que el día anterior y ella, afligida, tampoco tenía apetito. Esa tarde compartieron algunos mates y decidieron cenar temprano. Él apenas probó un poco de caldo y ella se conformó con un plato de sopa con fideos y una rebanada de pan.

Se acostaron temprano; unas horas después, cuando a ella la despertó un acceso de su propia tos, comprobó alarmada que él respiraba con dificultad, y lo despertó.

-¿Te falta el aire Juancho?

Él, somnoliento -Sí, me falta el aire y me arde el pecho.

-Creo que yo también estoy calenturienta.

-Tendríamos que ir al pueblo a ver al Dr. Mendizábal, pero la policía que está en la entrada nos va parar y, no tengas dudas, si nos ven así nos encierran.

-Qué mala suerte, estábamos tan bien aquí. En este estado no podés manejar.

-Dame otra aspirina, cuando me haga efecto vamos. ¿Qué hora es?

-Son la una de la mañana.

-Mejor esperamos a que amanezca.

Fueron, en todo el sentido de la palabra, horas agitadas, en cuyo transcurso él jadeaba con creciente intensidad y ella se sentía cada vez peor, por lo que también debió recurrir a una aspirina que le permitió descansar un rato a pesar de la tos. Cuando comenzaba a clarear, Aurora dejó la cama, alarmada por la disnea de Juancho, que apenas podía hablar.

-¿Porqué no me despertaste?

-Para dejarte descansar un rato.

-Así como estás no podés manejar. Lo tengo que intentar yo, aunque nunca lo haya hecho bien.

-Antes de salir, tenés que repartir comida para las gallinas y los chanchos. Mirar si tienen suficiente agua, y controlar el bebedero en el campo. Hay que trancar el molino para que no se desborde. Me tienen afligido, si no volvemos hoy o mañana los animales van a sufrir.

-No sé, mirá si al verse solos no les da por romper la alambrada y meterse en la casa. Le puedo pedir a Rosales, el puestero de la estancia, que es el que está más cerca, a que se dé una vuelta.

-A ese le desconfío, no es buena gente.

-¿Entonces qué hacemos?

-Mejor nos quedamos.

-Si tenemos la peste, necesitamos que nos atiendan.

-Ya pasamos gripes y fiebres sin necesitar la ayuda del doctor. Está visto que vienen extraños, desesperados por conseguir comida, a vos te quedó el miedo, razonable, después que tuve que tirarles a los últimos que aparecieron. En estos tiempos no podemos confiar en los animales porque parece que pierden la cabeza, se descontrolan. Si se meten en la casa les va a dar por hacer desmanes, destrozar los muebles y ensuciar- afirmó Juancho con determinación, pero con la voz entrecortada por su dificultad para respirar.

Aurora, que estaba un poco mejor colocó junto a la cama una mesita para tener a mano la jarra con los vasos.

-Trae la escopeta y el revólver, en estos tiempos mejor tenerlos a mano.

-Ella lo hizo y tomaron otra aspirina cada uno.

Aurora, tosiendo cada vez con más intensidad, acechó preocupada el creciente ahogo de Juancho. Después del medio día supuso que él estaba mejor, a pesar de que no hablaba, porque los ronquidos y silbidos de su pecho bajaron de intensidad, hasta convertirse en apenas un murmullo. Mareada por sus propios malestares que eran idénticos a los de su marido, tardó en advertir, un rato después, porque le costaba mucho girar la cabeza para mirarlo, que Juancho no respiraba. Entonces cayó en un estado de confusión total. Unas horas después, con las últimas luces del día creyó distinguir a las vacas y los caballos que, mirando a través de la ventana, esperaban, pacientes, su propia muerte.

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Articulo publicado en
Agosto / 2020

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